—Estoy seguro, señor, muchas gracias —dijo Stephen y, mirando atentamente el barril, añadió—: ¿Le importaría decirme cómo llegaron aquí?
—Los puse yo mismo, los puse con mis propias manos, escogiendo uno por uno. Escogí los mejores, aunque no me corresponde a mí decirlo.
—¿Los mató con una escopeta?
—¡Oh, no! —exclamó el comandante muy asombrado—. No se deben matar los halcones abejeros con escopeta; eso arruina su sabor. Nosotros los estrangulamos.
—¿No se molestan por eso?
—Creo que no —respondió el comandante—. Lo hacemos por la noche. Tengo una casita en Falsterbo, una península con algunos bosques situada en el extremo del Oresund. Las aves, miríadas de aves, pasan por allí en otoño en su viaje migratorio hacia el sur, y un gran número de ellas se posan en las ramas de los árboles para dormir. Son tantas que apenas dejan ver los árboles. Escogemos los mejores halcones, los derribamos y los estrangulamos. Eso se ha hecho siempre; todos en Falsterbo están acostumbrados a eso. Los mejores halcones abejeros salados son de Falsterbo.
—¿También van águilas, señor? —preguntó Stephen.
—¡Oh, sí, por supuesto!
—¿Las salan también?
—¡Oh, no! —respondió el comandante—. Un águila salada no sería un plato sabroso. Siempre las conservamos en vinagre, ¿sabe?, porque si no se secarían demasiado y apenas se podrían comer.
Mientras subían la pólvora a bordo, Stephen exclamó:
—¡Cuánto me gustaría conocer Falsterbo!
—Tal vez puedas —dijo Jack—. El comandante me dijo que los daneses tienen muchos y muy potentes cañones en la costa del Belt y el capitán de la
Melampus
me dijo lo mismo. Además, quiero pasar por el Oresund. Hablemos con el piloto.
Cuando llegó el piloto experto en la navegación por el Báltico, un viejo que Jack conocía desde hacía mucho tiempo y que respetaba mucho, le dijo:
—Señor Pellworm, quiero pasar por el Oresund. Sé que los daneses han cambiado las balizas, pero, ¿cree usted que podría hacer pasar la corbeta por el estrecho durante la noche, al final de la noche?
—He atravesado el Oresund muchas veces desde que era niño y lo conozco como la palma de mi mano, como la palma de mi mano, señor —respondió el señor Pellworm—. No necesito sus viejas balizas para hacer pasar una embarcación del calado de la
Ariel
por el estrecho durante la noche, e incluso podría llevarla hasta Falsterbo, con la ayuda de los faros suecos.
—Y, ¿qué piensa respecto al viento, señor Pellworm?
—Bueno, señor, nosotros, en esta época del año, decimos: «Entrar por el Oresund y salir por el Belt», porque el viento del oeste se mantiene en la parte norte del primero y en la parte sur del último. No tema por el viento, señor. O el viento sigue siendo favorable para atravesar el Oresund durante tres o cuatro días o me dejo de llamar como me llamo.
—Entonces lo haremos así, señor Pellworm. Levaremos anclas en cuanto zarpe el bote que ha traído la pólvora y atravesaremos el estrecho en la oscuridad.
El piloto no se equivocó con respecto a la dirección del viento, que también había hecho pasar la
Ariel
por el Kattegat a considerable velocidad, pero se equivocó con respecto a su intensidad. En la guardia de media Jack se despertó, escuchó atentamente el rumor del agua al pasar por los costados del barco, se puso un chaquetón encima de la camisa de dormir y subió a la cubierta. La luz de la luna era tenue, las aguas estaban negras y tranquilas, y la
Ariel
avanzaba apenas a cinco nudos de velocidad. Por la amura de babor vio una luz en la costa sueca y pensó que aquel no podía ser el cabo Kullen, que el cabo Kullen debía estar ahora muy lejos, a popa. Se acercó a la bitácora, cogió la tablilla donde estaban apuntadas con tiza la intensidad y la dirección del viento, la velocidad y el rumbo y rápidamente calculó la posición de la corbeta. El piloto se acercó a él y trató de disculparse con una tos forzada.
—¿Sería posible que el grupo de marineros que está abajo subiera para desplegar más velas?
—No, no merece la pena —respondió Jack—. Esperaremos hasta las ocho campanadas.
Iban muy retrasados, pero no merecía la pena llamar a todos los marineros ahora porque, incluso desplegando las sobrejuanetes, las monterillas y las alas arriba y abajo, tendrían que atravesar el estrecho de día.
—Señor… Señor Jevons, ¿verdad? —le dijo a un guardia-marina que estaba allí en la oscuridad abrigado con una bufanda—. Por favor, baje y traiga mi capa de agua. Está colgada junto al barómetro. Tenga cuidado de no despertar al doctor.
Envuelto en su capa, permaneció junto al farol de popa observando el cielo y la corbeta y pensando lo que debía hacer. Le parecía que debía seguir adelante en vez de virar y pasar por el Belt. El riesgo no era muy grande, y, en cambio, era mucho el tiempo que podrían ahorrar. Lo que realmente le preocupaba del hecho de atravesar el estrecho más tarde era que las cañoneras de Copenhague y Saltholm estarían esperándoles, ya que la noticia de su presencia allí les llegaría con suficiente antelación, y, en ese caso, si el viento se encalmaba, podrían tener dificultades porque las cañoneras eran muy hábiles y habían capturado ya numerosas corbetas y bergantines; sin embargo, pensaba que debía seguir adelante. A pesar de que continuó dándole vueltas en la cabeza a esto, también pensó en algunos aspectos de la vida en la mar y, sobre todo, en la invariable rutina que había visto en todos los barcos en que había navegado, una rutina a menudo tediosa, desagradable y con exigencias, pero que, al menos, ponía orden al caos. Era una estructura admitida, con preceptos que venían de arriba, preceptos a veces arbitrarios y otros arcaicos, pero, en general, fáciles de seguir y más tangibles y más fáciles de hacer cumplir que el Decálogo. En esa estructura surgían infinidad de problemas, pero el orden proporcionaba soluciones para la mayoría de ellos o evitaba que se formaran.
Siete campanadas. Por todo el barco se oyó el grito: «¡Todo bien!».
Ocho campanadas. Llamaron a todos los marineros a sus puestos, y cuando éstos empezaron a salir de sus coyes, despeinados y con la cara sonrosada y sudorosa, el ayudante del oficial de guardia tiró la corredera.
—¡Girar! —gritó el ayudante.
Y, veintiocho segundos después, el segundo oficial dijo:
—¡Parar!
—¿Cuánto? —preguntó Jack.
—Cuatro nudos y tres brazas, señor, con su permiso —contestó el señor Fenton.
Era lo que se temía: una sensible reducción. Podría seguir adelante y procurar estar siempre bajo la protección de las baterías suecas o incluso entrar en Helsingborg. Cuando todos los marineros estaban en cubierta dio la orden de desplegar más vela y volvió a sus reflexiones.
Al este apareció la luz en el cielo. Ya estaba a punto de comenzar el ritual de la limpieza de la casi impoluta cubierta; las bombas chirriaban y todo estaba mojado. Jack fue abajo para cambiarse de ropa y para no estorbar a los gavieros, que ya se acercaban a la popa con cubos, arena, piedra arenisca y lampazos.
A Jack le gustaba la
Ariel
, aunque era una corbeta muy pequeña, y también su cabina, que, a pesar de no ser grande, comunicaba con otros dos compartimentos: la cabina de dormir y el comedor. Había alojado a Stephen en éste y había mandado mover la mesa para colgar su coy; y en esa mesa estuvo sentado cómodamente hasta que los rítmicos golpes de los lampazos le indicaron que los marineros, que habían limpiado la cubierta innecesariamente, ahora la estaban secando innecesariamente también.
Volvió a su puesto y permaneció allí observando todas las acciones y movimientos de la ordenada vida del barco, tratando de distinguir los cambios que el día anunciaba, mirando las nubes para predecir cómo soplaría el viento y contemplando a ratos la costa, que se movía lentamente, muy lentamente.
Todavía estaba allí cuando Stephen apareció, muy temprano en comparación con la hora en que habitualmente subía, con un telescopio prestado.
—Buenos días, Jack —dijo y enseguida miró a su alrededor y exclamó—: ¡Madre de Dios, es más estrecho de lo que me imaginaba!
En efecto, era muy estrecho. Ahora, a la luz del Sol, podía verse a los suecos caminando por la orilla de babor y a los daneses por la de estribor. Apenas tres millas separaban una orilla de la otra, y la
Ariel
estaba más o menos en medio, más cerca de Suecia, avanzando hacia el sur muy despacio, apenas con velocidad suficiente para maniobrar.
—¿Los has visto? —preguntó Stephen.
—Que si he visto qué.
—Pues, los patos de flojel, por supuesto. ¿No te acuerdas que Jagiello dijo que podríamos ver patos de flojel en el Oresund? Pensé que era eso lo que mirabas con tanta atención.
—Sí, lo dijo, pero la verdad es que no me he fijado. Aunque me parece que puedo enseñarte algo que te gustará mucho más. ¿Ves esos tejados verdes y esas terrazas? Ese es Helsingór.
—¿Helsingór? ¿El verdadero Helsingór? ¡Gracias, Dios mío! ¡Que Dios te bendiga, Jack! Es un castillo impresionante, es digno de admiración. Creía que era irreal… ¡Silencio! ¡No te muevas! ¡Ahí vienen, ahí vienen!
Una bandada de patos pasó volando sobre sus cabezas. Eran patos grandes y gruesos que volaban como golondrinas, formando largas filas, y un poco más adelante se zambulleron en las aguas que separaban la corbeta del castillo.
—Son patos de flojel, no hay duda —dijo Stephen, observándoles con el telescopio—. En su mayoría son crías, pero allí a la derecha hay un pato adulto con todo el plumaje. Ahora se zambulle… Puedo ver su negro vientre… Este día será inolvidable para mí.
En ese momento un surtidor brotó de la superficie del mar. Los patos de flojel desaparecieron.
—¡Dios mío! —exclamó Stephen asombrado—. ¿Qué es eso?
—Nos han disparado con sus morteros —respondió Jack—. Eran sus morteros lo que estaba buscando antes con la vista.
Una voluta de humo apareció en la terraza más próxima y medio minuto después brotó otro surtidor a doscientas yardas de la
Ariel.
—¡Godos! —gritó Stephen, mirando malhumorado hacia Helsingór—. Podrían haberle dado a las aves. Estos daneses siempre han sido muy ariscos. ¿Sabes lo que le hicieron a Clonmacnois, Jack? La quemaron, los muy canallas, y su reina se sentó en el altar mayor como Dios la trajo al mundo, recitando oráculos en una lengua pagana. Ota era el nombre de esa fulana. Todas son iguales; mira a la madre de Hamlet… Lo que me extraña es que su comportamiento haya suscitado comentarios.
La siguiente bomba pasó por encima de la
Ariel
e hizo brotar un penacho de agua a un cable de distancia por babor. Jack cogió el telescopio y lo dirigió hacia la batería. Cinco volutas de humo avanzaban lentamente hacia el Oresund; cinco surtidores brotaron del mar, tres frente a un costado de la fragata, dos frente al otro, y después se oyó un terrible estruendo.
—Son muy hábiles —pensó—. Están aumentando la carga.
El piloto fue a popa y le preguntó:
—¿Quiere que entremos en Helsingór, señor?
—No —respondió Jack, mirando hacia el puerto sueco, que estaba por el través de babor—. Siga avanzando por el Oresund, señor Pellworm, y acérquese a la costa sueca tanto como quiera.
Entonces se volvió hacia Stephen y dijo:
—Cuando se lanzan bombas de doscientas libras a un objeto que se mueve, a esta distancia, el resultado es incierto, ¿sabes? Lo mismo se puede acertar que errar. No tiene ni comparación con lanzarlas contra una fortificación o una flota amarrada. Por otra parte, si retrocedemos, hay las mismas posibilidades de que nos alcancen que si seguimos adelante, o incluso más, porque al avanzar nos alejaríamos en línea recta de los morteros. Buenos días, señor Jagiello. Los daneses están ocupados, como ve.
—Ojalá revienten-dijo Jagiello—. Buenos días, señor. Buenos días, doctor.
Tres bombas cayeron justamente delante de la
Ariel
, provocando tres columnas de agua que, instantáneamente, cuando las cargas explotaron bajo la superficie, se transformaron en una confusa masa de chorros de agua que saltaban en todas direcciones.
—¡Virar el timón! —gritó Jack.
Entonces la
Ariel
comenzó a hacer un serie de movimientos suaves como los de la giga, daba virajes y, según sus tripulantes soltaran las escotas o las halaran hacia popa, su velocidad disminuía o aumentaba, si no mucho, al menos lo suficiente para que los daneses tuvieran que hacer nuevos cálculos cada vez que dispararan una descarga.
—Señor Hyde, eche una red por el costado —le dijo al primer oficial, señalando un grupo de grandes peces que flotaban con el vientre sobresaliendo de la superficie en el lugar donde habían explotado las bombas—. Podemos sacar provecho de la situación.
El mar se movía despacio, muy despacio; la costa parecía inmóvil. A veces las mayores y las gavias gualdrapeaban por falta de viento, y podía oírse a los marineros del castillo silbando para atraerlo. Pero no tenían mucho tiempo para ocuparse de eso, ya que, cuando sonaran las siete campanadas, tendrían que subir los coyes, y cuando sonaran las ocho, tendrían que ir a desayunar. Y ya el agradable olor a pescado frito se extendía por la cubierta.
—¿Ha estado alguna vez en Helsingór, señor Jagiello? —inquirió Jack.
—¡Oh, muchas veces, señor! —respondió Jagiello—. Lo conozco bien. Creo que puedo enseñarle la tumba de Hamlet desde aquí.
—Lo que quería saber era si los morteros de la terraza superior eran de diez o de trece pulgadas —dijo Jack—. Pero también me gustaría ver la tumba de Hamlet.
—Son de diez y de trece, señor. Mire, a la derecha del último torreón hay un grupo de árboles, y entre esos árboles está la tumba. Se pueden distinguir las piedras.
—Así que está enterrado ahí —dijo Jack, enfocando el telescopio—. Bueno, bueno, todos tenemos que llegar a eso. La obra es estupenda, estupenda. Nunca me he reído tanto en mi vida.
—En efecto, es una obra estupenda —dijo Stephen—. Dudo que yo la hubiera podido escribir mejor. Pero nunca la he considerado una comedia, ¿sabes? ¿La has leído recientemente?
—Nunca la he leído, es decir, no la he leído completa —dijo Jack—. He hecho algo mejor que eso: la he representado. Ahora disparan desde la terraza superior… Era un guardiamarina entonces.
—¿Qué papel hacías?
Jack no respondió enseguida. Estaba esperando a que cayeran las bombas contando los segundos. Y cuando contó veintiocho, cayeron, pero muy lejos, por estribor.