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Authors: Christopher Hitchens

Dios no es bueno (39 page)

Esta maldición múltiple concluía con una orden que exigía a todos los judíos evitar todo contacto con Spinoza y abstenerse de leer «nada escrito o transcrito por él» so pena de ser castigado. (Por cierto, «la maldición con que Eliseo maldijo a sus hijos» remite al muy edificante episodio bíblico en el que Eliseo, disgustado con unos niños que se mofaban de él por su calvicie, pidió a dios que enviara dos osos para que los descuartizaran. Cosa que, según cuenta la historia, los osos hicieron obedientemente. Tal vez Thomas Paine no se equivocara al decir que no podía creer en ninguna religión que escandalizara la mente de un niño.)

El Vaticano y las autoridades calvinistas de Holanda aprobaron efusivamente esta histérica condena judía y se sumaron a la erradicación de las obras de Spinoza en toda Europa. ¿Acaso aquel hombre no había puesto en duda la inmortalidad del alma y había demandado la separación de Iglesia y Estado? ¡Abajo con él! A este hereje ridiculizado se le reconoce hoy día la obra filosófica más original de todos los tiempos sobre la distinción mente/cuerpo, y sus reflexiones sobre la condición humana han proporcionado más consuelo real a personas reflexivas que ninguna religión. La discusión acerca de si Spinoza era o no un ateo continúa: ahora resulta extraño que tuviéramos que discutir si el panteísmo es un ateísmo o no. Según sus propios y manifiestos términos, es en realidad un teísmo, pero la definición que daba Spinoza de un dios que se manifestaba a lo largo y ancho de todo el mundo natural se acerca mucho a la definición de un dios
religioso
sin existencia. Y si existe una deidad cósmica dominante y preexistente que forma parte de su creación, entonces no queda sitio para un dios que interviene en los asuntos humanos; y menos aún para un dios que toma partido en feroces guerras aldeanas entre diferentes tribus de judíos y árabes. Para empezar, ningún texto puede haber sido escrito o inspirado por él, ni puede ser propiedad particular de una secta o tribu. (Uno se acuerda de la pregunta que formularon los chinos cuando hicieron su aparición los primeros misioneros cristianos. Si dios se había revelado, ¿cómo es que ha permitido que pasen tantos siglos sin informar a los chinos? «Busca el conocimiento, aunque sea en China», dijo el profeta Mahoma, dando a entender inadvertidamente que la mayor civilización del mundo de aquella época se encontraba auténticamente en el borde exterior de su conciencia.) Al igual que Newton y Galileo se basaron en Demócrito y Epicuro, descubrimos a Spinoza proyectado en la mente de Einstein, que respondió a una pregunta de un rabino afirmando con rotundidad que él solo creía en «el dios de Spinoza», y en absoluto en un dios «que se preocupa por los destinos y los actos de los seres humanos».
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Spinoza desjudaizó su nombre cambiándolo por el de Benedicto, sobrevivió veinte años al anatema de Amsterdam y murió como consecuencia de la inhalación de vidrio pulverizado con un estoicismo radical y perseverando siempre en la conversación serena y racional. La suya fue una carrera dedicada a fabricar y pulir lentes para telescopios y usos médicos, una adecuada actividad científica para alguien que enseñó a los seres humanos a ver con mayor agudeza. «A menudo quizá sin saberlo —escribió Heinrich Heine—, todos nuestros modernos filósofos miran a través de las lentes que pulió Baruch Spinoza.»
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Los poemas de Heine serían arrojados posteriormente a una pira por chicos nazis balbucientes que creían que ni siquiera un judío asimilado podría haber sido un verdadero alemán. Los judíos atemorizados y atrasados que condenaron al ostracismo a Spinoza habían desechado una joya más valiosa que toda su tribu: el cuerpo de su hijo más valeroso fue robado tras su muerte y sometido seguramente a otros rituales de profanación.

Spinoza había anticipado algo de esto. En su correspondencia escribió la palabra
Caute!
(en latín, «ten cuidado») y colocó un capullo de rosa debajo. Este no fue el único aspecto
sub rosa
de su obra: dio un nombre falso al impresor de su famoso
Tractatus
y dejó en blanco la página dedicada al autor. Su obra prohibida (gran parte de la cual tal vez no habría sobrevivido a su muerte de no haber sido por la valentía y la iniciativa de un amigo) siguió habitando clandestinamente en los escritos de otros autores. En el importante
Dictionnaire
de 1697 de Pierre Bayle se mereció la entrada más extensa.
El espíritu de las leyes,
obra de Montesquieu en 1748, se consideraba tan en deuda con la prosa de Spinoza que su autor fue obligado por las autoridades religiosas de Francia a repudiar a este monstruo judío y a realizar una declaración pública anunciando su fe en un creador (cristiano). La gran
Encyclopédie
francesa que acabó definiendo la Ilustración, dirigida por Denis Diderot y d'Alembert, contiene una extensísima entrada sobre Spinoza.

No deseo repetir el burdo error que los apologistas cristianos han cometido. Ellos dedicaron un esfuerzo inmenso e innecesario a demostrar que los sabios que escribieron antes de Cristo eran realmente profetas y prefiguraciones de su venida. (Todavía en el siglo XIX, William Ewart Gladstone despilfarró páginas y páginas de papel tratando de demostrar esto en el caso de los antiguos griegos.) No afirmo en modo alguno que los filósofos del pasado sean antepasados putativos del ateísmo. Sin embargo, sí afirmo rotundamente que debido a la intolerancia religiosa no podemos saber cuáles eran sus convicciones más íntimas, y hemos estado muy cerca de que se nos impidiera enterarnos de lo que escribieron para que se leyera. Incluso Descartes, un individuo relativamente conformista al que le pareció aconsejable vivir en el más distendido ambiente de Holanda, propuso un breve epitafio para su propia lápida: «El que se ocultó bien, vivió bien».

En los casos de Pierre Bayle y Voltaire, por ejemplo, no es fácil determinar si eran de verdad irreligiosos o no. Su método ciertamente solía ser irreverente y satírico, y ningún lector aferrado a una fe aerifica podría salir de sus obras sin haber visto esa fe gravemente sacudida. Esas mismas obras fueron los éxitos de ventas de su tiempo e impidieron que las nuevas clases alfabetizadas siguieran creyendo en cosas como la verdad literal de los episodios bíblicos. Bayle, en concreto, ocasionó un inmenso pero saludable alboroto cuando analizó los hechos de David, el supuesto «salmista», y los presentó como la trayectoria de un bandolero sin escrúpulos. También señaló que era absurdo creer que la fe religiosa era la causa de que la gente se comportara mejor, o que la falta de fe hiciera que se comportara peor. Una vasta acumulación de experiencias observables atestiguaron en favor de esa opinión de sentido común, y la descripción de ellas hecha por Bayle es la razón por la que ha sido ensalzado o denostado por ateísmo indirecto y subrepticio. Pero acompañó o escoltó todo esto con muchas más afirmaciones ortodoxas, las cuales probablemente permitieron que su famosa obra gozara de una segunda edición.
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Voltaire equilibró su salvaje ridiculización de la religión con algunos gestos piadosos y propuso entre sonrisas que su tumba (cuánto parlotearon todos estos hombres sobre las escenas de sus propios funerales) estuviera construida de tal modo que una mitad quedara dentro de la iglesia y la otra mitad fuera. Pero en una de sus apologías más famosas de las libertades civiles y los derechos de conciencia Voltaire también había visto a su cliente Jean Calas deshecho en la rueda de tortura, molido a mazazos y después colgado por la «ofensa» de tratar de convertir al protestantismo a alguien de su familia. Ni siquiera un aristócrata como él podía sentirse seguro, como bien sabía por haber visto el interior de la Bastilla. Al menos, que no se nos olvide esto.

Immanuel Kant creyó durante algún tiempo que todos los planetas estaban habitados y que el carácter de sus poblaciones mejoraba cuanto más lejos de nosotros estuvieran. Pero aun cuando partiera de este fundamento cósmico enternecedor y bastante limitado, fue capaz de elaborar argumentos convincentes contra cualquier presentación teísta que se basara en la razón. Demostró que el viejo argumento del diseño, uno de los favoritos permanentes tanto entonces como ahora, podría tal vez extenderse para postular un arquitecto, pero no un creador. Refutó la prueba cosmológica de la existencia de dios (según la cual la existencia de uno mismo debe suponer otra existencia necesaria) diciendo que únicamente era una reformulación del argumento ontológico. Y desbarató el argumento ontológico poniendo en cuestión la ingenua noción de que si dios podía concebirse como idea o afirmarse como un predicado, entonces debía poseer en consecuencia la cualidad de la existencia. Esta tradicional bobada queda refutada de forma involuntaria por Penelope Lively en su muy engalanada novela
Moon Tiger.
Al describir a su hija Lisa como una «niña embotada», no obstante se deleita con las preguntas vagas pero desbordantes de imaginación de la niña:

–¿Existen los dragones? – preguntó.

Yo le dije que no existían.

–¿Han existido alguna vez?

Yo le dije que las evidencias apuntaban lo contrario.

–Pero si existe una palabra que es «dragón»

dijo ella

, entonces deben de haber existido dragones alguna vez.

¿Quién no ha protegido a un inocente ante las evidencias refutatorias de semejante ontología? Pero, por el bien del argumento, y dado que no disponemos de toda nuestra vida para gastarla simplemente en crecer, cito aquí a Bertrand Russell: «Kant objeta que existencia
no
es un predicado. Cien táleros imaginados, dice, tienen todos los mismos predicados que cien táleros reales». He expuesto las evidencias refutatorias de Kant en orden inverso al que él lo hace para llamar la atención sobre el argumento, registrado por la Inquisición en Venecia en 1573, de un hombre llamado Matteo de Vincenti, que opinó sobre la doctrina de la «presencia real» de Cristo en la misa: «Es absurdo tener que creer en estas cosas; son paparruchas. Preferiría creer que llevo dinero en el bolsillo».
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Kant no conocía la existencia de este predecesor suyo del pueblo llano, y cuando pasó a ocuparse del más reconfortante tema de la ética tal vez no sabía que su «imperativo categórico» tenía ecos de la Regla de Oro del rabino Hillel. El principio de Kant nos anima a «obrar siempre de manera que podamos convertir la máxima de nuestra conducta en ley universal». Con esta síntesis de lo que es el interés mutuo y la solidaridad no se requiere en absoluto ninguna autoridad sobrenatural a la que obedecer. ¿Y por qué debería haberla? La honradez humana no se deriva de la religión. La precede.

Tiene gran interés observar cuántas grandes mentes del período de la Ilustración del siglo XVII pensaban de forma similar, se entrecruzaban y se cuidaban mucho también de expresar sus opiniones con suma cautela, o de circunscribirlas todo lo posible a un pequeño círculo de simpatizantes cultos. Uno de mis casos predilectos sería el de Benjamin Franklin, quien, aunque no descubrió exactamente la electricidad, fue sin duda uno de los que contribuyó a desvelar sus principios y aplicaciones prácticas. Entre estas últimas se encontraba el pararrayos, que acabaría por resolver para siempre la pregunta de si dios intervenía para castigarnos mediante súbitos fogonazos aleatorios. En la actualidad no hay campanario ni minarete que no presuma de tener uno. Al anunciar al público su invento, Franklin escribió:

Dios ha permitido en su magnanimidad para con la humanidad que por fin se descubriese el sistema de defender las viviendas contra las calamidades de los rayos. El método para lograrlo consiste en lo siguiente…
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A continuación pasa a presentar con detalle el material casero necesario para obrar el milagro (hilo de cobre, una aguja de coser, «unas cuantas grapas pequeñas»).

Esto hace gala de una absoluta conformidad exterior con la opinión recibida, pero está adornado con un diminuto pero evidente guiño en las palabras «por fin». Uno puede optar, claro está, por creer que Franklin quería decir sinceramente todas y cada una de las palabras que dijo y que deseaba que la gente creyera que él daba crédito al Todopoderoso transigiendo después de todos aquellos años y cediendo finalmente el secreto. Pero el eco de Prometeo cuando roba el fuego a los dioses es demasiado evidente para pasarlo por alto. Y los prometeanos de aquellos tiempos todavía tenían que ser prudentes. El laboratorio de Joseph Priestley en Birmingham, el virtual descubridor del oxígeno, quedó destrozado por una turba de gentes de orientación conservadora al grito de «por la Iglesia y por el Rey», y él tuvo que trasladar sus convicciones unitaristas al otro lado del Atlántico para empezar a trabajar de nuevo. (Nada es perfecto en estos episodios: Franklin se tomó un interés tan fuerte por la francmasonería como Newton por la alquimia, y hasta Priestley era un fiel creyente en la teoría del flogisto. Recordemos que estamos analizando la infancia de nuestra especie.)

Edward Gibbon, que fue rechazado por lo que había descubierto acerca del cristianismo durante la elaboración de su inmensa obra
Historia de la decadencia y caída del Imperio romano,
envió un ejemplar anticipado a David Hume, que le advirtió de que tendría problemas, cosa que sucedió. Hume recibió como huésped en Edimburgo a Benjamín Franklin y viajó a París para reunirse con los editores de la
Encyclopédie.
Aquellos hombres, ampulosamente irreligiosos en ocasiones, quedaron decepcionados al principio cuando su meticuloso huésped escocés comentó la ausencia de ateos y, por tanto, la posible ausencia de cosa semejante al ateísmo. Tal vez a ellos les hubiera gustado más Hume si hubieran leído sus
Diálogos sobre la religión natural,
escritos aproximadamente una década más tarde.

Basándose en un diálogo ciceroniano en el que el propio Hume adopta aparente y cautelosamente el papel de Filón, los argumentos tradicionales de la existencia de dios se limitan un poco mediante la disponibilidad de evidencias y razonamientos más modernos. Inspirándose tal vez en Spinoza (a gran parte de cuya obra se accedía todavía a través de fuentes indirectas), Hume sugería que la profesión de fe en un ser supremo absolutamente sencillo y omnipresente era en realidad una profesión de ateísmo encubierta, porque semejante ser no podía poseer nada que pudiéramos calificar con sensatez como una mente o una voluntad. Además, si «él» posee ciertamente semejantes atributos, entonces las viejas preguntas de Epicuro seguirían todavía sin respuesta:

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