—Es un joven atractivo, sin duda, pero te doy mi palabra de que no sé lo que ven las mujeres en él.
—Ésta es la última tostada, ¿no?
—Me temo que sí —respondió Jack—. Creo que no tendremos más pan hasta que lleguemos al fondeadero Downs.
—¿Cuándo crees que será eso?
—Si el viento se entabla, dentro de un par de días. Pero no me atrevo a asegurar nada sobre el viento, porque el tiempo es inestable, el barómetro sube y baja a saltos, así que todavía puede que se desate la tormenta que ha anunciado el señor Pellworm. Aun así, si no llega a rolar al suroeste, podríamos llegar al Broad Fourteens el jueves y atravesar el Canal con rapidez.
El tiempo era realmente inestable, caótico, impredecible, y hubo muchas pruebas de ello. El cielo estuvo nublado casi todo el tiempo, soplaron vientos del noreste y el noroeste, unas veces flojos y otras tan fuertes que hacían necesario arrizar las gavias, a menudo acompañados de lluvia y fuerte marejada. Aunque la marejada lograba al menos que el coronel permaneciera abajo, Jack no hizo un viaje agradable. Por un lado, se sentía frustrado porque no se había podido cumplir su deseo de invitar a los capitanes de los transportes, todos ellos tenientes de mediana edad que no tenían influencia o, desafortunadamente, no habían realizado la meritoria acción indispensable para obtener un ascenso, pero que eran expertos marinos y gobernaban sus barcos de una forma que él admiraba sinceramente, sin hacer retrasarse a la
Ariel
lo más mínimo. Por otro lado, tuvo que calcular su posición sin cronómetro y teniendo en cuenta la curiosa corriente que se movía hacia tierra en el mar del Norte, la variación irregular de la brújula y sin los datos de mediciones astronómicas, de manera que lo que hubiera sido un viaje sencillo y rutinario se convirtió en uno largo y angustioso en el que su capacidad de navegar por instinto fue puesta a prueba constantemente, en el que una suposición errónea podía costarle muy caro. Pero no navegó sólo por instinto, pues, a pesar de que el cielo era impenetrable y las grises olas le indicaban muy pocas cosas, el fondo poco profundo de aquel mar era un gran mosaico y la sonda estaba metida en el agua permanentemente (sujeta por marineros empapados que se colocaban en el pescante de barlovento y cantaban la conocida letanía día y noche) y el señor Pellworm, el oficial de derrota y él examinaban las partículas que se adherían al sebo del escandallo: arena gris, arena fina y amarillenta con conchas, lodo, tierra gruesa con pequeñas piedras negras, guijarros… No obstante, los pedazos de aquella obra taraceada tenían a veces varias millas de extensión, y la idea acerca de cuál era su naturaleza variaba de un hombre a otro, de modo que el oficial de derrota y el piloto a veces estaban en total desacuerdo. En algunas ocasiones, Jack tuvo la tentación de preguntar cuál era la ruta adecuada a los numerosos pescadores ingleses y holandeses que solían navegar por aquellos peligrosos bancos en dogres, urcas, buzos, barcoluengos y otras embarcaciones de poco calado y que entorpecían el avance de la corbeta porque permanecían en su ruta hasta el último momento o salían de repente de la oscuridad sin llevar ni un farol encendido, forzándola a ponerse en facha. Como la mayoría de los oficiales ingleses, Jack nunca interfería en las actividades de los pescadores, fuera cual fuese su nacionalidad, y dos veces fue premiado por los holandeses, que desde la oscuridad le llamaron maldito estúpido por haber roto sus volantines. En cuanto al reloj de Stephen, tenía un hermoso aspecto y podía medir el pulso de forma admirable, pero había determinado que la corbeta distaba diez millas del Galloper cuando todos vieron aparecer al oeste las luces del barco que indicaba dónde estaba el banco.
—¡Dios quiera que no choquemos con el Goodwin! —dijo Jack mientras la corbeta y los transportes orzaban y avanzaban hacia las aguas profundas del canal.
—¡Oh, no, señor! —dijo Pellworm, que no esperaba que aquel hombre de figura imponente hablara en broma—. Está mucho más al sur.
Esquivaron el banco Goodwin, después de esquivar el Haddock, el Leman, el Ower y el Outer Dowsing, y llegaron a Downs una luminosa mañana de esa misma semana, lo cual fue una suerte, porque el fondeadero estaba lleno de barcos, buena parte de ellos grandes convoyes cuyo destino eran las Indias Occidentales y Orientales, el Mediterráneo y Guinea, y si el tiempo hubiera sido tan malo como en los últimos días, les hubiera costado mucho atravesar por entre tantos barcos. Pocos mercantes se aventuraban a navegar solos, porque muchos barcos franceses patrullaban el Canal y corría el rumor de que dos fragatas norteamericanas estaban en facha frente a Land's End.
La
Ariel
estuvo allí sólo el tiempo suficiente para pedirle al bote del práctico del puerto que llevara al señor Pellworm a la orilla. Y cuando el piloto se disponía a bajar por el costado, dijo:
—Recuerde mis palabras, señor, recuerde mis palabras: la tormenta vendrá por el oeste, diga lo que diga el señor Grimmond. Y cuando venga, será aún más fuerte, por tanto tiempo como ha tardado en llegar.
Después de bajar tres peldaños de la escala, se detuvo, y sus ojos quedaron justo por encima de la borda y brillaron con intensidad cuando recitó:
La Tierra enferma se estremece y ruge de costa a
y la Naturaleza tiembla al oír sus horribles rugidos.
Y después desapareció.
Los oficiales fruncieron el entrecejo. Aunque Pellworm era un hombre respetado y un experto piloto, les parecía que había llegado demasiado lejos, que se había tomado libertades con el capitán.
—¡Desplieguen la gavia mayor! —ordenó Jack con voz fuerte y en tono malhumorado, y después se volvió hacia Stephen y, en voz baja, dijo—: Me alegro de que nos hayamos desecho de Pellworm. Es un excelente piloto, pero habla demasiado. Además, la poesía no es adecuada para un barco de guerra, sobre todo si el poema tiene un tema como ese, porque podría inquietar a los marineros.
Y también podría ser verdad. Había algunos signos inquietantes en el diáfano cielo, y aunque el viento se había fijado en dirección noreste, Jack estaba decidido a atravesar el Canal sin perder ni un minuto y a navegar con todas las velas desplegadas hasta que pasara la isla d'Ouessant. No permaneció allí ni siquiera el tiempo suficiente para poder comprar víveres a los vivanderos que rodearon la corbeta porque dijo, en tono firme, que no estaban allí para reventar comiendo guisos ni para hartarse de pudín de pasas, sino para llevar tropas catalanas a Santander sin perder un momento y que podrían pasar con guisantes secos hasta que llegaran allí. Así pues, con mucha prisa se dirigieron al suroeste cuando la marea estaba alta y el viento soplaba con fuerza.
Era bastante raro encontrar vientos favorables a lo largo de todo el Canal, y muchas veces Jack había tenido que anclar para esperar a que cambiara la marea o avanzar dando bordadas por aguas poco profundas, y en ocasiones, tras conseguir recorrer algunas millas, su barco había sido arrastrado hacia atrás otra vez. A veces había tardado semanas en llegar al Atlántico, pero ahora pasaban en rápida sucesión las conocidas marcas, los cabos South Foreland, Dungeness, Fairly, Beachy, y sus faros brillaban tras una cortina de lluvia que caía desde nubarrones de color azul negruzco. Y por la tarde pudieron ver con claridad la isla Wight por la amura de estribor. Jack subió a la cofa del palo mesana con un telescopio, miró hacia el oeste y, antes de que la verde luz se desvaneciera, le pareció ver brillar la cúpula del observatorio que tenía en Ashgrove Cottage. Se quedó mirando hacia allí turbado por muy diversos sentimientos, como si el observatorio estuviera en otro mundo, mucho más lejos de él que cuando se encontraba en las antípodas.
El viento aumentó de intensidad cuando el Sol se puso, y ellos tuvieron la certeza de que iba a desatarse una tormenta, así que quitaron los mastelerillos y aferraron las gavias, dándoles vueltas hasta convertirlas en pequeños rollos con aspecto de defensas o aparejos, pues desde que habían pasado por Jutlandia tenían muy poca lona alquitranada, y pasaron frente a la punta Start tan velozmente que parecía que se proponían salir del Canal, sin cambiar de rumbo inmediatamente después para alcanzar la costa española al cabo de una semana, coronando así una extraordinaria operación.
Una vez más llegó un espléndido día después de una noche lluviosa, aunque venían olas cada vez más fuertes del suroeste, contrarias al viento y a la corriente, que hacían saltar las verdes aguas por encima de la amura de la
Ariel
. La corbeta pasó a gran velocidad frente al arrecife Eddystone, tras el cual se veían la punta Rame y la entrada de Plymouth, y luego frente al cabo Dodman; sin embargo, entre los cabos Dodman y Lizard, la suerte les abandonó. Sin más variación que tres ráfagas sucesivas, el viento roló al oeste, soplando justamente en contra de la corbeta, y trajo una fuerte lluvia.
—¡Estábamos casi al final! —exclamó Jack—. ¡Una hora más y hubiera hecho rumbo al sur! ¡Habría sido un viaje extraordinario! Pero lamentarse no sirve de nada, y al menos nos quedan por recorrer unas doscientas millas.
Entonces se cerró el cuello de la capa, le aconsejó a Stephen que amarrara todo y subió a la empapada cubierta.
—¿Qué pasa? —inquirió Jagiello.
—Pasamos por otro de esos malditos cabos —dijo Stephen—. Éste se llama Ouessant y tenemos que bordearlo, tenemos que
doblarlo
, para salir del Canal y alcanzar la otra orilla del golfo de Vizcaya.
—Hay demasiados cabos de éstos en el mar —dijo Jagiello—. Para mí no hay nada como un caballo…
Jack conocía ya la
Ariel
, la conocía perfectamente. Era una embarcación ágil y respondía bien, el tipo de embarcación que le gustaba gobernar porque podía mantenerla horizontal en una fuerte tempestad y porque con ella aprovechaba cualquier cambio del viento y la marea, por pequeño que fuese, para situarse o virar más hacia barlovento. Por otra parte, tenía oficiales competentes, una buena tripulación, y bien templados instrumentos. Y se alegraba de no tener tiempo de pensar en otra cosa en una situación como aquélla porque el hecho de recordar su casa le había turbado, había traído a su mente el recuerdo de Amanda Smith y de los problemas legales, los reproches a sí mismo, el miedo a perder su amor y su fortuna y otros pensamientos tristes y confusos. Hacía navegar a la
Ariel
con las gavias aferradas, aunque podía llevar más velas desplegadas, para no adelantar a los pobres transportes, que avanzaban con torpeza debido a su construcción y que llevaban un horrible cargamento: varios cientos de soldados mareados. Aunque los negros petreles revoloteaban a ambos lados de la corbeta, el viento no tenía todavía la fuerza de un vendaval, y aunque las grandes olas chocaban contra la amura de babor, le parecía que la corbeta se había desplazado unos cinco grados hacia barlovento. El único problema era que el cielo era impenetrable y no sería posible hacer mediciones durante el día ni durante la noche, y probablemente no podrían hacerse hasta dentro de algún tiempo.
Antes del anochecer se encontraron con un navío de línea y dos fragatas que navegaban por otra ruta, que iban a hacer el bloqueo a Brest: el
Achilles
, la
Euterpe
y la
Boadicea
. Se identificaron, hicieron la señal secreta y por último hicieron una salva. Jack los siguió con la mirada, especialmente a la
Boadicea
, que había estado bajo su mando en el océano Índico. Sentía un gran cariño por aquella fragata confortable, de combés muy ancho, un poco lenta pero fiable cuando se conocía su forma de navegar. Estaba de pie junto a una carronada, con los brazos alrededor de un estay, y la lluvia y el agua del mar que saltaba por encima de la borda le golpeaban la espalda, y desde allí observaba cómo navegaba la fragata, que había largado la mayor cantidad de velas que podía llevar desplegadas para alcanzar el veloz
Achilles
. Mitchell era ahora su capitán y le había puesto pescantes de hierro en la popa y una carronada a cada lado del alcázar, pero no había cambiado apenas la pintura, con cuadros blancos y negros según el estilo ideado por Nelson. Y la corbeta todavía hacía un segundo movimiento, extraño, vibrante y gracioso, antes de virar para hacer frente a las olas con el costado. «Yo no la haría navegar a tanta velocidad», pensó. «Es mejor
festino lento
, como diría Stephen. Que Dios ayude a la escuadra que está cerca de la costa en una noche como ésta.» Y recordó el tiempo en que había estado frente a Black Rocks y Camaret, la férrea costa de Britania.
Fueron azotados por otra ráfaga de viento, pero esta vez vino del sur, y enseguida cayó la noche, una noche oscura llena de lluvia y gotas de agua salada desprendidas de las olas que brillaban al pasar sobre la luz de la bitácora y los faroles de popa, las únicas luces en aquella oscuridad, una oscuridad que envolvía el barco mientras se aproximaba al cabo Lizard navegando de bolina sobre unas aguas sólo visibles cuando saltaban por encima de la proa mezcladas con la blanca espuma.
La rutina de la corbeta continuó, por supuesto. Oscuras figuras hicieron el relevo de la guardia, el piloto y los vigías, caminaron agarradas del andarivel hasta donde se encontraba la campana y la hicieron sonar, tiraron la corredera y anotaron la lectura, y se acurrucaron junto a la escala. Al cabo de una hora, cuando Jack calculó que debía de tener el cabo Lizard por la amura de estribor, a unas cinco millas de distancia, utilizó una señal nocturna para indicar a los transportes que viraran en sucesión y viró en redondo y luego dirigió la proa hacia donde venía el viento. Observó cómo los transportes viraban ordenadamente, y cuando vio que sus luces, formando una línea, se desplazaban hacia el sur por la ruta que les llevaría hasta la isla d'Ouessant, la cual bordearían para pasar al golfo de Vizcaya, se fue a la cabina. El joven Fenton era el oficial de guardia, y aunque no era un fénix, era un oficial en quien se podía confiar; y por otra parte, la situación no requería habilidad ni esfuerzo extraordinarios, pues una tormenta que venía del oeste en la salida del Canal no tenía nada de extraordinario, por mucha lluvia que trajera.
—¿Cómo está la noche? —inquirió Stephen.
—Muy húmeda —respondió Jack sacudiendo agua en todas direcciones—. Pero si ésta es la tormenta de que hablaba Pellworm, no tiene demasiada importancia. Podríamos llevar desplegadas las gavias, si quisiéramos, y la Tierra no ruge de costa a costa cuando se pueden llevar las gavias desplegadas, ¿sabes? Viramos en redondo hace poco y ahora navegamos de bolina con las velas amuradas a estribor.