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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El ayudante del cirujano (44 page)

—¿No debería usted acostarse, señor? —sugirió Hyde tímidamente—. Ha estado en la cubierta desde el principio, y también la mayor parte de la noche. No podemos hacer nada, pues el cielo está oscuro como la boca del lobo, y, además, nos quedan doscientas millas por recorrer.

—Creo que me acostaré, Hyde —dijo Jack—. Manténgala así.

La corbeta tenía desplegadas las velas de estay bajas, llevaba la trinquete y la mesana arrizadas y navegaba en dirección sureste. Había fuerte marejada y el viento soplaba desde el oeste-suroeste.

—Llámeme cuando amanezca, o antes, si ocurre algo —añadió.

Había mal tiempo, muy mal tiempo, pero la
Ariel
era una embarcación estable, navegaba bien de bolina y podía soportar un tiempo peor que ese a pesar de llevar un mastelero de velacho provisional.

Rara vez había dormido tan profundamente. Apenas se había quitado el chaquetón cuando los ojos se le cerraron. Entonces se acostó, se oyó a sí mismo espirar con fuerza, o tal vez roncar, durante unos momentos, y después se fue de allí a un sueño que le parecía realidad, un sueño en el que un estúpido le sacudía y le decía al oído: «Rompientes a sotavento».

—Rompientes a sotavento, señor —repitió Hyde.

—¡Dios mío! —exclamó Jack al despertarse de repente y luego se tiró del coy y corrió a la cubierta mientras Hyde le seguía con su chaquetón en la mano.

En la gris penumbra de aquel momento entre la noche y el día, podía verse claramente por el través de babor, a dos cables de distancia, una amplia franja de espuma y enormes olas formándose en un vasto conjunto de rocas a flor de agua.

Todavía la corbeta navegaba de bolina con las velas amuradas a estribor y aunque avanzaba a bastante velocidad, el viento, las olas y la marea la hacían moverse de costado hacia el arrecife. No podía evitar acercarse con un viento como ese, ni aunque el mastelero estuviera en buenas condiciones, y no podía virar por avante, pero al menos podía virar en redondo.

—¡Todos a virar! —ordenó—. ¡Timón a babor!

Los oficiales y los marineros corrieron a sus puestos. Las velas de popa desaparecieron, la corbeta abatió a sotavento y se aproximó con rapidez al arrecife y luego viró justo al borde de éste, viró 180° y quedó situada con la proa en dirección al nornoroeste y amuró las velas a babor.

—¡Orzar! —le ordenó Jack al piloto—. ¡Hagan flamear la mayor!

No quería que la corbeta avanzara rápido hasta saber dónde estaba. Suponía que se encontraban frente a la isla d'Ouessant o frente a la costa francesa (la posición que había calculado estaba cincuenta millas más al norte y mucho más al oeste de su posición real), pero era preciso saber dónde. Miró hacia sotavento y, a través de la lluvia, apenas podía ver borrosamente el oscuro litoral; sin embargo, observó que Hyde había hecho a bordo lo que se debía hacer. El carpintero y sus ayudantes, con las hachas en la mano, estaban listos para cortar los mástiles; las anclas ya estaban preparadas, colgando de las serviolas; la sonda estaba en el agua y el sondador ya no cantaba la conocida letanía sino que daba las medidas de la profundidad instantáneamente: «Seis. Cinco menos un cuarto…».

—¡Rompientes a proa! —gritó el vigía del castillo.

Jack corrió hasta la proa y observó la larga franja blanca que se ampliaba con rapidez, la marca de otro arrecife, un arrecife que cortaba la ruta que iba hacia el noroeste, su única salida a alta mar; y esa larga franja parecía terminar en un lejano cabo que se veía borrosamente por estribor. El arrecife pudo verse con mayor claridad, y Jack observó cómo el agua chocaba contra las rocas y formaba olas de enormes crestas que avanzaban hacia alta mar una gran distancia, olas devastadoras.

—¡Tensar la mayor! —ordenó—, ¡Quince grados a estribor!

La
Ariel
avanzó directamente hacia la franja blanca, y mientras Jack calculaba la distancia que les separaba y la fuerza del viento y escuchaba atentamente al sondador, los marineros del castillo, que confiaban plenamente en que obraría con acierto, volvieron hacia él sus ansiosos rostros. A cincuenta yardas de las agitadas aguas gritó:

—¡Timón a estribor!

La
Ariel
orzó y se detuvo en una zona de cuatro brazas de profundidad. Entonces, justo en el momento en que se empezaba a mover la popa, Jack ordenó:

—¡Echar el ancla!

El ancla agarró, e inmediatamente los hombres amarraron un cabo a la cadena, y la corbeta permaneció entre los dos arrecifes, cabeceando fuertemente a causa de la marea, que casi había alcanzado su máximo nivel. Estar allí era un alivio, pero si se encontraban donde él suponía, no podrían quedarse mucho tiempo. Mandó a despertar a Stephen, Jagiello y el coronel; ordenó doblar la guardia del pañol del ron, porque a los marineros les encantaba morir borrachos; y también mandó a encender los fuegos de la cocina, puesto que algunos tripulantes de la
Ariel
estaban muy asustados, lo cual era razonable, y ver que aún había cierto orden y, sobre todo, tener en sus estómagos gachas de avena calientes, les reconfortaría.

Ya el día se aproximaba, ya podía verse su luz en tierra. La lluvia cesó de repente y la espesa niebla que cubría el mar se desvaneció, y entonces Jack supo dónde estaban. Era un lugar peor que el que había supuesto. Estaban en la bahía que los miembros de la Armada llamaban Gripes, en el fondo de la bahía Gripes. Durante la noche, la
Ariel
había conseguido pasar entre los dos arrecifes principales sin chocar con las innumerables rocas que estaban esparcidas por la zona delimitada por ellos. Era una horrible bahía abierta hacia el suroeste, a la que nunca acudían los barcos de la escuadra francesa. No tenía un fondo bueno para que agarrara el ancla y estaba plagada de rocas puntiagudas que podían cortar las cadenas. Además, tenía arrecifes por todas partes. Pero él conocía bien sus aguas, porque cuando hacía el bloqueo a Brest, iba a pescar allí con un grupo en pequeñas embarcaciones en los días de calma y porque cuando tenía diecisiete años y era ayudante de oficial de derrota, había estado al mando de la lancha del
Resolution
cuando las lanchas de la escuadra habían volado la batería de Camaret. Miró por encima del coronamiento y vio la batería a menos de una milla de distancia, en una fortaleza situada en un promontorio cercano al extremo norte del arrecife. Ya la habían reparado, por supuesto, y dentro de poco los soldados se despertarían y abrirían fuego. Más allá de Camaret estaba Brest, y, al fondo de la bahía, estaba el pueblo de Trégonnec, con un pequeño malecón en forma de media luna que protegía el puerto pesquero situado en la desembocadura del río y con una fortaleza bien armada. No era conveniente quedarse allí entre dos fuegos, aunque en el litoral las aguas eran tranquilas porque éste estaba, por decirlo así, protegido por los enormes arrecifes; y en la playa no había grandes olas, a pesar de las olas de grandes crestas que se formaban fuera. En la parte sur de la bahía estaba el cabo Gripes, y después del cabo Gripes estaba la salvación, la hermosa y enorme bahía de Douarnenez, donde una escuadra entera podría fondear y, puesto que quedaría protegida por el norte y el oeste, podría reírse de las baterías francesas, que estarían demasiado lejos para hacerle daño.

Para llegar allí tendrían que doblar el cabo. La única manera de hacerlo era avanzar hacia el sur bordeando el arrecife interior hasta una roca que llamaban la Thatcher, cercana a la parte sur de la bahía, luego virar, después avanzar hacia el arrecife exterior y doblar el cabo, donde estarían a salvo. Tendrían que quedarse allí hasta que terminara de pasar la tormenta y la marea alta les permitiera huir, pero atravesar el arrecife por una abertura navegando de bolina no era posible, porque el viento se había encalmado. Confiaba en que, con la ayuda de Dios, podrían virar bastante antes de llegar a la Thatcher, cuando tuvieran mucho espacio para virar en redondo, pues no era conveniente virar por avante en aquel lugar porque el arrecife exterior no lo protegía y el mar estaba mucho más agitado. Pero podría decidir dónde virar cuando estuvieran mucho más cerca; ahora de lo que tenía que ocuparse era del problema de las rocas y de los bancos de arena que encontraría en el camino.

—¿Alguno de ustedes conoce esta bahía, caballeros? —preguntó a los oficiales.

Los oficiales se miraron unos a otros con expresión de asombro, pero antes de que pudieran responder, un surtidor de agua les empapó. La fortaleza había hecho fuego y la primera bala había caído escasamente a seis pies del pescante del costado de estribor.

—¡Cortar la cadena! —ordenó Jack—. ¡Timón a babor!

Al mismo tiempo que la popa se movió, la corbeta empezó a virar; el foque y las gavias se hincharon; y después de estar sin movimiento durante una pausa infinitesimal, se movió bruscamente hacia delante y empezó a avanzar con rapidez a través de la fuerte lluvia que llegaba de alta mar. Jack la condujo por el estrecho canal delimitado por el arrecife exterior y el interior y, a pesar de que las balas caían a su alrededor, disminuyó vela.

—¡Mida rápido! ¡Rápido! —le dijo al sondador.

Había que evitar chocar contra las rocas y contra arrecifes más pequeños. Una bala que rebotó derribó el asta de bandera y atravesó la sobremesana.

—¡Pongan la bandera en un aparejo en los obenques de babor, señor Hyde! —gritó sin mirar para atrás y después murmuró—: Detesto que me disparen desde la costa.

Pero por lo menos esos disparos no eran tan precisos como otros que él había visto hacer a las baterías francesas, y mientras duraron, la lluvia ocultaba casi por completo la
Ariel
, y los artilleros disparaban al azar.

Avanzaban cautelosamente, avanzaban más y más. Jack empezaba a recordar los diferentes lugares de la bahía. Por el través de estribor estaba la roca donde solían coger rubios, y por la amura estaban los islotes donde cogían langostas cuando había marea baja, ahora cubiertos de una masa de espuma blanca. Dentro de poco pasarían la abertura del arrecife interior que los pescadores utilizaban, por donde pasaba con fuerza el agua cuando subía la marea en primavera.

Viró 15° la corbeta para contrarrestar el embate del mar, y cuando el sondador gritó: «¡Marca tres, marca tres!», la
Ariel
cayó en el seno de una ola y chocó contra una roca, y el impacto fue tan grande que se tambaleó y se estremeció de proa a popa. Pero enseguida siguió navegando, y entretanto el son-dador iba diciendo: «Marca cinco, marca cinco, profundidad seis, seis y medio…». Entonces apareció a babor un pedazo de la falsa quilla entre las agitadas aguas y, dando vueltas, pasó por la abertura del arrecife y fue aproximándose a la lejana costa. Grimmond bajó corriendo.

—¡Mida rápido! ¡Rápido! —ordenó Jack otra vez—. ¡Tire la sonda más adelante!

—Sí, sí, señor —respondió el sondador y dio vueltas a la pesada plomada formando un gran círculo antes de lanzarla al agua.

Ya estaban fuera del alcance de la batería y dentro de poco dejarían de estar protegidos por el arrecife exterior. El extremo sur de éste era el punto que debían alcanzar para poder virar en redondo y llegar a su refugio, la protegida bahía Douarnenez. Cuando llegaran a aquel extremo, ya no tendrían dificultades, pero sólo podrían alcanzarlo navegando de bolina y con las velas amuradas a babor. A medida que avanzaban, le parecía más claro que debían virar muy lejos, casi al llegar a la Thatcher. Si no viraban cerca de la Thatcher, no podrían salir. Pero allí no tendrían espacio para virar en redondo, ni mucho menos, sólo podrían cambiar de bordo con la ayuda del ancla, una maniobra peligrosa aun cuando el tiempo era bueno, así que tenía que calcular con precisión hasta la última yarda necesaria para hacerla. Con ese viento y entre aquellas rocas, no se podría corregir ningún error. Ya la Thatcher no estaba lejos…

—Abajo todo está bien, señor —informó Grimmond al regresar de la bodega—. Sólo hay dos pies de agua más o menos en la bodega de proa.

Jack asintió con la cabeza. En circunstancias normales, eso distaba mucho de ser bueno en una embarcación estanca como aquella, pero ahora no tenía importancia.

—Señor Hyde, voy a virar la corbeta con la ayuda del ancla cuando lleguemos a aquella gran roca negra y blanca —dijo—. Prepare la caridad
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y ordene a algunos hombres que cojan hachas.

Luego, en un vozarrón que podía oírse a pesar del rugido del viento, dijo:

—Tripulantes de la
Ariel
, vamos a virar con la ayuda del ancla cuando lleguemos a la Thatcher. Todos deben obedecer las órdenes instantáneamente, y, si Dios nos ayuda, doblaremos el cabo y nos refugiaremos en la bahía Douarnenez. No hagan nada hasta que no se les ordene, pero hagan lo que se les ordene con la rapidez del rayo.

Los tripulantes, con una expresión grave, asintieron con la cabeza, y Jack comprobó con satisfacción que ninguno había entrado en el pañol del ron.

Ahora la corbeta estaba en medio de la zona que no estaba protegida por el arrecife exterior y el viento y el mar la empujaban con fuerza. A esa velocidad, y con el velamen que era necesario tener desplegado, en cinco o tal vez cuatro minutos alcanzarían la Thatcher, por cuyos escarpados lados, a largos intervalos, subía el agua con gran estrépito, formando enormes penachos.

—¿Qué significa virar con la ayuda del ancla? —inquirió Jagiello, que estaba al lado de Stephen agarrado a la borda.

—Significa echar el ancla, detener el barco con la proa contra el viento, cortar la cadena y moverse en la otra dirección, hacia alta mar, para poder doblar el cabo.

—La roca está muy cerca.

—El sondador dice que hay una profundidad adecuada. Escúchele.

—¡Orzar! —ordenó Jack, mirando atentamente la Thatcher y las algas marinas arrastradas por el mar—. ¡Arriba las escotas de la vela de estay! —Y después de cinco insoportables segundos, gritó—: ¡Echar el ancla!

Inmediatamente el bauprés de la corbeta quedó situado contra el rugiente viento, aunque la marejada trataba de desviar la proa hacia sotavento.

—¡Mover las amuras de la mayor…! ¡Halar! ¡Cortar!

La brillante hacha se movió hacia la cadena. Ahora la corbeta estaba terminando de virar, pero se movía hacia atrás, hacia la Thatcher.

—¡Mida la profundidad a popa, lejos de popa! —le ordenó Jack al sondador y se inclinó sobre la borda de la aleta para calcular con precisión el momento en que el movimiento del timón hacia estribor, que debía hacerla virar, tendría un mayor efecto. El sondador dio vueltas a la plomada y la lanzó con todas sus fuerzas, pero el cordel se enganchó en el aparejo que sostenía la bandera y el plomo se desplazó hacia la corbeta y golpeó a Jack, derribándole sobre la cubierta.

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