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Authors: Christopher Hitchens

Dios no es bueno (18 page)

Pero el caso de la maternidad de la Virgen es la demostración más fácil posible de la intervención de los seres humanos en la elaboración de una leyenda. Jesús realiza largas proclamas en nombre de su padre celestial, pero jamás menciona que su madre es o sea una virgen, y en reiteradas ocasiones se muestra muy brusco y grosero con ella cada vez que aparece, como hacen las madres judías, para preguntar o ver qué tal le va. Ella parece no recordar en absoluto la visita del arcángel Gabriel ni a los ángeles que acuden a decirle que es la madre de dios. Según todas las versiones, todo lo que hace su hijo le pilla absolutamente por sorpresa, cuando no representa un sobresalto. ¿Qué estará haciendo hablando con los rabinos en el templo? ¿A qué se referirá cuando recuerda de manera cortante que él se dedica a los asuntos de su padre? Uno esperaría que la memoria materna fuera más poderosa, sobre todo tratándose de alguien que ha pasado por la experiencia, única entre todas las mujeres, de descubrirse embarazada sin haber cumplido con los consabidos requisitos previos para alcanzar tan feliz estado. En este aspecto Lucas incurre incluso en un elocuente lapsus, puesto que habla de «los padres de Jesús» cuando se refiere únicamente a José y María en el momento en que estos visitan el templo para cumplir con el rito de purificación y son saludados por el anciano Simeón, que pronuncia su maravilloso
Nunc dimittis
(otra de mis viejas obras de coro favoritas), que también puede ser un eco deliberado de Moisés vislumbrando la Tierra Prometida, aunque sea ya a una edad extremadamente anciana.

Luego está el extraordinario asunto de la numerosa prole de María. Mateo nos informa (13:55-57) de que Jesús tenía cuatro hermanos y algunas hermanas. El protoevangelio de Santiago, que no es canónico pero tampoco ha sido repudiado, es la narración hecha por un hermano de Jesús, de ese mismo nombre, que evidentemente era muy activo en los círculos religiosos de aquel período. Podría alegarse que María tal vez «concibiera» como
virgo intacta
y tuviera un bebé, el cual sin duda la habría dejado no tan intacta en ese sentido. Pero ¿cómo siguió teniendo hijos con José, un hombre del que solo tenemos noticia en estilo indirecto y con el que no obstante aumentó la sagrada familia hasta tal punto que hasta los «testigos» presenciales lo subrayaron?

Con el fin de resolver este dilema pseudosexual casi imposible de mencionar, vuelve a aplicarse de nuevo la «inversión», en esta ocasión en la época mucho más reciente de los primeros y frenéticos concilios eclesiásticos que establecieron qué evangelios eran «sinópticos» y cuáles «apócrifos». Se estableció que la propia María (de cuyo nacimiento no hay ni una sola versión en ningún libro sagrado) debió de ser fruto de una anterior «concepción inmaculada» que la dejó esencialmente sin tacha. Y se estableció
a posteriori
que, dado que la muerte es pago del pecado y no es posible que ella hubiera pecado, es imposible que hubiese muerto. De ahí el dogma de la «asunción», que por arte de magia afirma que esa misma magia es el instrumento a través del cual ascendió a los cielos y evitó ser sepultada. Es pertinente indicar las fechas de estos edictos magníficamente ingeniosos. La doctrina de la Inmaculada Concepción fue anunciada o descubierta por Roma en 1852, y el dogma de la Asunción en 1951. Decir que algo está «fabricado por el ser humano» no siempre equivale a decir que es una estupidez. Estas heroicas tentativas de rescate merecen algún crédito, aun cuando veamos que la agujereada nave original se hunde sin dejar rastro. Pero por «inspirada» que pueda ser esta resolución de la Iglesia, significaría un insulto para la deidad afirmar que dicha inspiración haya sido en modo alguno divina.

Del mismo modo que en los textos del Antiguo Testamento cunden las fantasias y la astrología (el sol inmóvil para que Josué pueda llevar a término una masacre en un lugar que jamás ha sido localizado), la Biblia cristiana también está llena de augurios basados en estrellas (sobre todo, la de Belén), brujas y hechiceros. Muchas de las palabras y actos de Jesús son inocuos, sobre todo las «bienaventuranzas», que prodigan fantasias caprichosas sobre las personas sumisas y conciliadoras. Pero muchas son ininteligibles y muestran cierta fe en la magia, algunas son absurdas y traslucen una actitud primitiva hacia la agricultura (esto vale para todas las menciones del arado o la siembra y para las alusiones a la planta de la mostaza o la higuera) y muchas otras son frívolas o rotundamente inmorales. La comparación de los seres humanos con los lirios, por ejemplo, sugiere (junto con otros muchos mandamientos) que el ahorro, la innovación, la vida familiar, etcétera, son puro despilfarro de tiempo. («así que no os preocupéis del mañana.») Esta es la razón por la que algunos de los evangelios, tanto sinópticos como apócrifos, hablan de que la gente (incluidos los miembros de su familia) decía en aquella época que Jesús debía de estar loco. También había quien señalaba que era un judío sectario bastante riguroso: en Mateo 15:21-28 leemos su desdén hacia una mujer cananea que le suplicaba ayuda para un exorcismo y a la que le dijo bruscamente que él no derrocharía energía con una pagana. (Sus discípulos y la insistencia de la mujer le convencieron finalmente de que se aplacara y expulsara al no demonio.) A mi juicio, un episodio tan idiosincrásico como este es otra razón colateral para pensar que en algún momento de la historia puede haber existido una personalidad semejante. En aquella época vagaron por Palestina muchos profetas trastornados, pero, según se cuenta, este creyó ser dios o el hijo de dios al menos durante un tiempo. Y eso es lo que ha marcado la diferencia. Supongamos solo dos cosas: que él lo creyó y que también prometió a sus discípulos que les revelaría cuál era su reino antes de que se acabaran sus vidas… y entonces todo menos uno o dos de sus lacónicos comentarios tiene algún sentido. Jamás se ha expuesto con mayor franqueza este aspecto como lo ha hecho en su obra
Mero cristianismo
C. S. Lewis (que recientemente ha resurgido como el apologista cristiano más popular). Decide ocuparse de la aseveración de que Jesús hizo recaer sobre sí los pecados de los demás:

Ahora bien; a menos que el que hable sea Dios, esto resulta tan absurdo que raya en lo cómico. Todos podemos comprender el que un hombre perdone ofensas que le han sido infligidas. Tú me pisas y yo te perdono, tú me robas el dinero y yo te perdono. Pero ¿qué hemos de pensar de un hombre, a quien nadie ha pisado, a quien nadie ha robado nada, que anuncia que él te perdona por haber pisado a otro hombre o haberle robado a otro hombre su dinero? Necia fatuidad es la descripción más benévola que podríamos hacer de su conducta. Y sin embargo esto es lo que hizo Jesús. Les dijo a las gentes que sus pecados eran perdonados, y no esperó a consultar a las demás gentes a quienes esos pecados habían sin duda perjudicado. Sin ninguna vacilación se comportó como si Él hubiese sido la parte principalmente ofendida por esas ofensas. Esto tiene sentido solo si Él era realmente ese Dios cuyas reglas son infringidas y cuyo amor es herido por cada uno de nuestros pecados. En boca de cualquiera que no fuera Dios, estas palabras implicarían lo que yo no puedo considerar más que una estupidez y una vanidad sin rival en ningún otro personaje de la historia
2
.

Se apreciará que Lewis no da por sentada de ningún modo la evidencia tajante de que
Jesús fuera
realmente un «personaje de la historia», pero pasemos esto por alto. Merece algún tipo de reconocimiento por aceptar la lógica de su afirmación y la moral implícita en ella. Para quienes sostienen que tal vez Jesús haya sido un gran maestro moral sin ser divino (como, por cierto, el deísta Thomas Jefferson reconocía ser), Lewis tiene esta picajosa respuesta:

Eso es precisamente lo que no debemos decir. Un hombre que fue meramente un hombre y que dijo las cosas que dijo Jesús no sería un gran maestro moral. Sería un lunático —en el mismo nivel del hombre que dice ser un huevo escalfado— o si no sería el mismísimo demonio. Tenéis que escoger. O ese hombre era, y es, el Hijo de Dios, o era un loco o algo mucho peor. Podéis hacerle callar por necio, podéis escupirle o matarle como si fuese un demonio, o podéis caer a sus pies y llamarlo Dios y Señor. Pero no salgamos ahora con insensateces paternalistas acerca de que fue un gran maestro moral. Él no nos dejó abierta esa posibilidad. No quiso hacerlo
3
.

No he seleccionado aquí a un hombre de paja: Lewis es el principal vehículo de propaganda escogido por el cristianismo de nuestro tiempo; y tampoco acepto sus categorías sobrenaturales un tanto montaraces, como diablo o demonio. Menos aún acepto su argumentación, cuyo patetismo llega a desafiar todo calificativo y adopta sus dos falsas alternativas como antítesis excluyentes para luego emplearlas para concluir con un burdo
non sequítur
(«Bien: a mí me parece evidente que no era ni un lunático ni un monstruo y que, en consecuencia, por extraño o terrible o improbable que pueda parecer, tengo que aceptar la idea de que Él era y es Dios»)
4
. No obstante, sí le atribuyo honestidad y cierta valentía. O los evangelios son en algún sentido literal verdaderos, o todo este asunto es en esencia un fraude y, en ese sentido, tal vez un fraude moral. Bueno, se puede afirmar con certeza y por su mera evidencia que los evangelios casi con seguridad no constituyen una verdad literal. Esto significa que muchas de las «palabras» y enseñanzas de Jesús son testimonios de testimonios de testimonios, lo cual contribuye a explicar su carácter confuso y contradictorio. El más flagrante de ellos, al menos contemplado retrospectivamente y sin duda desde el punto de vista de un creyente, tiene que ver con la inminencia de su segundo advenimiento y su absoluta indiferencia ante la fundación de cualquier tipo de Iglesia temporal. Los obispos de los primeros tiempos de la Iglesia que deseaban haber estado presentes en aquella época pero no estuvieron citaban las
logia
o palabras pronunciadas por Jesús reiteradamente como comentarios de tercera mano solicitados con entusiasmo. Permítaseme poner un ejemplo llamativo. Muchos años después de que C.S. Lewis hubiera pasado a mejor vida, un joven muy serio llamado Barton Ehrman empezó a examinar sus propios postulados fundamentalistas. Había asistido a las dos academias fundamentalistas cristianas más eminentes de Estados Unidos y los fieles consideraban que era uno de sus adalides. Hablaba griego y hebreo con fluidez (en la actualidad es titular de una cátedra de estudios religiosos), pero finalmente no pudo llegar a reconciliar su fe con sus conocimientos. Quedó estupefacto al descubrir que algunos de los episodios más famosos de Jesús fueron garabateados en el texto canónico mucho después de los hechos, y que tal vez aquello era cierto también en el caso del más célebre de todos.

Este famoso episodio es el de la mujer sorprendida cometiendo adulterio (Juan, 8:3-11). ¿Quién no ha oído hablar o ha leído alguna vez cómo los judíos fariseos, versados en la casuística, llevaron a rastras a esta pobre mujer ante Jesús y le preguntaron si él estaba de acuerdo con el castigo mosaico de la muerte por lapidación? Si no lo estaba, violaba la ley. Si lo estaba, despojaba de sentido su propia prédica. Podemos imaginarnos con facilidad el sórdido afán con el que se abalanzaron sobre la mujer. Su sosegada réplica después de escribir con el dedo en la tierra ha pasado a formar parte de nuestra literatura y nuestra conciencia: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra».

Este episodio se ha hecho famoso incluso en el celuloide. Constituye una aparición en flashback en la farsa de Mel Gibson y es una escena deliciosa en la película
Doctor Zhivago,
de David Lean, en la que Lara acude a ver al sacerdote en un momento de apuro y este le pregunta qué dijo Jesús a la mujer caída. «Ve y no peques más», responde ella. «¿Y lo hizo, niña?», le pregunta el sacerdote con brusquedad. «No lo sé, padre.» «Nadie lo sabe», responde el sacerdote, incapaz de ayudarla en esas circunstancias.

En realidad, nadie lo sabe. Mucho antes de haber leído a Ehrman yo ya tenía algunas preguntas que hacer. Si se supone que el Nuevo Testamento ensalza a Moisés, ¿por qué se menoscaban las horripilantes normas del Pentateuco? El ojo por ojo y diente por diente y la muerte a las brujas pueden parecer brutales y estúpidos, pero si solo los no pecadores tienen derecho a imponer un castigo, entonces, ¿cómo llegaría a determinar alguna vez una sociedad imperfecta la forma de procesar a los infractores? Todos deberíamos ser unos hipócritas. ¿Y qué autoridad tenía Jesús para «perdonar»? Supuestamente, al menos una esposa o un marido de algún lugar de la ciudad se sintió engañado y furioso. ¿Consiste entonces el cristianismo en la pura permisividad sexual? Si es así, se ha malinterpretado gravemente desde el principio. ¿Y qué escribió en el suelo? Una vez más, nadie lo sabe. Además, la historia cuenta que una vez que los fariseos y la multitud se dispersaron (se supone que abochornados), no quedó nadie excepto Jesús y la mujer. En ese caso, ¿quién nos narra lo que él le dijo a ella? Pese a todo esto, a mí me parecía que era una historia bastante bonita.

El profesor Ehrman llega más allá. Plantea algunas preguntas más evidentes. Si la mujer fue «sorprendida en adulterio», lo cual significa en flagrante delito, ¿dónde está entonces su
partenaire?
La ley mosaica esbozada en el Levítico deja claro que ambos deben sufrir lapidación. De repente caí en la cuenta de que lo esencial del atractivo de la historia reside en la temblorosa joven solitaria, abucheada y arrastrada por una multitud de fanáticos hambrientos de sexo, que finalmente encuentra un rostro amigable. Acerca de lo de escribir sobre la arena, Ehrman refiere una vieja tradición que postula que Jesús estaba garabateando las transgresiones conocidas de algunos de los presentes, lo cual desembocó en sonrojos, andares cabizbajos y, finalmente, una marcha apresurada. He descubierto que me encanta esta idea, aun cuando indicara en él cierto grado de curiosidad, lascivia (y anticipación) mundanas que plantea unas dificultades específicas.

Enmarcando todo esto se encuentra el sorprendente hecho de que, como reconoce Ehrman:

Este episodio no aparece en nuestros manuscritos más antiguos y fiables del Evangelio de Juan; su prosa es muy diferente de la que encontramos en el resto de obras de Juan (incluidas las de los episodios inmediatamente anterior y posterior); y contiene gran cantidad de términos y expresiones que, por otra parte, son ajenas al Evangelio. La conclusión es inevitable: este fragmento no formaba parte originalmente del Evangelio
5
.

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