Authors: Christopher Hitchens
Y
nosotros tampoco.
La decadencia, caída y descrédito del culto a dios no se inicia en ningún momento dramático, como el histriónico y contradictorio anuncio de Nietzsche de que dios había muerto. Nietzsche no tenía más razones para saberlo, ni para suponer que dios hubiera vivido alguna vez, que un sacerdote o un brujo para afirmar que conoce la voluntad de dios. Más bien, el fin del culto a dios se manifiesta en el momento, al que se llega de forma bastante más gradual, en el que se convierte en algo
opcional,
o en una más entre muchas posibles creencias. Se debe recalcar siempre que durante la mayor parte de la existencia de la humanidad no existió realmente esta «opción». Gracias a muchos fragmentos de textos y confesiones quemadas o mutiladas, sabemos que siempre hubo seres humanos escépticos. Pero desde los tiempos de Sócrates, que fue condenado a muerte por propagar el malsano escepticismo, se consideraba poco aconsejable imitar su ejemplo. Y a miles de millones de personas a lo largo de todos los tiempos la cuestión sencillamente no se les planteaba. Los incondicionales del Barón Samedi de Haití
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gozaban del mismo monopolio, basado en la misma coerción brutal, que los de Calvino en Ginebra o Massachusetts; he escogido estos ejemplos porque corresponden a un pasado no muy lejano de la historia de la humanidad. Muchas religiones se aproximan a nosotros hoy día con una sonrisita obsequiosa y la mano tendida, como un comerciante lisonjero en un bazar. Ofrecen consuelo, solidaridad y apoyo compitiendo en el mercado. Pero tenemos derecho a recordar la brutalidad con que se han comportado cuando eran fuertes y realizaban una oferta que la gente no tenía posibilidad de rechazar. Y si por casualidad olvidamos cómo debió de haber sido aquello, basta con dirigir la vista a los países y sociedades en los que el clero tiene todavía poder para imponer sus condiciones. En las sociedades actuales todavía pueden verse los patéticos vestigios de ello en los esfuerzos que realiza la religión para controlar la educación, o para quedar exentos de impuestos, o para aprobar leyes que impidan que la gente insulte a su divinidad omnipotente y omnisciente, o incluso a su profeta.
Desde nuestra nueva condición mediocre y semilaica, incluso las personas religiosas referirán con bochorno la época en que los teólogos disputaban con un fervor fanático acerca de proposiciones fútiles: medir la longitud de las alas de los ángeles, por ejemplo, o debatir cuántas de estas criaturas mitológicas podrían danzar en la cabeza de un alfiler. Por supuesto, resulta aterrador recordar cuántas personas fueron torturadas y asesinadas y cuántas fuentes de conocimiento fueron arrojadas a las llamas por contener argumentos falaces sobre la Trinidad, los hadices musulmanes o el advenimiento de un falso Mesías. Pero es mejor que no incurramos en el relativismo, o en lo que E.R Thompson denominó «la enorme condescendencia de la posteridad»
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. Los obsesos escolásticos de la Edad Media hacían lo que podían con una información lamentablemente limitada, un miedo siempre presente a la muerte y al Juicio Final, una esperanza de vida muy baja y una sociedad de analfabetos. Al vivir bajo un auténtico estado de terror a las consecuencias de incurrir en el error, emplearon sus mentes hasta el máximo grado posible entonces y desarrollaron imponentes sistemas de lógica y dialéctica. No es culpa de hombres como Pedro Abelardo que tuvieran que trabajar con fragmentos de Aristóteles, muchos de cuyos escritos se perdieron cuando el emperador cristiano Justiniano cerró las escuelas de filosofía, pero que se preservaron traducidos al árabe en Bagdad y luego se propagaron desde allí hasta llegar a una Europa cristiana sumida en la ignorancia a través de la Andalucía judía y musulmana. Cuando se apropiaron del material y reconocieron a regañadientes que antes del supuesto advenimiento de Jesús habían existido discusiones inteligentes sobre ética y moral, se esforzaron al máximo para cuadrar el círculo: no tenemos gran cosa que aprender de
lo que
pensaban, sino mucho que trabajar para enterarnos de
cómo
pensaban.
Un filósofo y teólogo medieval cuyas palabras siguen siendo elocuentes con el paso de los siglos es Guillermo de Ockham. Conocido también como Guillermo de Ockham (u Occam) y llamado así según parece por el nombre de su aldea natal de Surrey, en Inglaterra, que todavía lleva ese nombre, nació en una fecha que desconocemos y murió en Munich en 1349, seguramente sumido en la desesperación y el miedo y muy probablemente a causa de la horrenda peste negra. Era franciscano (en otras palabras, discípulo del mamífero mencionado antes del que se decía que predicaba a las aves) y eso le exigía acercarse de forma radical a la pobreza, lo cual le supuso problemas con el papado de Aviñón en 1324. La disputa entre el papado y el emperador en torno a la división de poderes secular y eclesiástica es hoy día irrelevante para nosotros (puesto que en última instancia ambas partes «perdieron»), pero Ockham se vio obligado a buscar incluso la protección del emperador ante las mañas del Papa en este mundo. Enfrentado a las acusaciones de herejía y a la amenaza de excomunión, tuvo la fortaleza de responder diciendo que el hereje era el Papa. En todo caso, y dado que siempre respondía circunscribiéndose al limitado marco de las referencias cristianas, incluso las autoridades cristianas más ortodoxas reconocen que fue un pensador original y valiente.
Le interesaban, por ejemplo, las estrellas. Sabía mucho menos sobre las nebulosas de lo que sabemos nosotros, o incluso Laplace. De hecho, no sabía nada en absoluto de ellas. Pero las utilizó para formular una interesante especulación.
Suponiendo
que dios pueda hacernos sentir la presencia de una entidad inexistente, y
suponiendo
además que no necesite complicarse de este modo si puede producir en nosotros el mismo efecto mediante la presencia real de dicha entidad, si quisiera, dios siempre podría hacernos creer en la existencia de las estrellas sin que estuvieran realmente presentes. «Todo efecto que Dios causa por la mediación de una causa secundaria puede producirlo inmediatamente por sí mismo.» No obstante, esto no significa que debamos creer en cosas absurdas, puesto que «Dios no puede causar en nosotros un conocimiento tal que por él se vea evidentemente que una cosa está presente aunque esté ausente, porque ello implica contradicción». Antes de que empiece a impacientarse presuponiendo la descomunal tautología que se avecina, como sucede con tanta teología y teodicea, pensemos en lo que el padre Copleston, el eminente jesuíta, tiene que decir al respecto:.
Si Dios hubiese aniquilado las estrellas, todavía podría causar en nosotros el acto de ver lo que había sido visto alguna vez, siempre que el acto sea considerado subjetivamente, e igualmente Dios nos podría dar una visión de lo que será el futuro. Uno u otro acto serían una aprehensión inmediata, en el primer caso de lo que ha sido, y, en el segundo, de lo que será
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.
Resulta verdaderamente asombroso, y no solo para su tiempo. Desde la época de Ockham nos ha costado varios centenares de años llegar a constatar que cuando miramos las estrellas a menudo
estamos viendo
luz procedente de unos cuerpos lejanos que hace mucho tiempo han dejado de existir. No importa especialmente que el derecho a observar a través de un telescopio y a especular acerca del resultado de ello fuera obstaculizado por la Iglesia: no es culpa de Ockham y no existe ninguna ley general que obligue a la Iglesia a ser tan necia. Y avanzando desde el insondable pasado interestelar que nos envía luz recorriendo unas distancias abrumadoras para nuestros cerebros, hemos acabado dándonos cuenta de que también sabemos algo sobre el futuro de nuestro sistema, incluida su velocidad de expansión y cierta noción de su definitivo final. Sin embargo, y esto es fundamental, ahora podemos hacerlo mientras nos deshacemos de la idea de dios (o incluso, si usted insiste, conservándola). Pero en cualquier caso,
la teoría funciona sin esa suposición.
Se puede creer en un agente divino si se desea, pero da exactamente igual, y entre los astrónomos y los físicos la fe se ha convertido en algo privado y bastante poco común.
Fue Ockham en realidad quien preparó nuestra mente para esta (según él) inoportuna conclusión. Concibió un «principio de economía», popularmente conocido como «la navaja de Ockham», cuya eficacia se basaba en deshacerse de las suposiciones innecesarias y aceptar la primera explicación o causa suficiente.
No se deben multiplicar los entes sin necesidad.
Este principio puede desarrollarse más. «Todo lo que se explica usando algo distinto del acto del entendimiento —escribió—, puede explicarse sin usar tal cosa distinta.» No tenía miedo de seguir su razonamiento allá donde pudiera conducirlo y anticipó la aparición de la auténtica ciencia cuando aceptó que era posible conocer la naturaleza de las cosas «creadas» sin hacer referencia alguna a su «creador». De hecho, Ockham afirmó en rigor que no se puede demostrar que dios, si se le define como un ser que posee las cualidades de la supremacía, la perfección, la singularidad y la infinitud, exista en absoluto. Sin embargo, cuando uno se propone detectar la primera causa de la existencia del mundo puede optar por llamarla «dios», aun cuando no sepa con exactitud la naturaleza exacta de esa primera causa. Y hasta la idea de primera causa presenta sus escollos, porque una causa requerirá a su vez otra. «Es difícil o imposible —escribió— probar frente a los filósofos que no puede haber un regreso infinito en la serie de causas de la misma especie, o que una pueda existir sin la otra.» Por consiguiente, el postulado de un diseñador o creador únicamente plantea la pregunta sin respuesta de quién diseñó al diseñador o creó al creador. La religión, la teología y la teodicea (ahora soy yo quien habla y no Ockham) han fracasado sistemáticamente en la tentativa de superar esta objeción. El propio Ockham tuvo que replegarse hacia la desesperada posición de que la existencia de dios solo se puede «demostrar» mediante la fe.
Como lo formuló complaciente o irritantemente, según se prefiera, el «padre de la Iglesia» Tertuliano,
Credo quia absurdum,
«Creo porque es absurdo». Es imposible discrepar de forma relevante de semejante opinión. Si debemos tener fe para creer algo o
en
algo, entonces la probabilidad de que ese algo tenga visos de certeza o de valor disminuye considerablemente. La mucho más esforzada labor de investigar, poner a prueba y demostrar algo es infinitamente más gratificante y nos ha plantado cara con hallazgos mucho más «milagrosos» y «trascendentes» que cualquier teología.
En realidad, el «acto de fe» (por asignarle el memorable nombre con que Soren Kierkegaard lo obsequió) es una impostura. Como él mismo señaló, no es un «acto» que se pueda ejecutar de una vez por todas y de manera definitiva. Es un acto que tiene que seguir realizándose una y otra vez, pese a la creciente acumulación de evidencias en contra. En efecto, este esfuerzo resulta excesivo para la mente humana y conduce a engaños y obsesiones. La religión comprende a la perfección que el «acto» está sujeto a una merma de beneficios tremenda, lo cual es el motivo por el que en realidad no suele basarse en absoluto en la «fe», sino que por el contrario corroe la fe e insulta a la razón ofreciendo evidencias y aportando «pruebas» amañadas. Algunas de estas pruebas y evidencias son el argumento del diseño, las revelaciones, los castigos y los milagros. Ahora que el monopolio de la religión se ha quebrado, está al alcance del ser humano considerar que estas evidencias y pruebas son las invenciones de la mentalidad débil que en realidad son.
Abrigo, moral e intelectualmente, la invencible convicción de que todo lo que cae bajo el dominio de nuestros sentidos, por excepcional que pueda ser, no podría diferir en su esencia de todos los demás efectos de este mundo visible y tangible cuya parte consciente venimos a formar. El mundo de los vivos encierra ya por sí solo bastantes maravillas y misterios; maravillas y misterios que obran por modo tan inexplicable sobre nuestras emociones y nuestra inteligencia, que ello bastaría casi para justificar que pueda concebirse la vida como un estado de encantamiento. No; mi conciencia de lo maravilloso es demasiado firme para que pueda dejarse nunca fascinar por lo meramente sobrenatural que, en resumidas cuentas, no es sino un artículo de manufactura fabricado por espíritus insensibles a las secretas sutilezas de nuestras relaciones con los muertos y los vivos en su infinita muchedumbre: profanación de nuestros más tiernos recuerdos; ultraje a nuestra dignidad.
JOSEPH CONRAD, Nota del autor a «La línea de sombra»
En el corazón de la religión reside una paradoja esencial. Los tres grandes monoteísmos enseñan a las personas a considerarse seres abyectos, pecadores desgraciados y culpables postrados ante un dios airado y celoso que, según versiones discrepantes, los modelaron o bien a partir del polvo y el barro o bien de un coágulo de sangre. Las posturas para la oración suelen ser imitación de la de un siervo suplicante ante un monarca malhumorado. El mensaje que transmiten es de continua sumisión, gratitud y temor. La vida misma es algo malo: un intervalo en el que prepararse para la otra vida o el advenimiento (o segundo advenimiento) del Mesías.
Por otra parte, como si fuera para compensar, la religión enseña a las personas a centrarse en extremo en sí mismas y a ser absolutamente presuntuosas. Les asegura que dios se preocupa por ellos individualmente y afirma que el cosmos fue creado pensando específicamente en ellos. Esto explica la desdeñosa expresión de los rostros de aquellos que practican la religión con ostentación: ruego disculpe mi modestia y humildad, pero resulta que estoy ocupado cumpliendo una misión de dios.
Como los seres humanos son por naturaleza solipsistas, todas las formas de superstición gozan de lo que podría denominarse una ventaja natural. En Estados Unidos nos empleamos a fondo para mejorar los edificios de gran altura y los aviones a reacción de gran velocidad (los dos logros que los criminales del 11 de septiembre de 2001 yuxtapusieron con hostilidad), y luego nos negamos con patetismo a atribuirles pisos o números de fila que lleven el intrascendente número 13. Sé que Pitágoras refutaba la astrología mediante la simple observación de que los gemelos idénticos no tienen un mismo futuro; sé también que el zodíaco se creó mucho antes de que se hubieran detectado varios planetas de nuestro sistema solar; y comprendo, desde luego, que no se me podrá «mostrar» mi futuro a largo plazo sin que dicha revelación altere el resultado. Miles de personas consultan a diario los «astros» en los periódicos y luego sufren ataques al corazón o accidentes de tráfico imprevistos. (En una ocasión, un astrólogo de un periódico sensacionalista de Londres fue despedido con una carta de su director que comenzaba diciendo «Como sin duda usted ya habrá previsto…».) En su obra
Mínima moralia,
Theodor Adorno identificó el interés por contemplar las estrellas con la consumación de la imbecilidad. De todos modos, mirando una mañana al azar la predicción para los Aries, porque en una ocasión lo hice, decía «Un miembro del sexo opuesto está interesado en usted y se lo demostrará», me resultó difícil eliminar una leve excitación pueril, que ha sobrevivido en mi recuerdo a la consiguiente decepción. Pero, además, cada vez que salgo de mi apartamento no hay señales de que vaya a venir ningún autobús, mientras que cuando regreso siempre se está acercando uno. De mal humor me digo «Siempre me pasa lo mismo», aun cuando una parte de mi kilo o kilo y medio de cerebro me recuerda que el horario del transporte colectivo de Washington D. C. se elabora y se activa sin atender lo más mínimo a mis desplazamientos. (Digo esto por si pudiera ser importante más adelante: si me atropella un autobús el día que se publique este libro, seguro que habrá gente que dirá que no fue un accidente.)