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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El ayudante del cirujano (46 page)

A cierta distancia de la mesa del almirante estaba sentado un civil de mediana edad con una chaqueta negra descolorida y una corbata bastante clara. Tenía el pelo entrecano y los ojos negros, y su cara le resultaba familiar a Stephen. No tomaba parte en la entrevista, sólo les miraba atentamente; mantenía una gran distancia. El almirante disimulaba su disgusto tras su formalidad y su severidad aparentes, pero no lo escondía bien. Le hizo a Jack una serie de preguntas acerca de su viaje, las cuales, obviamente, estaban preparadas. Le preguntó de dónde venía, adonde iba, qué ruta seguía, cuándo había zarpado, qué tipo de convoy escoltaba y muchas otras cosas.

Jack se mostró tan circunspecto como el almirante, o incluso más, y, mirándole con indiferencia, dijo:

—Señor, le he enseñado el nombramiento que me ha dado mi rey y le he dicho el número de tripulantes que tenía la
Ariel
. De acuerdo con las reglas de la guerra, un oficial prisionero no está obligado a hacer más que eso. Con todo mi respeto hacia su persona, señor, me niego a contestar.

—Anote esa respuesta —ordenó el almirante a su secretario y, volviéndose hacia Stephen, preguntó—: ¿Es usted el caballero que recientemente fue invitado a dar una conferencia en el Instituto de Francia?

—Lamento no poder complacerle, señor —respondió Stephen—. Mi respuesta es la misma que la del capitán Aubrey.

Ambos pasaron unos momentos de ansiedad a causa de Jagiello; sin embargo, el joven no era tonto y repitió sus palabras con la misma firmeza.

—Tengo que informarles que sus respuestas no son satisfactorias —dijo el almirante—. Por lo tanto, partirán ustedes hacia París inmediatamente para ser sometidos a un nuevo interrogatorio.

Tocó la campanilla y mandó al ordenanza a buscar las pertenencias de los tres.

—¿Inmediatamente, señor? —inquirió Jack—. ¿No puedo ver a mis hombres antes de irme? Todavía no me he ocupado de su avituallamiento. Señor, apelo a su condición de oficial y marino… Tengo que hablar con ellos, aunque sea brevemente, y darles algo para afrontar sus gastos. Apelo a su comprensión, señor. Un capitán no puede dejar abandonados a sus hombres.

—No hay tiempo —dijo el almirante—. El coche está esperando y tengo orden de enviarles a París en caso de no obtener respuestas satisfactorias.

—Al menos, señor —dijo Jack, poniendo su bolsa sobre la mesa del almirante—, tenga la amabilidad de entregarle esto al más responsable, un marinero llamado Wittgenstein, y de decirle que lo reparta equitativamente entre todos cuando emprendan la marcha.

El almirante miró al civil y éste se encogió de hombros.

—Así se hará, capitán —dijo el almirante—. Les deseo que pasen un buen día. Monsieur Duhamel les acompañará al coche.

Durante los días y las noches de su viaje, Stephen pensó mucho en la situación. Tuvo mucho tiempo para hacerlo, por una parte, porque la presencia de Duhamel impedía la conversación animada y, por otra, porque el francés apenas hablaba, aunque no tenía una actitud hostil. No era descortés ni desdeñoso ni autoritario, sino reservado, y parecía taciturno, y desde el rincón donde estaba sentado miraba a los numerosos soldados a caballo que les escoltaban o el paisaje sin mucha atención, distante, como si viviera en otra dimensión y los observara con la objetividad con que un naturalista observa los microbios en el microscopio. De vez en cuando, Stephen sorprendía a Duhamel mirándole, y llegó a parecerle que su mirada reflejaba satisfacción y, a la vez, la comprensión que siente un profesional hacia otro que se encuentra en una difícil situación, pero el francés apartaba sus negros ojos enseguida y volvía a mirar el paisaje de las diversas provincias por las que pasaban. Duhamel parecía inmune al aburrimiento, capaz de resistir el cansancio de las largas etapas del viaje y estar por encima de todas las debilidades humanas excepto a la hora de comer.

Antes de partir, les había dicho que sería mejor para todos que dieran su palabra de que no tratarían de escapar durante el viaje (una mera formalidad, pues el coche estaba custodiado por una compañía de Caballería), y por eso se detenían en las mejores posadas de las ciudades que atravesaban para comer y cenar. Ordenaba a un soldado a caballo que se adelantara para separar una sala privada y encargar determinados guisos, que variaban de una ciudad a otra, y los vinos más adecuados para acompañarlos. Duhamel no comía en la misma mesa que ellos ni abandonaba su impenetrable reserva, pero mandaba a su mesa suculentos platos como lechecillas de cordero con salsa de vino, callos que cualquier hombre podría comer eternamente y pastel de alondras deshuesadas, así que muy pronto ellos se guiaron únicamente por su elección, aunque su elección abarcaba un extraordinario número de guisos. Comía todo lo que había en el plato y luego, con una expresión satisfecha, lo rebañaba con un pedazo de pan. Era un hombre delgado, y, aparentemente, la cantidad de comida y vino que ingería dos veces al día no le afectaban; no parecía tener pesadez de estómago por llenarse tanto ni síntomas de ningún trastorno del bazo ni del páncreas ni del hígado. El paisaje era magnífico y la comida también lo era, y después de uno de esos banquetes (no podían llamarse de otra manera), Jagiello, hasta entonces desanimado a causa del silencio de sus compañeros, se animó de nuevo y cantó muy bajo. Después de otro, estuvo jugueteando con un pequeño bugle que le había regalado una dama en Lamballe hasta que vio un rayo de sol y decidió abrir la ventanilla para saludar al cielo con música.

Duhamel, todavía digiriendo el pavo, estaba abstraído, pero cuando el cristal apenas había llegado a la mitad, cuando en la ventanilla todavía no había una abertura por donde podía escaparse un joven esbelto y ágil, ya tenía la pistola en mano y apuntaba a Jagiello. Stephen advirtió que la pistola estaba cubierta con pintura gris mate.

—Siéntese —ordenó Duhamel.

Jagiello se sentó de golpe.

—Sólo iba a tocar algo como saludo —dijo con asombro y después, en tono grave, añadió—: Olvida usted que le he dado mi palabra.

La expresión feroz de Duhamel dejó paso a otra en la que se mezclaban la incredulidad y el desaliento.

—Puede tocar durante las paradas, no en el coche. Tal vez estos señores deseen reflexionar.

Tenían pocas cosas más que hacer, aparte de dormir. A Jack le resultaba fácil esto último, pues la falta de fuerzas y la gran cantidad de comida que ingería, en silenciosa competencia con el francés, contribuían a que se le cerraran los párpados. Pero la comida también afectaba a su hígado y terminó por causarle trastornos digestivos. Incluso en la última parte de Britania que atravesaron, la mayoría de las salsas estaban hechas con mucha nata, y en Normandía su estado empeoró y tuvieron que parar con más frecuencia. Aunque había dos orinales debajo de los asientos, Jack, por pudor, prefería un seto o, al menos, un arbusto con mucho follaje, y los disgustados cocheros tenían que apartar el coche a un lado del camino cada vez que recorrían un tramo de unas cuantas millas.

En Alençon, Duhamel se equivocó en su elección. Al entrar en la cocina de la posada, vio una tina con cangrejos de río, y aunque todavía no habían estado sin comer el tiempo suficiente para purgarse a sí mismos de las inmundicias que habían cogido de donde se habían criado, mandó que los hirvieran enseguida.

—Hiérvanlos muy poco, porque sería un crimen alterar el sabor de estos cangrejos tan grandes.

Las reflexiones habían dejado a Stephen sin apetito, pero Jagiello, que no tenía necesidad de reflexionar, comió un montón de ellos, y Jack, pensando que ningún francés podía superarle, comió tanto como él. Pero Jack ya estaba tan débil y en tan malas condiciones que se puso enfermo enseguida, en medio de un camino vacío, y todos lo notaron perfectamente. Duhamel sugirió por fin que el doctor Maturin hiciera algo por él, que le prescribiera algún medicamento o tomara algunas medidas apropiadas. Stephen había esperado con ansiedad ese momento.

—Muy bien —dijo, escribiendo una receta—. Le ruego que tenga la amabilidad de decirle a uno de esos soldados que lleve esto a una botica. Creo que con esto podremos viajar con más tranquilidad.

Duhamel observó aquellos signos cabalísticos, estuvo pensativo unos instantes y por fin accedió a su petición. Uno de los soldados se fue enseguida al galope y regresó con un enema de un tamaño adecuado para un caballo y con varios frascos, unos grandes y otros muy pequeños. El viaje continuó y no hicieron más paradas de urgencia ni se oyó más el grito: «¡Ahí delante hay un arbusto!». Jack durmió casi todo el camino, pues estaba bajo los efectos del láudano, el medicamento preferido de su médico, un potente opiáceo del que Stephen había abusado en una época de inestabilidad emocional, llegando casi a arruinar su carrera, un medicamento que, sin embargo, seguía conteniendo la sustancia más importante de la farmacopea.

Stephen se alegró de ver la botella de láudano, pues, a pesar de que ya no se permitía a sí mismo beberlo, le gustaba tenerlo a mano. Más tarde, cuando ya estaban cerca de Verneuil, también el intestino de Jagiello y el férreo intestino de Duhamel se rindieron a los cangrejos de río, y Stephen les dio una dosis. En ese momento podía haber puesto fin a la vida de Duhamel, porque había repuesto sus provisiones de muerte instantánea y le bastaba un diminuto frasco para acabar con cincuenta Duhameles, e incluso le sobraba. Pero, con una escolta como aquella, no le habría servido de nada, y, además, como médico, nunca había causado daño a ningún hombre intencionadamente, y dudaba que se lo llegara a hacer, aunque se viera en un apuro.

Cuando atravesaron Île de France, los tres, todavía en ayunas, seguían durmiendo, y Stephen volvió a sus reflexiones. Tenía la gran desventaja de que había perdido el contacto con Europa desde hacía algún tiempo y sabía muy poco de los cambios ocurridos en Francia recientemente, sobre todo en los servicios secretos. Sin embargo, sabía que los servicios secretos franceses tenían mayor diversidad que los ingleses y también sabía que los celos, la competencia y la lucha por tener el control de los fondos secretos eran mucho más fuertes. El Ejército y la Armada tenían sus propias organizaciones dedicadas al espionaje, y también la Junta Suprema, los ministerios de Asuntos Exteriores, Interior y Justicia y la policía, y ninguna de ellas confiaba plenamente en las demás. Por otra parte, había otros cuerpos casi autónomos, herederos del
Secret du roi
, que estaban encargados de vigilarlas a todas y de vigilarse entre sí, eran como perros guardianes que vigilaban a otros perros guardianes. La mitad del país parecía estar formada por informadores. También sabía que Talleyrand, Fouché y Bertrand ya no ocupaban cargos oficiales, al menos teóricamente, pero desconocía qué influencia tenían todavía y qué agentes trabajaban para ellos aún, aunque creía que contaban con una legión de colaboradores. Pero no sabía en qué manos estaba el verdadero poder ahora y tampoco de quién era prisionero.

Sin embargo, tenía la certeza de que, si estaba en manos del Ejército, le torturarían. Eso también era posible si estaba en manos del sucesor de Fouché (aunque sólo fuera por vengarse de él porque había asestado duros golpes a su ministerio), pero era más probable que lo hiciera el Ejército. El principal pilar de un ejército era la fuerza física y, en los servicios secretos de muchos países, no sólo en los de Francia, esta fuerza llevaba a emplear la tortura. Stephen la había padecido una vez, aunque no había sido demasiado fuerte, y temía padecerla de nuevo. La había resistido en Port Mahón, pero entonces era más joven, estaba en mejores condiciones físicas y, además, tenía una poderosa razón para soportarla: ni más ni menos que preservar las organizaciones que formaban la resistencia catalana. Ahora no sabía cómo iba a comportarse, pues el valor de un hombre no era siempre el mismo y la agonía podía doblegar su voluntad e incluso convertirle en un simple animal que diera alaridos, dispuesto a hacer concesiones con tal de sentir siquiera un alivio momentáneo. Tenía la esperanza de poder soportarla, y le parecía probable lograrlo, sobre todo por la rabia y el desprecio que tenía acumulados en su interior, pero estaba contento de contar con una forma segura de escapar en aquel diminuto frasco verde oscuro.

Ahora no tenía tanto apego a la vida como en la época en que se encontraba en Puerto Mahón, porque entonces, aparte de sus actividades políticas, estaba locamente enamorado de Diana. Aun así, no quería terminar sus días en una lóbrega cámara de tortura, entre la abyecta satisfacción de los torturadores y su enorme odio por ellos (pues los torturadores, para justificarse a sí mismos, se veían obligados a odiar a la víctima, y ésta, obviamente, les correspondía con odio). Diana Villiers… En la época en que se encontraba en Puerto Mahón, no tenía ninguna relación con Diana porque se había fugado con Richard Canning, pero, asombrosamente, ella había sido un gran apoyo para él, el polo que atraía su aguja hacia el norte y daba sentido a su movimiento hacia allí, pero ese movimiento había perdido el sentido cuando ella, de repente, había dejado de reinar.

Pensó mucho en ella cuando se acercaban a París. Seguramente estaría allí, en el
hôtel de
la Mothe, no en el campo. Costaría mucho sacar a Diana de las tiendas más elegantes del mundo después de haberse privado de ellas durante tanto tiempo, y aunque estaba seguro de que nunca, nunca se desprendería de su gran diamante, que valía una fortuna, sabía que sus otras joyas le permitirían comprar sin moderación durante un sinfín de años. En París, creían que su relación con Diana era superficial, la de un médico con su paciente, y, a la vez, la que existía entre dos compañeros de viaje, y aunque la policía supiera cuál era realmente, lo que dudaba, el hecho de vivir bajo la protección de Adhémar de la Mothe, impediría que la molestara con algo más que con un interrogatorio formal, a cuyas preguntas ella sabía cómo responder. En su opinión, la fama de eficaz que tenía la policía francesa, salvo en los casos criminales, era exagerada, pues había comprobado que sus agentes eran lentos, ineficientes, cobardes frente a los ricos, anticuados y corruptos en su mayoría, y duros con sus rivales.

El tráfico aumentó en ambos sentidos. Pensó entonces en los posibles motivos por los que se encontraban en la situación actual y en las posibles formas de defenderse. Era comprensible que le hubieran arrestado a él, pero le parecía que no tenía sentido tratar así a Jack y a Jagiello, a menos que… Una serie de hipótesis pasaron por su mente, pero ninguna realmente convincente.

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