Authors: Christopher Hitchens
Publicado originalmente en la revista
Time
(sin ningún tipo de atribución comprobable), esta presunta afirmación fue citada en una ocasión en un programa de ámbito nacional del famoso portavoz y clérigo católico estadounidense Fulton Sheen y aún continúa en circulación. Como ha señalado el comentarista William Waterhouse, no suenan a palabras de Einstein en absoluto. Para empezar, contiene una retórica demasiado florida. No hace mención alguna a la persecución de los judíos. Y nos presenta al impasible y prudente Einstein como si fuera idiota, ya que afirma haber «despreciado» algo por lo que anteriormente tampoco «sintió jamás ningún interés especial». Hay otra dificultad más, ya que la afirmación no aparece nunca en ninguna antología de textos escritos o comentarios orales de Einstein. Finalmente, Waterhouse consiguió encontrar una carta inédita en los Archivos Einstein de Jerusalén en la que en 1947 el anciano se lamentaba de haber realizado en una ocasión un comentario elogioso de algunos «eclesiásticos»
(no
«iglesias») que a partir de entonces se exageró hasta el punto de volverlo irreconocible.
Todo aquel que quiera saber lo que Einstein
sí
dijo en los primeros tiempos de la barbarie de Hitler puede buscarlo. Por ejemplo:
Confío en que las condiciones de prosperidad regresen a Alemania y que en el futuro no se conmemore simplemente de vez en cuando a sus grandes hombres como Kant y Goethe, sino que los principios que impartieron prevalezcan también en la vida pública y en la conciencia general.
Queda bastante claro con esto que él inscribió su «fe», como siempre, en la tradición de la Ilustración. Quienes pretendan tergiversar las palabras del hombre que nos brindó una teoría alternativa del cosmos (así como las de aquellos que permanecieron callados o aún peor mientras sus compatriotas judíos estaban siendo deportados y exterminados) dejan traslucir los escozores de su mala conciencia.
Si pasamos ahora al estalinismo soviético y chino, con su exorbitante culto a la personalidad y su depravada indiferencia hacia la vida y los derechos humanos, no podemos confiar en encontrar demasiadas intersecciones con religiones preexistentes. Para empezar, la Iglesia ortodoxa rusa había sido el pilar principal de la autocracia zarista, mientras que se consideraba al propio zar como el jefe formal de la fe y un tanto superior a un ser meramente humano. En China, las iglesias cristianas se identificaban abrumadoramente con las «concesiones» extranjeras arrancadas por las potencias imperiales, que en primera instancia fueron algunas de las causas principales de la revolución. Con esto no pretendemos justificar o disculpar la matanza de sacerdotes y monjas ni la profanación de iglesias (del mismo modo que no deberíamos disculpar la quema de iglesias y el asesinato de clérigos en España durante la batalla de la República española contra el fascismo católico), pero la prolongada vinculación de la religión con el poder secular corrupto ha supuesto que la mayoría de las naciones tengan que atravesar al menos por una fase anticlerical, desde Cromwell pasando por Enrique VIII, la Revolución francesa o el Risorgimento italiano; y en las condiciones de guerra y colapso que se dieron en Rusia y China estos interludios fueron excepcionalmente brutales. (Yo añadiría, no obstante, que ningún cristiano riguroso debería confiar en la restauración de la religión
tal como era
en ninguno de los dos países: la Iglesia de Rusia fue la protectora del régimen de servidumbre y autora de los pogromos antijudíos, y en China los misioneros y los comerciantes y propietarios de concesiones más avariciosos eran cómplices en el delito.)
Lenin y Trotski fueron sin duda unos ateos convencidos de que las ilusiones de la religión podían erradicarse mediante medidas políticas y que, mientras tanto, las propiedades obscenamente suntuosas de la Iglesia podrían expropiarse y nacionalizarse. Entre las filas bolcheviques, al igual que entre las jacobinas de 1789, también había quien consideraba que la revolución era una especie de religión alternativa con vinculaciones con los mitos de la redención y el mesianismo. Para Iósiv Stalin, que se había educado para el sacerdocio en un seminario de Georgia, todo este asunto era en última instancia una cuestión de poder. «¿Cuántas divisiones acorazadas tiene el Papa?», preguntó tontamente, como es bien sabido. (La verdadera respuesta a este zafio sarcasmo era: «Más de las que crees».) Stalin repitió entonces con pedantería la rutina papal de hacer que la ciencia se ajustara al dogma, a base de insistir en que el chamán y el charlatán Trofim Lisenko había desentrañado la clave de la genética y prometía cosechas extraordinarias de verduras sometidas a estimulación especial. (Como consecuencia de esta «revelación» murieron de trastornos abdominales persistentes millones de inocentes.) Cuando su régimen adquirió un tinte más nacionalista y estatista, este César al que se encomendaban debidamente todos los asuntos se ocupó de mantener al menos una Iglesia títere que pudiera adherir su tradicional atractivo al suyo propio. Esto fue especialmente cierto durante la Segunda Guerra Mundial, cuando se abandonó la «Internacional» como himno ruso y fue sustituido por una especie de cantoral propagandística con la que se había derrotado a Bonaparte en 1812 (esto en una época en la que los «voluntarios» de varios estados fascistas europeos estaban invadiendo territorio ruso bajo el estandarte sagrado de una cruzada contra el comunismo «ateo»). En un pasaje muy poco mencionado de
Rebelión en la granja,
Orwell hace que el cuervo Moisés, defensor a graznidos durante mucho tiempo de la existencia de un cielo más allá del firmamento, regrese a la granja y predique a las criaturas más crédulas después de que Napoleón haya vencido a Bola de Nieve. Esta analogía con la manipulación de Stalin de la Iglesia ortodoxa rusa fue, como siempre, bastante literal. (Los estalinistas polacos de posguerra habían recurrido en buena medida a esa misma táctica legalizando una organización católica ficticia llamada
Pax Christi
y asignándole escaños en el Parlamento de Varsovia, para satisfacción de otros compañeros de viaje comunistas católicos como Graham Greene.) La propaganda antirreligiosa en la Unión Soviética adquirió el tinte materialista más banal: la capilla de Lenin tenía vidrieras, mientras que en el museo oficial del ateísmo se ofrecía el testimonio de un astronauta ruso que no había visto ningún dios en el espacio exterior. Esta estulticia manifestaba al menos tanto desprecio por los palurdos crédulos como cualquier otro icono capaz de obrar maravillas. Como dijo el gran premio Nobel polaco Czesław
Miłosz
en su obra antitotalitaria clásica
El pensamiento cautivo,
publicada por primera vez en 1953:
He conocido algunos cristianos, muchos de los cuales fueron amigos míos
—
polacos, franceses o españoles
—
, que en materia política se adherían estrictamente a la ortodoxia staliniana, haciendo tan solo algunas reservas interiores que les permitían creer en una intervención rectificadora de Dios después de la ejecución de las sentencias sangrientas por los plenipotenciarios de la Historia. Llevaban el razonamiento bastante lejos: el desarrollo histórico se cumple según leyes inmutables que existen por la voluntad de Dios: una de esas leyes es la lucha de clases; el siglo XX es el de la lucha victoriosa del proletariado, dirigido en sus combates por el Partido Comunista; como Stalin es el jefe del Partido Comunista, es el ejecutor de la ley histórica, lo que quiere decir que actúa según la voluntad de Dios y que se le debe obediencia; la renovación de la humanidad solo es posible según los preceptos aplicados a través de toda Rusia, y por esto un cristiano no puede ponerse en contra de la única idea
—
cruel, es cierto
—
que creará en el planeta entero un tipo humano superior. Este razonamiento suelen emplearlo en sus sermones eclesiásticos que son instrumentos dóciles del Partido. «Cristo es el hombre nuevo. El hombre nuevo es el hombre soviético. Por lo tanto, Cristo es el hombre soviético», declaró el patriarca rumano Justiniano Marina.
Hombres como Marina fueron sin duda detestables y patéticos; detestables y patéticos al mismo tiempo, pero eso no es peor en principio que los innumerables pactos alcanzados entre la Iglesia y el imperio, la Iglesia y la monarquía, la Iglesia y el fascismo y la Iglesia y el Estado, todos los cuales se justificaban mediante la necesidad de que los fieles establecieran alianzas temporales en aras de fines «más nobles» al tiempo que se rendían al César (la palabra de la que procede «zar») aun cuando este fuera «ateo».
A un politólogo o un antropólogo no le resultaría muy difícil reconocer lo que los editores y colaboradores del libro
The God That Failed
formularon con una prosa laica tan inmoral: en unas sociedades que ellos consideraban saturadas de fe y superstición, los absolutistas comunistas no negaban tanto la religión cuanto pretendían
sustituirla.
Esta elevación de líderes infalibles que eran una fuente de infinita munificencia y bendición; la búsqueda permanente de individuos herejes y cismáticos; la momificación de dirigentes fallecidos como iconos y reliquias; los morbosos juicios públicos que provocaban confesiones increíbles sirviéndose de la tortura… nada de esto era muy difícil de interpretar en términos tradicionales. Ni tampoco la histeria durante las épocas de epidemias y hambrunas en las que las autoridades desplegaban una búsqueda enloquecida de cualquier culpable menos el verdadero. (La magnífica Doris Lessing me contó en una ocasión que abandonó el Partido Comunista cuando descubrió que los inquisidores de Stalin habían desvalijado los museos del zarismo y la ortodoxia rusa y habían reutilizado los viejos instrumentos de tortura.) Ni tampoco la incesante invocación de un «Futuro Luminoso», cuya llegada justificaría algún día todos los delitos y disolvería todas las pequeñas dudas. «Extra ecclesiam, nulla salus», como solía decir la antigua fe. «Dentro de la revolución, todo. Fuera de la revolución, nada», como le gustaba subrayar a Fidel Castro. De hecho, en las proximidades de Castro apareció una singular mutación conocida como «teología de la liberación», un oxímoron, según la cual los sacerdotes e incluso algunos obispos adoptaron liturgias «alternativas» que consagraban la absurda idea de que Jesús de Nazaret era en realidad un socialista al corriente del pago de sus cuotas. Mediante una combinación de buenas y malas razones (el arzobispo Romero de El Salvador fue un hombre valiente y de principios, del mismo modo que algunos clérigos nicaragüenses de «comunidades de base» no lo fueron), el papado la catalogó como una herejía. Ojalá hubiera condenado el fascismo y el nazismo con el mismo tono resuelto e inequívoco.
En muy pocos casos, como el de Albania, el comunismo trató de extirpar por completo la religión y proclamar un Estado enteramente ateo. Esto solo desembocó en el culto más extremo a seres humanos mediocres, como el dictador Enver Hoxha, y en bautismos y ceremonias secretas que revelaron el distanciamiento absoluto del pueblo llano con respecto a su régimen. En la argumentación laica moderna no hay nada que insinúe siquiera la posible prohibición de la observancia religiosa. Sigmund Freud estaba bastante en lo cierto cuando en
El porvenir de una ilusión
describía el impulso religioso como algo esencialmente imposible de erradicar hasta que la especie humana venza su miedo a la muerte y su tendencia al pensamiento ilusorio, o a menos que ambas cosas sucedan. Ninguna de ambas circunstancias parece muy probable. Todo lo que los totalitarismos han demostrado es que cuando se reprime el impulso religioso, la necesidad de rendir culto a algo puede adoptar formas más monstruosas incluso. Esto no necesariamente es un piropo para nuestra tendencia a rendir culto.
En los primeros meses de este siglo hice una visita a Corea del Norte. Allí, contenida en un cuadrilátero de territorio hermético cercado por el mar o por unas fronteras casi impenetrables, hay una tierra absolutamente entregada a la adulación. Todos y cada uno de los instantes conscientes del ciudadano (el súbdito) están consagrados a ensalzar al Ser Supremo y a su Padre. En todas las escuelas resuena eso mismo; todas las películas, óperas y obras teatrales están dedicadas a ello; todos los programas de radio y emisiones televisivas se han rendido a ello. También sucede eso con los libros, las revistas y los artículos periodísticos, en todos los acontecimientos deportivos y en todos los centros de trabajo. Siempre me he preguntado cómo sería tener que cantar alabanzas imperecederas; ahora lo sé. Tampoco se ha olvidado al diablo: el siempre vigilante mal de los extranjeros y los no creyentes es rechazado con una atención perpetua, que incluye momentos diarios dedicados a los rituales en el lugar de trabajo donde se inculca el odio al «otro». El Estado norcoreano nació aproximadamente en la misma época en que se publicó
1984,
y cualquiera podría casi creer que el santo padre del Estado, Kim Il-sung, recibió un ejemplar de la novela y le preguntaron si sería capaz de ponerla en práctica. Sin embargo, ni siquiera Orwell se habría atrevido a hacer que en la novela el nacimiento del Gran Hermano viniera acompañado por presagios y signos milagrosos, como por ejemplo aves que saludaran el glorioso evento emitiendo voces humanas. Tampoco el Partido Interior de
Airstrip One
NDT14
perteneciente a Oceanía, dedicó miles de millones de los tan escasos dólares en una época de una hambruna atroz a demostrar que el ridículo mamífero Kim Il-sung y su patético hijo mamífero Kim Jong-il eran dos encarnaciones de la misma persona. (Según esta versión de la herejía aria tan condenada por Atanasio, Corea del Norte es única por cuanto su jefe de Estado es un hombre muerto: Kim Jong-il es el jefe del partido y del ejército, pero la presidencia la ejerce a perpetuidad su difunto padre, lo cual convierte al país en una necrocracia o mausoleocracia, además de en un régimen al que solo le falta un personaje para tener una Trinidad.) En Corea del Norte no se habla de la otra vida porque no se fomenta la idea de deserción en ninguna dirección, pero contra ello tampoco se afirma que los dos Kim seguirán dominándole a uno una vez que esté muerto. Los estudiosos del tema pueden apreciar con facilidad que lo que tenemos en Corea del Norte no es tanto una forma extrema de comunismo (este término apenas se menciona en mitad de las tormentas de entrega extática) como una forma refinada pero envilecida de confucionismo y culto a los antepasados.