Read Dios no es bueno Online

Authors: Christopher Hitchens

Dios no es bueno (35 page)

En Europa Central y del Este la imagen no era mucho mejor. El golpe militar de la extrema derecha en Hungría encabezado por el almirante Horthy fue calurosamente refrendado por la Iglesia, como también lo fueron otros movimientos fascistas similares en Eslovaquia y Austria. (El régimen de Eslovaquia, títere de los nazis, estaba dirigido por un hombre ordenado sacerdote que se llamaba padre Tiso.) El cardenal de Austria proclamó su entusiasmo cuando Hitler asumió el poder de su país en la época del Anschluss.

En Francia, la extrema derecha adoptó el lema «Meilleur Hitler Que Blum»; dicho de otro modo: mejor tener un dictador racista alemán que un judío socialista francés elegido democráticamente. Organizaciones fascistas católicas como Action Francaise de Charles Maurras y Croix de Feu lanzaron una campaña violenta contra la democracia francesa y no ocultaron su malestar, que se derivaba del modo en que Francia había venido degradándose desde la absolución en 1899 del capitán judío Alfred Dreyfus. Cuando se produjo la ocupación de Francia, estas fuerzas colaboraron con entusiasmo en las redadas y asesinatos de judíos franceses, así como en la deportación de otro gran número de franceses para que realizaran trabajos forzados. El régimen de Vichy cedió al clericalismo borrando de la moneda nacional el lema de 1789 («Liberté, Egalité, Fraternité») y sustituyéndolo por la máxima del ideal cristiano: «Famille, Travail, Patrie». Hasta en un país como Inglaterra, en el que las simpatías hacia el fascismo distaban mucho de prevalecer, consiguieron atraer un público en círculos respetables mediante la participación de intelectuales católicos como T. S. Eliot y Evelyn Waugh.

En la vecina Irlanda, los Camisas Azules del general O'Duffy (que envió voluntarios a combatir junto a Franco en España) eran poco menos que un feudo de la Iglesia católica. Nada menos que en abril de 1945, ante las noticias de la muerte de Hitler, el presidente Eamón de Valera se puso su chistera, pidió la carroza y acudió a la embajada alemana en Dublín para presentar oficialmente sus condolencias. Este tipo de actitudes supusieron que varios estados dominados por los católicos, desde Irlanda hasta España y Portugal, no pudieran ser candidatos al ingreso en las Naciones Unidas cuando se fundó esta organización. La Iglesia ha hecho esfuerzos para disculparse por todo esto, pero su complicidad con el fascismo es una marca imborrable en su historia y no fue tanto un compromiso a corto plazo o precipitado como una alianza activa que no se rompió hasta
después
de que el propio período fascista hubiera pasado a la historia.

El caso de la entrega de la Iglesia al nacionalsocialismo alemán es considerablemente más complejo, pero no mucho más edificante. Pese a compartir dos principios importantes con el movimiento de Hitler (los del antisemitismo y el anticomunismo), el Vaticano comprendía que el nazismo representaba también un reto para sí mismo. En primer lugar, era un fenómeno casi pagano que a largo plazo pretendía sustituir el cristianismo por ritos de sangre pseudonórdicos y mitos raciales siniestros basados en la ilusión de superioridad aria. En segundo lugar, propugnaba una actitud de exterminio hacia los enfermos, los incapacitados y los dementes y empezó a aplicar esta política bastante pronto no a los judíos, sino a los alemanes. Para mérito de la Iglesia, debe decirse que sus pulpitos alemanes denunciaron estos atroces sacrificios selectivos eugenésicos desde una fecha muy temprana.

Pero si los principios éticos hubieran sido la guía, el Vaticano no habría tenido que dedicar los siguientes cincuenta años a tratar de explicar en vano su deleznable pasividad e inacción, o a disculparse por ambas. Tal vez decir «pasividad» e «inacción» suponga en realidad una elección inadecuada de los términos. Decidir no hacer nada es intrínsecamente adoptar una política y tomar una decisión, y por desgracia es fácil documentar y explicar el alineamiento de la Iglesia en términos de una
realpolitik
que no buscaba la derrota del nazismo, sino la acomodación en él.

El auténtico
primer
acuerdo diplomático asumido por el gobierno de Hitler se consumó el 8 de julio de 1933, pocos meses después de la toma del poder, y adoptó la forma de un tratado con el Vaticano. A cambio de la cesión a la Iglesia del control indiscutible de la educación de los niños católicos en Alemania, de abandonar la propaganda nazi contra los abusos infligidos en las escuelas y orfanatos católicos y de otros privilegios, la Santa Sede dio instrucciones de que se disolviera el Partido de Centro Católico y ordenó apresuradamente que los católicos se abstuvieran de participar en ninguna actividad política sobre cualquier asunto que el régimen decidiera calificar de prohibido. En la primera reunión de su gabinete después de la firma de esta capitulación, Hitler anunció que estas nuevas circunstancias serían «especialmente relevantes en la lucha contra el judaísmo internacional». No se equivocaba con ello. En realidad, podría habérsele disculpado por no creer en su suerte. Los veintitrés millones de católicos que vivían en el Tercer Reich, muchos de los cuales habían exhibido gran valentía individual al luchar contra el auge del nazismo, habían sido destruidos y castrados como fuerza política. Su propio Santo Padre les había dicho efectivamente que le entregaran todo al peor César de la historia de la humanidad. A partir de entonces, los archivos parroquiales quedaron a disposición del Estado nazi con el fin de que determinara quién era y quién no era lo suficientemente «puro desde el punto de vista racial» para sobrevivir a una incesante persecución bajo las leyes de Nuremberg.

Otra espantosa y no menos importante consecuencia de esta claudicación moral fue el paralelo desmoronamiento moral de los protestantes alemanes, que trataron de adelantarse a los católicos para obtener una posición especial haciendo pública su adaptación al
Führer.
No obstante, ninguna de las iglesias protestantes llegó tan lejos como la jerarquía católica al ordenar una celebración anual del cumpleaños de Hitler el 20 de abril. Siguiendo instrucciones del Papa, con motivo de esta feliz ocasión el cardenal de Berlín transmitía habitualmente «las más calurosas felicitaciones al
Führer
en el nombre de los obispos y las diócesis de Alemania», aclamaciones que iban acompañadas de «las fervorosas plegarias que los católicos de Alemania dirigen al cielo en sus altares». La orden se obedecía y se llevaba a cabo fielmente.

Para ser justo, esta vergonzosa tradición no fue inaugurada hasta 1939, año en que hubo un cambio de Papa. Y, para ser justo de nuevo, el papa Pío XI siempre había albergado los recelos más profundos hacia el régimen de Hitler y su evidente capacidad para causar el mal más radical. (Durante la primera visita de Hitler a Roma, por ejemplo, el Santo Padre se marchó con ostentación fuera de la ciudad camino del lugar de reposo papal en Castelgandolfo.) Sin embargo, este Papa débil y renqueante fue vencido continuamente a los puntos a lo largo de la década de 1930 por su secretario de Estado, Eugenio Pacelli. Tenemos buenas razones para pensar que al menos una encíclica papal, que trasluce un atisbo de preocupación por el maltrato que recibían los judíos en Europa, fue elaborada por Su Santidad pero eliminada por Pacelli, que tenía en mente adoptar una estrategia distinta. Hoy día conocemos a Pacelli como el papa Pío XII, que en febrero de 1939 accedió al cargo tras la muerte de su anterior superior. Cuatro días después de ser elegido por el Colegio Cardenalicio, Su Santidad redactó la siguiente carta dirigida a Berlín:

¡Al Ilustre Herr Adolf Hitler, Führer y Canciller del Reich Alemán! Al comienzo de nuestro pontificado, Nos desearíamos garantizarle que permanecemos fieles al bienestar espiritual del pueblo alemán confiado a vuestra dirección. […] Durante los muchos años que Nos pasamos en Alemania, hicimos todo lo que estuvo en nuestra mano para establecer unas relaciones armoniosas entre la Iglesia y el Estado. Ahora que las responsabilidades de nuestra misión pastoral han incrementado nuestras posibilidades, oramos con mucho más fervor para alcanzar dicho objetivo. Que la prosperidad del pueblo alemán y su progreso en todos los ámbitos llegue, con la ayuda de Dios, a buen término.
1

Al cabo de seis años de este diabólico y necio mensaje, el otrora próspero y civilizado pueblo de Alemania podía mirar a su alrededor y apenas podía ver algo más que un ladrillo amontonado sobre otro cuando el impío Ejército Rojo barría el camino hacia Berlín. Pero menciono esta coyuntura por otro motivo. Se supone que los creyentes sostienen que el Papa es el vicario de Cristo en la tierra y el guardián de las llaves de san Pedro. Desde luego, son libres de creer tal cosa y de creer que dios decide cuándo poner fin al mandato de un Papa o (lo que es más importante) de inaugurar el mandato de otro. Esto implicaría creer que la muerte de un Papa antinazi y la ascensión de otro pronazi unos cuantos meses antes de la invasión de Polonia por parte de Hitler y del inicio de la Segunda Guerra Mundial es asunto de la voluntad divina. Al estudiar la guerra, tal vez uno pueda aceptar que el 25 por ciento de las SS estaban integradas por católicos practicantes y que ningún católico fue siquiera amenazado con la excomunión por estar implicado en crímenes de guerra. (Joseph Goebbels

fue excomulgado, pero eso había sucedido mucho antes y, al fin y al cabo, él lo había propiciado por la ofensa de casarse con una protestante.) Los seres humanos y las instituciones son imperfectas, no cabe duda. Pero no existe prueba más evidente ni más vivida de que las instituciones sagradas son un producto humano.

La connivencia se prolongó incluso después de la guerra, cuando se hizo desaparecer en Sudamérica a criminales nazis a través de la denominada «línea de las ratas». Fue el propio Vaticano, con su capacidad para proporcionar pasaportes, documentos, dinero y contactos, el que organizó la red de fugas y dispuso también la necesaria protección y socorro en el otro extremo. Por nefasto que esto haya sido por sí solo, también comportaba otra colaboración con las dictaduras de extrema derecha del Hemisferio Sur, muchas de las cuales estaban estructuradas siguiendo el modelo fascista. Torturadores y asesinos fugitivos como Klaus Barbie solían encontrar segundas carreras profesionales como siervos de dichos regímenes, los cuales gozaron también de una relación de apoyo sólida por parte del clero católico local hasta que empezaron a desmoronarse en las últimas décadas del siglo XX. La relación de la Iglesia con el fascismo y el nazismo sobrevivió en realidad al propio Tercer Reich.

Muchos cristianos dieron su vida para proteger a sus colegas de culto en esta noche oscura del siglo, pero la posibilidad de que lo hicieran a petición de algún sacerdote es casi insignificante desde el punto de vista estadístico. Esta es la razón por la que honramos la memoria de los muy pocos creyentes, como Dietrich
Bonhoeffer
y Martin Niemoller, que actuaron únicamente de acuerdo con los dictados de su conciencia. Hasta la década de 1980 al papado le costó encontrar un candidato a la santidad en el contexto de la «solución final», e incluso en ese momento pudo detectar tan solo a un sacerdote un tanto ambiguo que, tras un largo historial de antisemitismo político en Polonia, se había comportado con nobleza en Auschwitz. Un candidato anterior, un simple austríaco llamado Franz Jagerstatter, fue por desgracia considerado no apto. Él se había negado de hecho a unirse al ejército de Hitler sobre la base de que estaba bajo órdenes superiores de amar a su prójimo, pero mientras estaba en prisión esperando ser ejecutado recibió la visita de sus confesores, que le contaron que debía obedecer la ley. La izquierda laica en Europa sale mucho mejor parada que todo esto en la lucha contra el nazismo, aun cuando muchos de sus miembros creyeran que al otro lado de los montes Urales existía un paraíso para los trabajadores.

A menudo se olvida que el trío del Eje incluía a otro miembro, el Imperio de Japón, cuyo jefe de Estado no solo era una persona religiosa, sino una verdadera deidad. Si la abominable herejía de creer que el emperador Hiro-Hito era dios fue denunciada desde algún pulpito o por algún prelado alemán o italiano, es un hecho que he sido incapaz de descubrir. En el sagrado nombre de este mamífero absurdamente sobrevalorado se saquearon y esclavizaron inmensas extensiones de China, Indochina y el océano Pacífico. También en su nombre se torturó y sacrificó a millones de japoneses adoctrinados. El culto a este rey-dios era tan imponente y tan desatado que se creía que todo el pueblo japonés recurriría al suicidio si su persona se viera amenazada al final de la guerra. En consecuencia, se decidió que podía «quedarse», pero que a partir de ese momento tendría que afirmar que solo era un emperador, tal vez con un toque divino, pero no un dios estrictamente hablando. Esta deferencia hacia la fuerza de la opinión religiosa debe llevar implícito el reconocimiento de que la fe y el culto pueden lograr que la gente se comporte verdaderamente muy mal.

Por consiguiente, quienes invocan la tiranía «laica» en contraposición a la religión confían en que olvidemos dos cosas: la relación entre las iglesias cristianas y el fascismo y la capitulación de las iglesias ante el nacionalsocialismo. No solo lo digo yo: ha sido reconocido por las propias autoridades religiosas. Su mala conciencia sobre esta cuestión queda bien ilustrada por un rastro de mala fe que todavía tenemos que combatir. En páginas web y propaganda religiosas uno se puede topar con una afirmación supuestamente realizada por Albert Einstein en 1940:

Como era un amante de la libertad, cuando llegó la revolución a Alemania me dirigí a las universidades para defenderla, sabiendo que siempre habían presumido de su devoción a la causa de la verdad; pero no, las universidades fueron silenciadas de inmediato. Después me dirigí a los grandes redactores de los periódicos, cuyas encendidas editoriales habían proclamado en días pasados su amor a la libertad; pero ellos, al igual que las universidades, fueron silenciados al cabo de pocas semanas. […] Solo la Iglesia se plantó con firmeza en medio de la senda de la campaña de Hitler para erradicar la verdad. Jamás sentí ningún interés especial por la Iglesia, pero ahora siento un gran afecto y admiración por ella porque la Iglesia en solitario ha tenido la valentía y la perseverancia para defender la verdad intelectual y la libertad moral. Así pues, me veo obligado a confesar que ahora elogio sin reservas lo que en otro tiempo desprecié.
2

Other books

Home for the Holidays by Steven R. Schirripa
Be My Neat-Heart by Baer, Judy
Redemption (Forgiven Series) by Brooke, Rebecca
Fear and Aggression by Dane Bagley
Summer's End by Amy Myers
Black Widow by Isadora Bryan
Buried in Clay by Priscilla Masters


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024