De nuevo, unos golpes en la puerta atrajeron su atención. Incrédula, Gillian abrió y se encontró a muchos más guerreros.
—Vamos a ver, ¿pensáis pasaros toda la noche llamando a mi puerta? —preguntó con una sonrisa.
—Sí, hasta que nuestra señora esté cómoda —le aclaró Donald, haciéndose oír. Gillian no supo qué decir.
—Disculpad, milady, no queremos molestaros, pero hemos pensado que dormiríais mejor en un jergón limpio y seco. —Ella sonrió—. Si nos lo permitís, nos llevaremos el viejo y mojado, y dejaremos éste —insistió Donald.
Con una mirada de agradecimiento infinito, Gillian se tapó la boca. Estaba a punto de llorar.
«¡Oh, Dios!, el embarazo me está haciendo comportarme como una llorona», pensó, emocionada.
—Milady, hemos visto que tenéis goteras —dijo Liam desde la puerta—. Si no os ocasionan muchas molestias los golpes, nosotros intentaremos acabar con ellas rápidamente.
Sobrecogida por cómo aquellos guerreros se preocupaban por ella, asintió. Y cuando sus ojos se cruzaron con Ewen, el hombre de confianza de su marido, y éste le guiñó un ojo y sonrió, ella turbada le correspondió.
Sin perder tiempo y bajo una lluvia torrencial, aquel ejército de hombres comenzó a cubrir con nuevas piedras y paja seca el techo de la cabaña, y las goteras, una a una fueron desapareciendo, mientras Donald y los otros dos sacaban el costroso colchón mojado. Tras colocar paja seca en el suelo y encima un par de mantas, pusieron el jergón. Tras aquello el trasiego de
highlanders
no cesó, y Gillian decidió no cerrar la puerta. Le trajeron una silla nueva, copas y platos limpios, y una gran provisión de mantas, cerveza, agua y tortas secas de harina.
Sentada al lado del fogón, Gillian sonrió al quedarse sola. Aquella cabaña iluminada, calentita y acogedora que tenía ante ella no parecía la misma que había ocupado esa misma noche. Cuando se aseguró de que los
highlanders
se habían marchado a dormir, por fin cerró la puerta y se acostó. Estaba agotada. El día había sido muy largo y con demasiadas emociones nada agradables. Oyendo el sonido del viento y la lluvia, que cada vez golpeaba con más fuerza en las piedras de la cabaña, se
El sonido seco y fuerte de un trueno la sobresaltó. Al incorporarse, aterrada, algo grande y con peso le cayó en la cara, y le causó un dolor tremendo. Asustada, gritó e intentó levantarse con la poca luz que daban los rescoldos del fogón, pues las velas ya se habían apagado. Sin embargo, se tropezó con una de las mantas y volvió a chillar al caer estruendosamente contra su baúl.
De pronto, la puerta de la cabaña se abrió, y entró una figura oscura, enorme y empapada que la volvió a asustar. Chilló de nuevo.
—Gillian, por el amor de Dios, ¿qué te ocurre? Era Niall, que, sin ella saberlo, llevaba toda la noche apostado en su puerta, martirizado porque su mujer durmiera allí. Al oír su voz, le reconoció, e intentando quitarse el agua que le corría por la cara gritó histérica:
—¡Prende una vela! ¡Prende una vela! Quiero…, quiero luz. Con rapidez, él cogió de encima de la mesa una vela y, tras acercar la cera al casi apagado fogón, ésta prendió. Niall se volvió para mirarla y se quedó helado. Vociferó:
—¡Dios santo, Gillian!, ¿qué te ha pasado?
Sin entender a lo que se refería, la joven se pasó la mano de nuevo por la cara. Debía de tener una gotera justo encima.
—No…, no sé qué me ha pasado. Un trueno me ha despertado, y luego un golpe en la cara y… —Al ver que él se arrodillaba ante ella, echándose hacia atrás, gritó—: ¡No me toques, McRae, o te salto un ojo!
Colérico por el estado en que se encontraba su mujer, bramó con cara de pocos amigos, mientras veía cómo goteaba sangre por aquel dulce rostro.
—¡Maldita sea, Gillian, deja de decir tonterías y no te muevas! Pálido como la misma cera, la agarró, y ella gritó cuando al revolverse vio su camisola blanca empapada de sangre. En ese momento, ella se quedó paralizada y gritó:
—¡Ay, Dios, Niall! Creo…, creo que ¡estoy sangrando!
—No me digas —rugió, mirándola con detenimiento. Llevándose las manos a la cabeza, Gillian recordó el golpe y el dolor que había sentido en la cara minutos antes, y al mirar el jergón, vio la portezuela de madera del ventanuco y lo entendió todo. En ese momento, Ewen y Donald llegaron hasta ellos; habían oído gritar a Gillian, y se quedaron petrificados en la puerta mirándolos.
Con decisión, Ewen entró en la cabaña y preguntó:
—Milady, ¿qué os ha pasado?
Gillian fue a responder, pero Niall, malhumorado, empapado y agobiado por verla en aquella situación, ordenó en tono irritado mientras tiraba de unas mantas:
—Ve y avisa a Susan. Dile que necesito que suba a mi habitación. —Ewen asintió—. También necesitaremos agua hervida y paños limpios.
Ewen y Donald partieron con rapidez para cumplir la orden, mientras Niall, sin hablar con ella, comenzaba a enrollarla en un par de mantas.
—Se puede saber qué estás haciendo, McRae. Pero Niall no contestó, y cogiéndola en brazos, salió al exterior de la cabaña.
Arropándola con su cuerpo, la llevó hasta el castillo. Una vez allí subió hasta su habitación, y cuando llegó a la cama, la soltó. Gillian estaba tan mareada que se sentó y no protestó mientras él se movía por la estancia a toda velocidad. Con aire inquisidor, le levantó la barbilla para mirar los daños, y respiró aliviado al ver que el goteo de sangre parecía disminuir.
Cogiendo una silla se sentó frente a ella y, tras mojar un trozo de tela en una palangana con agua, le asió la mandíbula con una mano, mientras con la otra comenzaba a limpiarle la sangre seca de la cara. Sin que pudiera evitarlo, Gillian lo miró. Parecía concentrado en lo que hacía.
—¡Aaay! —protestó al notar dolor.
En ese instante, él se paró. El ojo de ella se cerraba por momentos, y con decisión, continuó limpiando con cuidado el resto del rostro. Estaba tan enfadado consigo mismo por lo que había ocurrido que no podía ni hablar.
—¡Aaay! —volvió a quejarse ella, y él le clavó de nuevo su mirada. Entonces, unos golpes sonaron en la puerta, y Ewen apareció acompañado por Susan, que al mirarla se llevó las manos a la boca, asustada.
«¡Por Dios, qué exageración por un poco de sangre!», pensó la herida. Con celeridad, Niall se levantó de la silla y, mirando a la mujer, le pidió:
—Susan, mi esposa necesita que le cierres con unos puntos la herida que se ha hecho encima de la ceja. Creo que si no se la cosemos no cicatrizará bien. —«¿Puntos? ¿Cosemos? Pero ¿qué quiere hacerme este bestia?», se dijo, alarmada.
Y levantándose con rapidez, dijo:
—De eso nada. ¡Yo no necesito que nadie me cosa nada! Heridas como ésta me he hecho muchas en mi vida, y nunca he necesitado que nadie me diera puntos. Por lo tanto, Susan, gracias por acudir. Eres una magnífica mujer y te quiero mucho, pero no necesito que claves tus agujas en mí.
Niall, sin pestañear, musitó:
—Susan, ve preparando lo que necesites.
La mujer asintió, y sin mirar a una malhumorada Gillian, fue hasta la mesilla que ésta había comprado y comenzó a sacar cosas de su talega.
Ewen, al ver cómo se miraban el laird y su esposa, intentó hablar: —Milady, yo creo que…
—¡No! —le cortó ella con rapidez.
Susan, al ver al laird impacientarse, intentó mediar.
—Milady, os prometo que no os dolerá.
—¡Qué no, Susan, que no! —volvió a decir cada vez más histérica. Niall, incrédulo por cómo ella miraba de reojo las agujas que Susan pasaba por el fuego, lo entendió. Gillian tenía pánico a las agujas, pero no lo quería decir. Aquello le hizo gracia. Su valiente y guerrera mujer no temía al acero con el que peleaba, pero sí a que una pequeña aguja taladrara su piel.
Sólo conocía un método para que ella accediera a curarse. Retándola. Por ello, tras cuchichear con Ewen y éste salir por la puerta, miró a su mujer y dijo:
—Estás temblando. Toma, ponte esta bata, te hará entrar en calor. —No.
—Gillian… —protestó, cansado.
—¡Qué no!
—¿Pretendes decir a todo no? —replicó.
—No —contestó. Pero al ver que aquél curvaba las comisuras de su boca, murmuró—: Antes quiero…, me gustaría quitarme la camisola sucia.
Ver a Susan con aquello en la mano comenzaba a marearla. Niall, consciente de que Gillian perdía el color por momentos, se interpuso entre Susan y ella, y la levantó sin esfuerzo; la ayudó a quitarse la camisola manchada de sangre y, sin fijar su vista en aquel bonito cuerpo, le puso la bata. Antes de cerrársela, durante unos instantes se le quedó mirando la cintura. Un bebé crecía en su interior, y le atenazó la amargura. Una vez que le cerró la bata, la volvió a sentar y ella murmuró, tiritando:
—Gracias.
Aquel gesto lo hizo sonreír, pero no pudo mover ni un solo músculo de la cara para demostrárselo. Y sentándose en la silla que había frente a ella, dijo:
—Gillian, tu herida es demasiado profunda y fea, y necesita ser cosida. —Ella fue a protestar, pero él, poniéndole un dedo en la boca, la silenció—. No es agradable para nadie curar este tipo de heridas, pero tú me has demostrado que eres valiente como un guerrero escocés, que no se amilana ante nada, ¿o acaso me vas a decir que no?
Iba a replicar cuando se oyó un golpe en la puerta. Cuando se abrió aparecieron varios de sus hombres, entre ellos Ewen, que con rapidez le entregó a Niall una copa. Éste, volviéndose hacia su pálida mujer, se la tendió.
—Bebe. Te sentará bien.
—No.
—Bebe, Gillian. Templará tus nervios —insistió. Pero Gillian sólo podía vigilar los movimientos de Susan, que desde hacía un rato esperaba a que su laird le indicara que podía empezar.
—Milady, no os dolerá si os cose aún en caliente —murmuró Donald.
—Mejor ahora que cuando la herida se enfríe. Hacednos caso —le aconsejó Aslam.
Gillian, horrorizada y cada vez más asustada, miró a Susan y a su marido Owen, y tras dar un sorbo a la copa, susurró arrugando la nariz.
—¿Cómo sabéis que no me dolerá?
Niall dio una orden con la mirada, y los hombres se quitaron las camisas y le enseñaron a Gillian terribles marcas de espadazos en sus torsos y espaldas.
—Milady, no existe ni un solo guerrero sin cicatrices —musitó Ewen al ver la cara de espanto de ella.
—Os aseguro que mi mujer —añadió Owen— tiene dulces manos y nos os causará dolor.
Impresionada por las lesiones de los guerreros, se sintió ridícula y tonta por montar la que estaba montando por un pequeño corte en la ceja. Y como Niall había imaginado, tomándose de un tirón el resto de la copa, dijo, mirando a Susan:
—De acuerdo, hagámoslo.
Niall se levantó rápidamente de la silla para dejar que la mujer se sentara ante Gillian. Los
highlanders
, al ver su propósito cumplido, se dieron la vuelta y, tras cruzar una mirada con su laird, salieron por la puerta.
Susan, viendo cómo su señora miraba a su marido caminar hacia la puerta, le susurró cerca del oído:
—Milady, nos vendría bien que alguien se quedara con nosotras. Puedo necesitar ayuda.
Aquella excusa fue perfecta para que Gillian le llamara:
—¡Niall!
Estando ya en la puerta, éste se paró.
—¿Podrías quedarte con nosotras?
Sorprendido, asintió, y Gillian, para quitarle importancia al asunto, dijo medio en broma:
—Sólo es por si me desmayo como una tierna damita y la pobre Susan necesita ayuda para recogerme del suelo.
Con una sonrisa en su rostro, Niall asintió. Por aquella cabezona iría al fin del mundo.
—Por supuesto. Me quedaré por si me necesitáis. Sobrecogido, cerró la puerta, y volvió sobre sus pasos hasta quedar junto a ella.
Susan le pidió que sujetara la vela cerca del rostro de su mujer. Necesitaba ver con claridad dónde dar los puntos. Niall se sentó en la cama, a su lado, y sin pausa pero con delicadeza Susan hundió la aguja en la carne de Gillian, que se tensó. Dolorido por el sufrimiento que aquello le estaba infligiendo a su mujer no le quitó ojo de encima y, al notar que temblaba, conmovido, le cogió con delicadeza la mano, y Gillian, sin dudarlo, aceptó el gesto.
Dos días después, Gillian, por fin, consiguió salir de la habitación de Niall, aunque llevaba la cabeza y parte de la cara cubiertas por vendas de hilo. Sólo veía por un ojo; el otro permanecía oculto bajo el vendaje. Durante aquellos dos días, Niall se empeñó en no perderla de vista ni un solo instante. No le permitió volver a la cabaña y la obligó a descansar; hasta le puso un guardia en la puerta. Y aunque en un principio intentó protestar por el encierro, y por estar en aquella habitación, estaba tan agotada por los días que no había dormido esperando su regreso que al final el sueño la venció. Por ello, cuando al tercer día abrió la puerta y vio que no había ningún guerrero fuera para impedir que se moviera, sonrió, y decidida, se puso un vestido de color granate y bajó la escalera. Tenía que continuar con el arreglo de su nuevo hogar.
—Buenos días, milady, ¿os encontráis mejor? —preguntó Gaela, que entraba por el portón principal del castillo acompañada.
—Hola, Gaela. Sí…, creo que sí —dijo Gillian sonriendo al ver al grandullón de Frank cargado con leña en sus brazos.
—Señora, me alegra comprobar que estáis mejor —sonrió el hombre.
—Gracias, Frank.
Con una sonrisa pícara, Gillian miró a la joven, y ésta, risueña, indicó: —Frank, por favor, ¿podrías pasar esos leños a la cocina? —Por supuesto. Ahora mismo.
Divertida, Gaela guiñó un ojo a Gillian, y desapareció con aquel enorme
highlander
por una puerta.
—Buenos días, milady. ¿Cómo os encontráis hoy? —le preguntó Susan.
—Hoy me encuentro muy bien, gracias —respondió mientras miraba a su alrededor—. Susan, ¿podrías ayudarme y quitarme el vendaje de la cabeza? Creo que como siga viendo por un solo ojo me va a dar algo.
La mujer la miró y, tras soltar los platos en una de las nuevas y bonitas mesas del salón, asintió.
—Por supuesto, milady. Será bueno para vuestra herida un poco de aire. Pero debéis prometerme que al acostaros os la volveréis a tapar. Durante el sueño, se puede dañar sin querer.
—Te lo prometo, Susan, pero, por favor, libérame de una vez. Subieron juntas la escalera hasta la habitación de Niall. Gillian, con su expresividad, hablaba y hablaba, y Susan sonreía por los divertidos comentarios de su señora. Una vez que llegaron a la habitación, Gillian se sentó en una silla y, con cuidado, Susan comenzó a quitarle aquel elaborado vendaje.