Se alegró al ver que su marido, aquella mañana, la miraba más a menudo. ¿Pensaría lo mismo que ella?
Al atardecer decidieron hacer noche en un pueblecito llamado Pitlochry. Una vez en la posada, los lairds, y sus mujeres y las hermanas McLeod se refrescaron en sus habitaciones. Lo necesitaban.
Tras asearse, Niall abandonó la habitación con rapidez. Estar a solas con Gillian le resecaba la boca y le hacía sentir, además, un constante cosquilleo en la entrepierna. La joven, al ver que se marchaba, suspiró.
Utilizó la jofaina y el aguamanil que había en la habitación para lavarse, y sin dilación, se puso un vestido de color verde musgo oscuro y se peinó el largo cabello, todo ello mientras continuaba pensando en Niall.
Desde lo ocurrido la noche anterior, sólo con mirarle cualquier parte del cuerpo sentía deseos de tirarse directamente a su cuello. Pero no, no podía hacerlo. Como había sido ella quien había tomado la iniciativa, sentía la necesidad de que fuera él quien lo hiciera.
—¡Oh, Dios!, me avergüenzo de mí misma. Parezco una vulgar ramera —susurró frustrada, mirándose en el espejo.
Se levantó, y a pesar de que había comenzado a llover, abrió los postigos de la ventana para que el aire frío de las Highlands la espabilara. Al sentir cómo las gotas caían sobre su rostro sonrió, aunque dejó de hacerlo cuando oyó a unas mujeres que hablaban bajo su ventana:
—Te digo yo que a esos
highlanders
que acampan a las afueras del pueblo los podemos engatusar y robar lo que deseemos.
—¿Habéis visto qué barbas llevan? Son repugnantes —murmuró una morena.
—¿Conocerán el agua y el jabón?
Gillian supo de inmediato que hablaban de los hombres de Niall. No había duda. Acuciada por la curiosidad, sacó medio cuerpo fuera de la ventana para poder ver mejor a las mujeres que se habían reunido bajo el tejadillo y comprobó que se trataba de cuatro. Por su aspecto debían de ser las furcias de Pitlochry. Pero no dijo nada y continuó escuchándolas.
—He oído que esta noche vendrán a la taberna a refrescar sus toscas gargantas —dijo una mujer pelirroja, de grandes pechos—. Sólo hay que asegurarse de atontarlos con nuestros encantos, y esos estúpidos no se enterarán de que les quitamos alguna que otra moneda.
«¿Serán sinvergüenzas?», pensó.
—Pero yo he visto a muchos
highlanders
—murmuró una morena.
—Sí, pero yo hablo de los de largas barbas y pinta de sucios. Parecen medio tontos —aclaró la pelirroja.
—No sé, Brígida —intervino otra de las mujeres—. No sé si es buena idea lo que propones.
—Tú puedes hacer lo que quieras —siseó con descaro la pelirroja—, pero yo tengo claro que esos salvajes son presa fácil. Pero ¿los has visto bien? Sólo hay que restregarse un poco con ellos para sacar beneficios.
—La verdad es que tienes razón —añadió la morena—. Cuenta conmigo; unas monedas extras me vendrán muy bien. Si puedo robarles algo, luego lo puedo vender y algún provecho sacaré.
Las mujeres se alejaron con una risotada mientras Gillian bullía en su interior. ¿Cómo podían ser tan desvergonzadas?
Molesta por lo que había oído y empapada por la lluvia, fue a cerrar los postigos de la ventana cuando se fijó en una joven de pelo castaño, con dos niños. La vio pararse frente a la posada bajo el aguacero. Tras dar un beso a una niña de unos diez años le dejó un bebé en brazos, se quitó su vieja y agujereada capa, y los tapó a los dos. Luego, cruzó la calle y entró en el establecimiento.
Congelada de frío, Gillian cerró finalmente la ventana, se secó la cara con un trozo de paño y volvió a peinarse el pelo. La humedad lo había rizado. Pasado un rato, se miró en el espejo, levantó el mentón y pensó: «Gillian, adelante». Con seguridad salió al pasillo oscuro y de madera, y tras bajar una escalera, llegó a una gran sala llena de gente. Buscó con la mirada a Megan o a Niall, y cuando los vio se encaminó hacia ellos.
Él la vio llegar; estaba tan bonita y reluciente que sonrió. Su mujer era una preciosidad, y no le gustaron las miradas que los extraños clavaron en ella. Con gesto posesivo, la asió del brazo y la sentó junto a él. No quería problemas. Con una maravillosa sonrisa, Gillian bromeó con Megan, Shelma y Cris. Y cuando preguntó por Diane, y Cris le indicó que estaba cansada y prefería quedarse en su habitación, se alegró.
Durante la cena todos estuvieron distendidos y alegres, incluso Gillian se fijó en que Niall parecía estar más atento con ella que ninguna otra noche. En un par de ocasiones, sus ojos se encontraron y le sonrió de una manera muy diferente. Su sonrisa denotaba felicidad, y eso le gustó. Degustaron un plato maravilloso de ciervo en salsa que les supo a gloria, y todos parecían felices, hasta que Gillian se fijó en la muchacha que les servía: era la misma que había visto besar a los niños y entrar en la posada. Le miró la cara y se sorprendió al verle los ojos enrojecidos. ¿Habría llorado?
Una vez que dejó el tenedor encima de la mesa, Gillian se percató de que la joven, antes de regresar a la cocina, se acercó a la puerta de la posada y miró al exterior con gesto preocupado. El posadero, agarrándola por el pelo, la hizo regresar al trabajo.
«Pero ¿qué hace ese hombre?», pensó, indignada. Sin entender qué le pasaba, vio cómo la muchacha intentaba decir algo, pero el hombre no la escuchaba; es más, le gritaba que la posada estaba llena y que tenía que trabajar. Finalmente, la joven cogió otro caldero lleno de estofado y comenzó a servir más raciones.
Gillian, al desviar la vista hacia el otro lado del salón, se fijó en que en el fondo estaban las furcias que había oído hablar bajo su ventana, y tras recordar sus intenciones, decidió no quitarles la vista de encima, y más cuando vio a Aslam, Liam y Greg reír con ellas.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó Niall al oído. Estaba tan concentrada en lo que sucedía a su alrededor que se había olvidado de él y casi saltó de la silla.
—¡Oh, nada! Me gusta fijarme en la gente. Sólo eso. Con un movimiento de cabeza, Niall asintió. Fue a decirle algo cuando su hermano Duncan entabló conversación con él. En ese momento, la joven camarera llegó hasta ellos y dejó varias jarras de cerveza en la mesa. Cuando ya se iba, ella la tomó de la mano con delicadeza y le preguntó:
—¿Te ocurre algo?
Sorprendida, la chica negó rápidamente con la cabeza, pero sus ojos enrojecidos y llenos de lágrimas la delataban.
—No, milady; no os preocupéis.
Se alejó con premura, aunque antes de regresar a su trabajo volvió a asomarse por la puerta de la posada. La curiosidad pudo con Gillian, quien, tras levantarse e indicar que iba un momento al aseo, fue hasta la puerta de la posada y miró. Al instante, lo entendió todo cuando vio bajo el aguacero a la misma niña que había visto antes de bajar a cenar con el bebé en brazos. Se había refugiado debajo de una carreta.
Con celeridad salió por la puerta, y echándose la capucha de la capa que llevaba, fue hasta el carro y se agachó.
—Hola, me llamo Gillian. ¿Cómo te llamas? —dijo. La pequeña se asustó y apretó más contra su pequeño cuerpecito al bebé mientras respondía tiritando:
—Demelza.
—¡Oh, qué nombre más bonito! Me encanta. ¿Y el bebé cómo se llama? —le preguntó Gillian sonriendo bajo el aguacero.
—Colin. Mi hermanito se llama Colin.
—Precioso nombre también —comentó observando al bebé dormido. Entonces, le tendió la mano y señaló—: Demelza, creo que tú y Colin tenéis frío, ¿verdad? —La cría asintió—. Ven, no tengas miedo, os llevaré a un sitio más calentito.
Con el susto en los ojos, la niña negó con la cabeza.
—No puedo. Mi mamá me ha dicho que la esperara aquí hasta que ella regresara.
Está trabajando en la posada. —Y abriendo los ojos, le susurró—: Esta noche seguro que traerá algo de comida.
Conmovida, Gillian no lo pensó y se metió debajo de la carreta justo en el momento en que Niall salía por la puerta en su busca. Se quedó con la boca abierta cuando vio lo que hacía.
—Demelza, ¿por qué no estás en tu casa? En una noche como la de hoy no es buena idea estar en la calle. Tu hermano y tú podríais enfermar de frío.
—No tenemos casa, señora. Vivimos donde podemos. A Gillian se le puso la carne de gallina.
—¿Tampoco tenéis un familiar que os atienda en su casa hasta que tu mamá regrese? —volvió a preguntar.
Con una tristeza que encogió el corazón de Gillian, la pequeña negó con la cabeza y fue a decir algo cuando de pronto oyó un vozarrón que decía:
—¡Por todos los santos, Gillian!, ¿qué haces ahí debajo? —La pequeña reaccionó encogiéndose y cerrando los ojos. Gillian miró a su marido, que la observaba atónito, y dulcificando la voz, dijo:
—Niall, te presento a Demelza y a Colin. —Y clavándole la mirada, murmuró:
—Estaba convenciendo a Demelza para que me acompañe al interior de la posada. Hace mucho frío para que esté aquí, ¿no crees?
Él, al ver sus ojos angustiados por la situación de aquellos niños, cambió el tono de voz y, dirigiéndose a la pequeña, le indicó:
—Demelza, creo que mi mujer tiene razón. Si entráis en la posada, estaréis mejor que aquí.
La niña, a punto de llorar por lo asustada que estaba, negó con la cabeza.
—No podemos entrar allí. Si lo hacemos, el posadero se enfadará con mi mamá, y entonces esta noche no podremos cenar calentito. —A Niall se le retorcieron las tripas. ¿Cómo podía aquel hombre ser tan cruel? Pero Gillian, dispuesta a no dejarla allí, insistió mientras le quitaba la capa vieja y empapada, y le ponía la suya propia para abrigarla. La niña y el pequeño la necesitaban más que nada.
—Escúchame, tengo una idea. ¿Qué te parece si mi marido habla con el posadero para que no regañe a tu mamá? —La pequeña la miró, y Gillian, con una sonrisa añadió—: Te aseguro que mi marido, Niall McRae, sabe convencer muy bien a la gente, y el posadero lo escuchará. ¿Lo intentamos?
La cría miró a Niall, que, agachado, las observaba, mientras una rabia se apoderaba de él viendo el sufrimiento de aquella pequeña.
—No te preocupes, Demelza, yo hablaré con el posadero, ¿de acuerdo? Tras mirarlos a los dos, la pequeña se encogió de hombros. —Mientras yo salgo de aquí con ellos, por favor, Niall, ve entrando tú y dile a Megan que necesitaré algo de ropa de Johanna y algo seco para Colin. Niall asintió, se quitó la capa y se la tendió a su mujer, que, con una sonrisa, se la cogió. De inmediato, salió disparado hacia la posada, mientras Gillian abandonaba la protección de la carreta y ayudaba a la pequeña para que la siguiera. Sin ponerse la capa de su marido, se la echó por encima a la niña, que en esos momentos, una vez fuera del carromato, parecía temblar más.
—No tengas miedo, cariño. Ahora ven…, vamos dentro de la posada. Gillian intentó quitarse el barro que manchaba su vestido. Estaba calada, el pelo se le pegaba a la cara y tenía frío. Así que, sin perder más tiempo, cruzó la calle con los niños y entró en la posada.
—¿A que aquí se está más calentito? —preguntó con una sonrisa a la niña. Sin embargo, antes de que Demelza pudiera responder, el posadero se le tiró encima y comenzó a empujarla.
—¡Sal de aquí, mujer! Y llévate a esos niños. Éste no es lugar para vosotros. Niall, que hablaba con Duncan en ese momento, al ver que se trataba de su mujer, quiso ir hacia ellos, pero su hermano se lo impidió; Gillian, colérica, le había soltado una patada en toda la espinilla al posadero, y éste gemía de dolor. La mujer puso a los pequeños detrás de ella y voceó ante la mirada de todo el mundo:
—Si vuelves a tocarme, maldito gusano, te lo haré pagar. En ese momento, la madre vio a sus hijos y soltó la cazuela para llegar hasta ellos y abrazarlos. Parecían congelados. Pero el posadero, enfurecido, la agarró del pelo y la tiró al suelo, y su cuerpo rodó hasta dar contra unas sillas. La pequeña, asustada al ver a su madre en aquel estado, lloró mientras el hombre gritaba:
—¡Te he dicho cientos de veces, Helena, que no quiero ver a tus hijos en mi posada! ¿Cómo lo tengo que decir? Saca ahora mismo a esa morralla de aquí si no quieres que yo mismo los saque a patadas.
Gillian, incrédula por lo que aquel bestia decía y hacía, se sacó con rapidez la daga de la bota, y poniéndosela a éste en el cuello, gritó mientras observaba cómo Megan y Cris ayudaban a la mujer a levantarse:
—¡Maldito hijo de Satanás! Sólo un cobarde es capaz de tratar a una mujer y a sus hijos así.
El posadero, que apenas podía creer que aquella pequeña ladrona se le encarara de tal manera, sacó con rapidez una daga del cinto y se la puso a Gillian en el estómago.
—Quítame ahora mismo la daga —gritó, clavándole la punta—, o te juro, maldita furcia, que te rajo de arriba abajo a ti y…
Pero no pudo decir más. Unos poderosos brazos lo sujetaron por detrás, lo alejaron de la mujer y, tras golpearle la cabeza contra la pared, le sisearon al oído:
—Si le tocas un solo pelo a mi mujer, a esos niños o a su madre, quien te raja de arriba abajo soy yo, ¿me has oído?
El posadero, al volver sus ojos y ver al laird Niall McRae sujetándolo, palideció. Nunca pensó que aquella pequeña mujer, empapada y con el vestido embarrado, pudiera ser su esposa.
—Disculpadme. Yo no sabía… Pero los niños… Gillian se acercó a él con las manos en jarras y se le encaró. —Los niños no se moverán de aquí. Está lloviendo, hace frío, y ellos no molestan a nadie. Si es necesario dormirán en mi habitación, ¿entendido? Con gesto de disgusto, el posadero miró a Niall, luego a Gillian y, finalmente, a la madre de los pequeños.
—De acuerdo —siseó.
Una vez dicho eso, se alejó, y Gillian, volviéndose hacia la camarera, soltó al ver que sangraba por la boca:
—¡Maldito bruto! Helena, lo siento, y…
Pero a la mujer lo que menos le importaba era su herida; sólo le importaba el bienestar de sus hijos, y aquella noche ya no pasarían frío.
—¡Gracias, milady! Se lo agradeceré eternamente.
—No ha sido nada, de verdad —susurró, mirándola. En ese momento, Megan tomó de la mano a la mujer.
—Ven conmigo. En mi habitación tengo ropa seca para tus hijos y para ti —le dijo. Las mujeres se encaminaron hacia la escalera, pero, cuando Gillian se dio la vuelta para seguirlas una mano, la sujetó. Al volverse se encontró con Niall escrutándola.
—¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño el posadero con la daga? —le preguntó con voz aterciopelada.