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Authors: Christopher Hitchens

Dios no es bueno (40 page)

¿Es que quiere evitar el mal y es incapaz de hacerlo? Entonces, es que es impotente. ¿Es que puede, pero no quiere? Entonces es malévolo. ¿Es que quiere y puede? Entonces, ¿de dónde proviene el mal?
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El ateísmo se abre camino por este falso dilema como la navaja de Ockham. Hasta para un creyente es absurdo imaginarse que dios le debería una explicación. Pero, en todo caso, un creyente se entrega a la tarea imposible de interpretar la voluntad de una persona desconocida y, con ello, hace recaer estas preguntas esencialmente absurdas sobre sí mismo. No obstante, mantengamos esa suposición y veamos dónde nos lleva y sobre qué podremos aplicar nuestra inteligencia, que es lo único de que disponemos. (La respuesta de Hume a la ineludible pregunta acerca del origen de todas las criaturas presagia la de Darwin al decir que en realidad evolucionan: las eficientes sobreviven y las ineficientes desaparecen.) Al final optó, como Cicerón, por dividir la diferencia entre el deísta Cleantes y el escéptico Filón. Esto podría haberse calificado como jugar sobre seguro, algo que Hume solía hacer, o tal vez reflejara el aparente atractivo del deísmo en la época anterior a Darwin.

Hasta el gran Thomas Paine, amigo de Franklin y Jefferson, repudió la acusación de ateísmo que temía hacer recaer sobre sí. De hecho, para hacer una vindicación de dios se dedicó a exponer los crímenes y horrores del Antiguo Testamento, además de los absurdos mitos del Nuevo. Ninguna deidad noble y magnánima, afirmaba él, se habría responsabilizado de semejantes estupideces y atrocidades.
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Age of Reason,
de Paine, representa casi la primera ocasión en que se manifestó abiertamente ese franco desdén hacia la religión organizada. Produjo un impacto tremendo en todo el mundo. Sus amigos y coetáneos estadounidenses, animados en parte por él a declarar la independencia frente a los usurpadores de la casa de Hannover y su particular Iglesia anglicana, consiguieron mientras tanto una proeza extraordinaria que no tenía precedentes: redactar una constitución republicana que no hacía mención alguna de dios y que aludía únicamente a la religión cuando garantizaba que siempre se mantendría separada del Estado. Casi todos los fundadores de Estados Unidos murieron sin que ningún sacerdote les acompañara junto al lecho, como también hizo Paine, a quien los fanáticos religiosos que pedían que aceptara que Cristo era su salvador molestaron mucho en sus últimas horas. Al igual que David Hume, declinó todos esos consuelos y su memoria ha sobrevivido al calumnioso rumor de que suplicó reconciliarse con la Iglesia en el último momento. (El mero hecho de que los piadosos busquen este tipo de «arrepentimientos» en el lecho de muerte, aparte de que después se los inventen, dice mucho sobre la mala fe de quienes viven en la fe.)

Charles Darwin nació en vida de Paine y Jefferson, y su obra consiguió finalmente vencer las limitaciones de la ignorancia bajo las que tuvo que trabajar sobre los orígenes de las plantas y animales, así como de otros fenómenos. Pero hasta Darwin, cuando empezó su investigación como botánico e historiador de la naturaleza, estaba bastante seguro de que actuaba de un modo coherente con los designios de dios. Él quería ser clérigo. Y cuantos más descubrimientos hizo, más trató de «cuadrarlos» con la fe en una inteligencia superior. Al igual que Edward Gibbon, suscitó una polémica por adelantado acerca de su publicación y (no tanto como Gibbon) hizo algunos comentarios para protegerse y defenderse. De hecho, al principio debatió mucho consigo mismo, como algunos bobalicones del «diseño inteligente» de hoy día tienen por costumbre hacer. Enfrentado a los incontestables hechos de la evolución, ¿por qué no afirmar que estos demuestran cuánto más grande es dios de lo que ya pensábamos que era? El descubrimiento de leyes naturales «engrandecería nuestra idea del poder del Creador omnisciente». No del todo convencido de ello interiormente, Darwin temía que sus primeros escritos sobre la selección natural significaran el fin de su buena reputación, algo equivalente a «confesar un asesinato». También percibía que, si descubría alguna vez que la adaptación se acomodaba al entorno, tendría que confesar algo aún más alarmante: la ausencia de una primera causa o diseño grandioso.

A lo largo de toda la primera edición de
El origen de las especies
pueden encontrarse síntomas de esta ocultación en clave y entre líneas a la antigua usanza. No aparece nunca el término «evolución», mientras que la palabra «creación» sí se utiliza con frecuencia. (Es fascinante que sus primeros cuadernos de apuntes de 1837 recibieran el título provisional de
La transmutación de las especies,
casi como si Darwin empleara el arcaico lenguaje de la alquimia.) La portadilla del volumen definitivo de
El origen de las especies
llevaba un comentario, tomado significativamente del, en apariencia, respetable Francis Bacon acerca de la necesidad de estudiar no solo la palabra de dios, sino también su «obra». En
El origen del hombre
Darwin se sintió capacitado para llevar las cosas un poco más lejos, pero aun así aceptó algunas modificaciones propuestas por su fiel y amada esposa Emma. Solo en su autobiografía, cuya publicación no estaba prevista, y en algunas cartas dirigidas a amigos, reconoció que ya no tenía fe. Su conclusión «agnóstica» vino determinada tanto por su vida como por su obra: había sufrido la pérdida de muchos seres queridos y no logró reconciliarlas con ningún dios afectuoso, y menos aún con las enseñanzas cristianas relativas al castigo eterno. Al igual que tantas otras personas brillantes, tenía cierta propensión a ese solipsismo que o bien alumbra la fe, o bien la quiebra, y que se imagina que al universo le preocupa el destino de uno. Esto, no obstante, convierte su rigor científico en algo más digno de elogio y propio de ser equiparado al de Galileo, puesto que no nació de ninguna otra intención previa que la de averiguar la verdad. No importa que esta intención incluyera la falsa y decepcionante expectativa de que dicha verdad resonaría finalmente
ad maiorem dei gloriam.

Tras su muerte, Darwin también fue vilipendiado públicamente con las invenciones de un cristiano desquiciado que afirmaba que el magnífico, honrado y atormentado investigador había dirigido los ojos entreabiertos en sus últimos instantes de vida hacia la Biblia. Hubo de pasar algún tiempo hasta que se descubrió al patético mentiroso al que esto parecía una iniciativa noble.

Cuando sir Isaac Newton fue acusado de plagio científico, del cual es bastante probable que fuera culpable, reconoció de forma comedida (lo que también era un plagio) que en su trabajo se había aprovechado de ir «a hombros de gigantes». En la primera década del siglo XXI esto no podría resultar más que mínimamente gracioso. Yo puedo utilizar un simple ordenador portátil cuando y como lo desee para ponerme al corriente de la vida y obra de Anaxágoras, Erasmo, Epicuro y Wittgenstein. Lo mío no es sumergirse en una biblioteca escasa de textos a la luz de las velas y pasar apuros para ponerme en contacto con personas de otras épocas o sociedades con similares preocupaciones. Ni tampoco es (salvo cuando el teléfono suena alguna vez y escucho voces roncas condenándome a muerte, al infierno o a ambas cosas) el miedo permanente a que algo que escriba pueda significar el final de mi carrera, el exilio o el mal para mi familia, la deshonra eterna para mi nombre entre los impostores y mentirosos religiosos o la dolorosa elección entre retractarse o morir torturado. Disfruto de una libertad y un acceso al conocimiento que habría sido inimaginable para los pioneros. Al volver la vista atrás con la perspectiva del tiempo, no puedo evitar, por tanto, reparar en que los gigantes en los que yo me apoyo, y en cuyos descomunales hombros me encaramo, tenían por necesidad todos ellos un poco frágiles las altísimas y (muy poco) evolucionadas articulaciones de las rodillas. Solo un miembro de esta categoría de gigantes y genios habló alguna vez con franqueza y sin miedo aparente o exceso de cautela. Cito por consiguiente, una vez más, a Albert Einstein, un personaje al que tanto se ha deformado. Se dirige a un corresponsal que está preocupado por otra más de esas muchas tergiversaciones:

Era mentira, por supuesto, lo que leíste sobre mis convicciones religiosas, una mentira que se repite de forma sistemática. No creo en un Dios personal y nunca he negado este extremo, sino que lo he manifestado claramente. Si hay algo en mí que se pueda calificar de religioso es la admiración infinita por la estructura del mundo hasta donde nuestra ciencia puede revelárnosla.
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Años más tarde, respondió a otra pregunta afirmando:

No creo en la inmortalidad del individuo, y considero que la ética es una preocupación exclusivamente humana que no está respaldada por ninguna autoridad sobrehumana.
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Estas palabras nacen de una mentalidad, o de un hombre, célebre con razón por su prudencia, su mesura y sus escrúpulos, y cuya pura genialidad había puesto al descubierto una teoría que en manos equivocadas tal vez no solo habría arrasado este mundo, sino también todo su pasado y la posibilidad misma de que tuviera algún futuro. Dedicó la mayor parte de su vida a hacer una grandiosa negación del papel del profeta punitivo, prefiriendo en su lugar difundir el mensaje de la Ilustración y el humanismo. Abiertamente judío y exiliado, difamado y perseguido como consecuencia de ello, conservó lo que pudo de la ética del judaísmo y rechazó la mitología bárbara del Pentateuco. Tenemos más motivos de agradecimiento hacia él que hacia todos los rabinos que han plañido o plañirán a lo largo de la historia. (Cuando le ofrecieron ser el primer presidente del Estado de Israel, Einstein declinó la oferta debido a sus muchos reparos acerca del giro que estaba adoptando el sionismo. Aquello supuso todo un alivio para David Ben Gurión, que había preguntado muy nervioso a su gabinete: «¿Qué vamos a hacer si dice que sí?».)

Envuelta en las ropas de luto de una viuda, se dice que la mayor de todas las victorianas llamó a su primer ministro para preguntarle si podía ofrecerle una prueba incontestable de la existencia de dios. Benjamín Disraeli vaciló un poco ante su reina, la mujer a la que había convertido en emperatriz de la India, y contestó: «Los judíos, señora». A este genio pero supersticioso político mundano le parecía que la supervivencia del pueblo judío y su admirable y tenaz adhesión a sus rituales y narraciones antiguas demostraba el trabajo de una mano invisible. En realidad, sus palabras representan un cambio de opinión sobre la marcha. En el preciso instante en que hablaba, el pueblo judío emergía tras dos diferentes tipos de opresión. La primera y más evidente era la creación de los guetos en los que las autoridades cristianas fanáticas e ignorantes les habían impuesto vivir. Esto esta demasiado bien documentado para requerir que me extienda sobre ello. Pero la segunda opresión venía impuesta por ellos mismos. Napoleón Bonaparte, por ejemplo, había suprimido con ciertas reservas las leyes discriminatorias contra los judíos. (Seguramente esperaba recibir apoyo económico de ellos, cosa que no sucedió.) Pero cuando sus ejércitos invadieron Rusia, los rabinos instaron a su rebaño a cerrar filas con el mismo zar que había estado difamándolos, azotándolos, desplumándolos y asesinándolos. Mejor este despotismo que acosaba a los judíos, decían, que el tufo a la impía Ilustración francesa. Esta es la razón por la que el estúpido y pesado melodrama en que vivía la sinagoga de Amsterdam era y sigue siendo tan importante. Hasta en un país de mentalidad tan abierta como Holanda los ancianos habían preferido hacer causa común con los antisemitas cristianos y demás oscurantistas antes que permitir que el más exquisito de sus miembros empleara libremente su inteligencia.

Así pues, cuando cayeron los muros de los guetos, el colapso liberó de los rabinos tanto a quienes vivían en ellos como a «los gentiles». A ello siguió un florecimiento del talento como pocas veces se ha visto en otra época. Una población anteriormente idiotizada pasó a realizar inmensas aportaciones a la medicina, la ciencia, la jurisprudencia, la política y las artes. Todavía se dejan sentir aquellos ecos: basta mencionar a Marx, Freud, Kafka y Einstein, si bien Isaac Babel, Arthur Koestler, Billy Wilder, Lenny Bruce, Saúl Bellow, Philip Roth, Joseph Heller y muchos otros son también producto de esta doble emancipación.

Si hubiera que citar un día absolutamente trágico para la historia de la humanidad, sería el acontecimiento que ahora se conmemora con la insulsa y fastidiosa fiesta conocida como Hanuká. Por una vez, en lugar de que el cristianismo plagiara al judaísmo, los judíos copiaron desvergonzadamente a los cristianos en la patética esperanza de una celebración que coincide con la Navidad, que a su vez es la anexión cuasi cristiana de un solsticio nórdico pagano iluminado originalmente por la aurora boreal, con sus leños ardientes, su acebo y su muérdago. He aquí el destino hasta el que nos ha llevado el «multiculturalismo» banal. Pero no fue nada remotamente multicultural lo que indujo a Judas Macabeo a volver a consagrar el Templo de Jerusalén en el 165 a.C. y a establecer la fecha que los tiernos celebrantes de la Hanuká conmemoran ahora con tanta vacuidad. Los macabeos, que fundaron la dinastía Hasmonea, estaban restaurando por la fuerza el fundamentalismo mosaico entre los muchos judíos de Palestina y de otros lugares que se habían sentido atraídos por el helenismo. Estos auténticos multiculturalistas prematuros se habían aburrido de «la ley», se habían sentido ofendidos por la circuncisión, se habían interesado por la literatura griega, se habían sentido atraídos por los ejercicios físicos e intelectuales del gimnasio y se habían vuelto bastante adeptos a la filosofía. Percibían la atracción ejercida por Atenas, aun cuando fuera a través de Roma y del recuerdo de la época de Alejandro, y les inquietaba el temor y la superstición absoluta impuestos por el Pentateuco. Como es lógico, a los incondicionales del viejo templo les parecían demasiado cosmopolitas, y debió de haber sido fácil acusarlos de «doble lealtad» cuando aceptaban tener un templo de Zeus en el lugar en el que los altares humeantes y sangrientos solían propiciar la voluntad de la adusta deidad de antaño. Como fuere, cuando el padre de Judas Macabeo vio un judío a punto de realizar una ofrenda helénica en el antiguo altar no perdió tiempo para correr a asesinarlo. Durante los años siguientes de «revuelta» macabea, muchos judíos asimilados fueron asesinados, circuncidados a la fuerza o ambas cosas, y las mujeres que habían coqueteado con la nueva bendición helénica sufrieron ofensas aún peores. Como los romanos finalmente prefirieron a los violentos y dogmáticos macabeos antes que a los no tan militarizados ni fanáticos judíos cuyas togas resplandecían bajo el sol del Mediterráneo, el escenario estaba preparado para la precaria connivencia entre el sanedrín ultraortodoxo y de atuendo antiguo y el gobernador imperial. Esta lúgubre relación desembocó al final en el cristianismo (otra herejía judía más) y, por tanto, ineluctablemente en el nacimiento del islam. Podíamos habernos librado de todo esto.

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