Tras soltar un resoplido que hizo sonreír a Niall contestó.
—No te preocupes, estoy bien. Lo importante es que Demelza y Colin estén aquí.
No podía consentir que siguieran debajo de la carreta pasando frío. Cogiéndola de manera posesiva por la cintura, Niall la acompañó hasta la escalera que subía a las habitaciones y, dándole un beso en sus mojados labios, murmuró:
—Anda, ve a cambiarte de ropa, o la que enfermarás serás tú, y date prisa en bajar porque te pediré un caldo para que entres en calor. Subida a los dos primeros escalones, su cara quedó frente a la de él y, con una pícara sonrisa, le dijo:
—¿Estás seguro de que el posadero no me querrá envenenar?
—Si en algo aprecia su vida, más le vale que no lo intente —respondió, ufano.
—Vaya…, me alegra ver que en algo aprecias mi vida, McRae —murmuró ella como una tonta.
Al darse cuenta de la preocupación que había demostrado por ella, el
highlander
dio un paso hacia atrás para no besarla y, mientras se alejaba, dijo para molestarla:
—No, Gillian, lo que aprecio es mi tranquilidad. Y hoy quiero tener una noche tranquila, aunque, como el posadero, en ocasiones sienta deseos de envenenarte.
Gillian maldijo en silencio, pero sonrió. Y sin darle el gusto de contestarle se marchó. Una vez que se cambió de ropa y visitó a Helena y a sus hijos, que estaban en la misma habitación de Johanna y Amanda, regresó al salón. El posadero la miró con gesto agrio, y ella, con mofa, pestañeó.
—Gillian, ni lo mires —la reprendió, divertida, Megan. Con una sonrisa en la boca, volvió a sentarse a la mesa donde todos estaban.
Viendo un cazo humeante de caldo ante ella, le preguntó a su marido:
—¿Estás seguro de que puedo tomarlo sin ningún peligro? Niall, risueño, se la quedó mirando.
—Te lo pregunto porque por tus últimas palabras, creo que no sólo el posadero puede intentar envenenarme.
Él, sin responder, cogió el cazo y, acercándoselo a los labios, dio un sorbo y volvió a dejarlo donde estaba.
—¿Te quedas ahora más tranquila?
—Sí, pero esperaré unos instantes antes de tomarlo por si caes fulminado. Niall soltó una carcajada. Su mujer era tremenda. Pasado un rato, mientras los hombres estaban enfrascados en una conversación y las mujeres en otra, Gillian se percató de que las furcias ya no estaban, ni tampoco Aslam, Liam y algunos otros.
«¡Maldita sea!, se han ido y no me he dado cuenta. Seguro que caerán en la trampa de esas malas mujeres», pensó al mirar a su alrededor y no verlos.
—¿Hace mucho que se han ido los hombres de Niall? —preguntó volviéndose hacia sus amigas.
Megan y Shelma se encogieron de hombros; no se habían fijado. Pero Cris respondió:
—Sí, los he visto salir mientras te estabas cambiando de ropa.
—¿Se han ido con las furcias con que estaban? —quiso saber, malhumorada. Cris asintió, y Gillian, tras maldecir, dio un manotazo en la mesa que atrajo la atención de todos, incluida la de su marido.
—¿Qué te ocurre ahora? —preguntó Niall.
—¡Oh, nada! Acabo de recordar que me he dejado el vestido empapado sobre la cama. —Y levantándose, añadió—: Iré a quitarlo, o esta noche el lecho estará mojado. Niall asintió y volvió a su conversación con Duncan y Lolach, mientras Shelma y Cris continuaron con sus confidencias. Pero Megan, que la conocía muy bien, se levantó.
—Espérame, Gillian; subiré contigo.
Tras dar un beso a su esposo y las buenas noches al resto, desaparecieron por la escalera, pero antes de llegar a su habitación, Megan, tirándole del brazo, le preguntó:
—Gillian, ¿dónde se supone que vas?
Sorprendida por aquella pregunta pensó en contarle una mentira, pero al ver la guasa en los ojos de su amiga decidió decirle la verdad. Minutos después, ambas saltaban desde la ventana de Gillian hasta el suelo, espada en mano.
Cuando llegaron hasta el lugar donde los hombres habían acampado, saludaron a varios de los
highlanders
que hacían guardia. Éstos se sorprendieron al verlas caminando por allí en una noche tan fría y lluviosa, en vez de estar en la posada con sus maridos y calentitas.
Sin tiempo que perder, llegaron hasta donde hacían noche los hombres de Niall, y con paciencia, pero ocultas tras unos árboles, esperaron a que acabara lo que los resoplidos de ellos y los grititos de las mujeres indicaban que estaban haciendo.
Poco después, vieron como las furcias salían de debajo de las mantas, y tras reunirse las cuatro, se dispusieron a regresar al pueblo.
—Vaya…, vaya…, ¡qué sorpresa encontraros por aquí! —dijo Gillian, saliendo a su paso.
Las mujeres, al ver ante ellas a las esposas de los hermanos McRae, se miraron, sorprendidas, aunque la pelirroja preguntó con descaro:
—¿Hay algún motivo que lo impida?
Megan miró a Gillian.
—No…, creo que no. ¿Tú conoces alguno? —le dijo con sorna. Gillian, después de dar un par de estocadas al aire con la espada, clavó sus ojos en la pelirroja de grandes pechos.
—Hum…, tienes razón, Megan. No, no creo que haya motivo alguno. La fulana morena, retirándose el pelo de la cara, masculló:
—Entonces, apartaos de nuestro camino. Llevamos prisa.
—¡Oh!, llevan prisa —se guaseó Megan.
—¿Y por qué lleváis tanta prisa? —preguntó Gillian, acercándose a la pelirroja.
—No es de vuestra incumbencia.
Gillian y Megan se miraron, y entonces la primera dijo en alto:
—¡Desnudaos!
Las mujeres se miraron unas a las otras sin entender nada, hasta que la pelirroja, dando un paso al frente, sonrió.
—¡Vaya, milady! No sabía que os gustaran estos jueguecitos, pero si os agradan, por unas monedas, os complaceré.
—¡Argh! Ni lo sueñes —respondió Gillian.
Eso hizo reír a Megan, hasta que una de aquéllas habló: —Disculpad, milady, siempre había creído que los fieros hermanos McRae eran unos hombres complacientes en la cama, y…
Megan entendió a la primera lo que la mujer quería decir, así que levantó la espada con rapidez y le dio un golpe en el trasero a la furcia.
—Nuestros esposos nos complacen en la cama como ningún otro hombre podría hacerlo. No penséis lo que no es.
—Pero, entonces, ¿qué es lo que queréis? —gritó la morena cada vez más nerviosa.
En ese momento, varios de los hombres que habían tenido relaciones con ellas se acercaron.
—¿Ocurre algo, señoras? —preguntó Aslam. Gillian volvió su rostro hacia él y, sin poder aguantar un instante más, preguntó:
—¿Con cuál de ellas has retozado esta noche, Aslam? Incrédulos por lo que oían, los hombres se movieron nerviosos. ¿Quién era ella para preguntar semejante cosa?
—Aslam, responde —exigió Megan.
El
highlander
, cada vez más ofendido por la indiscreción, las miró con gesto grave y respondió:
—No creo que sea de vuestra incumbencia con quién comparto lecho.
—Milady —señaló Lian—, vuestro esposo nunca nos exigió que contáramos nuestras intimidades y…
—Tenéis razón —convino Gillian—, pero si os pregunto esto es por un motivo. Ciertamente, lo que hagáis o dejéis de hacer con vuestra intimidad es algo que no me incumbe, pero si estoy aquí es por algo. Creedme.
Las furcias, cansadas de aquello, hicieron ademán de irse, pero Gillian, volviéndose con rapidez, les cortó el paso.
—De aquí sólo os marcharéis si antes os desnudáis.
—¡Milady! —voceó Donald, sorprendido.
En ese momento, la pelirroja dio un paso hacia Gillian y, con las manos apoyadas en las caderas, gruñó:
—Mire, señora, nosotras seremos furcias, pero no tontas. —No…, desde luego tontas no sois —siseó Megan. Dispuesta a acabar con aquella situación, y visto que ninguno quería cooperar, Gillian miró a los hombres y, con voz de disgusto gritó:
—¿De verdad tengo que creer que, además de sucios y malolientes, sois tan bobos como para no percataros de lo que estas mujerzuelas os han hecho?
—Milady —rió Lian—, a mí lo que me ha hecho esa mujer me ha gustado mucho y…
—Serán necios… ¡Cierra el pico, Liam, no quiero saber nada más! —masculló Gillian mientras Megan reía.
Sorprendiéndolos a todos, Gillian cogió a la morena, que temblaba, y tras arrancarle de un tirón la capa, le quitó una bolsita. Al abrirla y sacar una daga y un anillo, preguntó:
—¿De quién es esto que tengo en las manos? Lian, al reconocer la daga de su padre y el anillo de su madre, torció su gesto de bobalicón.
—Es mío, milady.
Gillian, mirándolos a todos, voceó con las pertenencias aún en la mano.
—Si estoy aquí es porque oí a estas ladronas comentar los propósitos que tenían.
Piensan que por vuestra apariencia sucia y desaseada sois unos salvajes atontados a los que se les puede robar con facilidad.
Atónitos, los hombres se miraron. De repente, Aslam se acercó a la pelirroja y la cogió por el brazo.
—Devuélveme lo que me has quitado si no quieres que te rebane el pescuezo. Sin pensarlo, la mujer sacó de debajo de la capa una daga e intentó clavársela a Aslam en el estómago. Éste fue rápido, pero aun así lo alcanzó. De prisa, Megan y Donald lo auxiliaron. Gillian, espada en mano, horrorizada por lo que aquella furcia había hecho, la desarmó para deleite de los hombres y le gritó cientos de obscenidades por lo que acababa de hacerle a uno de los suyos.
Una a una devolvieron todas las pertenencias que habían robado ante los ojos incrédulos del resto de los
highlanders
. En ese momento, Duncan y Niall, avisados por algunos de sus hombres, caminaban hacia ellas con los rostros descompuestos. ¿Qué hacían allí sus mujeres?
—¡Oh, oh! Tu marido y el mío vienen hacia nosotras —susurró Megan al verlos andar hacia ellas con gesto enfadado.
Gillian se volvió y se encontró con la furiosa mirada de Niall. Resopló.
—¡Maldita sea! Pero ¿es que tiene que enterarse de todo lo que hago? —Los hermanos McRae llegaron hasta ellas y, una vez se enteraron de lo ocurrido, como Aslam se encontraba bien a pesar de la herida, dejaron marchar a las furcias. Entonces, el grupo de
highlanders
comenzó a disiparse, excepto los barbudos.
—Os podéis retirar —ordenó Niall, molesto con su mujer.
—Disculpadnos, señor —dijo Aslam—, antes querríamos agradecerles a nuestra señora y a la mujer de vuestro hermano lo que han hecho por nosotros. Y yo personalmente quiero agradecerle a lady Megan la delicadeza que ha tenido al curarme.
—Lo que tienes que hacer ahora es cuidarte para que no se te abra la herida e ir en carreta, ¿lo harás? —preguntó Megan, y el hombre asintió—. Sólo serán un par de días, hasta que la herida cicatrice. De todas formas, mañana por la noche te volveré a curar.
—Gracias, milady. —Aslam asintió volviéndose hacia Gillian, añadió—: Quiero que sepáis que estoy muy orgulloso de que seáis mi señora, y de saber que sois capaces de desenvainar la espada para defender a un salvaje y sucio
highlander
como yo.
—Aslam… No digas eso, por favor —sonrió Gillian, conmovida. Oír que aquellos hombres acogían a Gillian como su señora hizo que a Niall se le acelerara el pulso. Saber que si algo le ocurría a él esos hombres darían su vida por ella le hinchó el corazón, aunque no cambió su gesto tosco. Tenía que estar enfadado con ella.
—Señoras —dijo Lian—, muchas gracias por evitar que esas mujeres se hayan llevado nuestros tesoros más queridos.
—¡Ah!, no os preocupéis. Lo importante es que no lo han conseguido —sonrió Megan ante el gesto ceñudo de su marido, que tiró de ella para llevársela.
—Muchas gracias, señora —respondieron el resto de los
highlanders
viendo cómo aquella morena se alejaba mientras discutía con su esposo.
Volviéndose hacia Gillian, que aún parada ante ellos sonreía, Aslam dijo:
—No sé cómo agradeceros el que evitarais que esa mujer se llevara el anillo de mi desaparecida hermana. Muchas gracias, milady. Cada vez estaba más conmovida por sus palabras y su gratitud.
—No tenéis nada que agradecerme —replicó con una sonrisa—. Yo solamente he hecho por vosotros lo que siempre he pensado que vosotros haríais por mí. Cuando he oído a esas mujeres lo que pensaban hacer a mis hombres no me ha gustado y simplemente he intentado impedirlo. Pero también os digo una cosa. Ellas y otras mujeres, por vuestro aspecto sucio y desaliñado, creen que no tenéis más de dos dedos de frente. Deberíais preocuparos un poco más de vuestra apariencia. No digo que debáis oler a flores, pero un aspecto como el que presentan los hombres de Duncan o Lolach os beneficiaría a todos; os lo aseguro.
Los
highlander
asintieron, y cuando se volvieron para marcharse, Niall, sin saber si debía enfadarse o no con su mujer, la asió del brazo y, acercándose a su oído, le susurró:
—¿Eres consciente de que cada vez deseo con más fervor envenenarte? Con una sonrisa que le hizo estremecer, contestó: —¿Eres consciente de que si lo haces mis hombres irán a por ti? Niall no respondió. Sin hablar llevó a su mujer a la posada y, tras acostarse junto a ella en el lecho, se dio la vuelta e intentó dormir. Pero Gillian tenía frío y los pies congelados y, sin querer evitarlo, se arrimó a él. Sentir su calor, aunque sólo fuera el de su espalda, la reconfortaba. Niall, al notar su cuerpo frío, se volvió y, pasándole el brazo por debajo del cuello, la acercó a él.
—Gracias —susurró, emocionada.
—Duérmete, Gillian. Es tarde —respondió él sin querer moverse, o lo siguiente que haría sería hacerle el amor.
Por la mañana, cuando Gillian se despertó, estaba sola en la habitación. Acercó su nariz a las sábanas donde Niall había dormido, olió y sonrió. Después de remolonear durante unos segundos en el lecho, finalmente se levantó, se arregló y, con una sonrisa en el rostro, bajó los escalones hasta llegar al salón, donde vio a su marido dialogando con la odiosa Diane. Sin torcer su gesto por la incomodidad que aquella mujer le producía, se sentó junto a Niall a la espera de un «buenos días». Pero él ni la miró y continuó conversando con la otra.
Mientras desayunaba, Megan y Shelma bajaron con sus hijos, y sin pensarlo, tomó el cazo de gachas y se sentó con ellas. Niall, al notar que ella se movía de su lado, la siguió con la mirada, pero no dijo nada.
Una vez que todos desayunaron, los lairds pagaron al posadero las monedas correspondientes y decidieron marcharse. Pero cuando apenas habían dado diez pasos, alguien gritó: