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Authors: Christopher Moore

Cordero (14 page)

—¿Como cuáles? —Juan parecía a punto de echarse a llorar de nuevo.

—Como dónde se ha dejado Joshua el destino, y si le está permitido... esto... hacer abominaciones con mujeres.

—Si se hace con mujeres no es una abominación —me aclaró Josh.

—¿Ah, no?

—No. Con ovejas, cabras, con casi todos los animales, de hecho, es abominación. Pero con mujeres es algo muy distinto.

—¿Y una mujer con una cabra? ¿Qué es eso? —preguntó Juan.

—Eso son cinco siclos en Damasco —tercié yo—. Seis, si tú participas.

Joshua me pellizcó el hombro.

—Lo siento, es un chiste muy viejo —me disculpé, esbozando una sonrisa—. No he podido evitarlo.

Juan cerró los ojos y se frotó las sienes, como si creyera que, presionando con bastante fuerza, lograría comprender mejor.

—O sea, que no quieres que nadie sepa que tienes el don de sanar porque todavía no sabes si puedes yacer con mujeres.

—Bueno, por eso y porque no tengo la menor idea de cómo ser el Mesías —puntualizó Josh.

—Eso, sí, también por eso —dije.

—Deberías preguntárselo a Hillel —sugirió Juan—. Mi padre dice que es el más sabio de todos los sacerdotes.

—Voy a preguntarlo en el sanctasanctórum —replicó Joshua. (En el sanctasanctórum se custodiaba el Arca de Alianza, la caja que contenía las tablas que Dios había entregado a Moisés. Yo no conocía a nadie que la hubiera visto, pues se guardaba en el espacio más recóndito del templo.)

—Eso está prohibido. Solo un sacerdote puede entrar en la cámara del Arca.

La ciudad era como una taza inmensa que se hubiera llenado de peregrinos hasta los topes, y cuyo contenido de humanidad se hubiera vertido luego, creando un charco en perpetuo movimiento. Cuando llegamos, los hombres ya formaban una cola que llegaba hasta la puerta de Damasco, y esperaban con sus corderos el momento de entrar en el templo. El viento arrastraba un humo negro, grasiento, que provenía del templo, donde, en el altar, más de diez mil sacerdotes sacrificaban los corderos y quemaban la sangre y las partes grasas. Por toda la ciudad ardían las hogueras en que las mujeres asaban los corderos. Una especie de neblina aparecía suspendida en el aire, la suma de los vapores que desprendían los miles de personas y sus muchos animales. El calor del día potenciaba los olores acres de alientos, sudores y orines, que se mezclaban con los balidos de las ovejas, los llantos de los niños, el ulular de las mujeres y el zumbido grave de las muchas voces. Gradualmente, el ambiente iba convirtiéndose en una amalgama espesa de sonidos y olores, de Dios e historia. Allí Abraham había recibido la Palabra de Dios según la cual su pueblo sería el elegido, allí había sido donde los judíos habían llegado al huir de Egipto, allí había sido donde Salomón había construido el primer templo, por allí habían andado los profetas y los reyes de los hebreos, y allí se custodiaba el Arca de la Alianza. Jerusalén. Ahí fue también donde Cristo, Juan el Bautista y yo llegamos para conocer la voluntad de Dios y, con suerte, ver a alguna chica guapa. (¿Qué os creíais? ¿Que todo iba a ser religión y filosofía?)

Nuestras familias acamparon en el exterior de la muralla septentrional de la ciudad, bajo las almenas de la Torre de Antonio, la fortaleza que Herodes había construido en tributo a su benefactor, Marco Antonio. Dos cohortes de soldados romanos, formadas por casi doscientos hombres, controlaban el patio del templo desde lo alto de las murallas. Las mujeres daban de comer y lavaban a los niños mientras Joshua y yo acompañábamos a nuestros padres a llevar los corderos al templo.

Había algo inquietante en el hecho de conducir a un animal a su muerte. No es que yo no hubiera visto ningún sacrificio hasta entonces, ni que no hubiera comido el cordero pascual, pero aquella era la primera vez que participaba activamente. Sentía el aliento del animal en mi cuello mientras lo cargaba sobre mis hombros, y entre todos los ruidos, los olores y los movimientos que rodeaban el templo, se hizo un momento de silencio y hasta mí llegó, solamente, el aliento y los latidos del corazón del cordero. Supongo que me rezagué un poco, porque recuerdo que mi padre se volvió y me dijo algo, aunque yo no oía sus palabras.

Franqueamos las puertas y nos introdujimos en el patio del templo, donde los mercaderes vendían aves de corral para el sacrificio, y donde los prestamistas cambiaban siclos por centenares de monedas distintas de muchas partes del mundo. Al pasar por aquel inmenso recinto abierto, en el que miles de hombres aguardaban, con los corderos sobre los hombros, el momento de acceder al interior del recinto sagrado y acercarse al altar, para consumar el sacrificio, yo veía solo los rostros de los animales, algunos tranquilos y entregados, otros con los ojos muy abiertos, balando aterrorizados, y algunos más con gesto de incredulidad. Yo bajé el cordero que llevaba sobre mis hombros y lo acuné en mis brazos como si fuera un recién nacido, mientras retrocedía, camino de las puertas. Sé que José y mi padre debieron de venir tras de mí, pero yo no les veía las caras, solo un vacío allí donde debían estar los ojos, solo los ojos de los corderos que llevaban. No podía respirar, ni salir del templo lo bastante deprisa. No sabía adónde me dirigía, pero sí que no pensaba llegar hasta el altar. Me volví para iniciar la carrera, pero una mano me agarró de la túnica y me lo impidió. Al girarme me encontré con los ojos de Joshua.

—Es la voluntad de Dios —me dijo. Posó las manos sobre mi cabeza y recobré el aliento—. Está bien, Colleja, no pasa nada. Es la voluntad de Dios.

Y me sonrió.

Joshua había dejado en el suelo el cordero que cargaba, y el animal no escapó. Supongo que aquello ya debería haberme convencido.

No probé el cordero mientras duraron las celebraciones de Pascua de aquel año. De hecho, desde ese día no he vuelto a comer cordero.

8

He logrado esconderme en el baño el tiempo suficiente como para leer unos cuantos capítulos de ese Nuevo Testamento que han añadido a la Biblia. Ese tal Mateo, que sin duda no es el Mateo que nosotros conocíamos, parece haberse dejado bastante en el tintero. Entre otras cosas, todo lo que va desde el nacimiento de Joshua hasta que este tenía treinta años, ahí es nada. No me sorprende que el ángel me haya resucitado para que escriba este libro. Aún no he visto que ese muchacho, Mateo, me mencione, aunque, claro, todavía voy por los primeros capítulos. Debo racionar el tiempo para que el ángel no sospeche. Hoy me ha interrogado cuando he salido del baño.

—Pasas mucho tiempo ahí metido. No hay motivo para que te encierres en el baño tanto rato.

—Ya te lo he dicho, la limpieza es muy importante para nuestro pueblo.

—No estabas bañándote. Habría oído correr el agua.

He decidido que, si quería evitar que el ángel descubriera la Biblia, debía pasar a la ofensiva. He atravesado la habitación, me he subido a su cama y lo he agarrado por el pescuezo, asfixiándolo mientras cantaba: «Llevo dos mil años sin acostarme con nadie, llevo dos mil años sin acostarme con nadie, llevo dos mil años sin acostarme con nadie». Me he sentido bien, mi frase tenía cierto ritmo, que me permitía apretarle la garganta al compás de cada sílaba.

He dejado de apretar un instante a la hueste celestial para darle un revés en su mejilla de alabastro. Y eso ha sido un error, porque él me ha agarrado la mano, y luego me ha tirado del pelo y se ha puesto en pie sin perder la compostura, dejándome suspendido en el aire así, cogido del pelo.

—¡Ah, ah! —he exclamado.

—¿Llevas dos mil años sin acostarte con nadie? ¿Y qué? ¿Qué significa eso?

—¡Ah, ah! —he repetido.

El ángel me ha bajado hasta el suelo, aunque sin soltarme la cabellera.

—¿Y bien?

—Significa que no he conocido mujer desde hace dos milenios, ¿es que no te quedas con nada del vocabulario que aprendes viendo la tele?

El ángel ha concentrado la mirada en el televisor que, por supuesto, estaba encendido.

—Yo no poseo tu don de lenguas. ¿Qué tiene eso que ver con que te dé por asfixiarme?

—Intentaba asfixiarte porque, una vez más, eres más tonto que un zapato. Llevo dos mil años sin sexo. Y un hombre tiene sus necesidades. ¿Qué crees que hago metido en el baño tanto tiempo?

—¡Oh! —ha dicho el ángel, soltándome el pelo—. O sea, que tú estabas... has estado... hay un..

—Consígueme a una mujer y tal vez no me pase tanto rato en el baño, no sé si me explico.

(He logrado despistarlo de un modo magistral, me parece.)

—¿Una mujer? No, eso no puedo hacerlo. Todavía no.

—¿Todavía no? ¿Quiere eso decir que...?

—Oh, mira —ha dicho el ángel, apartándose de mí como si yo no fuera más que una vaharada de algo—. Ya empieza Hospital General.

Y así es como he puesto a salvo mi Biblia secreta. ¿Qué habrá querido decir con ese «todavía no»?

Al menos ese tal Mateo menciona a los reyes magos. Les dedica una sola frase, pero eso ya es más de lo que me dedica a mí en su evangelio. Al menos de momento.

Durante nuestro segundo día en Jerusalén fuimos a ver al gran rabino Hillel. (Rabino significa «maestro» en hebreo, supongo que eso lo sabéis, ¿no?) Hillel parecía tener cien años, el pelo y la barba largos, blancos, y los ojos velados, los iris blancos como la leche. La piel, apergaminada de tanto sentarse al sol, y la nariz, larga y ganchuda, le conferían el aspecto de una gran águila ciega. Llevaba toda la mañana impartiendo sus lecciones en el patio exterior del templo. Nosotros permanecíamos sentados, en silencio, escuchándole recitar versículos de la Tora, e interpretarlos, responder a preguntas y enzarzarse en argumentaciones con los fariseos, que intentaban aplicar la Ley a los detalles más nimios de la vida.

Hacia el final de aquellas lecciones matutinas, Jakan, aquel moco de camello que iba ser el esposo de mi amada Magda, le preguntó a Hillel si era pecado comer un huevo incubado durante el sabbat.

—¿Qué eres tú, necio? Al Señor le trae sin cuidado lo que una gallina haga un sabbat, nimrod. Es una gallina. Que un judío incube un huevo un sabbat será pecado, seguramente. Si eso pasa, ven a verme entonces. Y ahora vete, tengo hambre y me hace falta echar una cabezadita. Dispersaos todos.

Joshua me miró y esbozó una sonrisa.

—No es como esperaba —susurró.

—Sabe distinguir a un nimrod cuando lo ve... perdón, cuando lo oye —comenté yo. (Nimrod fue un rey antiguo que murió asfixiado tras preguntarse, en presencia de sus guardias, qué sentiría uno si le metían la propia cabeza por el culo.)

Un muchacho más joven que nosotros ayudó al anciano a levantarse, y empezó a conducirlo hacia la puerta del templo. Yo me acerqué y lo sujeté por el otro brazo.

—Rabino, mi amigo ha venido desde muy lejos para hablar contigo. ¿Podrías ayudarlo?

El anciano se detuvo.

—¿Dónde está tu amigo?

—Aquí mismo.

—Entonces, ¿por qué no habla él? ¿De dónde vienes, muchacho?

—De Nazaret —respondió Joshua—. Aunque nací en Belén. Soy Joshua, hijo de José.

—Ah, sí, ya he hablado con tu madre.

—¿De veras?

—Sí, casi cada vez que ella y tu padre vienen a Jerusalén para alguna celebración, ella intenta verme. Cree que eres el Mesías.

Joshua tragó saliva.

—¿Lo soy?

Hillel ahogó una carcajada.

—¿Tú quieres ser el Mesías?

Joshua me miró como si yo conociera la respuesta, pero yo me encogí de hombros.

—No lo sé —respondió al fin—. Creía que, simplemente, debía limitarme a hacerlo.

—¿Y tú crees que eres el Mesías?

—No estoy seguro de que deba decirlo.

—Eso es inteligente por tu parte —sentenció Hillel—. No debes decirlo. Puedes pensar tanto como quieras que eres el Mesías, pero no se lo digas a nadie.

—Pero, si no se lo digo, la gente no lo sabrá.

—Exacto. Tú puedes creer que eres una palmera, pero no se lo digas a nadie. Puedes creer que eres una bandada de gaviotas, pero no se lo digas a nadie. ¿Me entiendes? Y ahora tengo que irme a comer. Soy viejo, y tengo hambre, y quiero irme a comer ahora, no sea que muera antes de la cena y ya no tenga más hambre.

—Pero es que es el Mesías de verdad —intervine yo.

—Sí, claro —replicó Hillel agarrándome del hombro, y palpándome luego la cabeza para poder gritarme al oído—: ¿Y qué sabes tú? Tú eres un niño ignorante. ¿Cuántos años tienes? ¿Doce? ¿Trece?

—Trece.

—¿Y cómo puedes tú, a los trece años, saber nada? Si yo tengo ochenta y cuatro y no sé una mierda.

—Pero si tú eres muy sabio —le dije.

—Soy lo bastante sabio como para saber que no sé una mierda. Y ahora, marchaos.

—¿Debo preguntarlo en el sanctasanctórum? —preguntó Joshua.

Hillel se dio media vuelta, con intención de plantarle un bofetón, pero no le dio.

—Lo que hay ahí es una caja. La vi cuando todavía veía, y te aseguro que es una caja. Y, ¿sabes qué? Si alguna vez contuvo alguna tabla, ahora esas tablas ya no están ahí. De modo que, si quieres hablar con una caja, lo que probablemente te valdrá la ejecución por colarte en la cámara en la que se custodia, allá tú, adelante.

Joshua pareció quedarse sin aliento, y temí que fuera a desmayarse ahí mismo. ¿Cómo podía el maestro más reputado de todo Israel hablar en esos términos del Arca de la Alianza? ¿Cómo podía un hombre que sin duda conocía todas y cada una de las palabras de la Tora, y todas las enseñanzas escritas desde entonces, afirmar que no sabía nada?

Hillel pareció percatarse de la zozobra de Joshua.

—Mira, muchacho, tu madre me contó que unos hombres muy sabios acudieron a Belén para verte cuando naciste. Está claro que ellos sabían algo que nadie más sabía. ¿Por qué no vas a verlos? Pregúntales a ellos si eres el Mesías.

—O sea, que no vas a explicarle nada de cómo ser el Mesías —tercié yo.

Hillel alargó la mano hacia Joshua, sin ira en esa ocasión. Encontró su mejilla y se la acarició con su mano paralizada.

—Yo no creo que vaya a venir ningún Mesías y, a estas alturas, dudo que a mí me afectara demasiado. Nuestro pueblo ha pasado más tiempo esclavizado, o bajo las garras de reyes extranjeros, que en libertad, o sea que, ¿quién es nadie para decir que es la voluntad de Dios que lleguemos a liberarnos? ¿Quién es nadie para decir que Dios se preocupa lo más mínimo por nosotros, más allá de dejarnos existir? Yo no creo que se preocupe por nosotros. De modo que aprende bien esto, pequeño. Tanto si eres el Mesías como si te conviertes en rabino, o incluso si no llegas a ser más que un granjero, ésta es la suma de todo lo que yo puedo enseñarte, y de todo lo que sé: trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti. ¿Serás capaz de recordarlo?

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