Tras pasar gran parte de la mañana comprando por Uig con aquellas dos mujeres, por la tarde regresaron a Duntulm con los dos carros a rebosar y, tras éstos, dos carros más. Habían comprado sillas, mesas, telas para decorar ventanas, hacer cojines, vestidos y todo lo que hiciera falta. Gillian incluso se permitió comprar un par de enormes tapices y dos cuadros a un artista.
Al alba del séptimo día, incapaz de seguir durmiendo en aquella cama sin Niall, Gillian se levantó demasiado temprano y comenzó a trabajar. Pero poco después le entró un sueño horroroso y, recostándose en uno de los jergones que había en el salón junto a Donald y Liam, sin percatarse se escurrió entre ellos y con el calorcito que le proporcionaban se durmió.
—¡Por todos los santos, Gillian!, ¿qué haces durmiendo entre esos hombres? —gritó Mery al entrar en el salón y verla.
Con rapidez Gillian y sus guerreros se despertaron.
—Milady —susurró Liam, azorado—, podríamos haberos aplastado. Divertida, Gillian se levantó y, quitándole hierro al asunto, dijo:
—Tranquilos. Estaba agotada y sin darme cuenta me he debido de quedar dormida entre vosotros. Pero estoy bien; no os preocupéis.
—¡Oh, Dios, Gillian! —le reprochó Diane—. Da gracias al cielo de que hemos sido nosotras. Si hubiera aparecido Niall o cualquier otro, podría haber pensado lo que no es.
Donald se ofendió. ¿Qué estaba queriendo dar a entender aquella mujer? Pero Gillian, al ver el gesto del hombre, le puso una mano en el hombro y dijo:
—Si Niall me hubiera visto, querida Diane, no habría pensado nada raro. No es la primera vez que me quedo dormida entre sus hombres.
Liam y Donald se miraron, boquiabiertos. ¿En qué otra ocasión había ocurrido? Pero al ver la cara de aquellas dos brujas, sonrieron al percatarse del ingenio de su señora para desconcertar al enemigo.
Diane y su madre se quedaron atónitas, pero no dijeron nada más. Poco después comenzaron a cortar telas con la ayuda de las ancianas y a coser cortinajes para las ventanas, mientras Gillian confeccionaba cojines y los hombres colocaban mesas y sillas.
—¿Qué más queréis que hagamos, milady? —preguntó Donald, mirándola.
—Deberías quitarte de encima esa horrible mesa, Gillian —dijo Diane, señalando el enorme mueble que presidía el salón—. Sé por Niall que la odia y sólo esperaba a comprar nuevos enseres para quemarla y destruirla.
—Y esa fea silla, ¡oh, Dios, qué horror! —apostilló Mery, señalando la silla destartalada que descansaba junto al hogar.
Dejando la costura a un lado, Gillian se levantó y, tras pensar lo que sus invitadas sugerían, dijo a los hombres:
—Destrozad esa mesa. Seguro que su madera nos vendrá muy bien para calentarnos.
—¿¡La mesa grande!? —preguntó Liam, sorprendido.
—Sí, y de paso aquella silla que hay junto al hogar.
Los hombres se miraron. Aquellas dos cosas eran los únicos muebles que su señor había llevado consigo cuando se había mudado allí.
—Milady —señaló Donald—, nosotros lo haríamos encantados, pero ¿estáis segura de que a vuestro esposo no le va a molestar que destruyamos la mesa y la silla?
—¡Oh, por Dios!, pero si son las cosas más horrorosas que he visto en mi vida… —se quejó Diane—. ¿Cómo le va a molestar a vuestro señor que eso desaparezca de su vista cuando la encantadora Gillian ha comprado elegantes y bonitos muebles? Pero, claro —añadió pestañeando—, lo que diga Gillian es lo que será.
—Por supuesto. Ella es la que tiene que decidir, pero con el gusto tan exquisito que tiene dudo de que le guste ver esa cochambrería por aquí —insistió Mery.
Agasajada por tantas lindezas, Gillian se convenció.
—Donald, estoy totalmente segura.
Sin embargo, los guerreros parecían no querer escuchar, e insistieron: —Pero, milady, creo que es mejor que no lo hagamos porque esa m… Gillian, al oír cómo resoplaban Diane y su madre, se volvió hacia los hombres y gritó en tono duro:
—He dicho que las destruyáis y que luego dejéis la madera junto al hogar. ¿Tengo que repetirlo más veces para que lo entendáis?
Ellos se miraron y se pusieron manos a la obra. Sacaron la mesa y la silla al patio del castillo. Poco después entraron y dejaron la madera junto al hogar. Diane y su madre se miraron y sonrieron.
Al amanecer del duodécimo día, Gillian, desesperada, miró por la ventana. ¿Dónde se había metido Niall? ¿Cuándo regresaría para que pudiera comunicarle que estaba embarazada?
Durante aquella mañana, Gillian esperó a Diane y a su madre, pero no aparecieron. Con la ayuda de los hombres, colgaron los tapices en el salón y los paños de tela azul claro sobre las ventanas, una vez que las hubieron limpiado las ancianas. Cuando acabaron, Gillian hizo poner alrededor del salón y el pasillo de subida a las habitaciones y almenas varios enganches de hierro para colocar antorchas y con ello dar luz al interior del castillo. Helena y la pequeña Demelza se entretuvieron en recoger flores del exterior de Duntulm, y Gillian se encargó de componer diferentes ramos con coloridas flores y situarlos por el salón. Por último, dispuso uno de los cuadros que había comprado encima del hogar de esa estancia y otro sobre el hogar de su habitación.
Aquella noche, cuando los guerreros entraron en el iluminado y reluciente salón, se quedaron maravillados. Lo que hasta hacía pocos días era un lugar oscuro, sucio y sombrío, se había convertido en una elegante estancia como la de otros castillos.
El decimoquinto día, mientras se desenredaba el pelo mirando desde las almenas, de pronto lo vio. ¡Niall!, y como una loca corrió en su busca. Necesitaba contarle su secreto, besarlo y pedirle disculpas. Nunca tendría que haberle puesto el acero en el cuello. Pero él, antes de que se le acercara, la detuvo con una dura mirada que hizo que a Gillian se le parara el corazón.
Tragando el nudo de emociones que sintió por aquel rechazo ante todo el mundo, se limitó a sonreír y ver cómo él, sin ni siquiera besarla, se marchaba con dos de sus hombres a revisar las obras del nuevo pozo.
Exacerbada y alterada, decidió dar un paseo por los alrededores. Necesitaba relajarse, o era capaz de lanzarse sobre su marido y exigirle explicaciones por su ausencia. Pasado un rato en el que paseó por la colina cogiendo flores, oyó vociferar su nombre:
—¡Gillian!
Levantando la mirada, vio que era Niall quien la llamaba, y el corazón le comenzó a latir descontrolado.
—¡Gillian! —volvió a oír.
Con una sonrisa, se cogió las faldas y corrió hacia él, pero de pronto se detuvo. Su marido, seguido por varios de sus hombres, parecía enfadado. Su gesto era terrible y andaba hacia ella a grandes zancadas.
«¡Oh, Dios!, ¿qué ha pasado?», pensó, horrorizada. Niall parecía colérico. Fuera de sí. Pero mientras caminaba hacia él, intentó poner la más dulce de sus sonrisas.
La cara de Niall, sin embargo, denotaba todo menos ganas de confraternizar, y cuando llegó hasta ella, la cogió por los hombros y comenzó a zarandearla mientras gritaba fuera de sí:
—¡¿Qué has hecho con la mesa y la silla de mis padres?! Gillian no lo entendió.
—¿A qué te refieres?
Clavando sus preciosos e incitantes ojos marrones en ella, bramó:
—Cuando me marché en el salón de Duntulm había una mesa de roble de mi padre y una silla junto al hogar de mi madre. ¿Dónde están? Gillian quiso morir. ¡Había ordenado destrozar los muebles de los padres de Niall!
Dejó caer las flores que llevaba en las manos. ¿Qué podía decir? —¡Contéstame, Gillian! —gritó, descompuesto. «¡Ay, Dios… Ay, Dios!», se lamentó con la boca seca. Cuando le dijera lo ocurrido, ¡la iba a matar!
Tras tocarse el estómago para que le diera fuerzas y tomar impulso, lo miró y susurró, dispuesta a cargar con su culpa.
—Niall, yo ordené que…
Donald, Aslam y Liam se acercaron hasta ellos con celeridad y no la dejaron terminar.
—Disculpad, mi señor —interrumpió Donald, y Niall lo miró—. Al comprar su mujer las nuevas mesas, nos pidió que retirásemos del salón la mesa y la silla y las lleváramos a una de las habitaciones superiores, hasta que a su llegada usted decidiera dónde ponerlas.
Gillian se quedó con la boca abierta, mientras sentía unas terribles ganas de vomitar. Pero al notar la mirada de su marido, se puso las manos en las caderas y, levantando el mentón, preguntó:
—¿Algo más?
Niall, tras conocer lo que quería saber y sin volver a mirarla, se dio la vuelta y se marchó. En ese momento, Gillian miró a Donald, Aslam y Liam y, con una sonrisa, les susurró:
—Gracias, muchas gracias. Acabáis de salvarme la vida. Aquéllos, con una sonrisa socarrona, le guiñaron el ojo, se giraron y se marcharon tras su laird, que a pasos agigantados regresaba al castillo. «¡Uf!, de la que nos hemos librado, pequeño», pensó, tocándose el estómago, mientras observaba a su marido alejarse. Y al agacharse para recoger las flores que se le habían caído de las manos pensó en las odiosas de Diane y su madre, y dijo:
—Os vais a enterar de quién es Gillian, la McDougall de Dunstaffnage. Os voy a hacer pagar vuestra malvada fechoría con tal fiereza que vais a estar lamentándolo el resto de vuestras vidas. ¡Brujas!
Durante el resto del día, Niall no la buscó en ningún momento, incluso parecía rehuirla. En un par de ocasiones, sintió arcadas y que las piernas le flojeaban, pero respirando con disimulo, las aguantó. A cada minuto que pasaba, deseaba más que la mirara y sonriera. Estaba como loca por darle la noticia de su próxima paternidad, pero él parecía no querer saber nada de ella. Durante la comida se sentaron juntos, pero Niall continuó ignorándola; ni siquiera pareció darse cuenta de los cambios que había hecho en el salón, y eso la molestó.
«Hemos vuelto a tiempos pasados», pensó con amargura. Él se dedicó a comer y a hablar con sus hombres, ignorándola, como si ella no estuviera, aunque por dentro se deshacía cada vez que la oía respirar. Durante el tiempo que había estado fuera, sólo había tenido una cosa en la cabeza: regresar a su hogar para ver a su mujer.
Gillian, a cada instante más herida y humillada por su desprecio, no pudo contener un segundo más su ira y le dio un golpecito en el brazo.
—¿Dónde has estado estos días? Estaba preocupada por ti —preguntó en un tono demasiado áspero.
Mirándola sin un ápice de dulzura, el
highlander
bebió de su copa y respondió:
—No es de tu incumbencia.
—¿Ah, no?
Sin quitarle los ojos de encima, siseó:
—No.
—Pues no me parece bien.
—Lo que te parezca a ti bien o no, sinceramente, esposa, no me interesa.
—¡Serás grosero! —gruñó ella.
Niall cerró los ojos y, tras bufar, murmuró:
—Gillian, acabo de llegar. Tengamos la fiesta en paz. Tragándose la retahíla de maldiciones que estaba a punto de soltar, decidió respirar, y cuando estuvo más relajada, suavizó el tono de voz y, acercándose a él, le susurró al oído:
—Te he echado de menos.
Escuchar aquello y sentir su cercanía hicieron que a él le tambalearan las fuertes defensas que en aquellos días había logrado construir contra ella. Había sido una tortura separarse de lo que más quería, pero no podía permitir que ella, su propia mujer, blandiera la espada contra él. Entonces, inexplicablemente para él, sin mirarla respondió:
—Seguro que no tanto como yo a ti…
«Lo sabía», pensó a punto de echársele al cuello. Pero Niall añadió: —Aunque siendo sincero, cuando la preciosa Diane y su madre me dijeron que te vieron retozando con mis hombres en el jergón del salón como una mujerzuela, me sorprendí. No me esperaba ese comportamiento de ti.
Boquiabierta, lo miró, y con fuego en los ojos, dijo:
—No las habrás creído, ¿verdad?
—Dime, ¿por qué no debería creer a esas dos inocentes damas? «¡Malvadas brujas!».
—Estoy esperando, esposa. ¿Acaso rememorabas tus años en Dunstaffnage con tus mozos de cuadra?
Molesta, humillada, enfadada y un sinfín de cosas más, Gillian, sin mirarlo, blasfemó:
—Al demonio, McRae. Piensa lo que te venga en gana porque no voy a defenderme ante ti. Y si tú quieres creer que ellas son unas inocentes damas, ¡adelante!, pero permíteme decirte algo: espero no parecerme nunca a ese tipo de mujer, porque entonces me decepcionaría a mí misma.
Sin querer mirarla, él continuó comiendo, aunque con el rabillo del ojo pudo comprobar cómo ella rumiaba su mal humor. Estaba tan molesto y enfadado por lo que aquellas dos mujeres le habían insinuado cuando había pasado por Dunvengan que habría querido matarla nada más llegar a Duntulm.
Indignada, pensó en rebanarle el cuello.
—Te has cortado el cabello, ¿verdad, esposa? Volviéndose hacia él, contestó con rabia:
—Sí, McRae; tuve que cortármelo gracias a ti. Sin pestañear, la miró, y cogiéndole uno de los rizos que le caían por la espalda, dijo:
—Me gustabas más con el cabello hasta la cintura. Eras más femenina. «¡Dios, ayúdame, o te prometo que le estampo la copa de plata en la cabeza!», pensó Gillian sin querer contestarle. No deseaba empeorar las cosas. Debía pensar en su bebé, pero él volvió a la carga con el peor de los comentarios:
—Creo que el cabello dice mucho de una mujer. Te muestra su delicadeza, su feminidad, su dulzura —murmuró con voz ronca—. Siempre he pensado que cuanto más largo es el pelo de una doncella, más deseable es.
«No debo contestar», reflexionó mientras comía el estofado que Susan había puesto ante ella. Pero Niall había llegado con ganas de lucha y continuó:
—Creo que deberías seguir el ejemplo de la dulce y arrebatadora Diane McLeod. —Aquel nombre hizo que se atragantara—. En alguna ocasión esa preciosidad se ha soltado el cabello ante mí para mostrármelo y es verdaderamente seductor. Bueno, en realidad ella, en sí, es fascinante, aunque tú no le tengas aprecio alguno.
«¿Dulce? ¿Arrebatadora? ¿Preciosa? ¿Fascinante? ¡Oh!, no, esto sí que no», pensó soltando el tenedor como si le quemara.
Al mirarlo para contestar, vio en sus ojos las ganas de pelea; por ello, y aun a riesgo de morir de rabia, Gillian sonrió y dijo, levantándose:
—Tienes razón, esposo. La preciosa Diane es un auténtico primor de mujer. Y ahora, si me disculpáis, debo atender ciertos asuntos personales.
Se marchó sin ver cómo Niall la seguía con la mirada y sonreía. Furiosa y terriblemente irritada, subió a su habitación. Colérica abrió uno de sus arcones y tras rebuscar encontró lo que buscaba. Quitándose el vestido, lo tiró con fiereza sobre la cama y se puso los pantalones de cuero y las botas de caña alta. Necesitaba desfogarse y sabía muy bien dónde tenía que ir.