Tras pasar por la habitación donde estaba Brendan, coger su talega y pedirle a Susan que no le dejara solo ni un segundo, se tocó el vientre con cariño y corrió escaleras abajo. Salió por la puerta principal de la fortaleza y se encaminó a las destartaladas cuadras. Cuando montó en
Hada
, su yegua, unas sombras se acercaron a ella. Eran Donald, Aslam, Liam y algún otro hombre más.
—¿Qué hacéis vosotros aquí? —preguntó, desconcertada.
—Acompañaros —respondió Donald—. Cuando os vi la cara, milady, supe que nada os retendría para ir hasta Dunvengan.
—Iremos con vos lo queráis o no —apostilló Aslam, y cuando Gillian fue a hablar, Liam se le adelantó y dijo:
—Es nuestro deber, milady. Además nuestro señor así lo querría. Eso la hizo reír.
—Vuestro señor lo que querrá será matarme cuando se entere. Los
highlanders
se miraron divertidos y, con una socarrona sonrisa, Donald le aseguró:
—No, milady. Nosotros no se lo permitiremos. Ocultos por las sombras de la noche, se encaminaron en una alocada carrera hasta el castillo de Dunvengan.
Cuando llegaron a los alrededores, Donald, conocedor de los mejores caminos, tomó las riendas de la situación y ordenó a algunos de sus compañeros que vigilaran el lugar.
—Dejaremos aquí los caballos, milady. Es mejor que vayamos andando, para que nadie nos oiga.
—De acuerdo —asintió ella.
Una vez que se alejaron de los caballos, anduvieron con cuidado a través de un frondoso bosque lleno de viejos y retorcidos robles. Entonces, Donald les ordenó que se detuvieran y, poniéndose dos dedos en la boca, hizo un sonido suave pero intenso. Segundos después, oyeron el mismo sonido, y Donald dijo:
—Vamos, tenemos camino libre. Rosemary nos espera. Sorprendida, Gillian preguntó:
—¿Sabías que íbamos a venir?
Donald, con una sonrisa, asintió.
—Sí, milady, ya os conozco.
Llegaron hasta una pequeña puerta que daba acceso a las cocinas del castillo. Allí una bonita e inquieta Rosemary les apremió con la mano para que entraran y cerró con cuidado la portezuela.
—Gracias, Rosemary —agradeció Gillian, tomándola de las manos. La muchacha, con gesto cariñoso, sonrió.
—No debéis darme las gracias, milady. Yo también aprecio mucho a la señorita Christine y os ayudaré en todo lo que necesitéis. Lo único que os pido a cambio es marchar a Duntulm con vos. Cuando se enteren de lo ocurrido, rápidamente sabrán que yo os ayudé y…
—Nunca permitiré que te ocurra nada, Rosemary —aclaró Donald.
—Ni yo tampoco —añadió Gillian—. Por ello vendrás con nosotros a Duntulm.
—¡Oh, gracias, milady! —sonrió la muchacha mirando a Donald, que asintió, aliviado.
Gillian al ver cómo aquellos dos tortolitos se tomaban de la mano esbozó una sonrisa, pero no había tiempo que perder y preguntó:
—Rosemary, ¿sabes cómo podemos llegar hasta ella para sacarla de aquí? —Sí, milady. Lo que no sé es cómo quitarnos a los guardianes de encima para sacarla de las mazmorras.
En ese momento, Gillian, con una triunfal sonrisa, les enseñó su talega, y mirándolos con una mueca que les hizo sonreír, dijo:
—Tranquila, yo sí.
Aquella noche, tras echar en la cerveza de los carceleros los polvos que Gillian le había dado a Rosemary, éstos se desplomaron como ceporros. Sin dudar ni un solo segundo, aquel pequeño grupo llegó hasta Cris, que, al verlos, lloró de agradecimiento. Una vez que abrieron la cerradura, la joven, angustiada, murmuró:
—Gillian, nos han descubierto… ¡Ya saben lo nuestro! —Lo sé, Cris…, lo sé.
Desconcertada y muy nerviosa, susurró:
—He de encontrar a Brendan. Mi padre y algunos guerreros lo hirieron y, ¡oh, Dios, estoy tan preocupada!
Echándole una capa por encima para caldear su frío cuerpo, Gillian contestó:
—Tranquila. Brendan está en Duntulm.
Controlando un sollozo, Cris se tapó la boca con las manos. —¿Cómo está? ¿Está bien? —preguntó.
Mirando a su amiga y maldiciendo por lo que había tenido que pasar, respondió:
—Tranquila aunque Brendan está malherido, sobrevivirá. Pero te digo una cosa, prepárate porque lo que se avecina va a ser muy difícil y no sé cómo va a terminar. Y al igual que habían llegado, se marcharon como sombras a toda carrera hacia Duntulm.
A la mañana siguiente, Gillian estaba agotada y, antes de salir de su habitación, vomitó en varias ocasiones. El esfuerzo de la noche anterior y su embarazo no eran compatibles. Se sentía fatal. No tenía fuerzas ni para mantenerse en pie. Y cuando Donald fue a avisarla de que llegaba Connor McDougall, el padre de Brendan con su ejército, se sintió morir. Pero aferrando su espada salió al exterior del castillo a esperarlos. Era su obligación.
—Milady, no os preocupéis. No estáis sola —la tranquilizó Donald, posicionándose a su lado, junto a los escasos guerreros que habían quedado en el castillo.
De pronto, Aslam corrió hacia ella y, con gesto contrariado, le susurró:
—Milady, no os asustéis por lo que los voy a decir, pero acabo de ver al padre de la señorita Christine, Jesse McLeod, coger el camino que viene hacia Duntulm. —Cuando Gillian oyó aquello, una arcada le vino a la boca, y sin que pudiera evitarlo se separó de los hombres y vomitó. La cosa no podía ir peor.
—¿Qué os ocurre, milady? —preguntó Donald, preocupado.
—¡Ay, Donald! —se lamentó aterrada, intentando mantener sus fuerzas—, creo que Niall se va a enfadar mucho cuando regrese y no vais a poder evitar que me mate.
—No digáis eso, mi señora —respondió el
highlander
. Pero ella prosiguió al recordar lo que su marido le había dicho.
—¡Por todos los santos!, he conseguido con mis actos lo que él nunca ha deseado: traer la guerra a Duntulm y a los dos enemigos de Skye a sus tierras para luchar. Me matará.
Entonces, los
highlanders
se miraron y no pudieron decir nada. Su señora tenía razón. Y estaban seguros de que cuando el laird regresara y se encontrara con aquel desaguisado, tronaría la isla de Skye. Pero nada se podía hacer ya.
Gillian, con los nervios a flor de piel y arropada por sus escasos guerreros, esperaba, espada en mano y con una actitud desafiante, a que aquellos dos poderosos clanes, los McLeod y los McDougall, llegaran hasta las puertas del castillo de Duntulm.
Sin apenas respirar, observó el gesto ceñudo de los líderes de aquellos hombres y cómo se miraban entre ellos.
«Esto va a ser una masacre», pensó mientras sujetaba con fuerza su espada a un costado de su cuerpo.
Cuando los hombres se pararon ante ella, el primero en gritar fue el padre de Brendan, Connors McDougall, que lanzándose de su caballo, bramó, colérico:
—¿Dónde está mi hijo? Sé que está aquí. Quiero verlo. Tras conseguir despegar la lengua del paladar, Gillian alzó el mentón y respondió con un bramido, mientras echaba la cabeza hacia atrás: —McDougall, ¿dónde está vuestra educación? El hombre la miró con desprecio y no respondió. Pero ella no se amilanó y habló de nuevo:
—Estáis en mis tierras y lo mínimo que podéis hacer cuando llegáis a un hogar que no es el vuestro es saludar.
El fornido
highlander
, tras resoplar, la miró y preguntó:
—¿Dónde está vuestro esposo? Quiero hablar con él, no con una mujer.
—Siento deciros que no está. Por lo tanto —siseó con una mueca seca—, tenéis dos opciones: hablar conmigo aunque sea una mujer, o coger vuestros guerreros y salir de mis tierras antes de que ocurra algo que a vos no os agrade.
Los guerreros McDougall, al oír reír a su jefe, se carcajearon, hasta que aquél dijo:
—La insolencia en una mujer es algo que me desagrada, y mucho.
—La insolencia en un hombre es algo que me desagrada aún más —replicó Gillian, sorprendiéndole a él y a todos.
Pero Connors McDougall, disgustado y sin dejarse amilanar por aquella menuda mujer, dio un paso al frente y gritó:
—Quítate de en medio, si no quieres tener problemas conmigo. Gillian, al notar el desprecio en su voz, levantó la espada con mano firme y, poniéndosela en el cuello, le espetó en un tono muy amenazador: —Si dais un paso más, os mato. Y si volvéis a menospreciarme como lo acabáis de hacer también. Vuestro hijo está aquí. Está descansando, y no me apetece que entréis a enturbiar su descanso.
—Laird McDougall —siseó Donald—, no se acerque más a mi señora, o tendremos que tomar medidas.
En ese momento, a Gillian se le puso la carne de gallina pues se oyó el silbido de cientos de hojas de acero de los McDougall al desenvainar. Aquello pintaba mal.
Aprovechando la confusión, el padre de Cris, Jesse McLeod, desmontó y tan ofuscado como el otro laird anduvo hacia ella, gritando:
—Debo suponer que Christine, esa mala hija, también está aquí descansando con el McDougall. Porque si es así, os juro, mujer, que tanto ella como vos vais a tener un grave problema conmigo.
«Si sólo fuera contigo…», pensó Gillian.
Y con una rapidez que dejó a todos perplejos pasó su espada del cuello de McDougall al de McLeod, y con la misma furia de momentos anteriores, espetó:
—Si se os ocurre tocarme a mí, a vuestra hija, a mis hombres o a cualquier persona que esté en mis tierras, sea McDougall, irlandés o normando, os juro por Dios que os arrepentiréis de haberme conocido.
Jesse McLeod se quedó tan petrificado por aquella fiereza como minutos antes el otro laird.
—Señor, por favor —pidió Aslam con fingido respeto—, alejaos de mi señora, o tendré que cargar contra vos.
De nuevo, sonó el silbido de cientos de espadas que desenvainaron los McLeod. Aquello pintaba peor.
«Hoy morimos todos, pero aun así cuando me coja Niall, me rematará», se dijo Gillian, cuya dura mirada no delataba el nerviosismo que sentía.
Cuando el padre de Brendan se fue a mover, las espadas de Donald y Liam lo impidieron. Nadie se acercaría a su señora sin haber probado antes su acero. De pronto, la puerta principal del castillo se abrió y aparecieron ante todos un maltrecho Brendan y una ojerosa pero orgullosa Cris. Ambos cogidos de la mano y empuñando sus espadas.
Connors McDougall, al ver a su hijo en aquella situación, blasfemó y vociferó:
—¿Quién te ha hecho eso, Brendan?
Pero antes de que el joven contestase, el padre de Cris se jactó de ello.
—Debí matarlo cuando le vi besando a mi hija. Aquella revelación hizo que Connors blasfemara y, con gesto descompuesto, miró a su hijo y gritó:
—¿Qué es lo que dice el maldito McLeod? ¿Qué hacías tú con su hija? —Brendan, pese al dolor, se irguió todo lo que pudo, y ante todos dijo alto y claro:
—Padre, amo a Christine McLeod y voy a desposarme con ella, lo quieras tú o no.
—¡Nunca! —gritaron al unísono ambos padres.
—Vaya…, por fin estáis de acuerdo en algo —se mofó Gillian, pero al ver sus fieros gestos calló.
La tensión subía por momentos, los guerreros McLeod, McDougall y McRae se miraban con desconfianza, mientras todos empuñaban sus espadas, dispuestos a que aquello se convirtiera en una terrible carnicería a las puertas del castillo de Duntulm.
—Padre —gritó Cris—. Lo que ha dicho Brendan es cierto. Nos amamos y…
—¡Cállate, Christine! ¡Me avergüenzas! —repudió su padre—. Haz el favor de venir aquí y separarte de ese…, ese… McDougall, si no quieres que yo mismo vaya y te arrastre con mis propias manos.
A modo de reacción, Brendan agarró con fuerza a Cris de la cintura. Aquel gesto les dejó claro a todos que ella no se movería de allí. Todos comenzaron a chillar a cuál más alto, y Gillian, incapaz de continuar, se subió en un banco y gritó todo lo fuerte que pudo:
—Lo realmente vergonzoso es lo que estáis ocasionando. Vuestros hijos se han enamorado. ¿Dónde está el delito?
—¡Por todos los santos! —vociferó Connors, incapaz de pensar con claridad—. ¿Acaso ignoráis la rivalidad que existe entre nuestros clanes?
Gillian iba a contestar, pero Cris se adelantó:
—Padre, estoy embarazada y Brendan McDougall es el padre. Se oyeron murmullos aquí y allá, y Gillian, volviéndose sorprendida hacia su amiga, le cuchicheó:
—¡Anda, como yo!
—¿Estás embarazada, Gillian? —le preguntó Cris, atónita. «¡Maldita sea mi boca!», pensó al darse cuenta de cómo Cris y sus propios guerreros la miraban. Pese a todos, dijo con rapidez y una sonrisa tonta:
—Sí, y no me mires así. Pensaba decírtelo en cuanto tuviera ocasión. —Y volviéndose hacia los padres de los dos gritó—: La rivalidad que existe entre vuestros clanes es algo que debe acabar. Estoy segura de que por esa lucha absurda mucha gente ha perdido la vida, y creo que ha llegado el momento de que esto acabe.
—Pero qué dice esta mujer —se quejó Jesse McLeod.
—Pensadlo —continuó ella—. La paz podría llegar gracias a Brendan y Cris. Se quieren y están esperando un bebé. ¿No creéis que ese niño se merece algo mejor que nacer en medio de una lucha que seguro que a él no le agrada? Ambos seréis su familia, y ¿qué queréis, que os odie a todos?
Los lairds se quedaron callados. La rivalidad entre esos dos clanes existía desde antes de que nacieran sus abuelos.
—Padre, Gillian tiene razón. Desde que nací sólo he oído hablar de luchas, rivalidades y desencuentros con los McLeod. Pero eso es algo que debe acabar. Los tiempos han cambiado, y juntos, ambos clanes, hemos luchado contra los ingleses y nos hemos respetado y ayudado. ¿Por qué una vez acabada la guerra debemos retomar esta absurda lucha que muchos no queremos?
—Ése es el mejor discurso que he oído en años —dijo de pronto la voz profunda de Niall, sorprendiéndolos—. Ahora bien, os ruego que deis la orden a vuestros guerreros para que envainen sus espadas. Aquí, en mis tierras y ante la puerta de mi hogar, nadie va a luchar.
Estaban tan enfrascados en aquella contienda que nadie se había dado cuenta de que un furioso Niall y sus hombres se acercaban.
Gillian, al ver a su marido, quiso morir. Su mirada exasperada se lo decía todo. Pero bajándose del banco y sin dar un solo paso atrás, esperó a que él desmontara y se posicionara a su lado. Con mano izquierda y una increíble paciencia, Niall escuchó todo lo que los McLeod y los McDougall le tenían que reprochar. Y tras convencerlos de que pasaran al salón de su hogar para hablar, miró a su mujer y siseó con dureza: