Authors: Christopher Hitchens
El esfuerzo de releer el Antiguo Testamento resulta a veces pesado pero siempre necesario, ya que a medida que uno avanza empiezan a aparecer algunas premoniciones siniestras. Abraham, otro antepasado de todos los monoteísmos, se dispone a realizar un sacrificio humano en la persona de su primogénito. Y corre el rumor de que «una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo». Poco a poco, estos dos mitos empiezan a converger. Es preciso tener esto en mente cuando nos aproximemos al Nuevo Testamento, porque si se escoge uno cualquiera de los cuatro evangelios y se lee al azar, no hará falta mucho tiempo para descubrir que la finalidad de tal o cual acción o dicho atribuido a Jesús era que se cumpliera tal o cual antigua profecía. (Cuando se habla de la entrada de Jesús en Jerusalén a horcajadas de un asno, Mateo dice en el capítulo 21, versículo 4, que «esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del profeta». Probablemente se refiera a Zacarías 9:9, donde se dice que cuando llegue el Mesías lo hará a lomos de un asno. ¡Los judíos todavía están esperando esta llegada y los cristianos afirman que ya se ha producido!) Si parece extraño que una acción se lleve a cabo deliberadamente con el fin de confirmar una profecía, es porque
es
extraño. Y es necesariamente extraño porque, al igual que el Antiguo Testamento, el «Nuevo» es también una obra de carpintería tosca, ensamblada de manera forzada mucho después de acaecidos los pretendidos acontecimientos y llena de vacilaciones e improvisaciones para presentar los hechos de la forma adecuada. En aras de la concisión, volveré a adherirme a un autor más elocuente que yo y citaré lo que H. L. Mencken afirma irrefutablemente en su
Treatise on the Gods:
La cruda realidad es que el Nuevo Testamento, tal como lo conocemos, es una caótica acumulación de documentos más o menos discordantes, algunos de ellos probablemente de origen respetable, pero otros palpablemente apócrifos, y que la mayoría de ellos, los buenos junto con los malos, muestran signos inconfundibles de haber sido manipulados
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.
Tanto las opiniones de Paine como las de Mencken, los cuales se entregan por diferentes razones a un sincero esfuerzo de lectura de los textos, han sido confirmadas por los estudios bíblicos posteriores, muchos de los cuales se acometieron en primera instancia para demostrar que los textos tenían todavía plenitud de sentido. Pero este es el argumento que ha prevalecido en las mentes de aquellos para quienes lo único necesario es «El Libro». (Uno recuerda al gobernador de Texas, que, cuando le preguntaron si la Biblia debería enseñarse también en español, contestó que «si a Jesús le bastaba el inglés, a mí también me basta». Con razón se llama simples a quienes lo son.)
En 2004, un fascista australiano y actor histriónico llamado Mel Gibson produjo un culebrón de película sobre la muerte de Jesús. El señor Gibson es miembro de una secta católica descabellada y cismática compuesta principalmente por él mismo y su padre, aún más matón que él, y ha afirmado que es una pena que su propia esposa vaya al infierno por no recibir los sacramentos correctos. (El califica a esta nauseabunda condena como «una declaración institucional».) La doctrina de su secta es explícitamente antisemita y la película no se cansa de hacer recaer la culpa de la crucifixión sobre los judíos. Pese a este evidente fanatismo, que suscitó críticas entre algunos cristianos más moderados, muchas iglesias de la línea «dominante» utilizaron
La pasión de Cristo
de forma oportunista como herramienta de reclutamiento a través de las pantallas. En uno de los actos ecuménicos propagandísticos patrocinados por él, el señor Gibson defendía que su fárrago cinematográfico (que también es un ejercicio de homoerotismo sadomasoquista protagonizado por un actor con aspecto de haber nacido en Islandia o en Minnesota) era una obra basada en los testimonios de «testigos presenciales». En aquel momento pensé que era extraordinario que un éxito que había costado miles de millones de dólares pudiera descansar abiertamente sobre una afirmación fraudulenta de manera tan patente, pero a nadie pareció movérsele un pelo. Incluso las autoridades judías guardaron en buena medida silencio. Pero luego, algunos de ellos quisieron suavizar este viejo argumento que durante tantos siglos se había traducido en pogromos de Semana Santa contra «los judíos, asesinos de Cristo». (Hubo que esperar nada menos que dos décadas después de la Segunda Guerra Mundial para que el Vaticano retirara formalmente la acusación de «deicidio» que pesaba sobre el pueblo judío.) Y lo cierto es que los judíos solían reivindicar el mérito de la crucifixión. Maimónides describió el castigo del detestable hereje nazareno como uno de los mayores logros de los padres judíos, insistía en que jamás se mencionara el nombre de Jesús a menos que fuera acompañado de una maldición y proclamó que estaba condenado a hervir en heces durante toda la eternidad. ¡Qué gran católico habría sido Maimónides!
Sin embargo, incurrió en el mismo error que los cristianos al suponer que los cuatro evangelios eran de algún modo un registro histórico de acontecimientos. Sus múltiples autores (ninguno de los cuales publicó ningún texto hasta muchas décadas después de la crucifixión) son incapaces de ponerse de acuerdo sobre nada de relevancia. Mateo y Lucas no pueden coincidir sobre la maternidad de la Virgen o la genealogía de Jesús. Se contradicen abiertamente en la «huida a Egipto», de la que Mateo dice que un ángel «se apareció en sueños a José» para decirle que huyera de inmediato y Lucas afirma que los tres se quedaron en Belén hasta «la purificación […] [de María] según la ley de Moisés», lo cual significaría cuarenta días, y que luego regresaron a Nazaret pasando por Jerusalén. (A propósito, si la huida a Egipto para ocultar a un niño de la campaña de infanticidio de Herodes tiene algún viso de autenticidad, entonces Hollywood y muchos, duchísimos iconografistas cristianos han estado engañándonos. Habría sido muy difícil llevar a un bebé rubio y con los ojos azules al delta del Nilo sin llamar la atención, en lugar de tratar de disimularlo.)
El Evangelio de Lucas afirma que el milagroso alumbramiento se produjo en un año en que el emperador César Augusto ordenó realizar un censo con fines tributarios y que aquello sucedió en una época en la que Herodes reinaba en Judea y Quirino era gobernador de Siria. Esto es lo que más se acerca a una triangulación de fechas históricas que haya intentado hacer jamás un autor bíblico. Pero Herodes murió cuatro años «antes de Cristo» y durante su mandato el gobernador de Siria no fue Quirino. Ningún historiador romano hace mención alguna de ningún censo augusto, pero el cronista judío Josefo señala que sí se realizó uno… sin la gravosa exigencia de que la gente regresara a sus lugares de nacimiento y seis años después del supuesto momento en que tuvo lugar el nacimiento de Jesús. Según todas las evidencias de que disponemos, todo es de manera bastante ostensible una reconstrucción tergiversada y basada en testimonios orales, acometida considerable tiempo después del «hecho». Los escribas ni siquiera se ponen de acuerdo en los elementos mitológicos: discrepan abiertamente sobre el sermón de la montaña, la unción de Jesús, la traición de Judas y la memorable «negación» de Pedro. Lo más asombroso de todo es que sean incapaces de converger en una descripción compartida de la crucifixión o la resurrección. Por consiguiente, la única interpretación que sencillamente tenemos que desechar es la que afirma garantía divina para los cuatro. El libro en el que probablemente se basaron los cuatro, al que los especialistas aluden en tono especulativo denominándolo «Q», ha desaparecido para siempre, lo cual parece un grave descuido por parte del dios que afirma haberlo «inspirado».
Hace setenta años, en Nag Hammadi, Egipto, fue descubierto cerca de un asentamiento cristiano copto muy antiguo un tesoro escondido de «evangelios» abandonados. Aquellos papiros pertenecían a la misma época y tenían la misma procedencia que muchos de los evangelios posteriormente canónicos y «autorizados», y durante mucho tiempo han recibido el nombre colectivo de evangelios «gnósticos». Ese fue el nombre que les asignó un tal Ireneo, uno de los primeros padres de la Iglesia, que los proscribió por considerarlos heréticos. Entre ellos se encuentran los «evangelios» o narraciones de figuras marginales pero relevantes del «Nuevo» Testamento autorizado, como «el dubitativo Tomás» o María Magdalena. En la actualidad incluyen también el Evangelio de Judas, cuya existencia se conocía desde hacía siglos, pero que en la primavera de 2006 dio a conocer y publicó la National Geographic Society.
Como era de esperar, el libro es en esencia una bagatela espiritualista, pero ofrece una versión de los «acontecimientos» ligeramente más verosímil que el relato oficial. Por una parte, y al igual que sus textos homólogos, mantiene que el supuesto dios del «Antiguo» Testamento es el dios que hay que evitar, una emanación espectral nacida de mentes enfermas. (Esto permite comprender por qué fue prohibido y denunciado con tanta rotundidad: el cristianismo ortodoxo no es nada si no es una reivindicación y conclusión de esa historia del mal.) Como siempre, Judas asiste a la última cena, pero se aparta del guión establecido. Cuando Jesús parece compadecerse de los demás discípulos por el hecho de que sepan tan poco acerca de lo que hay en juego, su discípulo descastado dice con atrevimiento que él sí cree saber cuál es la dificultad a que se enfrentan. «Sé quién eres y de dónde vienes —le dice a su líder—. Eres del reino inmortal de Barbelo.» Este «Barbelo» no es un dios, sino un destino celestial, una madre patria allende las estrellas. Jesús proviene de ese reino celestial, pero no es hijo de ningún dios mosaico. Por el contrario, es una encarnación de Set, el tercer y poco conocido hijo de Adán. Él es quien mostrará el camino de regreso a casa a los seríanos. Al reconocer que Judas es al menos un experto menor en este culto, Jesús le lleva a un lado y le premia asignándole el cometido especial de ayudarle a disolver su forma carnal y regresar así a los cielos. También promete enseñarle las estrellas que permitirán a Judas seguirle.
Pese a que suene a ciencia ficción desorbitada, este relato tiene infinitamente más sentido que la maldición eterna depositada sobre Judas por hacer lo que alguien tenía que hacer, lo cual es por otra parte la crónica de una muerte anunciada compuesta con pedantería. También tiene infinitamente más sentido que culpar a los judíos para toda la eternidad. Durante mucho tiempo hubo un encendido debate acerca de cuál de los «evangelios» debía considerarse de inspiración divina. Algunos se inclinaban por uno y otros, por otro; y filas de una vida quedó trágicamente segada en el propósito. Nadie se atrevía a decir que todos eran de cuño humano y habían sido escritos mucho después de finalizado el presunto drama, ni que el «Apocalipsis» de san Juan parece haber conseguido colarse en el canon por el nombre (bastante corriente) de su autor. Pero, como dijo Jorge Luis Borges, si hubiera prevalecido la escuela de los gnósticos de Alejandría, algún Dante posterior habría dibujado con palabras para nuestro deleite una hermosa e hipnótica imagen de las maravillas de «Barbelo». Yo me inclinaría por denominar a este concepto «los esquistos de Borges»: el brío y la imaginación necesaria para visualizar una sección transversal de las ramas y arbustos evolutivos que nos brinda la extraordinaria pero auténtica posibilidad de que en medio de ese laberinto hubiera prevalecido un brote o una línea (o una melodía, o un poema) diferentes. Podría haber añadido que las majestuosas cúpulas, los campanarios y los salmos la habrían consagrado y que unos verdugos bien entrenados se habrían empleado durante días con aquellos que dudaran de la veracidad de Barbelo: empezando por las uñas y abriéndose paso con imaginación a través de los testículos, la vagina, los ojos y las vísceras. En consecuencia, no creer en Barbelo habría sido un signo infalible de que alguien carecía por completo de moral.
El mejor argumento que conozco sobre la muy cuestionable existencia de Jesús es el siguiente. Sus analfabetos discípulos no dejaron ningún registro escrito y, en cualquier caso, no podían haber sido «cristianos» puesto que jamás iban a leer esos libros posteriores en los que los cristianos deben afirmar creer; y, además, no tenían la menor idea de que alguien iba a fundar en algún momento una iglesia partiendo de los anuncios de su señor. (En los evangelios reunidos posteriormente apenas aparece la menor alusión que indique que Jesús quisiera ser el fundador de una iglesia.)
A pesar de todo esto, el revoltijo de profecías del «Antiguo» Testamento indica que el Mesías nacerá en la ciudad de David, la cual parece haber sido ciertamente Belén. Sin embargo, según parece, los padres de Jesús eran de Nazaret, y si tuvieron un hijo lo más probable es que hubiera nacido en aquella ciudad. Por tanto, es necesaria la concurrencia de grandes dosis de inventiva (sobre Augusto, Herodes y Quirino) para construir la historia del censo y desplazar la escena del nacimiento a Belén (en donde, dicho sea de paso, no se menciona ningún «pesebre»). Pero ¿qué necesidad había de hacer esto cuando era mucho más fácil inventar directamente que iba a nacer en Belén? Las propias tentativas de retorcer y alargar la historia pueden ser una demostración inversa de que en verdad
nació
alguien que sería muy relevante mucho después; de tal forma que,
a posteriori,
y para cumplir las profecías, había que manipular hasta cierto punto las evidencias. Pero entonces, mi intención de ser crédulo y tener una mentalidad abierta sobre este asunto queda subvertida por el Evangelio de san Juan, que parece indicar que Jesús no nació en Belén ni fue descendiente del rey David. Si los apóstoles no lo saben o no son capaces de ponerse de acuerdo, ¿qué sentido tiene mi análisis? Sea como fuere, si se puede presuponer y vaticinar su linaje real, ¿por qué tanta insistencia en todas partes sobre su origen aparentemente humilde? Casi todas las religiones, desde el budismo hasta el islam, presentan o bien un profeta humilde o un príncipe que acaba identificándose con los pobres; pero ¿qué otra cosa es esto sino populismo? Difícilmente puede pillarnos por sorpresa que las religiones opten por dirigirse primero a la mayoría, que es pobre, está desconcertada y no tiene educación.
Las contradicciones y faltas de precisión del Nuevo Testamento han llenado muchos libros escritos por especialistas eminentes y jamás han sido explicadas por ninguna autoridad cristiana, a excepción de en los poco convincentes términos de que se trata de una «metáfora» y de «un Cristo de la fe». Esta debilidad nace del hecho de que hasta hace muy poco tiempo los cristianos podían sencillamente quemar o silenciar a todo aquel que formulara preguntas impertinentes. No obstante, los evangelios son útiles para volver a demostrar el mismo asunto que los volúmenes que los preceden, que no es otro que la religión es una invención del ser humano. «La ley fue dada por medio de Moisés —dice san Juan.—, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo.» San Mateo intenta conseguir el mismo efecto basándolo todo en uno o dos versículos del profeta Isaías, que le dijo al rey Ajaz, casi ocho siglos antes de la fecha todavía indeterminada del nacimiento de Jesús, que «el Señor mismo va a daros una señal: he aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo». Esto animó a Ajaz a creer que se le concedería la victoria sobre sus enemigos (cosa que no sucedió si este relato se interpreta como una narración histórica). La imagen se altera aún más cuando nos enteramos de que la palabra que suele traducirse como «virgen», es decir,
almah,
significa únicamente «mujer joven». En todo caso, los mamíferos humanos no se reproducen mediante partenogénesis, y aun cuando esta ley pudiera haberse incumplido solo en un caso, eso no demostraría que el bebé que naciera tuviera ningún poder divino. Así pues, y como suele suceder, la religión despierta sospechas porque trata de demostrar demasiadas cosas. Por analogía inversa, el sermón de la montaña imita al de Moisés en el monte Sinaí y la masa de discípulos representa a los judíos que seguían a Moisés adondequiera que fuera; y, por tanto, para todo aquel que no se fije o no le importe que, como diríamos hoy día, la historia se esté «invirtiendo», la profecía se cumple. En un breve pasaje de un único evangelio (del que se aprovecha el caza-judíos Mel Gibson) se nos indica que los rabinos recuerdan a dios en el Sinaí y que
exigen
realmente que la culpa lavada con la sangre de Jesús recaiga sobre todas las generaciones posteriores: una exigencia que, aun cuando se cumpliera, excedería con mucho la autoridad o el poder de dichos rabinos.