Authors: Christopher Hitchens
Cuando ya se ha dicho lo peor sobre la Inquisición, la caza de brujas, las Cruzadas, las conquistas imperiales islámicas y los horrores del Antiguo Testamento, ¿no es cierto que los regímenes laicos y ateos han cometido delitos que, en este orden de cosas, son al menos igual de detestables, cuando no peores? ¿Y acaso el corolario no concluye que, una vez liberados del fervor religioso, los hombres actuarán de la forma más desatada y abandonada posible? En
Los hermanos Karamazov
Dostoievski se mostraba extremadamente crítico con la religión (y vivía bajo un régimen despótico santificado por la Iglesia) y también caracterizó a su personaje Smerdiakov como una figura vanidosa, crédula y necia; pero la máxima de Smerdiakov según la cual «si Dios no existe, tampoco existe la virtud», resuena comprensiblemente en aquellos que contemplan retrospectivamente la Revolución rusa bajo el prisma del siglo XX.
Podríamos llegar más lejos y afirmar que el totalitarismo laico nos ha suministrado de hecho el summum de la maldad humana. Los ejemplos más habituales (los de los regímenes de Hitler y Stalin) nos muestran con pasmosa claridad lo que puede suceder cuando los seres humanos usurpan el papel de los dioses. Cuando consulto con mis amigos ateos y laicos, descubro que esta se ha convertido en la objeción más común y frecuente con la que se topan entre las personas religiosas. El asunto merece una respuesta detallada.
Para empezar con un comentario un tanto facilón, resulta curioso descubrir cómo las personas de fe buscan defenderse ahora diciendo que no son peores que los fascistas, los nazis o los estalinistas. Uno esperaría que la religión hubiera conservado un mayor sentido de la dignidad. Yo no diría que las filas del laicismo y el ateísmo estén precisamente atestadas de comunistas o fascistas, pero cabe aceptar el argumento de que, exactamente igual que los individuos laicos y los ateos han soportado tiranías clericales y teocráticas, los creyentes también han tenido que soportar tiranías paganas y materialistas. Pero esto sería únicamente constatar las diferencias.
Probablemente, la palabra «totalitario» fue utilizada por primera vez por el marxista disidente Víctor Serge, que había quedado horrorizado por la siega del estalinismo en la Unión Soviética. Lo popularizó la intelectual judía laica Hannah Arendt, que había escapado del infierno del Tercer Reich y escribió
Los orígenes del totalitarismo.
Es un concepto útil porque entre todas las formas «ordinarias» de despotismo diferencia las que exigen simplemente la obediencia de sus súbditos y los sistemas absolutos que demandan que los ciudadanos se conviertan en súbditos plenos y entreguen su vida privada y su personalidad entera al Estado o al líder supremo.
Si aceptamos esta última definición, entonces el primer aspecto que debemos señalar es igualmente un asunto fácil. Durante la mayor parte de la historia de la humanidad la idea de un Estado total o absoluto estuvo íntimamente ligada a la religión. Un barón o un rey podían obligarle a uno a pagar los impuestos o a servir en su ejército, y por lo general conseguía disponer de sacerdotes cerca para recordarnos que era nuestra obligación; pero los despotismos verdaderamente escalofriantes eran aquellos que también buscaban el contenido de nuestro corazón o nuestra cabeza. Si analizamos las monarquías orientales de China, la India o Persia, los imperios de los aztecas o los incas, o las cortes medievales de España, Rusia o Francia, encontramos casi de manera invariable que aquellos dictadores eran también dioses o jefes de las respectivas iglesias. Se les debía algo más que mera obediencia: toda crítica hacia ellos era profana por definición y millones de personas vivían y morían bajo el miedo más profundo a un gobernante que podía escogerlos para un sacrificio o condenarlos a su antojo a un castigo eterno. La menor infracción (de un día sagrado, de un objeto sagrado o de una ordenanza sobre la sexualidad, la alimentación o el sistema de castas) podría suponer una desgracia. El principio totalitario, que a menudo suele representarse como «sistemático», está íntimamente ligado también al capricho. Las normas podían cambiar o ampliarse en cualquier momento y los gobernantes tenían la ventaja de saber que sus súbditos nunca podían estar seguros de si estaban obedeciendo la última prescripción o no. Hoy día valoramos las pocas excepciones de la Antigüedad, como la Atenas de Pericles, con todas sus deformaciones, precisamente porque hubo muy pocos momentos en los que la humanidad no viviera en el temor permanente a un faraón, un Nabucodonosor o un Darío cuya menor insinuación se convertía en ley sagrada.
Esto era válido incluso cuando el derecho divino de los déspotas empezó a dejar paso a algunas versiones de la modernidad. La idea de que hubiera un Estado utópico en la tierra, modelado tal vez a imagen y semejanza de algún ideal celestial, es muy difícil de borrar y ha llevado a las personas a cometer terribles delitos en nombre de dicho ideal. Una de las primeras tentativas de crear una sociedad paradisíaca de esta naturaleza diseñada según la pauta de la igualdad humana fue el Estado socialista totalitario establecido por los misioneros jesuítas en Paraguay. Consiguió aunar el máximo de igualitarismo con el máximo de falta de libertad y solo pudo mantenerse vigente mediante el terror más absoluto. Aquello debería haber sido una advertencia para quienes querían perfeccionar la especie humana. Sin embargo, el del perfeccionamiento de la especie, que es donde reside la auténtica raíz y la fuente del impulso totalitario, es en esencia un impulso religioso.
George Orwell, el ateo y asceta cuyas novelas nos brindaron una imagen imborrable de cómo sería auténticamente la vida en un Estado totalitario, no tenía ninguna duda al respecto. «Desde el punto de vista totalitario —escribió en 1946 en «La defensa de la literatura»—, la historia es algo que se crea más que se aprende.
Un Estado totalitario es una teocracia
y su casta dominante, para mantener su posición, tiene que creerse infalible.» (Se apreciará que escribió esto un año en el que, tras haber combatido durante más de una década contra el fascismo, apuntaba sus armas mucho más contra los simpatizantes del comunismo.)
Para formar parte del modo de pensar totalitario no es preciso llevar uniforme, garrote ni fusta. Tan solo es necesario
desear
la sumisión propia y disfrutar con la sumisión ajena. ¿Qué otra cosa es un sistema totalitario sino un sistema en el que la vil glorificación del líder absoluto se equipara a la entrega de toda privacidad e individualidad, sobre todo en asuntos sexuales, y a la denuncia y el castigo («por su propio bien») de quienes los transgreden? Tal vez el factor sexual sea el decisivo, por cuanto la mente más roma puede captar lo que Nathaniel Hawthorne plasmó en
La letra escarlata:
la estrecha relación existente entre represión y perversión.
En los primeros tiempos de la historia de la humanidad el principio totalitario era el principio dominante. La religión estatal suministraba una respuesta completa y «total» a todas las preguntas, desde cuál era la posición que uno ocupaba en la jerarquía social hasta las normas que regían la alimentación y el sexo. Esclavo o no, el ser humano era una propiedad y la vanguardia intelectual era el refuerzo del absolutismo. La proyección más ingeniosa de Orwell de la idea totalitaria, el delito del «crimen de pensamiento», era un lugar común. Un pensamiento impuro, o más aún, herético, podía llevarle a uno a ser desollado vivo. Ser acusado de posesión demoníaca o de mantener contacto con el Maligno equivalía a ser condenado por ello. El primer descubrimiento de Orwell de lo espantoso de esta situación se produjo en los primeros años de su vida, cuando fue encerrado en una escuela hermética regentada por sádicos cristianos en la que no se podía saber cuándo había uno quebrantado las normas. Cualquier cosa que uno hiciera y pese a las muchas precauciones que adoptara, los pecados de los que uno no era consciente siempre le acababan delatando.
Él consiguió abandonar aquella odiosa escuela (quedando traumatizado de por vida, como también han quedado millones de niños), pero, según la visión totalitaria religiosa, en este mundo no se puede escapar del pecado original, la culpa y el dolor. Siempre nos esperan infinidad de castigos incluso después de morir. Según los totalitaristas religiosos verdaderamente extremistas, como Juan Calvino, que tomó prestada su detestable doctrina de Agustín, antes incluso de haber nacido pueden estar aguardándonos ya infinidad de castigos. Hace mucho tiempo se escribió que las almas serían escogidas o «elegidas» cuando llegara el momento de separar a las ovejas de los carneros. No es posible formular ninguna apelación contra esta sentencia fundamental, y ninguna buena obra ni profesión de fe puede salvar a aquel que no ha tenido la fortuna suficiente de resultar escogido. La Ginebra de Calvino era un Estado totalitario prototípico y el propio Calvino un sádico, un torturador y un asesino que quemó vivo a Servet (uno de los grandes pensadores e interpeladores de la época). La desdicha secundaria inducida en los seguidores de Calvino, obligados a malgastar su vida preocupándose por si habían sido «elegidos» o no, queda bien recogida en
Adam Bede,
de George Eliot, en una antigua sátira plebeya inglesa contra las demás sectas, desde la de los Testigos de Jehová hasta la de los Hermanos de Plymouth, que se atrevían a afirmar que ellos se encontraban entre los elegidos y que solo ellos sabían el número exacto de aquellos que serían arrancados de la hoguera:
Somos los pocos escogidos, los puros, y todos los demás están condenados. Para vosotros hay sitio de sobra en el infierno; no queremos el cielo abarrotado.
Tengo un inofensivo tío de espíritu débil cuya vida quedó arruinada y se volvió desgraciada precisamente así. Tal vez Calvino no parezca una figura muy lejana, pero quienes solían concentrar y utilizar el poder en su nombre todavía se encuentran entre nosotros y actúan bajo el nombre de presbiterianos y baptistas. La necesidad de prohibir y censurar libros, de acallar a los disidentes, de condenar a quienes no son como nosotros, de invadir la esfera privada y de invocar una salvación exclusiva representa la esencia misma del totalitarismo. El fatalismo del islam, que cree que todo está preestablecido de antemano por Alá, guarda ciertas semejanzas en su tajante negación de la libertad y la autonomía humanas, además de en su arrogante e insoportable creencia de que su fe ya contiene todo lo que cualquiera podría necesitar saber en cualquier momento.
Por consiguiente, cuando en 1950 acabó por publicarse la magnífica antología antitotalitaria del siglo XX, sus editores descubrieron que solo podría tener un título. La llamaron
The God That Failed.
Yo conocí superficialmente y trabajé a veces para uno de aquellos dos hombres: para el socialista británico Richard Crossman. Como escribió en su introducción al libro:
Al intelectual le importan relativamente poco las comodidades materiales; lo que más le importa es la libertad espiritual. La fuerza de la Iglesia católica siempre ha residido en que exige sacrificar esa libertad inflexiblemente y condena el orgullo espiritual como un pecado mortal. El comunista principiante que somete su alma al derecho canónico legislativo del Kremlin sentía algo parecido al alivio que el catolicismo también brinda al intelectual, cansado y preocupado por el privilegio de gozar de la libertad.
El único libro que nos ha advertido de antemano contra todo esto, con más de treinta años de antelación, fue un breve pero brillante volumen publicado en 1919 y titulado
Teoría y práctica del bolchevismo.
Mucho antes de que Arthur Koestler y Richard Crossman hubieran empezado a explorar el naufragio de forma retrospectiva, se predijo el desastre en su conjunto en unos términos que todavía suscitan la admiración por su clarividencia. El mordaz analista de la nueva religión era Bertrand Russell, cuyo ateísmo le proporcionó una visión de futuro a largo plazo muy superior a la de muchos ingenuos «socialistas cristianos» que afirmaban percibir en Rusia los comienzos de un nuevo paraíso en la tierra. También fue mucho más perspicaz que la clase dominante cristiana anglicana de su Inglaterra natal, cuyo diario de referencia, el
Times
londinense, adoptó el punto de vista de que la Revolución rusa podía explicarse mediante
Los protocolos de los sabios de Sión.
Esta repugnante invención de la policía secreta rusa ortodoxa se reimprimió bajo el sello de Eyre y Spottiswoode, los editores oficiales de la Iglesia anglicana.
Con estos antecedentes en lo relativo a la sumisión y promulgación de la dictadura en la tierra y del control absoluto sobre la otra vida, ¿cómo plantó cara la religión a los totalitaristas «laicos» de nuestro tiempo? Deberíamos pasar revista primero, por orden, al fascismo, el nazismo y el estalinismo.
El fascismo, modelo y precursor del nacionalsocialismo, fue un movimiento que creía en una sociedad orgánica y corporativa presidida por un líder o guía. (Las «fasces», símbolo de los «cónsules» o garantes de la ley de la antigua Roma, eran un manojo de bastones atados con una cinta de cuero que representaba la unidad y la autoridad.) Nacidos de la pobreza y la humillación de la Primera Guerra Mundial, los movimientos fascistas defendían los valores tradicionales frente al bolchevismo y respetaban y defendían el nacionalismo y la piedad. Tal vez no sea una coincidencia que surgieran en primer lugar y de forma más entusiasta en países católicos, y sin duda no lo es que la Iglesia católica simpatizara por lo general con la idea del fascismo. La Iglesia no solo consideraba al comunismo un enemigo mortal, sino que también encontraba a su antiguo enemigo judío en las filas más veteranas del partido de Lenin. Benito Mussolini apenas había alcanzado el poder en Italia cuando el Vaticano firmó con él un tratado oficial, conocido como Acuerdos de Letrán de 1929. Según las cláusulas de dicho acuerdo, el catolicismo se convertía en la única religión reconocida en Italia, con el monopolio del poder sobre asuntos como los nacimientos, los matrimonios, la muerte y la educación, y a cambio instaba a sus seguidores a votar al partido de Mussolini. El papa Pío XI describió a
Il Duce
(«el líder») como «un hombre enviado por la providencia». Las elecciones no iban a ser una característica de la vida italiana durante mucho tiempo, pero en todo caso la Iglesia provocó la disolución de los partidos católicos centristas laicos y contribuyó a patrocinar un pseudopartido político llamado Acción Católica que fue emulado en varios países. En todo el sur de Europa, la Iglesia fue un aliado fiable para la instauración de regímenes fascistas en España, Portugal y Croacia. Al general Franco en España se le permitió denominar a su invasión del país y a la aniquilación de la República instaurada democráticamente con el título honorífico de La Cruzada. El Vaticano apoyó o se negó a criticar la grandilocuente tentativa de Mussolini de recrear un pastiche del Imperio romano mediante las invasiones de Libia, Abisinia (la actual Etiopía) y Albania: estos territorios estaban habitados o bien por no cristianos, o bien por cristianos orientales de una facción incorrecta. Entre las justificaciones ofrecidas para el uso de gases venenosos y otras horripilantes medidas en Abisinia, Mussolini añadió incluso la perseverancia de sus habitantes en la herejía del monofisismo: un dogma incorrecto de la encarnación que había sido condenado por el papa León I y el Concilio de Calcedonia en el año 451.