Después de atravesar Versalles, donde había más tráfico todavía, Duhamel cerró las puertas del coche por dentro.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Jack al despertar de su sueño—. Tengo que salir.
—Yo también —dijo Jagiello.
Duhamel vaciló, jugueteando con la llave entre los dedos y mirando hacia afuera, pues también tenía la imperiosa necesidad de salir. Pero no era posible. El Sol del atardecer iluminaba con su dorada luz la avenida, abarrotada de coches y de transeúntes que caminaban a ambos lados, pero no se veía ningún seto ni ningún arbusto. Ordenó a los cocheros que avanzaran más rápido y a la escolta que abriera paso.
—No tardaremos mucho —dijo angustiado.
Y tras pronunciar esas palabras, las primeras que reflejaban un sentimiento humano en todo el viaje, volvió a acurrucarse en su rincón con la mano sobre su revuelto estómago y con sus pálidos labios muy apretados.
¿Por qué habían arrestado a Jack? Stephen no podía entenderlo. Recordaba las voces que se habían alzado en todo el mundo para condenar el encarcelamiento y el supuesto asesinato del capitán Wright en 1805. Y el pobre Wright era simplemente un capitán de corbeta, mientras que Jack era un capitán de navío de bastante antigüedad. Jack no era un gran hombre, no era un almirante, pero era lo bastante importante para que su posición impidiera que le trataran mal, a menos que tuvieran algún pretexto convincente para hacerlo. Entonces Stephen pensó en sí mismo, en que no era un desconocido en el mundo científico, aunque no tenía tanta fama como Davy en Europa. Si podía conseguir que sus colegas supieran que estaba allí, tendría cierta protección, aunque, en su caso, los franceses podrían encontrar un pretexto con más facilidad, suponiendo que supieran quién era y qué era. Pensó con satisfacción que no podían acusarle de haber abandonado su actitud neutral durante su visita a París, pero su satisfacción no duró mucho. Lo importante era encontrar un pretexto, y el perjurio y la falsificación de documentos se lo proporcionaría a los franceses muy pronto. Al duque d'Enghien le habían matado tomando como excusa documentos falsos, y era un hombre mucho, mucho más importante que él. Un pretexto… Por absurdo que pareciera, los dictadores eran sensibles a la opinión del pueblo al que ultrajaban. Tenían que tener razón siempre, tenían que tener una moral intachable, y esa era una de las razones por las cuales rara vez dejaban con vida a los hombres que eran desfigurados o mutilados durante un interrogatorio, tanto si habían dado información como si no. ¿Qué sabían los franceses realmente? ¿Quiénes eran? Pensó en todos los signos: el disgusto del almirante, la actitud de Duhamel hacia ellos, la imagen de la guerra que daba el
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, el semblante de las personas que había visto, los fragmentos de conversaciones que había oído sin querer… Ya hacía tiempo que el coche había cruzado el río y ahora Stephen seguía con la vista su curso entre las calles de París, alumbradas por las farolas. La elección de la prisión le revelaría muchas cosas… Duhamel dio un ronco quejido.
Pasaron la bocacalle que les hubiera llevado hasta la Faisanderie y Stephen asintió con la cabeza, pensando que, al menos por ahora, no eran prisioneros del general Dumesnil. Siguieron adelante y no cruzaron el río para dirigirse a la Conciergerie; continuaron avanzando y pasaron el Châtelet; y por último doblaron con rapidez a la izquierda, lo que provocó otro desesperado quejido, y entraron en el oscuro patio de una fortaleza que no podía ser otra que el Temple, aunque parecía asimétrica y deforme en la oscuridad. El Temple era una prisión poco común, pero, al menos, no era militar.
Entraron a la vieja y oscura fortaleza de una forma que Stephen no había visto nunca. Duhamel tenía la puerta abierta antes de que el coche se detuviera y, seguido de Jack y de Jagiello (quienes, al bajar a toda prisa, pisotearon a Stephen y le rompieron el frasco más grande), entró corriendo en la inmensa sala abovedada donde estaban sentados los guardias que recibían a los prisioneros, entre andamios y cubos. Con un irrefrenable impulso, los tres pasaron junto al alcaide, su secretario y los carceleros y, muy pálidos, siguieron corriendo por el oscuro corredor; Duhamel les llevaba bastante ventaja a los demás.
—Me parece que él tiene una apremiante necesidad… —dijo Stephen—. Por favor, dígame, señor, ¿qué le están haciendo al Temple?
—Por desgracia, van a demolerlo, señor —respondió el alcaide y, mirando inquisitivamente a Stephen, añadió—: Creo que no tengo el honor de conocerle.
—Eso se puede arreglar enseguida —dijo Stephen, haciendo una inclinación de cabeza—. Mi apellido es Maturin. Servidor de usted, señor.
—¡Ah, monsieur Maturin! —exclamó el alcaide, mirando su lista—. Exactamente. Perdóneme, le había tomado por… Por favor, tenga la amabilidad de ir con estos señores para cumplir con las necesarias formalidades.
Stephen había estado en varias prisiones, pero todas se encontraban bajo tierra, y, después de las necesarias formalidades (que incluían un exhaustivo cacheo), cuando a él y a sus compañeros les conducían arriba, le parecía extraño estar subiendo uno tras otro los tramos de una escalera de gastados escalones de piedra. Subieron y subieron y luego pasaron a un largo corredor al que daban tres habitaciones, dos con jergones de paja y una con una cama, que se veían borrosas a la luz de un farol. Y les dejaron allí en la oscuridad.
Después de una noche oscura y larga pero fresca, una noche espantosa para Jack, angustiosa para Stephen y tranquila para Jagiello, que, por ser más joven, ya se había recuperado de los recientes trastornos digestivos, el gris amanecer les permitió ver por primera vez cómo era su alojamiento. Estaba formado por tres habitaciones muy sucias que se comunicaban entre sí, cada una con una ventana con barrotes que daba a una muralla muy alta y negruzca situada al otro lado del foso y con una puerta con mirilla que daba al corredor. Por el hecho de que había tantas puertas y ventanas en un espacio tan pequeño y a tan gran altura, seguramente se formaban muy diferentes corrientes de aire; sin embargo, no eran las únicas, ya que en la primera habitación había otra puerta cerrada con pestillo por fuera en la pared de la izquierda y una especie de celda en voladizo —probablemente un excusado o retrete que databa del tiempo en que residían allí los templarios— por cuya base abierta entraba el viento aullando siempre que soplaba del norte o del este.
Parecía que hasta hacía muy poco las habitaciones habían estado ocupadas por un solo prisionero, un hombre distinguido. En la primera había una cama bastante buena, un aguamanil y un grifo conectado a una cisterna; la segunda la había usado como comedor; la tercera había sido su estudio o sala de música, pues todavía en un rincón había algunos libros rotos y una flauta desmontada, y en el asiento situado junto a la ventana, donde, a juzgar por las manchas de grasa que había dejado él y, sin duda, varias generaciones de prisioneros también, había pasado la mayor parte del tiempo. Esa era la única ventana por la que se veía buena parte del exterior, pues las demás eran simplemente estrechos huecos hechos en la gruesa y fría pared, y si estiraban el cuello y sacaban la cabeza por entre los barrotes, podían ver el foso, la muralla que estaba al otro lado de él y, a su izquierda, una fila de retretes voladizos, cada uno con abundante vegetación debajo, cuyo crecimiento había sido favorecido por seiscientos años de fertilización.
Eso fue lo que vieron la primera mañana, y después de haberse asomado, Stephen dijo que aquella era la torre Courcy y que, probablemente, aquel era el lado que daba a la calle Neuf Fiancées, el lado más apartado de la gran torre.
—Dígame, por favor, ¿la gran torre de qué? —inquirió Jagiello.
—Pues, del Temple. El Temple, el lugar donde encarcelaron al Rey y a la mayoría de su familia —respondió Stephen.
—El Temple, el lugar donde mataron al pobre Wright —dijo Jack en tono triste.
Y con una mezcla de tristeza y rabia miró al carcelero cuando éste entró, acompañado del ruido metálico de sus llaves, para preguntarles si querían su ración o preferían encargar el desayuno fuera. En el cacheo les habían quitado objetos peligrosos, como las navajas, y a Stephen le habían quitado la asombrosa cantidad de dinero que tenía escondido, pero los guardias no habían encontrado el diminuto frasco que contenía su alivio inmediato, ni podían haberlo encontrado salvo que hubieran buscado entre sus órganos vitales. Sin embargo, les habían dado un recibo por el resto del dinero y les habían dicho que podrían utilizar esa suma para pagar la comida y las cosas que les hicieran sentirse más cómodos, siempre que les fueran permitidas, y les comunicaron que estaban prohibidos el vino y cualquier otra publicación que no fuera el
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. El carcelero, un hombre de mediana edad, con semblante triste y una enorme barriga colgante, les dijo que podrían comer la ración que daba la prisión o encargar la comida fuera, y que si lo preferían así, él, Rousseau, estaba a su servicio por una modesta, muy modesta gratificación, y se dio unas palmaditas en la barriga. Era un hombre muy torpe, pero sabía exactamente cuánto dinero les habían quitado a los prisioneros y que podría obtener muchas ganancias allí, y su comportamiento era lo más cortés posible. Además, en su ancho rostro no había signos de animadversión, a pesar de que era obvio que estaba abatido.
—Tomaré la ración —dijo Jagiello, que no tenía dinero.
—¡Tonterías! —exclamó Stephen y luego se volvió hacia Rousseau y dijo—: Encargaremos la comida fuera. Pero antes de eso, tengo que pedirle que diga al cirujano que este caballero necesita atención médica urgentemente.
Rousseau volvió lentamente la cabeza hacia Jack, que tenía una palidez cadavérica, y lo contempló unos momentos.
—No tenemos cirujano, señor. El último se fue hace tres semanas. ¡Y pensar que en otro tiempo teníamos siete e incluso nuestro propio boticario! ¡Qué lástima!
—Entonces presente mis saludos al alcaide y dígale que le agradecería que me recibiera lo antes posible.
El alcaide le recibió más pronto de lo que Stephen pensaba. Rousseau regresó a los pocos minutos y condujo a Stephen, custodiado por dos guardias, por los numerosos tramos de la escalera. El carcelero todavía estaba abatido, pero se detuvo en una esquina y le señaló un hueco que había en la pared, un hueco muy grande que parecía un anaquel invertido.
—Ahí era donde apoyábamos los ataúdes para hacer este difícil giro —dijo—. Tenga cuidado con el escalón, señor. ¡Y pensar que en otro tiempo teníamos un carpintero que hacía los ataúdes, y, por voluntad de Dios, estaba siempre atareado!
El alcaide le trató con frialdad y seriedad, pero no fue descortés ni se mostró autoritario, y después de un rato, a Stephen le parecía que tenía espíritu conciliador y una gran ansiedad, una ansiedad que había notado en otras personas en Francia, tal vez porque, a pesar de que no se daban cuenta de ello, ya no estaban seguros de encontrarse en el bando vencedor. El alcaide dijo que lamentaba que no tuvieran un cirujano oficial y autorizó a que se llamara a alguno de fuera.
—Pero, puesto que usted es médico, caballero —dijo—, si tiene la bondad de prescribir algún medicamento, mandaré a buscarlo enseguida.
Eso no le permitiría a Stephen alcanzar su objetivo.
—Es usted muy amable, señor —dijo—, pero, en este caso, preferiría oír otra opinión. Dadas las circunstancias, no quiero asumir yo solo la responsabilidad de lo que suceda. El capitán Aubrey es un hombre muy influyente en Inglaterra y su padre es un miembro del Parlamento inglés, por tanto, no quisiera ser el único responsable en caso de que le ocurriera una desgracia. Había pensado llamar al doctor Larrey…
—¿El cirujano del emperador? —inquirió el alcaide con los ojos desmesuradamente abiertos—. ¿Habla usted en serio?
—Estudiamos juntos, señor, y, además, estuvo presente en la conferencia que di en el Instituto a principios de año —dijo Stephen con la simplicidad de quien dice la verdad y observó que había dado en el blanco—. Pero, como he leído en el
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que va a pasar el resto de la semana en Metz, por el momento podemos solicitar los servicios de un médico local.
—Al final de la calle vive un tal doctor Fabre —dijo el alcaide—. Mandaré a buscarle.
El doctor Fabre era muy joven y acababa de instalarse. Era tímido y estaba deseoso de agradar. Acudió enseguida, y por alguna razón, tal vez por intentar dar prestigio a la prisión, el alcaide decidió sorprender al joven hablándole de las excelencias de Stephen. Mientras subían, Fabre dijo que no había asistido a la conferencia del doctor Maturin en el Instituto, pero que había leído un artículo sobre ella, y confesó que estaba asombrado de la cantidad de distinguidos médicos y científicos que habían asistido, entre ellos, sus antiguos profesores, los doctores Larrey, Dupuytren…Y al llegar a la puerta murmuró que Stephen tenía el honor de conocer a monsieur Gay-Lussac.
Examinó al paciente y estuvo de acuerdo con el diagnóstico del doctor Maturin y con los remedios que había propuesto. Se fue enseguida, preparó los remedios él mismo y regresó poco después con varios frascos, píldoras y cápsulas. Estuvo hablando con Stephen un rato antes de marcharse, sobre todo de los representantes del mundo de la medicina y las ciencias naturales en París. Stephen alardeó de una forma repugnante de los estudios que había publicado y nombró a los grandes hombres que conocía y, en el momento de despedirse, dijo:
—Si ve a algunos de mis amigos, querido colega, hágame el favor de darles recuerdos de mi parte.
—Se los daré, se los daré —dijo el joven—. Veo a Dupuytren todos los martes en el Hotel Dieu y, a veces, de lejos, también al doctor Larrey.
—¿Conoce usted por casualidad al doctor Baudelocque, el
accoucheur
?
—Sí, le conozco. El hermano de mi esposa está casado con la sobrina de su hermana, así que casi somos parientes.
—¡Ah! La última vez que estuve en París le consulté sobre el caso de una paciente, una dama norteamericana, y la dejé en sus manos. Puede que la presentación del feto no sea la adecuada, debido a que ella hizo un largo viaje por mar. Recuerdo que él estaba un poco preocupado. Si por casualidad se encuentra con él, tenga la bondad de preguntarle cómo está la dama. Era un caso interesante… Y cuando venga el viernes a ver a su paciente afectado de disentería, tráigame media docena de las mejores ampollas que vende Michel.