Con la felicidad instalada en el rostro, Gillian intentó atender y recordar los nombres de las personas que le presentaban, y en ese momento, comprobó que lo que los hombres de su marido le habían dicho en el camino era verdad. Allí no había mujeres, a excepción de las ancianas y de un par de jóvenes que, agarradas a sus maridos, la observaban. Cuando entraron en el castillo y miró a su alrededor, el alma se le cayó a los pies. Aquel sitio estaba sucio, mal cuidado y necesitaba una buena limpieza.
Cuando entraron en el enorme salón, comprobó que allí sólo había una mesa desvencijada de madera oscura y dos bancos, a cuál peor, y junto al enorme hogar, una vieja silla destartalada que parecía tener los días contados.
«La falta de mujeres es la causa de que esto esté así», se dijo Gillian. Niall, que la conocía muy bien, sabía lo que pensaba, a pesar de su sonrisa. Y casi soltó una carcajada cuando contempló la cara de su esposa al ver que uno de los caballos de sus hombres entraba en la estancia y campaba tranquilamente por el salón.
Le miró, pasmada, y él, encogiéndose de hombros, confesó:
—A mí nunca me ha importado.
Ella suspiró y, dispuesta a solucionar aquello, le aseguró:
—Una mano femenina le vendrá muy bien. Ya lo verás. Y acercándose a ella, le cuchicheó al oído:
—No lo dudo, tesorito, para eso estás tú aquí. Tras mirarle con una mueca, decidió no responder, y se dejó llevar por las dos únicas mujeres jóvenes que había, que se empeñaron en enseñarle la cocina. Helena las acompañó. Y casi se cayeron hacia atrás cuando ambas vieron lo que aquellas mujeres llamaban cocina: un oscuro, húmedo y viejo zulo.
«Aquí van a cambiar muchas cosas» reflexionó, intentando sonreír. Niall, ansioso, esperó a que Gillian apareciera por la puerta y lo mirara. Le gustara o no, temía que a una mujer de carácter como ella, acostumbrada al lujo y la elegancia de Dunstaffnage, le horrorizara aquel lugar. Pero cuando se asomó a la puerta de la mano de Helena y sonrió, supo que ambos habían encontrado su hogar.
El resto de la noche la pasaron mirándose con una pasión que no dejó indiferente a nadie. Cenaron los ricos platos que las mujeres habían preparado para celebrar su llegada y brindaron con copas de plata ante los vítores de los hombres. Tras la cena, los guerreros, aquellos brutos, empezaron a dar palmadas y a bailar, hasta que dos de los ancianos comenzaron a tocar sus gaitas. Helena bailó con un encantado y sonriente Aslam, que le había pedido a su señor que le permitiera ocupar una de las cabañas cercanas a la fortaleza con ella y sus hijos. Aquella noche, Gillian bailó con sus guerreros, incluso consiguió sacar a bailar a su marido. Y cuando la premura y el deseo de sus miradas se hicieron escandalosos, sin importarles nada, Niall la cogió en brazos y, sonriendo por los vítores de todos, la llevó hasta el único lugar que nadie le había enseñado, su habitación.
Sin hablar y con la pasión en sus miradas, Niall la llevó hasta el piso superior. Cuando él abrió la puerta de la estancia, a Gillian le latía con tanta fuerza el corazón que pensó que le iba a explotar. Tras posarla en el suelo, ella entró, y él cerró la puerta apoyándose en la hoja. Con lujuria, paseó sus ojos por las dulces curvas de su pequeña mujer. Era deliciosa. Durante el tiempo que había durado la cena y la fiesta posterior, Niall sólo había pensado en arrancarle el vestido y hacerla suya sin piedad, una y otra vez. Deseaba tocar sus pechos, meter su lengua entre sus muslos y…
«¡Por san Ninian!, ¿qué estoy pensando?», se regañó al ser consciente de la presión de su entrepierna. Mientras, ella, ajena a aquellos pensamientos pecaminosos, miraba la destartalada estancia, tan parecida al resto del castillo. Acostumbrada a su engalanada habitación de Dunstaffnage, aquélla era fría e impersonal. A excepción del enorme hogar donde crepitaba el fuego y el gran ventanal, sólo había una cama inmensa y un viejo arcón. Pero emocionada por cómo la había tratado Niall desde que habían llegado a Duntulm, volviéndose con gracia le sonrió. Aquella sonrisa hizo que él diera dos pasos hacia ella para tomarle la mano. Estaba helada. —¿Tienes frío?
Con rapidez, ella negó. No sentía frío, pero los nervios por estar en aquel lugar a solas con él la tenían atenazada. Dispuesto a calmarla, Niall la cogió de las manos con delicadeza y, mirándola a los ojos, murmuró:
—Tengo algo para ti.
—¿Para mí? —preguntó, sorprendida.
Él asintió, y ella se sonrojó.
—Cierra los ojos.
Incapaz de hacerlo, Gillian fue a protestar, pero él le puso un dedo en la boca, lo que consiguió excitarla más.
—Confía en mí. No te haré daño ni te cambiaré por tortas de avena.
—¿Seguro? —bromeó.
—Te lo aseguro. Cierra los ojos.
Una vez que se convenció de ello, Gillian primero cerró uno y luego otro. Pero Niall, al ver que cuando cerraba el derecho abría el izquierdo, y viceversa, dijo:
—No seas tramposa, Gillian, que te estoy mirando. —¡Argh! Me has pillado.
Al final, consiguió que ella se relajara y cerrara los ojos. Se quitó un cordón de cuero del cuello y, tras sacar un anillo que de él colgaba, se lo puso en el dedo y, para finalizar el momento, le dio un beso en la mano.
—Ya está. Ya puedes mirar.
Nerviosa porque había sentido el beso y el roce del anillo al pasar por su dedo, abrió los ojos, y al verlo, se quedó fascinada. Aquél era el anillo que había visto el día de su cumpleaños en el mercadillo cercano a Dunstaffnage. Deslumbrada, iba a decir algo cuando él se le adelantó:
—Te oí que le decías a Megan que el marrón de su piedra te recordaba el color de mis ojos. Y sin saber siquiera si te lo daría o no, decidí comprarlo.
—Es precioso. Me encanta —confesó, embobada. Y él se sintió satisfecho por verla tan maravillada por el regalo.
—Me complace ver que he acertado y te gusta. Por un momento he pensado que podrías tirármelo a la cabeza.
Emocionada como una niña, susurró:
—¡Oh, Niall!, gracias.
El
highlander
, consciente de las escasas defensas que le quedaban sin derruir ante los encantos de ella, sonrió embelesado.
—Este anillo es mucho más propio para mi esposa, y no el que te puse en su día.
—Y que yo perdí. —Suspiró al recordar el cordón de cuero. Saber que él había comprado algo para ella y que durante todo aquel tiempo lo había guardado la hechizó, y cuando Niall se agachó para abrazarla con delicadeza y sintió cómo hundía su rostro en su cuello, el calor la devoró y, levantando las manos, le agarró el rostro y lo besó.
Aquel beso fue especial. Era el preludio de lo que iba a suceder. Al notar que ella temblaba, con una ternura que Gillian desconocía, él le preguntó:
—¿Qué te ocurre?
—Quiero aprovechar este instante —susurró Gillian sin dejar de abrazarlo—. Porque estoy convencida de que mañana o dentro de un rato no me mirarás, y esta maravillosa tregua entre nosotros se habrá acabado.
Clavando su apasionada mirada cerca de su boca, él murmuró:
—No, cariño, yo deseo tanto como tú la paz. Pero para asegurarme de que así será debes prometerme tres cosas.
—Tú dirás.
—La primera: me respetarás y nunca levantarás el acero contra mí. Asombrada, abrió los ojos y murmuró:
—Niall, por Dios, yo nunca haría eso.
—Prométemelo —insistió.
—Te lo prometo. —Sonrió—. ¿La segunda? —Duntulm es sagrado, un lugar de paz, y nunca permitirás que el desastre o la guerra llegue a nuestro hogar. Este lugar es nuestra vida, no un campo de batalla, porque aquí quiero ser feliz contigo y mi gente. ¿Lo prometes?
—Claro…, claro… que sí.
—Y la tercera…, nunca me mentirás.
Aquella petición a Gillian le hizo sonreír, y preguntó:
—¿Crees que algo así es fácil de prometer?
—Sí.
—Pero Niall…, yo no soy mentirosa, pero a veces una mentira piadosa es… —Una mentira piadosa… es aceptable y perdonable. Una mentira dañina no lo es. Con una graciosa sonrisa que desbocó nuevamente el corazón de Nial, la joven murmuró:
—Sabiendo que las mentiras piadosas son aceptables…, te lo prometo, siempre y cuando tú tampoco me mientas a mí.
—Te lo prometo, cariño…, te lo prometo.
En ese instante, Gillian quiso gritar de felicidad, y él murmuró en un tono ronco que le puso el vello de todo el cuerpo de punta:
—No me tengas miedo, Gillian. Nunca te haría daño.
—Lo sé —asintió ella, subyugada—. Lo sé… Con delicadeza, le tomó de la barbilla para volverla a besar, y con una pasión desbordada, atacó su boca, derribando uno a uno los miedos que ella pudiera aún albergar.
Abandonada a sus caricias, Gillian le dejó hacer. Ella era una mujer inexperta en aquel arte, pero comprobó cómo él, sin prisa pero sin pausa, con delicadeza, comenzó a desatarle los cordones de su vestido, hasta que la prenda cayó al suelo, y se quedó únicamente vestida con la camisola blanca y las calzas. Intentando contener su temblor, Gillian posó sus manos sobre los hombros de Niall, y éste, asiéndola por la cintura, la levantó hasta ponerla a su altura y, mirándola a los ojos, le dijo:
—Nunca podrás imaginar cuánto he deseado que llegara este momento, Gata. Arrollada por aquellas palabras y por la subyugación que veía en sus ojos, lo besó mientras él se encaminaba hacia la cama, donde la dejó con cuidado sobre las frías sábanas. A Gillian se le puso la carne de gallina mientras miraba cómo él, sin apartar sus almendrados ojos marrones de ella, se desnudaba. Al ver la reciente cicatriz de su brazo, ella sonrió, pero al fijarse en la cantidad de cortes y cicatrices que tenía en el abdomen, se horrorizó. ¡Cuánto dolor había debido de sentir su marido!
Con la respiración agitada, observó sus fuertes brazos, su amplio pecho curtido por la guerra, sus corpulentas piernas, y cuando se deshizo de los pantalones de cuero marrón y aquel tenso y oscuro miembro que tenía entre las piernas apareció, se escandalizó. Fue tal su confusión al ver por primera vez el sexo de su marido que, avergonzada, cerró los ojos.
—Gillian, abre los ojos, y mírame.
Con una comicidad que podía con toda la voluntad de Niall, ella abrió con cuidado un ojo y luego otro, para encontrarse con el sonriente rostro de él. Tomándola de las manos la incorporó, de modo que su cabeza quedó justo frente a aquel órgano. Niall, al ver su cara de horror, no pudo por menos que soltar una carcajada.
—Tócame.
Con las pulsaciones aceleradas, Gillian levantó su mano y la posó sobre la pierna fuerte y recia de él. Notó su poderío, y su mano siguió subiendo por el interior de ésta. Tras cruzar una mirada desafiante con él, pasó su mano por aquel miembro erecto y se sorprendió al sentir su extraña y placentera suavidad. Asombrada, volvió a tocarlo, pero se asustó cuando oyó un sonido gutural proveniente de la garganta de su marido.
—¡Ay, Dios!, ¿te he hecho daño? —preguntó, horrorizada. Conmovido por la inexperiencia de Gillian, Niall sonrió mientras se tumbaba en la cama junto a ella.
—No, cariño, todo lo contrario; es muy placentero notar tus caricias. Gillian se tendió y, volviéndose hacia él, lo miró. Él, encantado por su belleza, le dio un sabroso beso, le abrió la camisola y luego se la quitó. Gillian no podía dejar de ruborizarse al quedar desnuda de cintura para arriba. Aquello era todo nuevo para ella y, sentir la apasionada mirada de él, aun sin notar sus caricias, la hacía arder. Acercándose un poco más a ella, le quitó las calzas y las tiró al suelo, y esa vez ella se encogió.
La impaciencia que sentía por tomar el cuerpo de su mujer martilleaba la entrepierna de Niall, pero se obligó a refrenar sus propios deseos y centrarse de momento en su esposa. Ella lo merecía. Pero verla en aquel estado, acariciar su sedosa piel y sentir su total rendición, le había caldeado de una manera a la que no estaba acostumbrado. Sentir la dulzura de Gillian y pensar que legítimamente era suya… lo volvía loco de excitación.
Consciente de lo que suponía aquello para ella, rodó sobre la cama hasta quedar sobre ella, con cuidado de no aplastarla. Con delicadeza, le hundió los dedos en la base del cráneo y comenzó a moverlos con tal deleite y parsimonia que Gillian suspiró:
—¡Oh!
—¿Te agrada?
—¡Oh, sí!, me encanta. Me hace sentir muy bien. Recreándose, acercó su cálida y ardiente boca a la de ella, y sacando la húmeda lengua, jugueteó sobre sus labios, hasta que Gillian los separó, y él pudo acceder con languidez a su interior, mientras ella se movía cada vez más ansiosa y emitía pequeños sonidos de satisfacción que lo enloquecían.
Sin ninguna prisa, tras explorar su boca, bajó lentamente la lengua por el cuello hasta llegar a sus pletóricos y rosados pechos. Con suavidad, Niall llevó sus dedos hasta los rosados pezones, y cuando comenzó a acariciarlos con movimientos circulares y muy placenteros, ella suspiró al sentir cómo su bajo vientre vibraba. Incapaz de dejar de mirar aquellos exquisitos senos, Niall aproximó su cálida boca hasta uno de ellos, mientras que pellizcaba el otro con delicadeza. Al notar aquellas íntimas caricias, ella se arqueó y jadeó. Maravillado por su sensualidad y dispuesto a no dañarla, continuó su exploración.
Después de un rato de juegos íntimos entre los dos, Niall se levantó y se arrodilló en el suelo. Estirándose sobre ella le besó el ombligo, y ella volvió a jadear, pero al intuir las intenciones de él, asustada, se incorporó.
—No…, ahí no —gritó.
Con una sonrisa morbosa que hizo que ella se estremeciera, él asintió:
—Claro que sí.
—No.
Levantándose del suelo, se tumbó en la cama, y tras besarla, le susurró con intensidad mientras le acariciaba los muslos:
—Separa las piernas para mí, Gata.
—Niall…
—Hazlo, cariño; te prometo que disfrutaremos los dos. Esclavizada por el deseo, finalmente cerró los ojos y se dejó vencer. —Así…, pequeña Gata, relájate y ábrete para mí. El timbre ronco y profundo de su voz la excitó más de lo que él podría haberse imaginado. Sentir que él era su marido y que ella accedía a sus deseos la calentó de tal manera que, cuando Niall se agachó de nuevo y tocó aquellos rizos que nunca habían sido tocados por ningún otro hombre, gimió. Maravillado por lo que tenía ante sus ojos, pasó su boca por aquel precioso sendero y, separando los labios inferiores comenzó a tocarla, primero con suavidad, y cuando notó que aquello se humedecía lo suficiente, con gesto posesivo pero delicado introdujo un dedo. Gillian gritó, e incorporándose, cogió la cara de Niall y lo besó. Mientras ella le devoraba la boca y él sentía que su autodisciplina se apagaba por momentos, movió con cuidado el dedo dentro del cuerpo de Gillian, que gemía una y otra vez sobre su boca, hasta que se tensó entre jadeos, y él entendió que estaba preparada para recibirlo: