Authors: Christopher Hitchens
Debemos hacer frente también al hecho de que la evolución es, aparte de más inteligente que nosotros, infinitamente más insensible, cruel y asimismo caprichosa. El estudio de los hallazgos fósiles y los descubrimientos de la biología molecular nos demuestra que aproximadamente el 98 por ciento de todas las especies que han aparecido sobre la tierra en algún momento han disminuido hasta extinguirse. Ha habido fabulosos períodos de explosión de vida, seguidos invariablemente por grandes «extinciones». Para que la vida arraigara en un planeta que se enfriaba, tuvo primero que aparecer con una fantástica profusión. Disponemos de microatisbos de ello en nuestra breve vida humana: los hombres producen una cantidad de semen infinitamente superior al necesario para engendrar una familia humana, y padecen (de un modo que no es del todo desagradable) la urgente necesidad de diseminarlo por donde sea o deshacerse de él de cualquier otro modo. (Las religiones se han sumado innecesariamente al padecimiento condenando los distintos métodos sencillos para aliviar esta presión presuntamente «diseñada».) La exuberante proliferación de formas de vida de insectos, gorriones, salmones o bacalaos representa un derroche titánico que garantiza en algunos casos, pero no en todos, que queden suficientes supervivientes.
Los animales superiores no quedan exentos de este proceso. Las religiones que conocemos han nacido también, por razones evidentes, de pueblos de los que tenemos conocimiento. Y en Asia, el mar Mediterráneo y Oriente Próximo se puede reconstruir la presencia humana durante un período de tiempo asombrosamente largo y continuado. Sin embargo, hasta los mitos religiosos refieren períodos de tinieblas, epidemias y calamidades en los que parecía que la naturaleza se había vuelto contra la existencia humana. La memoria popular, corroborada en la actualidad por la arqueología, hace que parezca muy probable que cuando se formaron el mar Mediterráneo y el mar Negro se produjeran inmensas inundaciones, y que estos acontecimientos imponentes y aterradores siguieran impresionando a los barrios de Mesopotamia y de otros lugares. Todos los años, los fundamentalistas cristianos renuevan sus expediciones al monte Ararat, en la actual Armenia, convencidos de que algún día descubrirán los restos del naufragio del arca de Noé. Este esfuerzo es fútil y, aun cuando tuviera éxito, no demostraría nada; pero si esas personas leyeran las reconstrucciones de lo que realmente sucedió se verían confrontados por algo bastante más memorable que el banal relato del diluvio: un muro de aguas oscuras que recorrieron bramando una llanura densamente poblada. Este suceso digno de la «Atlántida» se habría adherido a la memoria prehistórica, de acuerdo, como de hecho le sucede a la nuestra.
No obstante, ni siquiera disponemos de un recuerdo enterrado o mal referido de lo que le sucedió a la mayoría de nuestros congéneres en las Américas. Cuando los conquistadores católicos llegaron al hemisferio occidental a principios del siglo XVI, se comportaron con una crueldad y destructividad tan indiscriminadas que uno de sus integrantes, Bartolomé de las Casas, propuso realmente elevar una renuncia formal, una disculpa y reconocer que la empresa en su conjunto había sido un error. Por bienintencionado que fuera, fundaba su mala conciencia en la idea de que los «indios» habían vivido en un edén intacto y que España y Portugal habían desaprovechado la oportunidad de redescubrir la inocencia que antecedió a la caída de Adán y Eva. Eran bagatelas optimistas, además de un aire de superioridad extremo: los olmecas y demás pueblos poseían sus propios dioses (cuya voluntad propiciaban mediante sacrificios humanos) y también desarrollaron meticulosos sistemas de escritura, astronomía, agricultura y comercio. Escribían su historia y habían descubierto un calendario de 365 días que era más preciso que sus equivalentes europeos. Una sociedad concreta, la maya, había conseguido también idear ese hermoso concepto de cero al que he aludido antes, y sin el cual el cálculo matemático resulta muy difícil. Tal vez sea significativo que papado de la Edad Media rechazara siempre la idea de «cero» por considerarla extraña y herética, tal vez debido a su origen supuestamente árabe (en realidad, sánscrito); pero tal vez también porque albergaba una posibilidad espantosa.
Sabemos algo de las civilizaciones del istmo americano, pero hasta hace muy poco no hemos sido conscientes de las inmensas ciudades y redes que otrora se extendieron por toda la cuenca del Amazonas y algunas regiones de los Andes. El trabajo riguroso no ha hecho más que empezar con el estudio de estas imponentes sociedades, que nacieron y prosperaron cuando ya se adoraba a Moisés, Abraham, Jesús, Mahoma y Buda, pero que no participaron en absoluto en dichas discusiones y a las que no se incluía en los cálculos de los monoteístas fieles. Es un hecho cierto que estos pueblos también poseían sus mitos de la creación y sus revelaciones de la voluntad divina, los cuales explicaban todo el bien que les habían hecho. Pero sufrieron, vencieron y fenecieron sin haber estado nunca en «nuestras» oraciones. Y murieron con la amarga conciencia de que no habría nadie que les recordara tal como habían existido, o siquiera
que hubieran
existido. Todas sus «tierras prometidas», profecías, preciadas leyenda» y ceremonias podrían haberse producido también en otro planeta. Así es en realidad la arbitraria historia de la humanidad.
Parece haber muy pocas o ninguna duda de que estos pueblos fueron exterminados no solo por conquistadores humanos, sino también; por microorganismos de los cuales ni ellos ni sus invasores tenían conocimiento alguno. Tal vez estos gérmenes fueran originarios de allí, o tal vez fueran importados; pero el efecto fue el mismo. Una vez más, percibimos aquí la monumental falacia humana que informa nuestro relato del Génesis. ¿Cómo se puede demostrar en un párrafo que este libro fue escrito por hombres ignorantes y no por ningún dios? Porque se concede al hombre «dominio» sobre todas las bestias, ganados y peces. Pero no se especifica nada acerca de los dinosaurios, los plesiosauros ni los pterodáctilos, ya que sus autores no conocían su existencia, ni menos aún su creación supuestamente especial e inmediata. Tampoco se menciona a ningún marsupial, porque Australia (el siguiente candidato a nuevo «edén» después de Mesoamérica) no figuraba en ningún mapa conocido. Y lo más importante de todo: en el Génesis no se otorga al hombre dominio sobre los gérmenes y las bacterias porque no se conocía ni comprendía la existencia de estas criaturas necesarias pero peligrosas. Y, de haberse conocido o comprendido, hubiera quedado de manifiesto al instante que estas formas de vida tenían «dominio»
sobre nosotros
y que seguirían gozando de él de forma inapelable hasta que los sacerdotes hubieran recibido algún codazo y la investigación científica hubiese gozado por fin de una oportunidad. Ni siquiera hoy está en modo alguno decidido el equilibrio entre el
Homo sapiens
y el «ejército invisible» de microbios de Louis Pasteur, pero el ADN nos ha permitido al menos secuenciar el genoma de nuestros letales rivales, como el virus de la gripe aviar, y dilucidar qué tenemos en común.
Tal vez la tarea más desalentadora a la que nos enfrentemos, dada nuestra condición de animales parcialmente racionales, con unas glándulas suprarrenales demasiado grandes y unos lóbulos prefrontales demasiado pequeños, sea la contemplación de nuestro propio peso relativo en el orden de las cosas. Nuestro lugar en el cosmos es tan inconcebiblemente pequeño que, con nuestra miserable dotación de materia craneal, ni siquiera somos capaces de contemplarlo durante mucho tiempo. No menos difícil resulta descubrir que tal vez seamos una presencia en la tierra bastante aleatoria. Quizá hayamos aprendido algo sobre nuestro modesto lugar en la escala, sobre cómo prolongar nuestra vida, curarnos las enfermedades, aprender a respetar y sacar provecho de otras tribus y otros animales y utilizar cohetes y satélites para facilitar las comunicaciones; pero, entonces, la conciencia de que se aproxima nuestra muerte y de que vendrá seguida por la muerte de la especie y la muerte térmica del universo representa un exiguo alivio. Aun así, al menos no nos encontramos en el lugar de aquellos seres humanos que murieron sin haber tenido siquiera la oportunidad de relatar su historia, ni en el de quienes mueren hoy día y en este mismo instante tras unos minutos desnudos y retorcidos de dolorosa y atemorizada existencia.
En 1909 se hizo un descubrimiento de trascendental importancia en las montañas Rocosas de Canadá, en la frontera de la Columba Británica. El lugar es conocido como «los esquistos de Burgess» y, aunque es una formación natural y no posee ninguna propiedad mágica, es casi como una máquina del tiempo o una llave que nos permitiera visitar el pasado. El pasado muy remoto: la existencia de esta cantera de piedra caliza data de hace unos 570 millones de años y refleja lo que los paleontólogos suelen denominar «explosión cámbrica». Exactamente igual que ha habido grandes «desapariciones» y extinciones durante el período evolutivo, también ha habido momentos exultantes en los que la vida volvía a proliferar de forma súbita y diversa una vez más. (Un «diseñador» inteligente habría podido arreglárselas sin esos caóticos episodios de expansión y declive.)
La mayoría de los animales que actualmente perviven tienen su origen en este gran florecimiento cámbrico, pero hasta 1909 no fuimos capaces de verlos en ningún lugar que se pareciera a su habitat originario. Hasta entonces, también habíamos tenido que apoyarnos sobre todo en los testimonios de los huesos y las conchas, mientras que los esquistos de Burgess contienen asimismo mucha «anatomía blanda» fosilizada, incluido el propio contenido de los aparatos digestivos. Es una especie de piedra de Rosetta para decodificar las formas de vida.
Nuestro solipsismo, manifiesto a menudo de forma esquemática o caricaturesca, suele representar la evolución como una especie de escalera o progresión en cuya primera imagen aparece un pez jadeante en la orilla; en las siguientes, aparecen unas figuras encorvadas y de mandíbula prominente y, a continuación, de forma gradual, un hombre erguido con traje, agitando el paraguas y gritando «¡Taxi!». Hasta quienes han observado el perfil con «dientes de sierra» de las fluctuaciones entre aparición y extinción, posterior aparición y posterior extinción, y quienes ya han trazado el final definitivo del universo, coinciden a medias en que hay una obstinada tendencia hacia la progresión ascendente. Esto no representa ninguna sorpresa: las criaturas ineficientes morirán o serán eliminadas por las que hayan tenido más éxito. Pero el progreso no niega la idea de aleatoriedad, y cuando llegó el momento de examinar los esquistos de Burgess, el gran paleontólogo Stephen Jay Gould llegó a la conclusión más perturbadora e inquietante de todas. Examinó los fósiles y su evolución con meticulosa atención y descubrió que si se pudiera volver a plantar este árbol o volver a poner a cocer la sopa entera, muy probablemente no se repetirían los mismos resultados que ahora «conocemos».
Puede ser digno de mención que esta conclusión no fue mejor recibida por Gould que por usted o por mí: en su juventud se había imbuido de una versión del marxismo y para él el concepto de «progreso» era algo verdadero. Pero era un erudito demasiado escrupuloso para negar una evidencia expuesta de un modo tan directo, y aunque algunos biólogos evolutivos están dispuestos a decir que el proceso milimétrico e implacable tenía una «dirección» para llegar a nuestra forma de vida inteligente, Gould se privó a sí mismo de su compañía. Estableció que si se hubieran podido grabar y, por así decirlo, «rebobinar» las infinitas ramas evolutivas a partir del período cámbrico, y volviéramos a reproducir la cinta, no habría ninguna certeza de que arrojara el mismo resultado. Varias ramas del árbol (sería mejor analogía la de pequeñas ramitas con un brote de maleza extraordinariamente denso) no desembocan en ninguna parte, pero con un «arranque» nuevo podrían haber brotado y florecido; del mismo modo, algunas que sí brotaron y florecieron podrían de forma idéntica haberse marchitado y muerto. Todos somos conscientes de que nuestra naturaleza y nuestra existencia se basa en el hecho de ser vertebrados. El primer vertebrado (o «cordado») conocido hallado en los esquistos de Burgess es una criatura bastante elegante de cinco centímetros,
Pikaia grucilens,
llamada así por el nombre de una montaña contigua y por su sinuosa belleza. En un principio, se la clasificó erróneamente como gusano (no debemos olvidar jamás lo recientes que son en realidad la mayoría de nuestros conocimientos), pero pese a sus segmentos, su carnosidad y la flexibilidad de su espina dorsal es necesariamente un antepasado que no obstante no exige ningún culto. Hay otros millones de formas de vida que perecieron antes de que finalizara el período cámbrico, pero este minúsculo prototipo sobrevivió. Citemos a Gould:
Rebobínese la cinta de la vida hasta los tiempos de los esquistos de Burgess y reprodúzcase de nuevo. Si Pikaia no sobrevive en la repetición, somos barridos de la historia futura: todos nosotros, desde el tiburón al petirrojo y al orangután. Y no creo que ningún pronosticador, si hubiera dispuesto de la evidencia de los esquistos de Burgess como la conocemos hoy en día, hubiera concedido ventajas muy favorables a la persistencia de Pikaia.
Y así, si usted quiere formular la pregunta de todos los tiempos (¿por qué existen los seres humanos?), una parte principal de la respuesta, relacionada con aquellos aspectos del tema que la ciencia puede tratar de algún modo, puede ser: «Porque Pikaia sobrevivió al exterminio de los esquistos de Burgess». Esta respuesta no menciona ni una sola ley de la naturaleza; no incorpora afirmación alguna sobre rutas evolutivas previsibles, ningún cálculo de probabilidades basado en reglas generales de anatomía o de ecología. La supervivencia de Pikaia fue una contingencia de la «simple historia». No creo que se pueda dar una respuesta «superior», y no puedo imaginar que ninguna resolución pueda ser más fascinante. Somos la progenie de la historia, y debemos establecer nuestros propios caminos en el más diverso e interesante de los universos concebibles: un universo indiferente a nuestro sufrimiento y que, por lo tanto, nos ofrece la máxima libertad para prosperar, o para fracasar, de la manera que nosotros mismos elijamos
3
.
La manera que nosotros «elijamos», deberíamos añadir, dentro de unos límites rigurosamente definidos. He aquí la voz serena y auténtica de un científico y humanista entregado a su labor. De un modo un tanto oscuro, nosotros ya sabíamos todo esto. La teoría del caos nos ha familiarizado con la idea de que el aleteo inesperado de una mariposa desencadena un leve céfiro y acaba ocasionando un furibundo tifón. Augie March, de Saúl Bellow, ya observó con sagacidad el asilvestrado corolario de que «toda supresión es burda: suprimes una cosa y en el acto estás suprimiendo la de al lado». Y el apabullante pero esclarecedor libro de Gould sobre los esquistos de Burgess lleva el título de
La vida maravillosa,
un doble sentido que tiene ecos de la más apreciada de las películas románticas de Estados Unidos. En el momento culminante de esta atractiva pero pésima película, Jimmy Stewart desea no haber nacido nunca, pero entonces un ángel le muestra cómo habría sido el mundo si se hubiera cumplido su deseo. A un público de cultura media se le ofrece así un atisbo vicario de una versión del principio de incertidumbre de Heisenberg: toda tentativa de tratar de medir algo tendrá como consecuencia la alteración minuciosa de aquello que se desea medir. Hasta hace muy poco no hemos sido capaces de determinar que una vaca es un pariente más próximo de la ballena que de un caballo: nos esperan, sin duda, otras maravillas. Aunque nuestra presencia aquí, bajo nuestra forma actual, sea de hecho aleatoria y contingente, al menos podemos esperar la posterior evolución de nuestros pobres cerebros, los fabulosos avances de la medicina y la prolongación de la vida derivados de nuestro trabajo con células madre elementales y células sanguíneas de cordón umbilical.