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Authors: Megan Maxwell

Tags: #Aventuras, romántico

Desde donde se domine la llanura (22 page)

Aquel grito fue lo que alertó a Niall, que tras correr hacia donde ella había desaparecido y no verla, maldijo y se adentró en el bosque.

—¡Maldita sea! ¡Me ha mordido!

—Y más que te morderé como se te ocurra ponerme la mano encima. ¡Cerdo! El hombre, con la mano dolorida, le dio un bofetón que la hizo caer hacia atrás.

—Cállate, o conseguirás que te mate antes de disfrutar de tu cuerpo.

—¡Qué me calle! ¡Ja!… Eso no os lo creéis vosotros ni borrachos. Sufriendo a causa del tremendo mordisco que Gillian le había dado en la mano, el hombre se volvió hacia su compañero y le exigió:

—Tápale la boca antes de que se la tape yo de una pedrada.

—No podrás —gritó ella—. Suéltame las manos y veremos quién da la pedrada antes.

Con celeridad el otro sacó un trapo sucio y poniéndoselo en la boca la hizo callar. Niall llegó hasta ellos y, tras comprobar sin ser visto que sólo se trataba de dos bandidos, pensó qué hacer. Había dejado la espada en el caballo y no quería retroceder y perderlos de vista; por ello, sin más demora, salió a su paso.

—Creo, señores, que tenéis algo que me pertenece. Gillian suspiró, aliviada.

Los hombres, al ver aparecer a aquel individuo de entre los árboles, se miraron con precaución.

—¿Qué tenemos que sea tuyo? —preguntó uno de ellos. Tras un bostezo que a Gillian se le antojó interminable, Niall respondió con desgana.

—La fiera a la que habéis cerrado la boca es mi insufrible esposa. Eso hizo reír a los villanos, pero a Gillian no.

—Y aunque a veces —continuó Niall— sienta ganas de matarla o cortarle el pescuezo por lo insoportable y problemática que es, no puedo, es mi querida esposa.

Gillian, aún con el trapo en la boca, gruñó, pero ellos no le hicieron ni caso. Con un gesto agrio, el que había sido mordido por la mujer, preguntó:

—Si es tan insufrible, ¿por qué vienes a rescatarla? Niall se rascó la cabeza y respondio con pesar.

—Porque me guste o no reconocerlo, todo lo que tiene de brava lo tiene de fiera en el lecho.

No pudiendo creer que hubiese dicho aquellas terribles palabras, Gillian protestó y gesticuló, y Niall sonrió.

—La verdad es que es muy bonita —aseguró uno de los bandidos, pasándole la mano por los pechos—. Y su tacto parece ser muy suave.

Ver cómo aquel impresentable rozaba el pecho de Gillian hizo que Niall se tensara. Nadie a excepción de él cometía semejante osadía. Lo mataría. Pero manteniendo su imperturbabilidad, asintió:

—¡Oh, sí! Ella es muy suave. Tocad…, tocad. A mí no me importa —los animó para desconcierto de Gillian.

En ese momento, a la joven le volvieron a rugir las tripas, y los hombres rieron, para su horror.

«¡Maldita sea mi hambre!».

—¿No te recuerda esta moza a Judith, la furcia de Portree? —dijo el bandido más alto a su compañero.

«¡Vaya…, qué suerte la mía!», pensó ella.

—Es verdad. Es pequeña, pero con cuerpo tentador —coincidió el otro, mirándola con deseo—. Y por su bravura, parece ser tan ardiente como Judith. ¡Oh, hermano!, cómo lo hemos pasado con ella bajo las mantas, ¿eh?

—¡Ni que lo digas! —asintió el otro, relamiéndose. Gillian intentó gritar. Mataría a Niall. No quería que la compararan con una furcia, y menos conocer los detalles de aquella pecaminosa relación. Niall, comprendiendo que aquellos dos tenían menos cabeza que un bebé de teta, y sabedor de que con dos estocadas se los quitaría de encima, dijo para su regocijo y horror de su mujer:

—Si tanto os gusta mi ardiente esposa, os la cambio por algo que tengáis de valor. Estoy seguro de que ella os hará olvidar a esa tal Judith cuando la tengáis bajo las mantas. —Al ver a su mujer poner los ojos en blanco, sonrió y prosiguió—: Será una manera de no tener que soportarla, y así todos quedamos satisfechos. ¿Qué os parece?

«Te mato…, te mato, McRae… De ésta te mato», pensó Gillian, que no podía creer lo que Niall les había propuesto. ¿Cómo iba a dejar que se la llevaran?

Los hombres intercambiaron una mirada y asintieron: —De acuerdo. La moza lo merece. ¿Por qué deseas cambiarla? —preguntó el más joven.

Gillian, maldiciendo a través del trapo, gritó. Si ese patán descerebrado la cambiaba, que se preparara para cuando ella le encontrara. Lo despellejaría. Pero Niall, sin mirarla para aparentar dejadez, paseó la vista por las escasas pertenencias de aquellos hombres y propuso, señalando una de las dos espadas que estaban en el suelo:

—¿Qué os parece mi rubia mujer por esa espada y unas tortas de avena? «¿Tortas de avena? Torta es la que te voy a dar yo cuando te pille, McRae», dijo para sí misma, cada vez más humillada.

Los gañanes, a cuál más tonto, tras mirarse asintieron, y con rapidez el más joven se acercó hasta la espada, la cogió junto a una bolsa de tortas de avena, y acercándose hasta Niall, se lo entregó todo.

Como si tuviera en sus manos una espada de acero damasquinado, Niall la miró con interés.

—Es una buena espada —dijo el hombre—. Se la robé a un inglés hace tiempo. Es un buen cambio.

Niall dio un par de estocadas al aire y asintió. Entonces, con un movimiento rápido, cogió a aquel hombre del cuello y dándole un golpe con la empuñadura de la espada le hizo caer sin conocimiento al suelo. Sin darle tiempo al otro a reaccionar, le puso la punta de la espada en el cuello.

—Si en algo aprecias tu vida y la de tu hermano —amenazó—, ya puedes salir corriendo, y no regreses hasta que mi mujer y yo nos hayamos marchado, ¿me has entendido?

El tipo, sin ningún tipo de reparo, comenzó a correr despavorido sin mirar atrás. Ya regresaría a por su hermano. Una vez que quedaron solos con el hombre sin sentido tirado en el suelo, Niall se acercó a Gillian con expresión burlona y le quitó la mordaza.

—¡Tortas de avena! —gritó, enfadada—. ¿Me ibas a cambiar por unas tortas de avena?

El
highlander
volvió a ponerle la mordaza, y ella gritó, deseando cortarle el pescuezo.

—Si vas a seguir aullando no te quito el bozal —rió, divertido. Segundos después, y un poco más calmada, ella asintió, y él le quitó la mordaza.

—¡Tortas de avena! —exclamó—. Pensabas cambiarme por unas malditas tortas de avena.

Niall sonrió. Era imposible no reír viéndola a ella y su gesto de indignación. —Dicen que son muy nutritivas y que dan fuerza —masculló él mientras le desataba las manos.

Una vez liberada, Gillian le miró con intención de protestar y cruzarle la cara por lo que le había hecho creer, pero al verle sonreír, también sonrió.

Aquel entendimiento entre ambos fue tan fuerte que Niall la cogió por la cintura, la acercó hasta él y la besó. Aunque tuvo que dejar de besarla al oír cómo de nuevo las tripas de ella rugían como un oso.

«¡Qué vergüenza, por Dios!», pensó al separarse de él y ver cómo la miraba. —Creo…, creo que me llevaré unas tortas para el camino —susurró, confundida. Él, con gesto alegre, se agachó, cogió un paquete y se lo tiró mientras pensaba:

«Regresemos al campamento antes de que el hambre me entre a mí, y yo no me contente sólo con las tortas de avena».

Capítulo 25

Al día siguiente, tras pasar una noche en la que Niall apenas pudo dormir, observando en la semioscuridad de su tienda a su mujer, se levantó sin fuerzas. Día a día, la presencia y el carácter de Gillian lo consumían. Cuando no deseaba matarla o azotarla por los continuos líos en los que se metía, deseaba tomarla, arrancarle la ropa y hacerla suya. Pero se abstenía; intuía que si lo hacía, su perdición por ella sería total.

Cabalgó alejado de Gillian gran parte de la mañana, hasta que finalmente pararon para comer. La joven se alegró porque aquello suponía la cercanía de Niall. Pero cuando vio que él se llevaba a la tonta de Diane a cazar con él y sus hombres, deseó cogerlo de los pelos y arrastrarlo por todo el campamento. ¿Por qué le hacía eso? ¿Por qué la besaba con tanta pasión y luego ni la miraba? ¿Por qué se empeñaba en irse con aquella atolondrada en lugar de quedarse como Lolach y Duncan con sus mujeres?

Todas esas preguntas martilleaban una y otra vez la cabeza de Gillian, hasta que el mal humor la atenazó. Pero no se quedaría mirando como una tonta. Si se quería ir con aquella boba que se marchara. Ella ya encontraría qué hacer. Con rapidez desmontó de Thor, y proponiéndose no pensar en el deseo que él le despertaba, sacó un cepillo y comenzó a cepillar al caballo con tal brío que, de seguir así dejaría sin un pelo al pobre Thor.

Tan abstraída estaba en sus pensamientos y el brioso cepillado que no notó que alguien se acercaba por detrás.

—Milady, acabamos de llegar del arroyo y…, y… queríamos que vierais el resultado.

Cuando Gillian levantó la mirada para contestar, casi se cayó para atrás. Aquellos que estaban frente a ella eran Donald y Aslam, que se habían rasurado las espantosas barbas y se habían cortado el pelo. Ante ella había dos nuevos hombres, altos, guapos, de facciones cinceladas y dueños de unos penetrantes y expresivos ojos castaños y verdes, respectivamente.

—¡¿Donald?! —preguntó.

—Sí, milady.

—¡¿Aslam?! —volvió a preguntar.

—El mismo, señora —contestó, riendo.

Se quedó embobada con el cambio obrado en ellos, y luego, se emocionó.

—Donald, no conozco a tu adorada Rosemary, pero si cuando te vea no cae rendida a tus pies, es que está totalmente ciega. —Y mirando al otro
highlander
, prosiguió—: Aslam, creo que alguien que no está muy lejos, cuando te vea, se va a quedar tan sorprendida como yo.

El
highlander
sonrió y, conmovido, se pasó la mano por la barbilla.

—¿Eso cree, milady? —se asombró el hombre.

—¡Oh, sí!, te lo puedo asegurar.

—¿De verdad creéis que así sabrá la linda Rosemary que existo? —insistió Donald. Gillian asintió con alegría.

—Te lo aseguro, Donald. Es más, si ella no se fija en ti, te garantizo que muchas otras mujeres lo harán.

En ese momento, Gillian vio pasar a Cris y la llamó. Cuando ésta se acercó hasta ellos, le preguntó:

—Cris, conoces a todos los hombres de mi marido, ¿verdad? Sin prestar atención a los
highlanders
que estaban junto a Gillian la joven respondió:

—Sí, por suerte o por desgracia, tengo que lidiar muy a menudo con esa pandilla de salvajes. ¿Por qué? ¿Qué han hecho ahora? Pasmados por lo que la joven había dicho, los hombres la miraron.

—¿Conoces a estos hombres? —preguntó Gillian. Cris miró a aquellos guapos jóvenes de pelo claro y pensó que si los hubiera visto con anterioridad los recordaría. Por ello, tras observarlos, negó con la cabeza.

—Y si te digo que son Donald y Aslam, ¿qué dirías? Asombrada, la muchacha volvió a clavar sus ojos en ellos.

—¿Sois vosotros? —preguntó.

Con una sonrisa incrédula por la expectación causada, asintieron:

—Sí, señorita Cris, soy Donald.

—Y yo Aslam; se lo aseguro.

Dando una palmada al aire, la chica, atónita, dio un paso atrás. —¡Por todos los santos, estáis magníficos! —exclamó—. Pero… ¿cómo no habéis hecho esto antes? Sois unos guerreros muy agraciados. Gillian, contenta, les dijo:

—¿Lo veis? ¿Veis como las mujeres ahora sí que os admirarán? Turbados, se encogieron de hombros. Nunca entenderían a las mujeres. En ese momento, se acercaron varios hombres de Niall, y uno de ellos vociferó, mirando a su alrededor:

—¿Dónde demonios está Donald? Llevo buscándolo un buen rato y no lo encuentro.

Donald se volvió, extrañado porque no lo hubiera reconocido.

—Estoy aquí, Kevin, ¿estás ciego?

Los
highlanders
de largas barbas le miraron e, incrédulos, se acercaron a él.

—¡Por las barbas de mi bisabuelo Holden! —clamó uno.

—Si no lo veo…, no lo creo —comentó otro al reconocer la risotada de Aslam. Muertas de risa, Gillian y Cris eran testigos de cómo aquellos salvajes se aproximaban hasta los
highlanders
y los observaban patitiesos. Durante un buen rato, se divirtieron con las ocurrencias que decían y, por primera vez, Gillian se sintió una más del grupo. Poco después, oyó que Johanna la llamaba. Se despidió de los hombres y se encaminó hacia los niños. Todos jugaban juntos, excepto Demelza, que aún no se quería separar de su mamá.

—Tía Gillian —dijo Johanna—, Trevor no cree que tú y mamá sois capaces de cabalgar sobre dos caballos, ya sabes, con un pie puesto en cada uno de ellos.

Ella sonrió. Llevaban años sin practicar aquel loco juego y, mirando al niño, respondió:

—Trevor, eso era algo que tu tía Megan y yo hacíamos hace tiempo. Ya no lo hacemos.

—¿Lo ves, listilla? —recriminó el niño mirando a su prima—. Tu madre y Gillian son demasiado viejas para hacer ese tipo de cosas.

Se quedó petrificada por lo que aquel mocoso había dicho.

—¿Me has llamado vieja, Trevor? —le preguntó. El crío, al ver a la mujer con los brazos en jarras, se disculpó.

—No. Yo no…

—Sí, sí, te lo ha llamado —apostilló Johanna. Trevor, abrumado por la mirada de tanta mujer, finalmente resopló:

—Vale, de acuerdo. Lo he dicho, pero ha sido sin querer. Aquella disculpa hizo reír a Gillian, quien, tocándole la cabeza para revolverle el pelo, le dio a entender que no ocurría nada.

—No pasa nada, cielo; no te preocupes. Pero como consejo te diré que no llames nunca vieja a ninguna mujer, o tu vida será un infierno, ¿vale?

Con una sonrisa idéntica a la de su padre, Trevor asintió y se marchó. —Mami dice que tú eres la mujer más valiente que conoce —dijo, chupándose un dedo Amanda.

—¡Oh, no, cariño! ¡Megan es más valiente que yo! Te lo puedo asegurar.

—Tía Gillian, te voy a contar un secreto. Mi mamá aún hace lo de los caballos. Yo la he visto —cuchicheó Johanna, acercándose a ella.

—¿En serio? —preguntó, incrédula.

La pequeña asintió con un gesto de cabeza.

—¿Tu padre la ha visto hacerlo?

La niña, con expresión pícara, negó con rapidez, y se acercó a ella antes de susurrar:

—Papá se enfadaría mucho si viera las cosas que mamá hace con el caballo. Es un secreto entre nosotras; ella me enseña a hacerlo, y yo no se lo cuento a él.

—¡Ah, excelente secreto! —contestó, divertida, Gillian, y Johanna se alejó corriendo tras su primo Trevor.

—Yo quiero aprender a montar a caballo para ser una gran guerrera como papá y el tío Niall —gritó la pequeña Amanda con su pequeña espada de madera en la mano.

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