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Authors: Christopher Moore

Cordero (18 page)

—Bien pensado —admití.

—Es que, a mí, los fenómenos meteorológicos se me dan bien —dijo el ángel.

—Sí, ya lo sé.

Y entonces pensé en ello un momento, en cómo Raziel había estado a punto de agotar a nuestro pobre camarero Jesús encargándole raciones y más raciones de costillas cuando eran el plato del día.

—En un primer momento no fue fuego lo que sugeriste, ¿verdad? En un primer momento propusiste que llovieran costillas de cerdo a la barbacoa, ¿verdad?

—Ese tipo no se parece en nada a Moisés.

Aquel día, chapoteando en el agua, intentando nadar para dar alcance al barco mercante que surcaba el mar a toda vela, constaté por primera vez que a Raziel, tal como afirmaba, eso de los fenómenos meteorológicos «se le daba bien». Joshua se asomaba a la popa del barco y, alternativamente, nos gritaba a mí y a Tito. Resultaba evidente que, a pesar de que la brisa era ligera aquella noche, yo jamás alcanzaría la nave, y cuando miraba en dirección a la costa, no veía más que agua. Es curioso lo que llega a pensar uno en situaciones como esa. Lo primero que me vino a la mente fue: «Qué manera tan tonta de morirse». Y lo segundo: «Joshua nunca conseguirá lo que se propone sin mí». Acto seguido me puse a rezar, no por mi propia salvación, sino por la de Joshua. Rogué al señor que lo mantuviera a salvo, y por la felicidad y el bienestar de Magda. Luego, mientras me quitaba como podía la túnica y daba unas lentas brazadas en dirección a la costa, que sabía que no llegaría a ver, el viento se detuvo. Cesó por completo. El mar se aplanó del todo y lo único que se oía eran los gritos asustados de la tripulación que iba a bordo del barco, y que había quedado inmóvil sobre el agua, como si hubiera echado el ancla.

—¡Colleja! ¡Por aquí! —me llamó Joshua.

Me giré en el mar para ver a mi amigo, que me hacía señas desde la proa de la nave detenida. A su lado, Tito se acobardaba, como un niño asustado. Sobre el mástil, por encima de los dos, se recortaba una figura alada a la que, una vez llegué a nado junto al barco y un puñado de marineros aterrados me subió hasta él, reconocí: era el ángel Raziel. A diferencia de las otras veces, llevaba una túnica negra como el carbón, y las plumas de sus alas reflejaban el negro azulado del mar iluminado por la luna. Al unirme a mi amigo en la popa prominente de la embarcación, el ángel se elevó y, con gran delicadeza, vino a posarse junto a nosotros. Tito ocultaba la cara tras los brazos, como para protegerse de un ataque, y parecía querer hundirse entre los tablones de cubierta.

—Tú —dijo Raziel al fenicio, y Tito separó un poco los brazos para mirarlo—. Ningún daño han de padecer estos dos.

Tito asintió, intentó decir algo, pero renunció a hacerlo al constatar que el miedo le quebraba la voz. Yo mismo me sentía algo asustado. Vestido de negro, el ángel resultaba una visión temible, por más que estuviera de nuestra parte. Joshua, en cambio, parecía sentirse completamente sereno.

—Gracias —le dijo Josh al ángel—. Es un canalla, pero es mi mejor amigo.

—A mí los fenómenos atmosféricos se me dan bien —dijo el ángel. Y, como si aquello lo explicara todo, extendió sus enormes alas negras y se elevó sobre la cubierta. El mar se mantuvo en calma absoluta hasta que el ángel se perdió en el horizonte. De inmediato regresó la brisa, las velas se hincharon y las olas golpearon la proa una vez más. Tito se atrevió a mirar por fin, separando un poco los dedos, y solo entonces se puso en pie, muy despacio, y sujetó uno de los dos timones.

—Voy a necesitar otra túnica —dije yo.

—Puedes quedarte la mía —dijo Tito.

—Deberíamos navegar más cerca de la costa, ¿no te parece? —dije yo.

—Rumbo a ella vamos, buen señor, rumbo a ella —dijo él.

—Tu madre se come los hongos de los pies de los leprosos —dije yo.

—De eso precisamente quería hablar con ella —dijo él.

—Bien, veo que nos entendemos —dije yo.

—Absolutamente —dijo él.

—Mierda —terció Joshua—. He olvidado otra vez preguntarle al ángel eso de conocer mujeres.

Tito se mostró mucho más amable durante el resto de la travesía y, curiosamente, no tuvimos que remar al llegar a puerto, ni que ayudar a cargar y descargar las mercancías. La tripulación nos evitaba, y cuidaba de los cerdos sin que tuviéramos siquiera que pedírselo. Mi miedo a navegar remitió transcurrido un día, y mientras la brisa constante nos llevaba hacia el norte, Joshua y yo disfrutábamos de la visión de los delfines que venían a surcar la ola que creaba la proa del barco, o nos tumbábamos boca arriba en cubierta, por las noches, y aspirábamos el olor a cedro que desprendían los listones de madera, y escuchábamos el crujido de las sogas y las jarcias, e intentábamos imaginar en voz alta qué sucedería cuando conociéramos a Baltasar. De no haber sido por la insistencia agotadora de Joshua, que seguía empeñado en saberlo todo sobre el sexo, el viaje, en realidad, habría resultado de lo más agradable.

—La fornicación no es el único pecado, Josh —traté de explicarle—. Yo estoy encantado de poder ayudarte, pero ¿piensas obligarme a robar para que te explique en qué consiste? ¿Vas a hacer que mate a alguien para entender de qué se trata?

—No es lo mismo. A mí no me interesa matar a nadie.

—Está bien. Te lo contaré una vez más. Tú tienes tu entrepierna, y ella tiene su entrepierna. Y aunque las dos se llaman entrepiernas, en realidad son distintas...

—La mecánica ya la entiendo. Lo que no entiendo es la sensación.

—La sensación es buena, eso ya te lo he explicado.

—Pero es que no tiene sentido. ¿Por qué iba Dios a hacer que el pecado transmitiera buenas sensaciones, y luego a condenar por sentirlas?

—Oye, ¿por qué no lo pruebas? —le sugerí—. Nos saldría más barato. O, mejor aún, cásate. En ese caso no sería ni siquiera pecado.

—Pero es que entonces ya no sería lo mismo, ¿no?

—Eso yo no puedo saberlo, nunca he estado casado.

—¿Y siempre sientes lo mismo?

—Bueno, en ciertos aspectos, sí.

—¿En qué aspectos?

—Bueno, hasta ahora siempre ha sido algo húmedo.

—¿Húmedo?

—Sí, pero no puedo asegurarte que siempre sea así. Ha sido mi experiencia, eso es todo. Tal vez debieras preguntárselo a una ramera.

—Mejor aún —dijo Joshua, mirando a su alrededor—. Se lo preguntaré a Tito. Es mayor que tú, y tiene aspecto de haber pecado mucho.

—Bueno, sí, si entre los pecados incluyes el de arrojar al mar a judíos, diría que es todo un experto, pero ello no implica que...

Pero Joshua ya se había acercado a la popa, había trepado por una escalera hasta la cubierta elevada del puente, y se había colado en la pequeña tienda abierta, apenas un tejadillo de lona, que hacía las veces de camarote del capitán. Tito estaba recostado sobre un montón de alfombras, bebiendo de un pellejo, que le pasó a Joshua.

Cuando llegué junto a ellos, oí que el fenicio le decía:

—Vaya, que tú quieres saber sobre el joder. Pues bien, hijo mío, has venido al lugar adecuado. Yo he jodido con mil mujeres, y con más o menos la mitad de muchachos, además de con ovejas, cerdos, pollos, y con alguna que otra tortuga. ¿Qué es exactamente lo que quieres saber?

—Aléjate de él, Josh —le dije, cogiendo el pellejo y devolviéndoselo a Tito, mientras arrastraba a mi amigo para llevármelo de allí—. La ira de Dios podría caer sobre él en cualquier momento. Jopé, con una tortuga, eso sí que tiene que ser una abominación.

Tito se asustó cuando mencioné lo de la ira de Dios, temiendo, supongo que el ángel regresara a posarse en su mástil.

Pero Joshua se mantuvo firme.

—Por el momento, concentrémonos en las mujeres, si no te importa —le dijo al capitán, dándole unas palmaditas en el brazo para animarlo. Yo sabía qué era lo que transmitía el contacto de su mano: El temor que sentía Tito se esfumaría al momento.

—He jodido con mujeres de todas las clases que existen: con egipcias, griegas, romanas, judías, etíopes, con mujeres de lugares que todavía no tienen nombre. He jodido con gordas, con flacas, con mujeres sin piernas, con mujeres...

—¿Estás casado? —le interrumpió Joshua, antes de que el capitán empezara a contarle que había jodido en un jardín, con un delfín, en un cajón, con un ratón...

—Tengo esposa, vive en Roma.

—¿Y sientes lo mismo con tu esposa que, pongamos por caso, con una ramera?

—¿Cuándo? ¿Cuando jodemos? No, no es lo mismo, en absoluto.

—Pero es húmedo en los dos casos, ¿no? —intervine yo.

—Bueno, sí, es húmedo, pero yo no me refe...

Agarré a Joshua por la túnica y empecé a arrastrarlo.

—¿Lo ves? Ya está. Vámonos, Josh. Ahora ya sabes que el pecado es húmedo. Toma nota. Y venga, a cenar.

Tito se echó a reír.

—Vosotros, los judíos, y vuestros pecados. Si tuvierais más dioses, no os preocuparía tanto que se enfadara solo uno.

—Sí, claro, me parece de lo más sensato seguir el consejo espiritual de un hombre que fornica con tortugas.

—No deberías juzgar tanto a los demás, Colleja —intervino Joshua—. Tú no estás libre de pecado.

—Tú siempre con eso de que eres más santo que nadie. A partir de ahora, si eso es lo que crees, comete tus propios pecados. ¿Te crees que a mí me gusta acostarme con rameras noche tras noche, y tener que describirte el procedimiento una y otra vez?

—Pues sí.

—Bueno, pero ése no es el tema. El tema es..., el tema es... La culpa, bueno, quiero decir, las tortugas, quiero decir...

Sí, estaba alterado. Qué queréis. Ya nunca podría mirar a una tortuga a la cara sin imaginar que un rudo marinero fenicio abusaba de ella. ¿A vosotros no os perturba? Imaginadlo por un momento. Sí, espero. ¿Lo veis?

—Se ha vuelto loco —comentó Tito.

—Cállate, víbora con escorbuto —le ordenó Joshua.

—¿No decías que no había que juzgar a los demás? —dijo el capitán.

—Eso era por él. A mí no me afecta.

Y al decirlo, súbitamente, se puso triste, más triste de lo que lo había visto nunca. Se alejó, cabizbajo, en dirección a la pocilga, donde se sentó con la cabeza apoyada en las manos, como si acabara de ser coronado con la carga de todas las preocupaciones de la humanidad. Y se mantuvo así, solo, hasta que bajamos del barco.

La Ruta de la Seda, la principal arteria del comercio y la cultura desde el mundo romano hasta el Lejano Oriente, terminaba allí donde se encontraba con el mar, en la ciudad portuaria de Seleucia Pieria, muelle y plaza fuerte naval que había alimentado y defendido Antioquía desde los tiempos de Alejandro Magno. Cuando abandonábamos la embarcación junto al resto de los tripulantes, el Capitán Tito nos obligó a detenernos antes de acceder a la pasarela. Levantó las manos, con las palmas hacia abajo. Joshua y yo alargamos las nuestras, y él soltó las monedas que le habíamos pagado para que nos permitiera embarcar.

—Podría haber tenido en la mano un par de escorpiones, pero veo que vosotros habéis extendido la mano sin pensarlo dos veces.

—El precio que pagamos era justo —dijo Joshua—. No tienes que devolvernos el dinero.

—Estuve a punto de ahogar a tu amigo. Lo siento.

—Le preguntaste si sabía nadar antes de arrojarlo al agua. Pudo escoger.

Miré a Joshua a los ojos, por si estaba bromeando, pero resultaba evidente que hablaba en serio.

—Aun así, no estuvo bien —dijo Tito.

—Tal vez, algún día, a ti también te den a escoger —dijo Joshua.

—Pues menuda elección —añadí yo.

Tito me sonrió.

—Seguid la línea del puerto hasta que se convierta en un río. Es el Orontes. Remontadlo por la orilla izquierda y cuando oscurezca ya estaréis en Antioquía. En el mercado, encontraréis a una mujer anciana que vende hierbas y hechizos. No recuerdo su nombre, pero es tuerta, y lleva una túnica púrpura de Tiro. Si en Antioquía vive algún mago, ella lo sabrá.

—¿Y de qué conoces tú a esa mujer? —le pregunté.

—Le compro el polvo de pene de tigre a ella.

Joshua me miró, perplejo.

—¿Qué? —le pregunté—. Yo me he acostado con un par de rameras y no he intercambiado recetas con ellas. —Miré a Tito—. ¿Debería haberlo hecho?

—No, eso lo uso para las rodillas. Me duelen cuando llueve.

Joshua me agarró por el hombro y empezó a arrastrarme.

—Ve con Dios, Tito.

—Habladle bien de mí al de las alas negras —nos pidió el capitán.

Una vez ya nos encontrábamos rodeados de una multitud de mercaderes y marinos, le dije:

—Nos ha devuelto el dinero porque el ángel le da miedo, eso lo sabes, ¿verdad?

—Así que su bondad aplaca sus temores al tiempo que nos beneficia —razonó Joshua—. Mejor que mejor. ¿Acaso crees que los sacerdotes, durante la Pascua, sacrifican a los corderos por algún motivo mejor?

—Ah, claro —le dije, sin tener ni idea de qué tenía que ver una cosa con la otra, y preguntándome aún si a los tigres no les importaba que redujeran sus penes a polvo. (Así no se les irrita, supongo, pero tiene que ser un trabajo peligroso)—. Venga, vamos a ver si encontramos a esa vieja arpía.

La orilla del Orontes era un caudal de vida y de color, de texturas y de olores, que se iniciaba en el puerto y no cesaba hasta el mercado de Antioquía. Había personas de todos los colores y tamaños, muchas más de las que había imaginado que pudieran existir, algunas descalzas y cubiertas con harapos, otras ataviadas con ropas caras, de seda y lino teñido de púrpura de Tiro que, según se decía, era un tinte obtenido a partir de la sangre de una serpiente venenosa. Había carretas tiradas por bueyes, palanquines y sillas de mano llevadas en ocasiones por hasta ocho esclavos. Soldados a caballo y a pie patrullaban entre la aglomeración, mientras marinos de una docena de nacionalidades se divertían bebiendo y armando escándalo, felices de pisar tierra bajo los pies. Mercaderes, mendigos, comerciantes y meretrices pululaban en busca de una moneda, al tiempo que unos autoproclamados profetas vomitaban sus dogmas desde lo alto de los amarres en que, a lo largo del río, se mantenían sujetas las barcas, mientras unos santones rezaban, perfectamente alineados, como columnas griegas. Un humo azul, aromático, se elevaba sobre las cabezas, transportando el aroma de las especias y la grasa de los braseros, que asaban carnes sin descanso en los tenderetes de comida, donde hombres y mujeres voceaban sus mercancías con cantos rítmicos e hipnóticos que te seguían cuando pasabas junto a ellos, como si uno le pasara la canción al siguiente, para que tú nunca disfrutaras de un segundo de silencio.

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