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Authors: Christopher Hitchens

Dios no es bueno (21 page)

De igual manera, los musulmanes todavía tributan cierto homenaje a esos mismos «versos satánicos» y transitan la senda pagana politeísta abierta mucho antes de que naciera su profeta. Todos los años, en la
hajj,
o peregrinación anual, podemos verlos dar vueltas en torno al santuario de la Kaaba, de forma cúbica, situado en el centro de La Meca y cuidándose de hacerlo siete veces («siguiendo la dirección del sol en torno a la tierra», como formula de un modo curioso y sin duda multicultural Karen Armstrong), para después besar la piedra negra incrustada en el muro de la Kaaba.
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Este posible meteorito, que sin duda impresionó a los palurdos la primera vez que cayó a la tierra («Los dioses deben estar locos: no, digamos que
dios
esta loco»), es un primer paso en el camino hacia otros ritos propiciatorios preislámicos durante los cuales los guijarros deben arrojarse en actitud desafiante hacia una piedra que representa el mal. Los sacrificios animales completan la imagen. Al igual que muchos otros lugares importantes del islam (no todos), La Meca está cerrada para los escépticos, lo cual contradice de algún modo su reivindicación de universalidad.

Suele decirse que el islam se diferencia de los demás monoteísmos por no haber sufrido ninguna «reforma». Esto es al mismo tiempo correcto e incorrecto. Hay versiones del islam (sobre todo la sufí, sumamente detestada por los ortodoxos) que son en esencia espirituales más que literales y que han recogido ciertos elementos de otros cultos. Y como el islam ha evitado incurrir en el error de poseer un papado absoluto capaz de emitir edictos vinculantes (de ahí la proliferación de
fatwas
contradictorias promulgadas por autoridades rivales), no se puede decir a sus fieles que dejen de creer en lo que en otro tiempo sostenían como un dogma. Esto podría ser lo bueno, pero prevalece el hecho de que la afirmación central del islam, la de ser inmejorable y definitiva, es al mismo tiempo absurda e inmutable. Sus muchas sectas enfrentadas y discrepantes, desde la ismaelí hasta la ahmadí, coinciden todas ellas en el sostenimiento permanente de esta afirmación.

Para los judíos y los cristianos, la «Reforma» ha supuesto una mínima disposición a reconsiderar los textos sagrados como si fueran algo que pueda someterse al escrutinio literario y textual (como valientemente propuso, por su parte, Salman Rushdie). Hoy día se reconoce que el número de posibles «Biblias» es enorme y sabemos por ejemplo que el solemne término cristiano «Jehová» es una traducción incorrecta de los espacios entre letras del hebreo «Yahweh», que no se leen. Pero el escolasticismo coránico no ha llevado nunca a cabo un proyecto comparable. No se ha realizado ningún intento riguroso de catalogar las discrepancias entre sus diferentes ediciones y manuscritos, y hasta los esfuerzos más vacilantes de hacerlo han sido acogidos con una ira casi inquisitorial. Un caso pertinente es la obra de Christoph Luxenburg
The Syriac-Aramaic Versión of the Koran,
publicada en Berlín en 2000. Luxenburg propone sin ambages que, lejos de ser un mamotreto monolingüe, el Corán se comprende mejor cuando se reconoce que muchos de sus vocablos son siríacos y arameos en lugar de árabes. (El ejemplo más famoso que él aporta tiene que ver con las recompensas del «mártir» en el paraíso: si se vuelve a traducir y a redactar, esta ofrenda celestial consiste en uvas pasas blancas en lugar de vírgenes.) Esta es la misma lengua y la misma región de la que surgió gran parte del judaísmo y el cristianismo: no puede haber duda de que una investigación sin restricciones conduciría a la disipación de mucho oscurantismo. Pero en el preciso instante en que el islam debía estar sumándose a sus predecesores para someterse a las interpretaciones, existe un consenso «débil» entre casi todas las personas religiosas según el cual, debido al supuesto respeto que debemos a los fieles, este es el momento adecuado de permitir que el islam reivindique sus demandas tal como se formularon. Una vez más, la fe contribuye a asfixiar la libre investigación y las consecuencias emancipadoras que esta podría comportar.

10. La zafiedad de los milagros y la decadencia del infierno

Las hijas del gran sacerdote Anio convertían todos los objetos que querían en trigo, en vino o en aceite; Atálida, hija de Mercurio, resucitó varias veces; Esculapio resucitó a Hipólito; Hércules arrancó a Alcestes de la muerte; Hexes volvió al mundo después de haber pasado quince días en los infiernos; Rómulo y Remo fueron hijos de un dios y una vestal; el Palladium cayó desde el cielo en la ciudad de Troya; la cabellera de Berenice se convirtió en una constelación de estrellas […]. Os desafiamos a que encontréis un solo pueblo en el que no se hayan realizado prodigios increíbles, sobre todo en los tiempos en que casi nadie sabía leer y escribir.

VOLTAIRE, «Milagros», en Diccionario filosófico

Una antigua leyenda cuenta el escarmiento que recibió un fanfarrón que refería a menudo la historia de un salto auténticamente fabuloso que realizó en una ocasión en la isla de Rodas. Según parecía, nadie había presenciado jamás la proeza de aquel larguísimo salto. Aunque el narrador jamás se cansaba de contar la historia, no podía decirse lo mismo de su público. Por fin, en una ocasión en que tomaba aliento para volver a referir la historia de aquella magnífica proeza, uno de los presentes lo acalló diciendo con brusquedad: «Hic Rhodus, hic salta!» («Aquí está Rodas, ¡salta aquí!»).

De un modo muy parecido al que los profetas, los videntes y los grandes teólogos parecen haber desaparecido, así también la era de los milagros parece yacer en algún lugar de nuestro pasado. Si las personas religiosas fueran listas o estuvieran seguras de sus convicciones deberían recibir con alegría el eclipse de esta era de fraude y prestidigitación. Pero, una vez más, la fe se desacredita a sí misma demostrando ser insuficiente para satisfacer a los fieles. Todavía se exigen sucesos reales para impresionar a los crédulos. No tenemos ninguna dificultad para percibir esto cuando estudiamos a los brujos, magos y adivinos de culturas antiguas o remotas; evidentemente, fue una persona inteligente la que, primero, aprendió a predecir un eclipse y, luego, a emplear este acontecimiento planetario para impresionar y acobardar a su público. Los antiguos reyes de Camboya averiguaron el día en el que todos los años los ríos Mekong y Bassac empezaban a desbordarse de repente, a confluir y, bajo la terrible presión del agua, parecían invertir en realidad su curso para regresar al lago Tonlé Sap. Relativamente muy poco después, empezó a celebrarse una ceremonia en la que aparecía el líder debidamente escogido por la divinidad y parecía ordenar a las aguas que retrocedieran. En la orilla del mar Rojo Moisés solo pudo quedarse boquiabierto ante una cosa semejante. (En épocas más recientes, el rey Sihanuk de Camboya, amante del espectáculo, explotó este milagro natural con unos efectos considerables.)

Dado todo lo anterior, resulta sorprendente cuan insignificantes parecen ahora algunos de los milagros «sobrenaturales». Al igual que sucede con las sesiones de espiritismo, que ofrecen con cinismo a los parientes de algún difunto parloteos procedentes del más allá, nunca se ha dicho o hecho nada verdaderamente interesante. Sobre la historia del «vuelo nocturno» de Mahoma a Jerusalén (supuestamente, todavía se puede ver en el recinto de la mezquita de al-Aqsa la huella del casco de su caballo, Buraq), sería poco cortés esgrimir la réplica obvia de que los caballos no saben ni pueden volar. Parece más oportuno señalar que las personas, desde el comienzo de sus largos y agotadores viajes a través de la superficie terrestre contemplando durante días los cuartos traseros de una muía, han fantaseado con la idea de acelerar ese tedioso tránsito. Las populares botas de siete leguas pueden conferir a su portador un resorte para sus pasos, pero eso es únicamente hacer pequeños ajustes en el mismo problema. Durante miles de años, el verdadero sueño consistió en la envidia de los pájaros (según sabemos hoy, descendientes emplumados de los dinosaurios) y en el ansia de volar. Carros en el cielo, ángeles capaces de deslizarse libremente utilizando las corrientes térmicas… no resulta más que demasiado fácil percibir la raíz del deseo. Así, el profeta habla del deseo de todo campesino que anhela que su bestia de carga pueda levantar el vuelo y sostenerlo. Pero si uno gozara de un poder infinito, se le habría ocurrido que se podría haber elaborado un milagro más sorprendente o menos ramplón. La levitación también desempeña un papel importante en la fantasia cristiana, como corroboran los episodios de la ascensión y la asunción. En aquella época se creía que el cielo era una bóveda y su clima habitual una fuente de augurios o intervenciones divinas. Dada esta concepción del cosmos desoladoramente limitada, el acontecimiento más trivial podía parecer milagroso, mientras que un suceso que nos asombrara de verdad (como que el sol dejara de moverse) podía no obstante aparecer como un fenómeno local.

Si suponemos que un milagro es una alteración
favorable
del orden natural, la última palabra sobre el tema la escribió el filósofo escocés David Hume, que nos concedió libre albedrío sobre esta cuestión. Un milagro es una perturbación o interrupción del curso esperado y establecido de los acontecimientos. Esto podía incluir cualquier cosa, desde que el sol saliera por el oeste hasta que un animal prorrumpiera de repente en la recitación de un versículo. Muy bien; así pues, el libre albedrío también implica una decisión. Si uno cree presenciar semejante cosa, caben dos posibilidades. La primera es que las leyes de la naturaleza hayan quedado suspendidas (en beneficio propio). La segunda es que uno incurra en un error o sufra una falsa ilusión. Por consiguiente, la posibilidad de que sucediera la segunda debería valorarse en relación con la probabilidad de que ocurriera la primera.

Si uno tiene noticia de un milagro a través de una fuente secundaria o terciaria, es preciso calibrar adecuadamente las probabilidades antes de decidir dar crédito a un testigo que afirma haber visto algo que uno no ha visto. Y si a uno le separan del «avistamiento» muchas generaciones y no dispone de una fuente independiente que lo corrobore, las probabilidades deben calibrarse de forma aún más drástica. Una vez más, podríamos apelar al fiable Ockham, que nos advirtió que no multiplicáramos las contingencias sin necesidad. Así pues, permítaseme aportar un ejemplo antiguo y otro moderno: el primero es el de la resurrección del cuerpo y el segundo el de los ovnis.

Pese al maravilloso impacto que causaban, los milagros han disminuido desde los tiempos de la Antigüedad. Además, los más recientes que se nos han ofrecido han sido ligeramente zafios. La llamativa licuefacción anual de la sangre de san Genaro en Nápoles, por ejemplo, es un fenómeno que algún mago competente puede reproducir (y ha reproducido) con facilidad. Los grandes «magos» seculares como Harry Houdini o James Randi han demostrado con solvencia que levitar, caminar sobre el fuego, adivinar la presencia de agua o doblar cucharas son cosas todas ellas que pueden realizarse bajo las condiciones controladas de un laboratorio con el fin de poner al descubierto el fraude y proteger al cliente incauto de ser desplumado. En cualquier caso, los milagros no confirman la verdad de la religión que los practica: supuestamente, Aarón derrotó a los magos del faraón en una competición abierta, pero no negó que ellos también pudieran obrar maravillas. Sin embargo, no se ha confirmado ninguna resurrección desde hace algún tiempo y ningún chamán que presuma de hacerlo ha aceptado reproducir el truco en condiciones comprobables. Así pues, debemos preguntarnos: ¿ha desaparecido el arte de la resurrección, o es que nos basamos en fuentes dudosas?

El Nuevo Testamento es en sí mismo una fuente bastante dudosa. (Uno de los hallazgos más asombrosos del profesor Barton Ehrman es que el relato de la resurrección de Jesús que aparece en el Evangelio de Marcos se añadió al texto muchos años después.) Pero, según el Nuevo Testamento, aquello podía hacerse de forma casi habitual. Jesús lo consiguió en dos ocasiones en los casos de otras personas cuando hizo ponerse en pie tanto a Lázaro como a la hija de Jairo, y nadie parece haber considerado conveniente entrevistar a ninguno de los dos supervivientes para preguntarles por su extraordinaria experiencia. Tampoco nadie parece haber conservado ningún registro de si estos dos individuos «murieron» otra vez o no, ni cómo. Si siguieron siendo inmortales, entonces se habrían sumado a la antigua compañía
del
«judío errante», a quien los primeros cristianos condenaron a caminar eternamente después de haber visto a Jesús en la Vía Dolorosa, una desgracia impuesta a un mero espectador con el fin de cumplir con la profecía, que de otro modo hubiera quedado incumplida, de que Jesús regresaría en vida de al menos una de las personas que le hubiera visto la primera vez. Jesús se topó con ese infortunado vagabundo el mismo día que fue enviado a la muerte con una repugnante crueldad, momento en el cual, según el Evangelio de Mateo, 27:52-53, «se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron. Y, saliendo de los sepulcros después de la resurrección de él, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos». Parece incoherente, puesto que según parece los cadáveres salieron tanto en el momento de la muerte en la cruz
como
en el de la resurrección, pero está narrado del mismo modo fáctico que un temblor de tierra, la rasgadura del velo del santuario (otros dos sucesos que no llamaron la atención de ningún historiador) y los reverentes comentarios del centurión romano.

Esta presunta frecuencia de la resurrección no hace más que menoscabar la exclusividad de aquel mediante el cual la humanidad recibió el perdón de los pecados. Y no ha habido ni antes ni después ningún culto ni religión, desde el de Osiris hasta el vampirismo o el del vudú, que no se funde en algún tipo de creencia intrínseca en los «muertos vivientes». Hasta el día de hoy, los cristianos no se ponen de acuerdo acerca de si el día del juicio nos devolverá a los viejos restos de un cuerpo que ya ha muerto con nosotros o si nos renovará el equipo haciéndonos adoptar alguna otra forma. Por ahora, tras analizar incluso las afirmaciones realizadas por los fieles, podemos decir que la resurrección no demostraría la veracidad de la doctrina de los muertos vivientes, ni su paternidad, ni la probabilidad de que hubiera otro regreso bajo forma carnal o reconocible. Pero otra vez, también, se está «demostrando» demasiado. La acción de un hombre que se ofrece voluntario para morir por sus congéneres se considera noble de manera universal. La afirmación extra de que no ha muerto «realmente» convierte al sacrificio en su conjunto en algo amañado y ampuloso. (Así pues, quienes dicen «Cristo murió por mis pecados» cuando en realidad no «murió» en absoluto, están realizando una afirmación que es falsa en sus propios términos.) Dado que no disponemos de testigos fiables ni consistentes sobre el período necesario para acreditar afirmación tan extraordinaria, estamos autorizados finalmente a afirmar que tenemos derecho, cuando no obligación, a respetarnos lo suficiente a nosotros mismos para no creer en todo este asunto. Esto es así a menos que aparezca una evidencia mayor, o hasta que aparezca (cosa que no ha sucedido). Y las afirmaciones excepcionales exigen evidencias excepcionales.

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