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Authors: Christopher Hitchens

Dios no es bueno (6 page)

Todo el mundo posee su propia historia del 11 de septiembre: me saltaré la mía con la única excepción de que diré que alguien a quien conocía superficialmente fue lanzada contra los muros del Pentágono tras haber conseguido llamar a su marido y darle una descripción de los asesinos y de su táctica (y tras haberse enterado por él de que no se trataba de un secuestro y que iba a morir). Desde el ático de mi edificio de Washington pude ver el humo ascendiendo desde la otra orilla del río, y desde entonces jamás he pasado por el Capitolio o por la Casa Blanca sin pensar qué habría sucedido de no haber sido por la valentía y determinación de los pasajeros del cuarto avión, que consiguieron hacerlo caer en un prado de Pensilvania a escasos veinte minutos de vuelo de su destino.

Bueno, he conseguido escribir una respuesta más extensa para Dennis Prager; ahora ya la tienen. Los diecinueve asesinos suicidas de Nueva York, Washington y Pensilvania eran sin lugar a dudas los creyentes más sinceros que viajaban en aquellos aviones. Tal vez ya no oigamos hablar tanto de cómo las «personas de fe» poseen unas ventajas morales que los demás no pueden sino envidiar. ¿Y qué debemos aprender del júbilo y la propaganda extasiada con la que se recibió en el mundo islámico esta gran proeza de unos fieles? En aquella época, Estados Unidos contaba con un fiscal general llamado John Ashcroft que afirmó que Estados Unidos «no conoce rey, más que Jesús» (una afirmación a la que le sobraban exactamente tres palabras). Tenía un presidente que quería depositar la prestación de servicios a los pobres sobre instituciones «fundadas en la fe». ¿Acaso no era ese un momento en el que se podía haber dedicado un par de comentarios a la luz que emana de la razón y a la defensa de una sociedad que separaba la Iglesia del Estado y valoraba la libertad de expresión y la libre indagación?

La decepción fue, y para mí sigue siendo, profunda. Al cabo de unas horas, los «reverendos» Pat Robertson y Jerry Falwell proclamaron que la inmolación de sus compatriotas representaba un juicio divino sobre una sociedad laica que toleraba la homosexualidad y el aborto. En el solemne funeral por las víctimas celebrado en la hermosa catedral nacional de Washington se permitió dirigir una alocución a Billy Graham, un hombre cuyo historial de oportunismo y antisemitismo es por sí solo una pequeña vergüenza nacional. En su absurdo sermón afirmaba que todos los muertos se encontraban ya en ese momento en el paraíso y que no querrían regresar con nosotros aunque pudieran hacerlo. Digo absurdo porque es imposible creer, ni siquiera aplicando la máxima indulgencia, que aquel día al-Qaeda no había asesinado a un buen número de ciudadanos pecadores. Y no hay razón alguna para creer que Billy Graham conociera el actual paradero de sus almas, y menos aún cuáles eran sus deseos póstumos. Pero también tenía algo de siniestro escuchar afirmaciones minuciosas de que conocía el paraíso, similares a las que el propio Bin Laden estaba haciendo en nombre de los asesinos.

Las cosas continuaron deteriorándose en el tiempo transcurrido entre la expulsión de los talibanes del poder y el derrocamiento de Sadam Husein. Un oficial militar de alto rango, el general William Boykin, anunció que había tenido una visión mientras servía en el fiasco de Somalia. Según parece, alguna fotografía aérea de Mogadiscio había captado el rostro del propio Satán, pero aquello no había hecho sino incrementar la seguridad del general de que su dios era más poderoso que la maligna deidad de su oponente. En la Academia del Ejército del Aire de Estados Unidos de Colorado Springs se demostró que un grupo de mandos «vueltos a nacer» intimidaba impune y brutalmente a los cadetes judíos y agnósticos diciéndoles que solo aquellos que aceptaran a Jesús como redentor personal conseguirían el certificado de aptitud para prestar sus servicios. El vicecomandante de la academia envió correos electrónicos haciendo proselitismo para que se fijara un día nacional de la oración (cristiana). Un capellán llamado MeLinda Morton, que se quejó de esta campaña de histeria e intimidación, fue trasladado súbitamente a una base remota en Japón
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. Entretanto, el multiculturalismo huero también realizó su aportación garantizando, entre otras muchas cosas, la distribución de una gran tirada de ediciones saudíes baratas del Corán para su uso en el sistema penitenciario de Estados Unidos. Aquellos textos wahabíes llegaban aún más lejos que la versión original, ya que recomendaban la guerra santa contra todos, cristianos, judíos e individuos laicos. Presenciar todo aquello era ser testigo de una especie de suicidio cultural: un «suicidio asistido» que tanto creyentes como no creyentes estaban dispuestos a oficiar.

Debería haberse señalado de antemano que este tipo de cosas, además de ser poco éticas y poco profesionales, eran también de todo punto inconstitucionales y antiestadounidenses. James Madison, el autor de la primera enmienda a la Constitución, que prohíbe legislar de ningún modo sobre la adopción de una religión estatal, fue también uno de los autores del artículo VI, que afirma sin ambages que «nunca se exigirá una declaración religiosa como condición para ocupar ningún empleo o cargo público de Estados Unidos»
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. Su posterior
Detached Memoranda
dejaba bien patente que en primera instancia se oponía al nombramiento de capellanes por parte del gobierno, ya fuera en las fuerzas armadas o para las ceremonias inaugurales del Congreso. «Nombrar una capellanía en el Congreso supone una evidente violación del derecho a la igualdad, así como de los principios constitucionales.» Por lo que se refiere a la presencia clerical en el ejército, Madison escribió: «El objeto de esta medida es seductor; el motivo es encomiable. Pero ¿acaso no es mucho más seguro suscribir un principio cierto y confiar en sus consecuencias, que confiar en un razonamiento en todo caso engañoso en beneficio de un principio equivocado? Fíjense en los ejércitos y las armadas de todo el mundo y díganme una cosa: en el nombramiento de sus ministros religiosos, ¿debe atenderse al interés espiritual de los feligreses o al interés temporal del Pastor?». Es muy probable que todo aquel que cite a Madison hoy día sea considerado o bien un elemento subversivo o bien un demente; y, sin embargo, sin él y sin Thomas Jefferson, coautores del Estatuto de Virginia para la Libertad Religiosa, Estados Unidos habría seguido haciendo lo que hacía: prohibir que en algunos estados los judíos ejercieran cargos públicos, en otros los católicos, y en Maryland los protestantes. Este último es un estado en el que «proferir blasfemias acerca de la Santísima Trinidad» se castigaba con la tortura, el hierro al rojo vivo y, a la tercera ocasión, «con la muerte, sin posibilidad de obtener dispensa eclesiástica». Tal vez Georgia habría perseverado para mantener que la religión oficial de su estado fuera el «protestantismo»… al margen de cuál de las muchas hibridaciones de Lutero hubiera resultado ser.

A medida que el debate sobre la intervención en Irak fue avivándose, desde los pulpitos se vertieron verdaderos torrentes de insensateces. La mayoría de las iglesias se oponían a la campaña para derrocar a Sadam Husein, y el propio Papa se desacreditó abiertamente enviando una invitación personal al criminal de guerra buscado Tareq Aziz, responsable de asesinatos de niños cometidos por el Estado. Aziz no solo fue bien recibido en el Vaticano como veterano miembro católico de un partido gobernante fascista (no era la primera vez que se había ofrecido una indulgencia semejante), sino que a continuación fue llevado a Asís para realizar un ejercicio de oración personal en la capilla de San Francisco, que según parece solía predicar a los pájaros. Debió de pensar que aquello era absolutamente sencillo. En el otro lado del espectro confesional, algunos evangelistas estadounidenses, no todos, gritaban con júbilo ante la perspectiva de convertir a los musulmanes a la causa de Jesús. (Digo «no todos» porque desde entonces una escisión fundamentalista ha hecho suya la labor de reventar los funerales de los soldados estadounidenses muertos en Irak afirmando que esos asesinatos son el castigo de dios por la homosexualidad de Estados Unidos; una pancarta particularmente jugosa agitada ante los rostros de los dolientes reza lo siguiente: «Gracias a Dios por los IED», las bombas que los fascistas musulmanes igualmente antigays colocan en las cunetas de las carreteras. Lo que me importa aquí no es determinar qué teología es la correcta: yo diría que las posibilidades de que cualquiera de ellas sea correcta son aproximadamente las mismas). Charles Stanley, cuyos sermones semanales pronunciados desde la Primera Iglesia Bautista de Atlanta contemplan millones de personas, podría haber sido cualquier imán demagogo cuando afirmó: «Deberíamos brindarnos a servir a la campaña de guerra de cualquier modo posible. Dios combate a las personas que se enfrentan a él, a las que luchan contra él y a sus seguidores».
Baptist Press
, la agencia de prensa de esta organización, publicó un artículo de un misionero que se regodeaba de que «la política exterior estadounidense y su poderío militar han abierto una oportunidad al evangelio en la tierra de Abraham, Isaac y Jacob». Para no quedar a la zaga, Tim LaHaye decidió ir más allá. Famoso por ser coautor de todo un éxito de ventas, la colección de literatura barata «Left Behind», que prepara al estadounidense medio, primero, para el «éxtasis» y, luego, para el Armagedón, se refirió a Irak como «el centro de los sucesos del fin de los tiempos»
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. Otros entusiastas de la Biblia trataron de vincular a Sadam Husein con el perverso rey Nabucodonosor de la antigua Babilonia, comparación que el propio dictador tal vez habría aceptado, dado que reconstruyó los viejos muros de Babilonia con ladrillos que llevaban grabado todos y cada uno de ellos su propio nombre. Por consiguiente, en lugar de una discusión racional sobre cuál era el mejor modo de contener y derrotar el fanatismo religioso, uno presenciaba el mutuo refuerzo de dos variedades de aquella misma histeria: el ataque yihadista volvía a conjurar al fantasma manchado de sangre de los cruzados.

En este sentido, la religión no es muy diferente del racismo. Cualquier versión de cualquiera de los dos anima y desencadena la otra. En una ocasión me formularon otra pregunta con trampa, un poco más perspicaz que la de Dennis Prager, que estaba concebida para desenmascarar mi grado de prejuicios latentes. Está usted en un andén del metro de Nueva York, por la noche, muy tarde, en una estación desierta. De repente aparece un grupo compuesto por una decena de hombres negros. ¿Se queda usted donde está o va hacia la salida? De nuevo fui capaz de contestar que había tenido exactamente una experiencia así. Esperando en solitario la llegada de un tren, bien pasada la medianoche, se unieron a mí de repente una multitud de técnicos que salían del túnel con sus herramientas y guantes de trabajo. Todos ellos eran negros. Me sentí inmediatamente más seguro y caminé hacia ellos. No tengo la menor idea de cuál era su afiliación religiosa. Pero en todos los demás casos que he citado, la religión ha sido un inmenso multiplicador de la desconfianza y el odio tribales, según el cual los miembros de cada uno de los grupos hablan de los otros exactamente con el mismo tono de intolerancia. Los cristianos y los judíos comen carne de cerdo profanada y beben el ponzoñoso alcohol. Los budistas y los musulmanes de Sri Lanka echaron la culpa a las celebraciones de la Navidad de 2004, bañadas en vino, del tsunami que se produjo a continuación. Los católicos son sucios y tienen demasiados hijos. Los musulmanes se alimentan como conejos y se limpian el culo con la mano que no es. Los judíos tienen piojos en la barba y buscan sangre de niños cristianos para dar aroma y sabor al pan ázimo de su pascua judía. Y así sucesivamente.

3. Breve digresión sobre el cerdo,
o por qué el cielo detesta el jamón

Todas las religiones tienden a contener algún mandamiento o prohibición en relación con la dieta, ya se trate del actualmente caduco mandamiento católico de comer pescado los viernes, de la adoración por parte de los hinduistas de la vaca como animal sagrado e invulnerable (el gobierno de la India llegó incluso a ofrecerse a importar y proteger a todo el ganado destinado al matadero como consecuencia de la epidemia de encefalopatía bovina o «enfermedad de las vacas locas» que asoló Europa en la década de 1990), o de la negativa de otros cultos orientales a consumir cualquier tipo de carne animal o a hacer daño a cualquier otra criatura, ya se trate de una rata o una pulga. Pero el fetichismo más antiguo y persistente es el odio, e incluso el miedo, al cerdo. Apareció en la primitiva Judea y durante siglos fue una de las maneras (la otra era la circuncisión) mediante las que se diferenciaba a los judíos.

Aun cuando la sura 5.60 del Corán condena expresamente a los judíos, pero también a los demás infieles, por haberse convertido en monos y cerdos (un motivo temático muy destacado en la predicación musulmana salafista reciente), y el Corán califica la carne de cerdo de impura o incluso de «abominable», los musulmanes parecen no percibir ninguna ironía en la adopción de este tabú exclusivamente judío. El auténtico horror al puerco se manifiesta en todo el mundo islámico. Un buen ejemplo de ello sería la prohibición permanente de la novela
Rebelión en la granja,
de George Orwell, una de las fábulas más exquisitas y valiosas de la modernidad, de cuya lectura se priva a los escolares musulmanes. He examinado con detenimiento algunas de las prohibiciones expresas redactadas por los ministros de educación árabes, que son tan estúpidos que son incapaces de percibir el papel maligno y dictatorial que desempeñan los cerdos en la historia.

De hecho, a Orwell le disgustaban los cerdos como consecuencia de su fracaso como pequeño granjero, y muchas personas que han tenido que trabajar con estos difíciles animales en granjas comparten este rechazo. Amontonados en pocilgas, los cerdos suelen actuar de forma canallesca, por así decirlo, y mantener ruidosas y desagradables peleas. En algunos casos han devorado a sus propias crías e incluso sus propios excrementos, mientras que su tendencia a exhibir cierta galantería indiscriminada y pródiga suele resultar desagradable a las personas más sensibles. Pero con frecuencia se ha informado de que, si se deja que los cerdos sigan sus inclinaciones naturales y se les asegura el suficiente espacio, se mantendrán muy limpios, construirán pequeñas enramadas, criarán familia y entablarán cierta interacción social con otros cerdos. Estas criaturas también hacen gala de muchos signos de inteligencia, y se ha estudiado que la proporción determinante (entre el peso del cerebro y el peso corporal) es casi tan elevada en ellos como en los delfines. El cerdo tiene mucha capacidad para adaptarse a su entorno, como atestiguan los verracos asilvestrados y los «cerdos salvajes» en contraposición a los gorrinos de crianza y los juguetones cochinillos más cercanos a nuestra experiencia de la especie. Pero esa pezuña partida, las manos del cerdo, se convirtieron en un símbolo diabólico para los temerosos, y me atrevería a decir que resulta fácil conjeturar qué fue primero, si el diablo o el cerdo. Sería absurdo preguntarse cómo el diseñador de todas las cosas concibió una criatura tan versátil y a continuación ordenó al mamífero superior, también de su creación, que lo evitara por completo si no quería contrariarle eternamente. Pero hay muchos mamíferos, inteligentes para otras cosas, a los que afecta la creencia de que el cielo detesta el jamón.

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