Cogiendo un trozo de cuero marrón se sujetó el cabello y, mirándose en el espejo, murmuró con una perversa sonrisa:
—Diane McLeod…, me las vas a pagar.
Tras coger su espada, bajó con cuidado por la escalera, pero no quería pasar por el salón; si lo hacía, con seguridad su marido la interceptaría al verla con la espada y vestida de aquella manera. Por ello, se asomó por una de las ventanas de la escalera, y después de calibrar que si lo hacía con delicadeza no le pasaría nada a su bebé y que no había nadie que la viera, se lanzó sin percatarse que unos ojos incrédulos la miraban desde no muy lejos. Una vez se levantó, se encaminó hacia las caballerizas, donde Thor al verla resopló. Montó en él y lo espoleó para salir de allí cuanto antes.
En el salón, Niall seguía escuchando a sus hombres, pero realmente no oía de lo que hablaban. Estaba tan ensimismado en sus pensamientos acerca de su mujer que no se dio cuenta de que su fiel Ewen se había sentado a su lado hasta que éste habló:
—Bonito salón, mi señor.
Niall, volviendo en sí, miró a su alrededor, y con una sonrisa, asintió:
—Sí, Gillian ha hecho un buen trabajo.
Ewen se volvió entonces hacia los hombres y, con un movimiento de cabeza, les indicó que se alejaran, y éstos rápidamente lo hicieron.
—Mi señor…
—Ewen, por el amor de Dios, nos conocemos de toda la vida, ¿quieres llamarme por mi nombre? —protestó Niall.
El hombre sonrió y, tras dar un trago de cerveza, dijo:
—¿Puedo preguntarte algo?
—Tú dirás, Ewen —respondió McRae, reclinándose en la cómoda silla y sonriendo.
—¿Dónde está lady Gillian?
Al pensar en su combativa esposa, Niall sonrió.
—Ha subido a descansar. —Y con mofa, confesó—:
—Creo que está tan enfadada conmigo que ha prefirido desaparecer de mi vista a seguir discutiendo. —Aquello hizo reír a Ewen, que, cogiendo una copa, la llenó de cerveza. Después de un largo trago para refrescar su garganta, murmuró:
—¿Estás seguro?
Sorprendido por la pregunta, Niall se incorporó de la silla. —¿Debo dudarlo? —preguntó.
Ewen, con una sonrisa que le dejó paralizado, asintió.
—Creo que tu esposa ha decidido cambiar su descanso por algo más emocionante.
—Al ver que Niall dejaba de sonreír, añadió:
—La acabo de ver tirarse por la ventana de la escalera espada en mano.
—¡¿Cómo?! —exclamó, confundido—. ¡Qué se ha tirado por la ventana y me lo dices tan tranquilo!
—No te preocupes. La altura no era mucha. Como era de esperar, se ha levantado como si nada, ha cogido su caballo y se ha marchado como alma que lleva el diablo.
Niall se había quedado pasmado y le temblaban las piernas. ¿Cómo era posible que Gillian se hubiera lanzado por una ventana? Por todos los santos, podría haberse matado.
—¿Hacia dónde se ha dirigido?
—La he visto coger el camino interior —respondió Ewen con una sonrisa en la boca.
Dando un manotazo en la mesa que movió los platos y las copas, soltó: —Sí…, pero ¿adónde ha ido?
—Yo creo que lo sé —dijo Ewen, sonriendo de nuevo. Niall, cada vez más molesto por aquella conversación, clavó la mirada en Ewen.
—Nos conocemos de toda la vida, y esa risita tuya de «te lo dije» me hace entender que tú sabes algo que yo no sé, ¿me equivoco?
—No, Niall, no te equivocas. —Y acercándose a él le cuchicheó—:
—Y sí, te lo dije. Ewen soltó entonces una carcajada que hizo que varios de sus hombres los miraran.
Pero Niall no tenía ganas de risas y, agarrándole por el cuello como cuando eran niños, le dijo a la cara:
—O me cuentas ahora mismo lo que sabes y dónde está mi impetuosa mujer, o te juro que haré que tu vida sea un infierno.
Ewen, con la diversión aún en su mirada, le explicó lo que sus hombres le habían contado aquella mañana respecto a lo ocurrido aquellos días en el castillo. Niall, sorprendido, dijo mientras ambos se encaminaban hacia los caballos:
—Creo que, como no lleguemos a tiempo, hoy en Escocia más de una se queda.
Cuando Gillian llegó a Dunvengan, su enfado había crecido tanto que la rabia le salía por todos los poros de la piel. Al bajar del caballo pasó primero por la liza y allí vio a Cris luchando con algunos hombres. Ésta, al verla vestida con el pantalón de cuero y con la espada, creyó que venía a entrenar. Pero al ver su gesto intuyó que algo pasaba, por lo que decidió salir y dirigirse a ella.
—Hola, Gillian —la saludó—. ¡Qué alegría verte! —Lo mismo digo, Cris.
—Justamente mañana pensaba ir a visitarte.
—Me alegra saberlo —dijo Gillian sin pararse.
—¿Ocurre algo? Te pasa algo, ¿verdad?
Sin responder continuó caminando hacia la puerta principal del castillo, y Cris, al ver aquella ofuscación, se plantó ante ella y la detuvo.
—Dime ahora mismo qué te ocurre, Gillian.
Conmovida por la mirada de Cris, respondió:
—Vengo dispuesta a matar a esas dos. ¿Dónde están esas malas brujas? Sorprendida, Cris la cogió del brazo y se la llevó a una esquina para hablar con ella.
Nada le habría gustado más que perder de vista a la idiota de su hermanastra y la madre de ésta, pero no quería que su amiga cometiera una imprudencia.
—Vamos a ver, ¿qué ha pasado?
Como un torrente desbocado Gillian comenzó a contarle todo lo ocurrido, excepto su embarazo. Empezó con la discusión con su marido, siguió con la visita de aquéllas a Duntulm con falsas disculpas y malas ideas, continuó por lo que las dos necias habían insinuado sobre que ella retozaba con sus hombres, y terminó sollozando al recordar las palabras de alabanza de su marido hacia Diane y de desprecio hacia ella.
—Venga…, venga, tú y yo sabemos que el tonto de tu esposo lo ha dicho para molestarte.
—¡Cris…, ha puesto en duda mi fidelidad! —gritó, molesta. La joven no supo qué contestar, pero algo le decía que Niall no era tonto, ¿o sí?
—Mira, Gillian. Olvida esa tontería. Nadie en su sano juicio creería semejante barbaridad y, por favor, hazme caso, ¡tú eres mucho más bonita que Diane! Nada le tienes que envidiar, ni siquiera su pelo.
«¡Ja!, salvo que me voy a poner gorda como un tonel, y él seguro que me lo reprochará», pensó con amargura. Pero limpiándose la cara que tenía llena de polvo del camino, dijo:
—Yo le soy fiel. ¿Por qué se empeña en creer que no? Además, ella es una joven muy bonita, ¡es preciosa! Lo que no entiendo es por qué el patán de Niall no se desposó con ella en vez de conmigo. Se ve a la legua que le atrae.
—Que no…, que no —insistió Cris—, que no lo atrae. Que Niall siempre ha intentado alejarse lo máximo que ha podido de ella. Es ella la que nunca ha dado su brazo a torcer desde que lo conoció.
—¡Oh, sí, claro!, y por eso dice que es fascinante, preciosa, cautivadora… En ese momento, las puertas de entrada del castillo de Dunvengan se abrieron y ante ellas apareció una espectacular Diane seguida por su madre. Llevaba un magnífico vestido color crudo. Gillian, tras clavar su mirada en ella, bramó sin que Cris lo pudiera remediar:
—¡Dianeeeeeeeeeeeee!
La muchacha, al escuchar aquel alarido y ver a Gillian andar hacia ella espada en mano, se asustó y, sin pensar en su madre, corrió hacia el interior del castillo.
—Gillian —gritó Cris, andando a su lado—, ¿no irás a matarla? Furiosa, y con la vista clavada en las mujeres, siseó entre dientes: —Cris, no me des ideas.
Más tranquila por aquella contestación, la joven sonrió y, encogiéndose de hombros, dijo, encantada:
—¡Ah!, pues entonces te ayudaré. Vamos a divertirnos. Como si de un huracán se tratase, entró Gillian en Dunvengan seguida por una sonriente Cris. Sin que nadie se interpusiera en su camino, persiguieron a las mujeres, que huían despavoridas delante de ellas.
—Ya pararás, Diane…, ya pararás —voceó Gillian sin importarle cómo la miraban los criados que a su paso se encontraba.
En ese momento, Cris avistó a su padre. Necesitaba quitarlo de en medio, y ella sabía cómo. Con celeridad y determinación, se dirigió hacia él y le indicó que los hombres en la liza exigían su presencia para que les enseñara un par de movimientos magistrales. Orgulloso e hinchado como un pavo, y sin prestar atención a los chilliditos de agobio que proferían su mujer y su hija Diane, el hombre cogió la espada que tenía colgada en la pared del salón y salió a la liza acompañado por su hija. Cris habló con uno de los hombres y le pidió que le entretuviera todo lo que pudiera, y corrió de nuevo junto a Gillian.
En el interior del castillo, Diane y su madre llegaron hasta un pequeño salón y, asustadas, se miraron. Sólo podían huir o bien tirándose por la ventana, algo que dos damas como ellas nunca harían, o saliendo por una de las dos puertas que esa estancia tenía. El problema era que Cris estaba en una y Gillian en otra, y las cerraron tras de sí.
Con una sonrisa en la boca, Cris se apoyó en la puerta, dispuesta a disfrutar de algo que llevaba años queriendo presenciar. Gillian, con la espada en la mano, se plantó ante ellas dispuesta a hacerles saldar sus deudas.
—Madre, ¡haz algo! —gritó Diane, escondiéndose detrás de ella. Gillian sintió vergüenza ajena.
—Vaya, Diane…, veo que eres muy valiente. —Y tomando aire añadió—: Vergüenza debería darte esconderte tras tu madre.
—¡Gillian! —gritó Mery—, ¿qué te propones viniendo así a nuestro hogar? Clavando su fría mirada azul en ella, la hizo temblar.
—¿Qué os proponíais vosotras cuando acudisteis al mío? Al ver que ninguna contestaba, Gillian continuó:
—Ambas sois de la peor calaña de mujer que pueda existir. Sabíais que mi esposo no estaba en casa y fuisteis a mentirme y a engañarme como a una vil tonta deseosa de afecto. ¡Y lo conseguisteis! Pero no contabais con que mis hombres fueran fieles y más inteligentes que vosotras ¡malditas brujas!
Las mujeres se miraron, y Gillian, con la cara contraída, prosiguió:
—Sois unas malditas víboras. Estáis furiosas porque Niall se ha casado conmigo y queríais que mi marido me odiara por haber acabado con lo único que en Duntulm tenía importancia para él. Sabíais que esa mesa y esa silla eran lo único que él tenía de sus padres, ¿verdad?
Diane la miró, y Mery sonrió.
Gillian quiso matarla por su maldad, pero conteniendo sus instintos más salvajes, gritó:
—Sois unas zorras, unas malas mujeres. No teníais bastante y también habéis inventado eso de que me visteis revolcándome con mis hombres en el salón. ¡Mentirosas! Ambas sabéis que eso es mentira.
—Yo no sé si es mentira. Vimos lo que vimos y punto. Si eres tan poco prudente como para hacerlo a la vista de todo el mundo, no tenemos la culpa —siseó Diane—. Además, te lo mereces. Tú me quitaste al hombre que yo quería, y lo voy a recuperar sea como sea.
—Te equivocas, Diane. Niall nunca será tuyo —gritó Cris, molesta al ver tanta maldad en aquellas dos.
—Tú cállate —gritó Mery a su hijastra—. Mi niña se merece ser la señora de Duntulm y no estamos dispuestas a permitir que una McDougall ocupe el lugar que le corresponde a Diane.
—Niall es mi hombre —voceó como una posesa ésta—, y conseguiré que te repudie a ti y al final sólo me desee a mí.
«La mato…, la mato», pensó Gillian, que se abalanzó sobre ella.
—Te voy a arrancar la piel a tiras, maldita mujer, y cuando acabe contigo, nadie te mirará porque serás tan fea que ni los sapos oscuros del bosque te querrán. —Pero Cris se interpuso. La vio tan ofuscada que temió lo peor y la paró.
—¡Suéltame! —gritó Gillian—. A esa malcriada le voy a dar la lección que se merece.
—Nada me gustaría más en este mundo —cuchicheó Cris—, pero me has prometido que no la ibas a matar.
—¿Estás segura de que yo te he prometido eso? Cris, con una divertida mueca, asintió, y Gillian, resoplando, bajó la espada.
—Sólo hay que ver la rabia en tu mirada para saber que Niall te ha despreciado —increpó Diane—. Te ha tratado como lo que eres: nadie para él. Gillian levantó la mano para abofetearla, pero Cris se la sujetó, y le cruzó la cara a su hermanastra con tal tortazo que la propia Gillian se asombró.
—Discúlpame, pero tenía que hacerlo yo. Llevaba años ansiando este momento —suspiró mirándola, mientras Diane lloriqueaba y Mery maldecía. Entonces, Diane cogió fuerzas y empujó a Cris, que en su caída se llevó a Gillian por delante. Ambas cayeron al suelo, pero con rapidez y maestría se levantaron.
—Me las vais a pagar, ¡asquerosas! —bufó Diane—. Sois iguales, de la misma calaña. La vergüenza de vuestras familias.
—No, bonita, tú me las vas a pagar a mí —dijo entre dientes Gillian. Y cogiendo impulso le soltó un derechazo que hizo que la joven cayera hacia atrás ante el grito de horror de su madre.
Cris, sorprendida por cómo la había tumbado, le preguntó:
—¿Quién te ha enseñado a hacer eso?
Gillian, moviendo la mano y con una sonrisa en su rostro, suspiró:
—Fue Megan. Recuérdame que te enseñe la técnica de ese golpe infalible. Ambas rieron.
—¡Christine! —gritó Mery, asustada al ver a su hija sangrar por el labio—. Te ordeno que acabes con esto y vayas a avisar a tu padre ¡ahora mismo!
—Ni lo sueñes, querida madrastra —susurró, desconcertándola—. Llevo toda la vida esperando ver algo así y ahora, pase lo que pase, lo estoy disfrutando.
—¡Christine! —berreó Diane—. Tu deber es ayudarnos.
—¿Ayudarte yo a ti? —se mofó Cris.
—¡Eres de los nuestros! —gritó Diane.
Pero Cris soltó una carcajada que hizo que Gillian sonriera. —Querida Diane —respondió—, llevo toda mi vida cargando con el sambenito de que tú eres infinitamente mejor que yo; por ello, y como tú eres más lista, más guapa, más sensata y el orgullo de tu madre…, apáñatelas como puedas porque yo no pienso ayudarte. Te recuerdo, so mema, que tú nunca has querido que fuera de los vuestros. ¡Ah!, y por cierto —agregó, mirando a su madrastra—, que sepas que tu preciosa y virginal Diane, lo que tiene de preciosa lo tiene de poco virginal; si no, habla con el herrero de los McDougall de Skye. Creo que él, o quizá antes otro, se llevó su virginidad.
Sorprendida, Mery miró a su hija.
—Diane…
Con las uñas hacia fuera como una gata, Diane se lanzó hacia su hermana. —¡Arpía! Estás loca como ella —dijo, señalando a Gillian—. Tú deshonras a nuestro clan, tú y sólo tú. Acabaré contigo. Haré que nuestro padre te repudie y te encierre en una abadía, y si no lo hace, yo misma te mataré porque te odio.