Cuando Jack estaba a gatas, pudo oír entre el rugido del viento y el bramido del mar, a una distancia infinita, el grito de Hyde:
—¡Todos a babor, digo, a estribor!
Y enseguida oyó un ruido atronador, en el momento en que la
Ariel
chocó contra la Thatcher y su timón se hizo pedazos y una parte de la popa se desfondó.
Cuando se puso de pie por fin, vio que Hyde tenía una palidez cadavérica y una expresión triste y que la corbeta estaba situada con el costado hacia alta mar.
—¡Cargar la mesana y la mayor! —gritó—. ¡Halar las escotas de la trinquete!
Rozando las rocas con un fuerte chirrido, la
Ariel
pusola proa en la dirección del viento, y Jack la hizo pasar por la parte más estrecha del arrecife interior cambiando su dirección únicamente con el movimiento de la trinquete. Todavía estaba un poco aturdido, pero la parte de su mente que estaba clara atendía a los movimientos de la corbeta, y después del séptimo choque capaz de causar grandes daños, se dio cuenta de que la popa estaba partida por la mitad. No obstante, como la marea casi había alcanzado su máximo nivel, la corbeta no se detuvo sino que siguió avanzando entre las crestas que se formaban en los rompientes y que subían hasta las cofas.
Todavía siguió flotando en las aguas tranquilas que estaban al otro lado del arrecife, pero no se mantendría así mucho tiempo.
—¡Tiren las carronadas por la borda! —ordenó.
Sin aquel peso, todavía podría flotar el tiempo suficiente para que pudiera llevarla hasta la orilla. Unos minutos más tarde, cuando el viento, el mar y la marea favorecían su movimiento hacia la desembocadura del río, les dijo a los oficiales que cogieran sus órdenes y pertenencias y le hizo una seña a Stephen para que le acompañara a la cabina, donde el agua llegaba hasta las rodillas.
—El coronel debería ponerse un uniforme de infante de marina y hacerse pasar por otra persona —dijo—. ¿Estás de acuerdo?
Stephen asintió con la cabeza.
—Entonces daré la orden —dijo Jack.
A continuación cogió el libro de tapas de plomo que contenía el código de señales, sus informes oficiales, sus documentos privados y su sable, le dijo a su despensero que hiciera un fardo con lo que pudiera y subió a la cubierta. Tiró por la borda el código de señales, sus informes oficiales y su sable, habló con el teniente de Infantería de marina sobre el coronel y luego siguió conduciendo la pobre corbeta maltrecha hacia la orilla.
Por alguna razón, estaba completamente seguro de que la corbeta no se rompería en pedazos sino que les llevaría a tierra. Y ella se portó bien hasta el último momento. Por fin dio un tirón a la escota de estribor y la corbeta se detuvo frente al malecón, con la cubierta al mismo nivel del mar, y empezó a girar sobre sí misma, chocando contra éste, mientras el agua salía a borbotones por las escotillas. Ya lo único que tenían que hacer era saltar por encima de la borda y pasar al malecón, donde les esperaban una compañía de Infantería y un pequeño grupo de personas en silencio.
En los veinte años de guerra, muchos barcos de la Armada real habían zozobrado en las costas de Britania, y algunos de ellos fueron apresados. Las autoridades de Brest estaban acostumbradas a esa situación y, sin atribuirse inmerecidamente un triunfo, instalaron a los oficiales de la
Ariel
en un convento de monjas abandonado y a los marineros en uno de los sótanos del castillo forrado de paja.
Era de esperar que aquellos hombres, siempre expuestos a los caprichosos elementos, se tomaran las cosas con filosofía, y en ocasiones anteriores, Stephen había visto a sus compañeros de tripulación aceptar con ecuanimidad las peores desgracias que les había deparado el destino; sin embargo, se asombró de ver lo rápido que recobraron los ánimos y pusieron buena cara a la adversidad esta vez, si bien era verdad que la corbeta no había sido apresada y, por tanto, no había habido pillaje y todavía conservaban lo poco que tenían, lo que ayudaba a suavizar el golpe, ya que después de comer las escasas raciones que daban los franceses podían rellenarse con mejores alimentos y mejor vino de los que hubieran recibido en la
Ariel
. Pero cuando estuvieron seguros de que no les iban a robar ni se iban a morir de hambre, empezaron a quejarse de la calidad del té. Y en la primera visita que Jack les hizo, también se quejaron del pan; le dijeron que el pan francés, por estar lleno de agujeros, no podía alimentar a ningún hombre, y que era lógico pensar que un hombre que comiera agujeros reventaría como una vejiga. Añadieron que tampoco les gustaba la avena, que parecía hecha con plantas sin madurar y con espigas resecas, y tampoco la sopa.
Los jóvenes que se encontraban en el convento volvieron a estar alegres cuando el Sol, desde un cielo despejado, iluminó Brest, a las veinticuatro horas de haber llegado de su horrible viaje desde Trégonnec; y con la alegría volvió el sentido del humor característico de los marinos. El comisario encargado de hacer una correcta lista oficial de los prisioneros, que incluía, entre otras cosas, la fecha y el lugar de nacimiento y el apellido de sus abuelas, recibió algunas respuestas raras, dichas en tono solemne, unas respuestas tan raras que el comandante del puerto mandó a buscar al capitán Aubrey.
—Me niego a creer que todos sus oficiales excepto uno sean nietos de la reina Ana, señor —dijo.
—Siento decirle, señor —dijo Jack—, que la reina Ana está muerta, y por tanto, el decoro me impide hacer comentarios.
—En mi opinión, han respondido con ligereza —dijo el almirante—. Tener unos padres como el emperador de Marruecos, Jenny
la Tullida
, Guy de Warwick, Julio César… Podrá usted decir que el comisario es simplemente un civil, lo cual es absolutamente cierto, pero, aun así, les pido que le traten con el debido respeto. Es un servidor del Emperador.
A Jack no pareció impresionarle eso, y, en verdad, el almirante había hablado con poca convicción. Éste miró a su prisionero unos momentos y continuó:
—Ahora quiero hablarle de un asunto más serio. Uno de sus infantes de marina, Ludwig Himmelfahrt, se ha escapado. Han encontrado su ropa en el lavabo.
—¡Oh, era un imbécil, señor, un supernumerario! Le llevábamos a bordo sólo para que tocara el pífano cuando los marineros estuvieran en el cabrestante. Creo que ni siquiera está en el rol… No aparecería entre los tripulantes que tienen alguna importancia. A pesar de todo, debo decir que, como soldado nominal, era su deber escapar.
—Quizá —dijo el almirante—, pero espero que no trate usted de imitarle, capitán Aubrey. No me importa mucho la fuga de un supernumerario tonto, sobre todo si no estaba en el rol, aunque, sin duda, le encontraremos, pero la de un capitán de navío, un oficial de su categoría, señor, es una cuestión diferente, y le advierto que, al menor intento, se encontrará encarcelado en Bitche. ¡Encarcelado en Bitche, señor!
Jack estuvo a punto de replicar con una de las mejores frases que había pronunciado en su vida, pero el juego de palabras que había hecho en inglés no podía mantenerse con los vocablos equivalentes en francés, así que no pudo decirla, y la sonrisa que había esbozado al pensar en ella se desvaneció. Entonces se limitó a comentar:
—Respecto a eso, señor, me parece que seré su invitado hasta el final de la guerra. Espero que no dure tanto como para que se canse de mí.
—Estoy seguro de que no —dijo el almirante—. El Emperador está arrollando en el norte. Los austriacos han sido derrotados.
—Me han amenazado con Bitche —dijo Jack, al volver al convento.
Todos entendieron lo que eso significaba, porque Verdún y Bitche habían sido los principales temas de conversación durante los últimos cinco días, en los que también habían hablado un poco del desarrollo de la guerra, que inferían de la información del
Moniteur
, y de la joven que le traía comida a Jagiello. Verdún era la ciudad donde estaban confinados los prisioneros de guerra y Bitche era la fortaleza donde eran encarcelados los que intentaban escapar. Ambas se encontraban al noreste de Francia y tenían fama de ser lugares muy desagradables, húmedos, fríos y caros. Pero casi nadie en la Armada las conocía personalmente, pues, debido a que Bonaparte se negaba a canjear prisioneros en la forma tradicional y debido a que, de hecho, muy pocos prisioneros eran canjeados, casi todos los que iban allí no regresaban nunca. Sin embargo, entre los pocos que habían vuelto estaba Hyde, que, siendo guardiamarina, había escapado primero de la una y luego de la otra junto con tres compañeros y había logrado llegar hasta el Adriático a pie.
Todos escuchaban sus relatos con gran atención, y eso le ayudaba a recuperar el amor propio, que había perdido casi por completo. En verdad, estaba tan desanimado y triste que había sido el único que no le había dado al comisario la acostumbrada respuesta graciosa; su respuesta había sido una aburrida serie de datos correctos. Ahora Jack le pidió que les hablara de la fortaleza otra vez y que les indicara la mejor forma de escapar, y otra vez Hyde habló de la montaña de arenisca escarpada y de gran altura, los pasadizos, los hoyos a prueba de bombas, el profundo foso…
—Para escapar, lo más importante es el dinero, señor, por supuesto, y un mapa y una brújula —dijo—. Es conveniente tener carne de vaca seca y galletas y un abrigo para ponerse mientras uno se esconde durante el día y botas muy fuertes, pero el dinero es lo más importante. Con él se puede conseguir casi todo, e incluso con una guinea se puede llegar muy lejos, pues el oro inglés es muy apreciado aquí…
Jack sonrió. Tenía una gran cantidad de guineas en el bolsillo, una cantidad asombrosa, suficiente para mantener a los tripulantes de la
Ariel
en condiciones moderadamente buenas durante su viaje, y sabía que Stephen escondía en el pecho un pesado montón, el dinero que había llevado al Báltico por si era necesario y que estaba intacto.
—También son útiles un buen cuchillo y un pasador o, al menos, un punzón —continuó Hyde—. Y un…
—Una joven quiere ver al señor Jagiello —dijo el guardia con una sonrisa burlona.
Jagiello se acercó a la puerta y se encontró allí con la hermosa joven, que tenía la cara enrojecida y la cabeza baja y sostenía una cesta cubierta con un paño. Los demás se acercaron a la ventana y se pusieron a conversar como si no les prestaran atención, pero pocos pudieron evitar mirar de reojo a la joven y ninguno pudo evitar oír lo que Jagiello dijo:
—Pero, mi querida, mi queridísima mademoiselle, yo sólo pedí morcillas y manzanas y veo que aquí hay
foie gras
, langosta gratinada, una perdiz, tres tipos de queso, dos tipos de vino, una tarta de fresa…
—La hice yo misma —dijo la joven.
—Estoy seguro de que estará muy buena; sin embargo, esto es más de lo que puedo permitirme.
—Tiene que conservar las fuerzas. Puede pagar en otro momento… o de otra manera… de la manera que usted quiera.
—Pero, ¿cómo? —preguntó Jagiello realmente asombrado—. ¿Quiere decir con un pagaré?
—Por favor, venga al corredor —dijo la joven, enrojeciendo más aún.
—Otra vez lo mismo —le dijo Jack a Stephen cuando le llevó a otra habitación—. Ayer le trajo una enorme empanada con trufas y seguramente mañana le traerá de postre una tarta de boda. No sé qué ven en él. ¿Por qué se fijan en Jagiello e ignoran a los otros? Ahí tienes a Fenton, por ejemplo, un joven formal con unas patillas que son el orgullo de la Armada y una barba dura como un coco… tiene que afeitarse dos veces al día… y, además, fuerte como un caballo y un excelente marino, y a pesar eso, no le traen empanadas. Pero no era eso lo que quería decirte. El coronel se ha escapado.
—Lo sé —dijo Stephen, que había estado en el castillo con el cirujano de la
Ariel.
—Pensé que tal vez lo sabías —dijo Jack—. No pareces muy preocupado.
—No lo estoy —dijo Stephen—. Tú no le has visto en plena forma. En la mar está fuera de su elemento, habla demasiado y cualquiera pensaría que es un fanfarrón, pero te aseguro, amigo mío, que como guerrillero no tiene igual. Es un auténtico zorro en tierra. Puede pasar por debajo de un seto deslizándose como una serpiente, y cuando aún le buscan afanosamente entre los arbustos y en el foso, él ya se encuentra a más de una milla de distancia, escondido detrás de un almiar. Una vez consiguió ir de Tarragona a Madrid a pesar de que daban una recompensa de once onzas de oro por su cabeza, y cuando llegó, le cortó el cuello al traidor en su propio lecho. Tiene mucho dinero y mucha experiencia. Habrá pasado la frontera antes de que nosotros lleguemos a Verdún.
—Con su permiso, señor —dijo Hyde desde la puerta—. La comida ya está en la mesa.
Comían en la sala del convento, una habitación austera que no había cambiado en nada excepto en que tenía barrotes más gruesos en las ventanas, mirillas en las dos puertas e inscripciones en inglés:
J. B. ama a P. M., Bates es un tonto, ¡Cuánto me gustaría que Amanda estuviera aquí!, Ninguna es más hermosa que Laetitia, J. S., ayudante del oficial de derrota, 47 años
. Ahora se repartieron la comida. La habían encargado al mejor restaurante de la ciudad, recomendado por el almirante, y, sin embargo, parecía mucho peor que la de Jagiello, que había escogido el mesón más barato, y consistía simplemente en: un par de lubinas, cuatro pollos, una pierna de cordero, media docena de platos para acompañar los platos principales y natillas con merengue.
—El cordero estaba bastante bueno, aunque le faltaba jalea de grosella —dijo Jack, revolviendo las natillas—. Los franceses podrán decir que Francia es una gran nación y todo lo que quieran, pero no saben nada de postres. Esto no se parece a las natillas, no es más que espuma. Stephen levantó la vista de su plato y vio a través de la mirilla de la puerta que estaba detrás de Jack cómo oscurecía. Entonces apareció en ella un ojo y permaneció allí durante un largo rato, mirando de un lado a otro casi sin pestañear, sin expresar nada. Después le sucedió otro que no tenía el mismo color oscuro sino un color azul grisáceo. Ambos ojos siguieron observándoles alternativamente mientras terminaban la comida, mientras tomaban el coñac, y aunque Stephen no se volvió para comprobar si la otra mirilla estaba ocupada también, estaba convencido de que sí, ya que brindaba una perspectiva diferente de la sala.
Por lo tanto, no le sorprendió que le dijeran a Jack, a Jagiello y a él que fueran al despacho del almirante, y tampoco el cambio de actitud del almirante, quien hasta entonces les había dispensado un trato amable, casi amistoso.