Authors: Christopher Hitchens
Siguiendo los pasos de Darwin, Peter y Rosemary Grant, de la Universidad de Princeton, han pasado los últimos treinta años en las islas Galápagos, han vivido en las arduas condiciones que ofrece la minúscula isla de Dafne Mayor y han observado y medido realmente cómo evolucionaron y se adaptaron los pinzones al cambiante entorno que les rodeaba. Han demostrado de manera concluyente que el tamaño y la forma del pico de los pinzones se amoldaba a las condiciones de sequía y la escasez mediante su adaptación al tamaño y la naturaleza de diferentes semillas y escarabajos existentes. No solo la multitud original de ellos que databa de hacía tres millones de años evolucionaba en una determinada dirección, sino que si la situación de los escarabajos y las semillas volvía a alterarse, sus picos podían acompañarla. Los Grant se fijaron,
vieron
cómo sucedía y publicaron sus hallazgos y pruebas para que todos lo conocieran. Estamos en deuda con ellos. Su vida fue dura, pero ¿quién hubiera deseado que en lugar de ello se hubieran atormentado en una cueva bendita o en lo alto de una columna sagrada?
En 2005, un equipo de investigadores de la Universidad de Chicago realizó un riguroso trabajo sobre dos genes conocidos como microcefalín y ASPM que cuando se inhabilitan son causa de la microcefalia
4
. Los bebés nacidos en estas condiciones tienen un córtex cerebral reducido, lo cual muy probablemente es un recordatorio incidental de la época en que el cerebro humano era mucho más pequeño de lo que es hoy. Por lo general se considera que la evolución de los seres humanos se completó hace aproximadamente entre 50.000 y 60.000 años (un instante en la historia de la evolución), pero esos dos genes, según parece, han evolucionado con mayor rapidez en los últimos 37.000 años, lo cual plantea la posibilidad de que el cerebro humano sea una obra todavía inacabada. En marzo de 2006, trabajos posteriores realizados en la misma universidad revelaron que hay unas setecientas zonas del genoma humano en las que los genes han sido remodelados mediante selección natural entre los últimos 5.000 y 50.000 años. Algunos de estos genes son los responsables de nuestro «sentido del gusto y el olfato, la digestión, la estructura ósea, el color de piel y las funciones cerebrales». (Uno de los grandes frutos emancipadores de la genómica consiste en demostrar que todas las diferencias «raciales» y de color son recientes, superficiales y engañosas.) Hay certeza moral de que entre el momento en que yo termine de redactar este libro y el momento en que se publique se realizarán en este próspero campo de investigación algunos descubrimientos más fascinantes e iluminadores. Tal vez sea demasiado pronto para afirmar que todo el progreso es positivo o «ascendente», pero la evolución humana todavía está en curso. Ello se aprecia en el modo en que adquirimos inmunidades, y también en el modo en que no las adquirimos. Los estudios sobre el genoma han identificado a grupos de primeros habitantes del norte de Europa que aprendieron a domesticar ganado y adquirieron un gen diferenciado para la «tolerancia a la lactosa», mientras que otros pueblos de ascendencia africana más reciente (todos procedemos en última instancia de África) son proclives a desarrollar una anemia falciforme que, aunque resulte en sí misma molesta, procede de una mutación anterior que brindaba protección contra la malaria. Y todo ello quedará aún más esclarecido si tenemos la humildad y la paciencia necesarias para entender los ladrillos con que está construida la naturaleza y el sello indeleble de su bajo origen. No es necesario ningún plan divino, y menos aún intervención de los ángeles.
Todo funciona sin esa suposición.
Así pues, aunque no me agrada discrepar de un hombre tan magnífico, Voltaire se mostraba sencillamente ridículo cuando afirmó que si dios no existiera, sería necesario inventarlo
5
. Para empezar, el problema es la invención humana de dios. Hemos analizado nuestra evolución «hacia atrás», viendo cómo la vida dejaba atrás temporalmente la extinción y sabiendo ya que el conocimiento es por fin capaz de revisar y explicar la ignorancia. La religión, es cierto, todavía posee la inmensa aunque torpe y poco flexible ventaja de haber llegado «primero». Pero, como afirma Sam Harris bastante oportunamente en
El fin de la fe,
si en una especie de ataque colectivo de amnesia digno de una obra de García Márquez perdiéramos todo nuestro bien ganado conocimiento y todos nuestros archivos, toda nuestra ética y nuestra moral, y tuviéramos que reconstruir todo lo esencial desde cero, resultaría difícil imaginar en qué momento necesitaríamos recordarnos o reafirmarnos a nosotros mismos que Jesús nació de una virgen
6
.
Los creyentes inteligentes pueden hallar también algún consuelo. El escepticismo y los descubrimientos los han liberado de la carga de tener que defender que su dios es un científico loco insignificante, patoso y lunático, y también de tener que responder a preguntas incómodas acerca de quién inoculó el bacilo de la sífilis en la humanidad, quién ordenó que existieran la lepra o la idiocia o quién concibió los tormentos de Job. Los fieles quedan absueltos de dicha acusación: ya no tenemos necesidad de que un dios explique lo que ha dejado de ser misterioso. Lo que los creyentes hagan, ahora que su fe es opcional, privada e irrelevante, es cosa suya. No debería importarnos, siempre que no vuelvan a intentar inculcar la religión mediante ninguna forma de coerción.
Otra de las formas con las que la religión se delata y trata de huir de la simple fe para, por el contrario, ofrecer «evidencias» en el sentido en que normalmente se interpreta este término, es mediante el argumento de la revelación. En determinadas ocasiones muy especiales, se afirma, la voluntad divina se dio a conocer mediante el contacto directo con seres humanos escogidos de manera arbitraria, a los que supuestamente se hizo entrega de leyes inalterables que a partir de ese momento pudieron transmitirse a los menos afortunados.
Se pueden realizar algunas objeciones evidentes a ello. En primer lugar, se ha dicho que varias de estas revelaciones han ocurrido en diferentes momentos y lugares a profetas o intermediarios radicalmente discrepantes. En algunos casos, el más notable el cristiano, según parece no bastó una revelación, sino que debió ser reforzada mediante apariciones sucesivas con la promesa de otra venidera, ulterior, pero definitiva. En otros casos, se produce el inconveniente contrario y la instrucción divina se emite solo una vez y de forma definitiva a un oscuro personaje cuya más leve insinuación se convierte en ley. Como todas estas revelaciones, muchas de ellas absolutamente incoherentes, no pueden por definición ser ciertas al mismo tiempo, debe concluirse que algunas de ellas son falsas e ilusorias. También podría concluirse que solo una de ellas es auténtica, pero en primera instancia resulta dudoso y, en segunda instancia, parece requerir guerras de religión para determinar cuál de las revelaciones es la verdadera. Una dificultad añadida es la visible proclividad del Todopoderoso a revelarse únicamente a personas analfabetas y de autenticidad histórica dudosa, en unas regiones baldías de Oriente Próximo que fueron patria desde mucho tiempo atrás del culto a los ídolos y a la superstición y que en muchos casos ya estaban atestadas de profecías anteriores.
Las tendencias sincréticas del monoteísmo y los antepasados comunes de estos relatos significan de hecho que la refutación de una de ellas comporta la refutación de todas. Por espantosa y atrozmente que pudieran haber luchado entre sí, los tres monoteísmos afirman compartir ascendencia al menos en el Pentateuco de Moisés, y el Corán asegura que los judíos son «el pueblo del libro», Jesús un profeta y la Virgen su madre. (Curiosamente, el Corán no culpa a los judíos del asesinato de Jesús, como sí hace un libro cristiano del Nuevo Testamento, pero ello se debe únicamente a que incluye la estrambótica afirmación de que los judíos crucificaron en su lugar a otra persona.)
El relato fundacional de los tres credos alude a la pretendida reunión entre Moisés y dios en la cumbre del monte Sinaí. Aquello supuso a su vez la entrega del Decálogo, o los Diez Mandamientos. El episodio se refiere en el segundo libro de Moisés, conocido como el libro del Éxodo, entre los capítulos 20 y 40. La máxima atención ha recaído sobre el propio capítulo 20, en el que se presentan los mandamientos mismos. Tal vez no sea necesario resumirlos y exponerlos, pero vale la pena hacer el esfuerzo.
En primer lugar (sigo la versión inglesa del rey Jacobo o «autorizada»: uno de los muchos textos rivales entre sí de todos los laboriosamente traducidos por los mortales, ya sea del hebreo, el griego o el latín), los susodichos mandamientos no se presentan como una relación pura de diez órdenes o prohibiciones. Los tres primeros son todos ellos variantes de uno mismo, en el cual dios insiste en su primacía y exclusividad, prohíbe las imágenes y la utilización de su nombre en vano. Este prolongado carraspeo para calentar la voz va acompañado de algunas admoniciones muy importantes, incluida la funesta advertencia de que los hijos pagarán los pecados de sus padres «hasta la tercera y cuarta generación». Esto niega el razonable criterio moral de que los hijos no son culpables de las ofensas cometidas por sus padres. El cuarto mandamiento insiste en el respeto debido al sábado y prohíbe a todos los creyentes (y a sus esclavos y sirvientes domésticos) realizar ningún trabajo durante el transcurso del mismo. Se añade que, como ya se dijo en el libro del Génesis, dios hizo el mundo en seis días y descansó el séptimo (lo cual deja margen para especular acerca de qué hizo el octavo día). El dictado se vuelve entonces más seco. «Honra a tu padre y a tu madre» (no por el bien de hacerlo, sino «para que se prolonguen tus días sobre la tierra que Yahveh, tu Dios, te va a dar»). Solo entonces llegan los cuatro famosos «No cometerás…», que prohíben llanamente matar, el adulterio, el robo y el falso testimonio. Por último, hay una proscripción contra la codicia, la cual prohíbe el deseo de la casa, el siervo, la sierva, el buey, el asno, la esposa y demás pertenencias de «tu prójimo».
Resultaría muy difícil encontrar una prueba más clara de que la religión es un producto elaborado por el ser humano. En primer lugar, tenemos el regio bramido sobre el respeto y el temor acompañado por un adusto recordatorio de la omnipotencia y venganza infinita, como aquel con el que un emperador babilonio o asirio podría haber ordenado a sus escribas que comenzaran una proclama. Luego está el incisivo recordatorio de seguir trabajando y descansar únicamente cuando el monarca absoluto lo ordena. A ello le siguen unas cuantas notas legalistas secas, una de las cuales suele traducirse de forma incorrecta, ya que el original hebreo dice en realidad «no cometerás asesinato». Pero, por poco que uno estime la tradición judía, resulta insultante para el pueblo de Moisés imaginarse que hasta ese momento el crimen, el adulterio, el robo y el perjurio estaban permitidos. (Esa misma pregunta sin respuesta puede formularse de un modo distinto acerca de las presuntas predicaciones posteriores de Jesús: cuando refiere la historia del buen samaritano camino de Jericó habla de un hombre que actuaba de forma humana y generosa sin, obviamente, haber oído hablar jamás del cristianismo, y menos aún habiendo escuchado las despiadadas enseñanzas del dios de Moisés, que jamás menciona en absoluto la solidaridad ni la compasión entre seres humanos.) Ninguna sociedad conocida ha dejado jamás de protegerse de delitos evidentes como aquellos sobre los que se legisló supuestamente en el monte Sinaí. Por último, en lugar de condenar los actos malvados, se expresa una curiosa condena de los pensamientos impuros. Se puede decir que esto, además, es un producto de elaboración humana propio de la supuesta época y lugar, porque equipara a la «esposa» con el resto de bienes animales, humanos y materiales del prójimo. Y lo más importante, pide lo imposible: un problema recurrente en todos los edictos religiosos. Se pueden refrenar por imposición las acciones perversas, o prohibir que se cometan, pero prohibir que las personas las
contemplen
es demasiado. Concretamente, es absurdo desear prohibir la envidia de las posesiones o riquezas de los demás, aunque solo sea porque el sentimiento de la envidia puede suscitar el espíritu de emulación, la ambición y otras consecuencias positivas. (Parece improbable que los fundamentalistas estadounidenses, que desean ver los Diez Mandamientos blasonados en todas las aulas y salas de justicia, casi como una imagen grabada, muestren idéntica hostilidad hacia el espíritu del capitalismo.) Si dios quisiera realmente que las personas quedaran libres de estos pensamientos, debería haberse preocupado de inventar una especie distinta.
Luego está la muy sobresaliente cuestión de lo que los mandamientos
no
dicen. ¿Resulta demasiado contemporáneo reparar en que no se dice nada sobre la protección de los niños ante la crueldad, ni sobre los abusos infantiles, ni sobre la esclavitud, ni sobre el genocidio? ¿O percibir que algunas de estas mismas ofensas casi se recomiendan positivamente es leer «el contexto» con demasiada literalidad? En el versículo 2 del capítulo inmediatamente siguiente dios le dice a Moisés que informe a sus seguidores de las normas bajo las que se puede comprar o vender esclavos (o perforarles la oreja con un punzón) y las reglas que gobiernan la venta de sus hijas. Ello viene seguido por las regulaciones enfermizamente detalladas acerca de la matanza de bueyes y los bueyes que matan, incluyendo los famosos versículos que imponen el «vida por vida, ojo por ojo, diente por diente». El arbitraje de las disputas agrarias se interrumpe por un momento con el abrupto versículo (22:18) «A la hechicera no la dejaras con vida». Durante siglos, esta fue la justificación de la tortura cristiana y la quema de mujeres que no seguían las directrices marcadas. De vez en cuando, hay mandamientos que son morales y que también se expresan con una elocuencia memorable (al menos en la encantadora versión inglesa del rey Jacobo): la máxima «No sigas a la mayoría para hacer el mal» se la enseñó a Bertrand Russell su abuela y acompañó al anciano hereje durante toda su vida. Sin embargo, murmuramos palabras de simpatía hacia los olvidados y desaparecidos jivitas, cananeos e hititas, que supuestamente también formaban parte de la creación original del Señor, los cuales son expulsados de sus hogares sin piedad para dejar sitio a los desagradecidos y rebeldes hijos de Israel. (Esta supuesta «alianza» es el fundamento de una reivindicación irredentista de Palestina que nos ha reportado infinitos problemas hasta el día de hoy.)