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Authors: Christopher Hitchens

Dios no es bueno (31 page)

No mucho después de esto (aunque la narración del Génesis no resulta muy ilustrativa en lo tocante al tiempo) fallecía su esposa Sara a la edad de ciento veintisiete años, y su respetuoso marido encuentra una sepultura para ella en una cueva de la ciudad de Hebrón. Habiéndola sobrevivido hasta alcanzar la excelente edad de ciento setenta y cinco años, y tras haber engendrado mientras tanto a otros seis hijos, Abraham es enterrado finalmente en la misma cueva. Hasta el día de hoy, las personas religiosas se matan entre sí y matan a los hijos de los demás por el derecho a la propiedad exclusiva de este agujero ilocalizable e imposible de identificar en una montaña.

Durante la revuelta árabe de 1929 hubo una terrible matanza en la que fueron asesinados sesenta y siete judíos residentes en Hebrón. Muchos de ellos eran lubavitchers, que consideran que todos los no judíos son inferiores desde el punto de vista racial, y que se habían trasladado a Hebrón porque creían en el mito del Génesis, si bien esto no es excusa para el pogromo. La ciudad, que hasta 1967 se encontraba al otro lado de la frontera de Israel, fue tomada aquel año a bombo y platillo por las fuerzas israelíes e incorporada al territorio de Cisjordania. Los colonos judíos bajo la dirección de un rabino particularmente violento y repelente llamado Moshe Levinger empezaron a «regresar» y a construir en lo alto de la ciudad una fortificación llamada Kiryat Arba, así como algunos asentamientos más reducidos en su interior. Entre los habitantes principalmente árabes, los musulmanes siguieron afirmando que el meritorio Abraham se había mostrado dispuesto a asesinar de verdad a su hijo, pero tan solo por
su
religión, y no por la de los judíos. Esto es lo que significa «sumisión». Cuando visité aquel lugar descubrí que la supuesta gruta de los Patriarcas o cueva de Machpela contaba con accesos independientes y lugares de oración separados para los dos grupos en liza que reclamaban el derecho a conmemorar esta atrocidad en su propio nombre.

Poco antes de mi llegada se había cometido otra atrocidad. Un fanático doctor israelí llamado Baruch Goldstein había entrado en la cueva y, tras descolgarse el arma automática que se le había permitido portar la descargó sobre la congregación musulmana. Mató a veintisiete feligreses e hirió a otros muchos antes de ser aplastado y morir apaleado. Resultaba que muchas personas ya sabían que el doctor Goldstein era peligroso. Mientras sirvió como médico en el ejército israelí había anunciado que no trataría a pacientes no judíos, como los árabes israelíes, sobre todo en sabbat. Según parece, muchos tribunales religiosos israelíes han confirmado que al negarse a hacerlo estaba obedeciendo la ley rabínica; de manera que un modo sencillo de descubrir a un asesino inhumano era apreciar que le guiaba un respeto sincero y literal a las instrucciones divinas. Desde entonces, los judíos más obstinadamente observantes han levantado santuarios en su nombre; y de los rabinos que condenaron su acción no todos lo hicieron en términos inequívocos. La maldición de Abraham continúa envenenando Hebrón, pero el mandato divino de realizar sacrificios de sangre envenena toda nuestra civilización.

Expiación

Los sacrificios humanos anteriores, como los de los aztecas u otras ceremonias que nos repugnan, eran habituales en el mundo antiguo y adoptaban la forma de asesinato propiciatorio. Se suponía que la ofrenda de una virgen, de un niño o de un prisionero aplacaba a los dioses; una vez más, no es muy buena publicidad de las cualidades morales de la religión. El «martirio» o sacrificio deliberado de uno mismo puede considerarse bajo un prisma ligeramente distinto, si bien en la India los británicos lo castigaban tanto por razones imperiales como cristianas cuando lo practicaban los hinduistas en forma de
suttee
o «suicidio» insinuado con persistencia a las viudas. Los «mártires» que en un acto de exaltación religiosa desean matar a otros además de a sí mismos reciben una consideración muy distinta: el islam se opone abiertamente al suicidio
per se,
pero parece no poder decidir si debe condenar o recomendar la acción de un
shahid
valiente.

De todos modos, la idea de expiación
vicaria
como las que tanto perturbaron incluso a C. S. Lewis representa un refinamiento adicional de la antigua superstición. De nuevo nos encontramos a un padre manifestando su amor por someter a un hijo a la muerte mediante tormento, pero en esta ocasión el padre no trata de impresionar a dios.
Es
dios, y trata de impresionar a los seres humanos. Formúlese usted la pregunta: ¿qué moral subyace a lo siguiente? Me hablan de un sacrificio humano que tuvo lugar hace dos mil años, sin que fuera mi deseo y en unas circunstancias tan horrendas que, en caso de haber estado presente y haber podido ejercer alguna influencia, me habría sentido obligado a tratar de impedirlo. Como consecuencia de este crimen, mis múltiples pecados son perdonados y puedo esperar gozar de vida eterna.

De momento pasemos por alto todas las contradicciones entre las narraciones del episodio original y supongamos que es esencialmente cierto. ¿Qué consecuencias tiene? No son tan tranquilizadoras como aparentan ser a primera vista. Para empezar, para poder obtener el beneficio de esta maravillosa ofrenda tengo que aceptar que soy
responsable
de los azotes, las burlas y la crucifixión, algo en lo que no tuve arte ni parte, y aceptar que cada vez que declino esta responsabilidad, o que peco de palabra u obra, incremento la agonía del mismo. Además, se me exige que crea que la agonía era
necesaria
con el fin de compensar un delito anterior en el que tampoco tomé parte: el pecado de Adán. Es inútil objetar que Adán parece haber sido creado con una insatisfacción y curiosidad insaciables y que después se le prohíbe saciarlas: todo esto se dispuso mucho antes de que el propio Jesús hubiera nacido. Por consiguiente, mi culpa en el asunto se considera «original» e ineludible. No obstante, se me asigna en todo caso una voluntad libre con la que rechazar la oferta de la redención vicaria. Sin embargo, en caso de que haga valer esta opción debo afrontar una eternidad de tormentos mucho más atroces que cualquiera de los sufridos en el Calvario, o que cualquiera de aquellos otros con los que se amenazó a los primeros que escucharon los Diez Mandamientos.

El relato no se vuelve más fácil de seguir por el hecho de descubrir necesariamente que Jesús
deseaba
y
tenía
que morir, o que acudió a Jerusalén en Pascua con el fin de hacerlo, o que todos los que participaron en su asesinato estaban haciendo la voluntad de dios sin saberlo y cumpliendo antiguas profecías. (En ausencia de la versión gnóstica, esto convierte en algo lamentablemente inexplicable que Judas, que se supone que llevó a cabo el acto curiosamente redundante de identificar a un predicador muy famoso ante aquellos que llevaban buscándolo mucho tiempo, sufriera semejante oprobio. Sin él, no habría habido ningún «Viernes Santo», que es como los cristianos lo llaman con ingenuidad incluso cuando no tienen un ánimo vengativo.)

Hay una acusación (presente solo en uno de los cuatro evangelios) de que los judíos que condenaron a Jesús pidieron que su sangre recayera «sobre sus cabezas» durante las futuras generaciones. No es un problema que afecte solo a los judíos o a los católicos preocupados por la historia del antisemitismo cristiano. Supongamos que el sanedrín judío
hubiera
hecho realmente ese llamamiento, como Maimónides pensaba que hizo y debía hacer. ¿Cómo podría mantenerse de algún modo vinculado a las futuras generaciones? Recordemos que el Vaticano no afirmó que fueran
algunos judíos
los que mataron a Cristo, sino que quienes habían ordenado su muerte fueron
los judíos
y que el pueblo judío en su conjunto era portador de una responsabilidad colectiva. Parece estrafalario que la Iglesia no consiguiera abandonar la acusación de «deicidio» judío generalizado hasta hace muy poco. Pero la clave de su reticencia puede encontrarse con facilidad. Si se reconoce que los descendientes de los judíos no están implicados, resulta muy duro sostener que cualquier otra persona que no estuviera allí presente tampoco estaba implicada. Como suele suceder, una grieta en el tejido amenaza con romper toda la tela (o en convertirla en algo tejido y fabricado sencillamente por el hombre, como la vergüenza del sudario de Turín). En resumen: la colectivización de la culpa es intrínsecamente inmoral, como la religión se ha visto obligada a reconocer de vez en cuando.

El castigo eterno y las tareas imposibles

Cuando era niño, el episodio del huerto de Getsemaní del Evangelio me atraía mucho porque su «irrupción» en la acción y su llanto humano hacía que me preguntara si algo de aquel fabuloso drama podía ser al fin y al cabo cierto. Jesús pregunta de hecho. «¿
Tengo
que seguir con esto?». Es una pregunta impresionante e inolvidable y hace mucho que decidí que de buena gana apostaría mi alma por la idea de que la única respuesta correcta a ella es «no». No podemos esperar, como si fuéramos campesinos atemorizados de la Antigüedad, cargar todos nuestros delitos en un chivo inocente y después arrojar al desventurado animal al desierto. Hay una expresión cotidiana bastante sensata que trata con desprecio la idea de ser un «chivo expiatorio». Y la religión nos convierte de forma muy acusada en chivos expiatorios. Yo pago tus deudas, amor mío, si tú has sido imprudente; y si yo fuera un héroe como Sidney Cartón en
Historia de dos ciudades
podría incluso cumplir tu condena u ocupar tu lugar en el patíbulo. Ningún hombre experimenta amor tan grande. Pero no puedo absolverte de tus responsabilidades. Sería inmoral por mi parte ofrecerlo e inmoral por tu parte aceptarlo. Y si se nos hace esa misma oferta desde otra época y otro mundo, a través de intermediarios y acompañada de incentivos, pierde toda su grandeza y se degrada en fantasias ilusorias o, peor aún, en una combinación de chantaje y soborno.

Blaise Pascal, cuya teología no carece de cierta sordidez, dejó incómodamente patente que todo esto era una degeneración absoluta rayana en el mero regateo. Su famosa «apuesta» lo plantea de forma un tanto charlatana: ¿qué tiene uno que perder? Si uno cree en él y se equivoca, ¿qué más da? En una ocasión escribí una réplica a este astuto texto de cobertura de apuestas que adoptaba dos formas. La primera era una versión de la hipotética respuesta de Bertrand Russell a una pregunta también hipotética: ¿qué diría usted si muriera y fuera llevado ante su Creador? ¿Cuál sería su respuesta? «Yo diría, ¡Oh Dios!, no nos diste suficientes pruebas». Mi respuesta: Imponderable señor, en virtud de parte de la fama que se te atribuye, no de toda, supongo que preferirías a un no creyente honrado y convencido antes que el fingimiento hipócrita e interesado de una fe falsa o los humeantes tributos de unos altares sangrientos. Pero no estaría tan seguro.

Pascal me recuerda a los hipócritas y los impostores que abundan en la racionalización talmúdica judía. No realices ningún trabajo el sabbat, pero paga a algún otro para que lo haga. Si uno obedece la letra de la ley, ¿a quién le importa? El Dalai Lama nos dice que se puede visitar a una prostituta siempre que sea otro el que la pague. Los musulmanes chiíes ofrecen «matrimonios temporales» vendiendo a los hombres la autorización para tomar una esposa durante una o dos horas profesando los votos habituales para después divorciarse de ella cuando han terminado. La mitad de los espléndidos edificios de Roma jamás se habrían erigido si la venta de indulgencias no hubiera sido tan lucrativa: la propia basilica de San Pedro se financió mediante una única ofrenda especial de este tipo. El actual Papa, el otrora Joseph Ratzinger, atrajo hace poco a los jóvenes católicos a un festival ofreciendo a quienes asistieran cierta «remisión del pecado».

Este patético espectáculo moral no sería necesario si las reglas originales fueran tales que se pudieran obedecer. Pero a los edictos totalitarios que comienzan con la revelación emanada de una autoridad absoluta, se imponen mediante el miedo y se fundan en un pecado que habría sido cometido hace mucho tiempo, se suman normas que a menudo son inmorales e imposibles al mismo tiempo. El principio esencial del totalitarismo consiste en promulgar leyes que sean
imposibles de obedecer.
La tiranía resultante es aún más impresionante si puede imponerse mediante una casta o partido privilegiado que vigila con mucho celo la detección del error. A lo largo de su historia la mayor parte de la humanidad ha vivido bajo una u otra modalidad de esta estupefaciente dictadura y una gran parte de ella todavía continúa viviendo así. Permítaseme aportar unos cuantos ejemplos de reglas que deben pero no pueden obedecerse.

El mandamiento del Sinaí que prohibía a las personas
pensar
siquiera en codiciar bienes constituye el primer indicio. El Nuevo Testamento vuelve a hacerse eco de él en el mandamiento que afirma que un hombre que piensa en una mujer de forma incorrecta ya ha cometido realmente adulterio. Y es casi igualado por la actual prohibición musulmana, y anteriormente cristiana, que impide prestar dinero obteniendo un interés. Todos ellos, en sus diferentes formas, tratan de imponer restricciones imposibles sobre la iniciativa humana. Solo pueden cumplirse de una de dos maneras posibles. La primera es mediante el azote y la mortificación continuos de la carne acompañados por una incesante lucha con los pensamientos «impuros», que se hacen realidad en cuanto son nombrados, o incluso imaginados. De ello se derivan confesiones histéricas de culpa, falsos propósitos de enmienda y sonoras y violentas denuncias de otros pecadores y reincidentes: un estado policial espiritual. La segunda solución es la hipocresía organizada, donde se rebautiza a los alimentos prohibidos con el nombre de otra cosa, o donde una donación a las autoridades religiosas sirve para alquilar un reservado, o donde la ostentación de la ortodoxia servirá para comprar algo de tiempo, o donde el dinero se puede ingresar en una cuenta y después recuperarse en otra, tal vez con un ligero incremento porcentual y de forma no usurera. A esto podríamos denominarlo «república bananera espiritual». Muchas teocracias, desde la Roma medieval hasta la actual Arabia Saudí wahabí, han conseguido ser al mismo tiempo estados policiales espirituales y repúblicas bananeras espirituales.

Esta objeción sirve incluso para algunos de los preceptos más nobles y fundamentales. La orden «Ama a tu prójimo» es dulce y sin embargo severa: es un recordatorio de nuestras obligaciones para con los demás. La orden «ama a tu prójimo
como a ti mismo»
es demasiado radical y demasiado enérgica para poder obedecerla, como también lo es la instrucción muy difícil de interpretar de amar a los demás «como yo os he amado». La constitución de los seres humanos impide que se preocupen por los demás tanto como por ellos mismos: eso sencillamente no se puede hacer (como cualquier «creador» inteligente habría comprendido muy bien tras estudiar su propio diseño). Instar a los seres humanos a ser sobrehumanos so pena de muerte y tortura es instar a una terrible autodegradación y al reiterado e inevitable fracaso a la hora de respetar las reglas. ¡Menuda mueca burlona, además, en el rostro de quienes aceptan los donativos en efectivo que se hacen para sustituirlo! La denominada Regla de Oro, a veces identificada innecesariamente con una leyenda popular sobre el rabino Hillel de Babilonia, simplemente nos anima a tratar a los demás como hubiéramos deseado que nos trataran ellos. Este precepto sobrio y racional que podemos enseñar a cualquier niño con su innato sentido de la justicia (y que es anterior a todas las «bienaventuranzas» y parábolas de Jesús) queda perfectamente al alcance de cualquier ateo y cuando se infringe no exige masoquismo e histeria, ni sadismo e histeria. Se aprende de forma gradual, integrada en la lenta y dolorosa evolución de la especie y, una vez captado, jamás se olvida. Bastará la conciencia ordinaria sin necesidad de que lo respalde ninguna cólera celestial.

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