—Si Pompeu estaba seguro de eso, estoy tranquilo —dijo Stephen—. No podían haber elegido mejor.
Pompeu Ponsich era un catalán erudito, poeta y filólogo y también un patriota. Era conocido en toda Cataluña y respetado por todos.
—Es un alivio oírle decir eso —dijo sir Joseph—. A veces he dudado que fuera un acierto enviar a un hombre de letras y de cierta edad, aunque fuera un hombre de gran valía. Pero, para la persona adecuada, este asunto es simple, no requiere grandes hazañas como las que realizó usted a bordo del
Leopard
y, más recientemente, en Boston, sino palabras sinceras y argumentos convincentes dichos con seguridad y, si es preciso, acompañados de documentos facilitados por nosotros. Y Dios sabe que no son pocos los documentos que tenemos para demostrar que Bonaparte no desea nada bueno para Cataluña… ni para ningún país.
—Me alegro de que el asunto esté en tan buenas manos —dijo Stephen—. Aunque me hubiera gustado ir, estoy satisfecho de que haya encontrado a alguien mejor. Además, me han invitado a dar una conferencia en el Instituto de Francia el día diecisiete y, a menos que mi presencia aquí sea necesaria, me gustaría darla.
—¿Va a dar una conferencia en el Instituto de Francia? Le felicito sinceramente. ¿Y sobre qué tema?
—Sobre las especies extinguidas de la avifauna de Rodríguez. Pero tal vez me desvíe un poco del tema y hable de los ratites de Nueva Holanda.
[11]
—Debe ir, Maturin. No pensábamos pedirle que se fuera al Mediterráneo antes de que Fanshaw vuelva. Debe ir, aunque sólo sea porque allí encontrará a muchos hombres importantes. Dé recuerdos de mi parte a los Cuvier y a Saint-Hilaire. Además, esto llega como llovido del cielo, pues tendrá usted la oportunidad de tener contacto directo con…
La mirada penetrante de Stephen le hizo darse cuenta de que el oporto, el entusiasmo y el celo profesional habían estado a punto de hacerle decir una grave indiscreción, de cometer un terrible error, y rápidamente trató de encontrar la forma de salir de la situación con dignidad y por fin, vacilante, terminó la frase:
—…antiguos conocidos.
—Sí, con científicos que conocemos desde hace tiempo —dijo Stephen, manteniendo aún aquella mirada—. Sobre todo quisiera volver a ver a Dupuytren, pues le aprecio aunque acepta a Bonaparte como paciente, y tengo deseos de oír hablar a Covisart del ano artificial y del estetoscopio, ese aparato tan interesante, y también de adquirir nuevos conocimientos científicos.
A pesar de que se tenían mutua estima y confianza, hubo un embarazoso silencio durante unos momentos, y por fin Blaine rompió el silencio hablando en un tono completamente diferente.
—Aunque hace este viaje por motivos que no levantan sospechas, ¿no cree que hay peligro de que le reconozcan? Usted les ha hecho mucho daño, y no sería sensato confiar demasiado en un salvoconducto. No hay muchos espías como usted, que tienen escrúpulos.
—He tenido en cuenta eso, pero me parece que en la actualidad el peligro es insignificante. Los únicos franceses que realmente conocían mi nombre y mi aspecto físico eran Dubreuil y Pontet-Canet, y, como usted sabe, los dos están muertos. Sus subordinados, que podrían tener algunos datos sobre mi identidad, aún se encuentran en Estados Unidos, e incluso en el improbable caso de que les hayan ordenado volver enseguida, el bergantín en que regresamos hizo un viaje tan rápido que seguramente ellos no lleguen a Francia hasta varias semanas después de que yo regrese a Inglaterra.
—Eso es cierto —dijo Blaine.
—Además —dijo Stephen—, considero que este viaje es también una especie de seguro, porque si alguien sospecha de mí, sus sospechas se desvanecerán cuando yo demuestre públicamente que soy un científico (creo que puedo jactarme de que nadie en Europa conoce mejor la anatomía del
Pezophaps solitarius
) y que no tengo mala intención, pues he ido al encuentro del enemigo, me he metido voluntariamente en la boca del león.
—Eso también es cierto —dijo sir Joseph—. No hay duda de que su estudio sobre el solitario dará mucho que hablar y dejará claro que usted es una autoridad en ese tema. Pero quisiera que regresara tan pronto como le fuera posible, antes de que algún agente de los Servicios Secretos volviera de Estados Unidos. Supongo que querrá marcharse sin tardanza. Hace falta actuar con rapidez. ¿Quiere que me ocupe de conseguirle un permiso oficial y un medio de transporte? El día doce zarpa un barco con prisioneros para canjear que podría servirle.
—Sí, por favor —respondió Stephen—. Y ya que es usted tan amable, permítame hacerle otras dos peticiones.
—Le escucho con agrado —dijo sir Joseph—. Nos ha dejado hacer muy pocas cosas por usted y, sin embargo, le debemos mucho por lo que ha logrado en el
Leopard
y en Boston.
Stephen hizo una inclinación de cabeza, estuvo dudando unos momentos y luego dijo:
—La primera concierne a la señora Villiers. Como usted sabrá por mi informe, gracias a ella conseguí estos documentos, pero ella ignora mi conexión con el departamento. Por razones obvias, me acompañaba en el bergantín, pero debido a que teóricamente es una enemiga, fue detenida cuando llegamos.
—¿Ah, sí? —dijo sir Joseph.
—La última vez que hablamos de ella, como recordará, usted sospechaba que tenía relación con la señora Wogan —dijo Stephen intencionadamente.
—Lo recuerdo —dijo sir Joseph—. Y también recuerdo a la dama. Tuve el placer de conocerla en casa de lady Jersey, y volví a verla en el Pavilion. Pero si no me equivoco, usted tuvo la misma sospecha que yo cuando ella partió de improviso hacia Estados Unidos.
—La tuve, pero estoy muy contento de poder decir que estaba completamente equivocado. Mantuvo su lealtad a este país a pesar de su relación pasajera con el señor Johnson y de haber firmado una serie de documentos. Doy fe de ello y pido que sea liberada.
—Muy bien —dijo sir Joseph, escribiendo en un trozo de papel—. Me ocuparé personalmente del asunto. No habrá ningún problema. La dama puede estar tranquila.
Hizo una pausa, pero, al darse cuenta de que Stephen no tenía intención de añadir nada más, continuó:
—Habló usted de una segunda petición, ¿verdad?
—Sí. Es algo estrictamente personal, no tiene nada que ver con el departamento. Un amigo mío, un oficial naval que se encontraba en tierra al término de una misión y en espera de la siguiente, por decirlo así, entró en un terreno pantanoso. Después estuvo ausente durante mucho tiempo y, al volver, se enterró casi hasta la cabeza, y quedará totalmente sepultado a menos que un experto legal le indique cómo salir de allí. Le ruego que me diga el nombre de algún eminente abogado que ejerza su profesión actualmente.
—¿Podría decirme qué clase de problema tiene su amigo? Eso me permitirá saber qué tipo de consejero legal debo recomendarle. En el caso de una disputa por un botín, el adecuado sería Harding, por supuesto, a menos que ya hubiera aceptado la representación de la parte contraria. En el caso de una causa criminal o matrimonial, no hay duda de que debería consultar a Hicks.
—Le explicaré lo mejor que pueda cuál es el problema. Mi amigo cayó en las manos de un proyectista, un hombre menos ambicioso que los típicos timadores, porque le aseguró que podría convertir en plata y no en oro el plomo de las minas abandonadas que hay en sus tierras. Mi amigo simpatizó con ese hombre y su proyecto le encantó, y fue tan ingenuo que firmó una serie de documentos sin leerlos.
—¿Firmó documentos sin leerlos? —inquirió sir Joseph.
—Así es. Le habían dado el mando de un barco y parece que no quería desaprovechar la marea.
—¡Dios mío! Pero eso no debería sorprenderme, porque la estupidez de los marinos cuando están en tierra raya en lo increíble, y he visto innumerables ejemplos de ello. Lo he notado en marinos de todos los rangos e incluso en hombres de gran valía que son capaces de estar al mando de una gran flota y de hacer negociaciones con gran habilidad. Precisamente la semana pasada un destacado oficial que conozco recibió su media paga anual y, con esa suma en forma de letras negociables metida en los bolsillos, entró en un café. Allí entabló conversación con un extraño, y éste le propuso un sistema infalible para multiplicar su capital por 7,25 sin correr ningún riesgo. Entonces el oficial le entregó las letras y, hasta algún tiempo después de que el extraño se había marchado, no se dio cuenta de que no sabía dónde vivía y ni siquiera conocía su nombre. Pero, volviendo a su amigo, ¿sabe él qué tipo de documentos firmó?
—Teme que uno de los documentos sea un poder. No obstante, él ya le había dado uno a su esposa. Al regresar se encontró con que el proyectista, el taumaturgo, había realizado enormes gastos y había llevado a cabo grandes obras, haciendo incluso el tradicional canal.
—¡Ah, sí, el canal, por supuesto! —exclamó sir Joseph con una expresiva mirada.
—Sería inútil fingir que no estoy hablando de Jack Aubrey —dijo Stephen—. Y supongo que ha visto la monstruosa zanja que fue excavada en Hampshire.
—Sí, la he visto, desde luego —dijo sir Joseph—. Por cierto que ha suscitado muchos comentarios.
—Y eso no es todo. Ese reptil, Kimber, porque Kimber es el nombre del proyectista, ahora se esconde tras una nube de socios, mejor dicho, de cómplices a los cuales ha transferido sus ambiguos poderes. Algunos son abogados sin escrúpulos que han amenazado con demandar a mi amigo. Estoy muy preocupado por Aubrey. Le aprecio mucho, y también a su esposa, y, como usted sabe, le estoy muy agradecido.
—Si no recuerdo mal, usted ha navegado casi siempre con él.
—Desde que me hice a la mar por primera vez. Pero hay algo más: él me sacó de las garras de los franceses cuando fui apresado en Mahón. Llevó a cabo una brillante operación corriendo un gran riesgo.
—No hay duda de que se merece toda su gratitud —dijo sir Joseph—. No conozco al caballero, aunque usted le ha mencionado a menudo, pero sé que tiene buena reputación, que es un capitán hábil, determinado y combativo. Lord Keith tiene un gran concepto de él. Además, tiene tanta suerte en la mar que en la Armada le llaman Jack Aubrey
el Afortunado
. Debe de haber conseguido muchísimo dinero en Île de France y Reunión. ¿Cómo es posible que un hombre cuya inteligencia le permite llevar a cabo con éxito una larga y difícil operación despilfarre el dinero que ha ganado con tanto esfuerzo, se embarque sin pensarlo en proyectos quiméricos, firme documentos sin leerlos y confíe ciegamente en sus conciudadanos? Eso es algo que escapa a mi comprensión.
Sir Joseph movió la cabeza de un lado a otro tratando de entender cómo una persona podía confiar en sus conciudadanos sin tener pruebas de su integridad, y aún sin entenderlo, continuó:
—Tal vez sea afortunado en la mar, pero lo es menos en tierra. Y, naturalmente, no es afortunado por tener el padre que tiene. ¿Conoce usted al general Aubrey, Maturin?
—Sí, por desgracia —dijo Stephen.
—Ahora que ha abrazado la causa radical, es peor que nunca. Él y esos hombres de mala reputación que tiene por amigos son una molestia para todos en el ministerio, y después de su discurso en Spitalfields, todos dudan que sea acertado darle el mando de un barco a su hijo. Por cierto que la
Acasta
, que había sido asignada al capitán Aubrey, fue puesta al mando de otro oficial. Y es que, como señaló el señor Wray, hay muchos oficiales de mérito desempleados cuyo nombramiento reforzaría la posición del Gobierno. Y lo mismo ocurre con los honores que le van a conferir. Iban a proponer que se le concediera el título de caballero, o incluso el de barón, por haber hundido el
Waakzaamheid
cuando estaba al mando del
Leopard
, pero mucho me temo que no le concederán nada. Si usted aprecia a Aubrey, por favor, dígale que mantenga a su padre callado el mayor tiempo posible, si puede. Pero eso no viene al caso. Ahora nuestro objetivo es escoger un abogado que evite que el capitán Aubrey sufra las consecuencias de su insensatez. Debe ser un hombre perspicaz, acostumbrado a tratar con granujas y muy duro…
Sir Joseph fue trayendo a su mente uno tras otro los nombres de los mejores abogados de la ciudad y mientras tanto, con voz pastosa y grave, canturreaba:
Coll'astuzia, coll'arguzia, col giudizio, col criterio… con un equivoco, con un sinónimo, qualche garbuglio si troverà.
—Sí —dijo por fin—. Creo que he encontrado a nuestro Bartolo londinense, al abogado más hábil de todos. Se llama Wilbraham Skinner y vive en el Lincoln's Inn.
—Se lo agradezco mucho, sir Joseph —dijo Stephen, poniéndose de pie.
—¿Le apetece cenar conmigo mañana? Invitaré a Craddock y a Erskine. Luego podríamos ir al Covent Garden a ver
Cherubino
. La canta una joven de exquisita belleza y una voz angelical.
Stephen dijo que, en contra de su voluntad, debía declinar la invitación, pues tenía que coger el coche de Holyhead porque iba a Irlanda a ocuparse de algunos negocios. Y sir Joseph, al comprobar lo firme de su decisión, dijo:
—Mandaré a buscar esos documentos antes de que se marche. ¿Dónde se hospeda?
—En el Grapes, en el distrito de Savoy.
—En su antigua guarida-dijo sir Joseph, sonriendo—. Antes de las once recibirá el permiso para viajar a Calais y el certificado de aduana firmado por el Comisionado de transportes. ¿Quiere que le acompañen un par de sirvientes?
—Sí, por favor —dijo Stephen, encaminándose a la puerta. Al llegar a ella se detuvo y añadió—: Tal vez lleve a la señora Villiers a París. Es conveniente que lo haga por determinadas razones. ¿Cree que habrá algún impedimento para que viaje?
—Absolutamente ninguno —dijo sir Joseph—. Absolutamente ninguno por nuestra parte y seguramente ninguno por la otra, pues una dama con nacionalidad norteamericana siempre será bien recibida en París. Dejaré un espacio en blanco en el certificado de aduana para que incluya a los sirvientes y a su posible acompañante y para que escriba lo que quiera.
—Muchísimas gracias, mi estimado Blaine.
—No hay de qué, no hay de qué. Le deseo un buen viaje, querido Maturin, y le ruego encarecidamente que salude de mi parte a los Cuvier.
—¡Oh, Maturin, qué contenta estoy de que hayas vuelto! —exclamó Diana, atravesando el salón de la casa de la señora Fortescue y cogiéndole ambas manos—. ¿Tuviste un buen viaje? Ven al jardín y cuéntame cómo fue… La señora Fortescue bajará de un momento a otro con su odiosa prole. No, porque estás muy cansado. Es mejor que nos sentemos.