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Authors: Christopher Moore

Cordero (22 page)

—¿Y este era un sabio? —le pregunté a Joshua.

—Mi madre no me ha mentido nunca —replicó él.

—Que tú sepas.

12

Pues bien, fingiendo una vejiga hiperactiva he conseguido pasar en el baño el tiempo suficiente como para terminar de leer el Evangelio según Mateo. Yo no sé qué Mateo será quien lo escribió, pero desde luego no fue nuestro Mateo. A nuestro Mateo los números se le daban muy bien (como cabría esperar de un recaudador de impuestos), y en cambio no era capaz de escribir su nombre en la arena sin equivocarse tres veces. Fuera quien fuese el que escribió ese evangelio, es evidente que obtuvo la información, como mínimo, de segunda mano, y tal vez de tercera. Yo no he venido aquí a criticar a nadie, pero es que no me menciona ni una sola vez. Ni una. Sé que mi queja va en contra de la humildad que predicaba Joshua, pero es que yo era su mejor amigo... Eso por no hablar de que ese tal Mateo (si es que se llamaba así) se toma todas las molestias del mundo para trazar la genealogía de Joshua remontándose hasta el rey David, pero luego, una vez este nace y los tres reyes magos se presentan en Belén, ya no oímos nada más de él hasta que tiene treinta años. ¡Treinta años! Como si entre el establo y el momento en que Juan lo bautizó no hubiera sucedido nada. ¡Jesús!

En cualquier caso, ahora ya sé por qué me han resucitado y quieren que escriba este Evangelio. Si el resto de ese «Nuevo Testamento» es remotamente parecido al libro de Mateo, está claro que necesitan a alguien que cuente la vida de Joshua, a alguien que realmente haya estado ahí: a mí.

Es que no me creo que no me mencione ni una sola vez. Tengo que esforzarme para no preguntarle a Raziel qué diablos ha sucedido. Seguramente se presentó con cien años de retraso a corregir el texto de ese tal Mateo. Oh, oh, qué poco me gusta eso, que mi editor sea un ángel tonto. No puedo consentir que algo así suceda.

¿Y el final? ¿De dónde lo ha sacado?

Veré qué dice el siguiente, ese tal Marcos. Aunque no albergo grandes esperanzas.

Lo primero que nos llamó la atención sobre la fortaleza de Baltasar fue que no había ángulos rectos o, para ser más exactos, que no había ángulos, solo curvas. Mientras seguíamos al mago a través de los pasillos, e íbamos pasando de nivel en nivel, no vimos siquiera tramos de escaleras rectangulares; lo que había eran rampas que ascendían de una planta a otra, y aunque la fortaleza ocupaba toda la pared del desfiladero, todas las estancias tenían ventanas o se hallaban separadas de estas por, como máximo, una puerta. Una vez por encima de la planta baja, la luz se colaba siempre por las aberturas, y la sensación de temor que habíamos sentido al entrar no tardó en disiparse. La piedra de las paredes era más dorada que la caliza de Jerusalén, pero su aspecto resultaba igualmente suave. La impresión general que transmitía aquel lugar era que te encontrabas caminando por las entrañas bruñidas de una inmensa criatura viva.

—¿Has construido tú este sitio, Baltasar? —le pregunté.

—Oh, no —respondió él sin volverse—. Este sitio ha estado siempre aquí. Yo simplemente he tenido que quitar la piedra que lo ocupaba.

—Ah —balbucí yo, sin comprender nada.

No franqueábamos puertas, sino multitud de arcos abiertos y portales de medio punto que daban a cámaras de diversas formas y tamaños. Al pasar junto a una puerta con forma de huevo oscurecida por una cortina de cuentas, Baltasar murmuró:

—Ahí duermen las muchachas.

—¿Las muchachas? —preguntó Joshua.

—Sí, las muchachas, zoquetes —dijo Baltasar—. Son seres humanos, lo mismo que vosotros, solo que más inteligentes. Y huelen mejor.

Eso yo ya lo sabía. Habíamos visto a dos. Yo ya sabía qué era una chica.

Seguimos avanzando hasta que llegamos frente a la única puerta que había visto desde que habíamos entrado, en realidad otro portón enorme, de hierro, con tres cerrojos del tamaño de mi brazo, y un candado de latón macizo grabado con extraños caracteres. El mago se detuvo y acercó una oreja a la puerta. Su aparatoso pendiente de oro chocó contra uno de los cerrojos. Se giró hacia nosotros y nos susurró algo, y fue entonces cuando me di cuenta de que el mago era muy viejo, a pesar de la fuerza de su risa, y de la rapidez de sus pasos.

—Podéis ir donde queráis mientras estéis aquí, pero nunca debéis abrir esta puerta. Xiong zai.

—Xiong zai —le repetí yo a Joshua, por si no lo había captado.

—Xiong zai. —Mi amigo asintió, sin entender nada.

La humanidad, supongo, está pensada para basarse en —para moverse por— la tentación. Si el progreso es una virtud, entonces es el mayor de nuestros dones. (Pues ¿qué es la curiosidad, si no tentación intelectual?) Por otra parte, ¿puede llamarse don a tan profunda debilidad, o se trata más bien de un defecto de fábrica? ¿Hay que culpar a la propia tentación de las desgracias del hombre, o estas nacen, simplemente, de la irreflexión con la que el hombre se enfrenta a la tentación? En otras palabras, ¿de quién es la culpa? ¿De la humanidad, o de un mal diseñador? Porque yo no puedo evitar pensar que si Dios no le hubiera pedido nunca a Adán y a Eva que se abstuvieran de comer del fruto del árbol de la ciencia, la especie humana seguiría yendo desnuda, dando saltos de asombro, poniéndole nombres a las cosas entre comidas, siestas y revolcones. Y, de la misma manera, si Baltasar hubiera franqueado aquella gran puerta de hierro, ese primer día, sin decirnos nada, tal vez yo ni me hubiera fijado en ella y, también ahí, nos habríamos ahorrado muchos problemas. ¿Soy yo el culpable de lo que ocurrió, o lo es el autor de la tentación, Dios en persona?

Baltasar nos condujo a una gran cámara con telas de seda que se descolgaban desde los techos, y con suelos cubiertos por alfombras y almohadones. Sobre varias mesas bajas se disponían vinos, frutas, quesos y panes.

—Descansad y reponed fuerzas —nos dijo el mago—. Yo regresaré cuando termine de tratar unos asuntos con Ahmad.

Y, dicho esto, se ausentó apresuradamente, dejándonos solos.

—Bueno —dije yo—, averigua pronto qué es lo que necesitas de este tipo, y en cuanto lo tengas emprendemos de nuevo el camino, en busca del siguiente sabio.

—No estoy tan seguro de que vaya a ser rápido. De hecho, tal vez pasemos aquí bastante tiempo. Años, incluso.

—¿Años? Joshua, estamos en medio de la nada, no podemos pasarnos años aquí.

—Colleja, nosotros nos hemos criado en medio de la nada. ¿Qué diferencia hay?

—Las chicas —argumenté.

—¿Qué pasa con las chicas?

—No empecemos.

Oímos unas risas que se colaban en el aposento, desde el pasillo, y a continuación Baltasar y Ahmad hicieron su entrada, se echaron sobre los cojines y empezaron a comer los quesos y las frutas dispuestos sobre las mesas.

—Y bien —dijo Baltasar—. Ahmad me ha contado que intentaste salvar a un bandido y que mientras lo hacías dejaste ciego a uno de sus hombres sin siquiera tocarlo. Muy impresionante.

Joshua bajó la cabeza.

—Fue una masacre.

—Laméntate —admitió Baltasar—, pero piensa también en las palabras del maestro Lao Tzu: «Las armas son instrumentos de la desgracia. Quienes son violentos no mueren de muerte natural».

—Ahmad —dijo Joshua—, ¿qué va a sucederle al guardia, al guardia al que yo...?

—A mí ya no me sirve —respondió el comerciante—. Y es una lástima, porque era el mejor arquero del grupo. Lo dejaré en Kabul. Me ha pedido que le entregue su paga a su mujer de Antioquía, y a su otra mujer, la de Dunhuang. Supongo que se hará mendigo.

—¿Quién es Lao Tzu? —pregunté yo.

—Ya tendrás tiempo de aprender muchas cosas sobre el maestro Lao Tzu —dijo Baltasar—. Mañana os asignaré una tutora para que os enseñe el qi, el sendero del Aliento del Dragón pero, por el momento, comed y descansad.

—¿Podéis creeros que un chino sea tan negro? —se rió Ahmad—. ¿Habéis visto alguna vez algo igual?

—Yo ya llevaba la piel de leopardo del chamán cuando tu padre era solo un parpadeo en el gran río de las estrellas, Ahmad. Llegué a dominar la magia animal antes de que tú caminaras siquiera, y aprendí todos los secretos de los textos egipcios sobre magia sagrada cuando tú aún eras lampiño. Si la inmortalidad puede hallarse entre la sabiduría de los maestros chinos, entonces seré chino mientras me convenga, sea cual sea el color de mi piel, o mi lugar de nacimiento.

Intenté determinar la edad de Baltasar. Por lo que decía, debía de ser viejísimo, ciertamente, pues Ahmad no era precisamente joven, pero sus movimientos eran ágiles, y, por lo que veía, no le faltaba un solo diente. Parecía desconocer la debilidad que afectaba a los ancianos de mi tierra.

—¿Cómo haces para mantenerte tan joven, Baltasar? —le pregunté.

—Magia. —Sonrió.

—No hay más magia que la magia del Señor —terció Joshua.

Baltasar se rascó la barbilla y le respondió en voz baja:

—Entonces, teóricamente, no hay magia sin su consentimiento, ¿verdad, Joshua?

Mi amigo se echó hacia atrás y clavó la mirada en el suelo.

Ahmad se echó a reír.

—Su magia no resulta tan misteriosa, muchachos. Baltasar dispone de ocho concubinas que le extraen los venenos de su cuerpo de anciano. Así es como se mantiene joven.

—¡Carámbanos! ¿Ocho? —Mi asombro crecía por momentos. Como mi excitación. Y mi envidia.

—¿Tiene algo que ver con tu magia esa puerta de hierro que hemos visto cerrada? —preguntó Joshua muy serio.

Baltasar dejó de sonreír al momento. Ahmad apartaba la vista de Joshua y la posaba en el mago, y volvía luego a mi amigo, desconcertado.

—Dejadme que os conduzca a vuestros aposentos —dijo Baltasar—. Debéis bañaros, y descansar. Las lecciones empiezan mañana. Despedíos de Ahmad, tardaréis bastante en volver a verlo.

Nuestros aposentos eran espaciosos, de mayor tamaño que las casas en las que nos habíamos criado. Los suelos estaban cubiertos de alfombras, había sillas fabricadas con maderas oscuras, exóticas, talladas con formas de dragones y felinos, y una mesa sobre la que descansaba un aguamanil y una palangana para lavarse. Ambos cuartos estaban equipados con un pupitre y un armario lleno de instrumentos para pintar y escribir, así como con algo que ninguno de los dos había visto aún: una cama. Un tabique que no llegaba al techo separaba las dos estancias, por lo que, tendidos en ellas, antes de quedarnos dormidos, podíamos conversar un rato, tal como hacíamos en el desierto. Aquella primera noche resultaba evidente que algo perturbaba profundamente a Joshua.

—No sé, Josh, pareces profundamente perturbado.

—Es por los bandidos. ¿Habría podido resucitarlos?

—¿A todos? No lo sé, Josh. ¿Habrías podido?

—Lo pensé. Pensé que tal vez podría resucitarlos a todos, hacerlos caminar. Pero no lo intenté siquiera.

—¿Por qué?

—Porque temí que nos mataran y robaran a todos si yo los resucitaba. Es lo que ha dicho Baltasar: «Los violentos no mueren de muerte natural».

—En la Tora está escrito: «Ojo por ojo, diente por diente». Y ellos eran bandidos.

—Pero ¿lo fueron siempre? ¿Lo habrían sido en los años venideros?

—Sí, seguro, cuando uno se hace bandido, lo es para siempre. Esa gente pronuncia un juramento, o algo parecido. Además, tú no los mataste.

—Pero no los salvé, y dejé ciego al arquero. No estuvo bien.

—Estabas enfadado.

—Eso no es excusa.

—¿Cómo que no es excusa? Eres el Hijo de Dios. Dios borró a la humanidad de la faz de la Tierra con una inundación porque estaba enfadado.

—Pues yo no estoy seguro de que eso esté bien.

—¿Cómo dices?

—Debemos ir a Kabul. Tengo que devolverle la vista a ese hombre si puedo.

—Joshua, esta cama es el lugar más cómodo en el que he dormido en toda mi vida. ¿Podemos esperar un poco antes de seguir viaje hacia Kabul?

—Supongo.

Joshua permaneció en silencio largo rato, y a mí me pareció que tal vez se hubiera quedado dormido. Yo no tenía sueño, pero no me apetecía seguir hablando de bandidos muertos.

—Eh, Josh.

—¿Qué?

—¿Qué crees tú que hay en esa habitación de las puertas de hierro? ¿Cómo la ha llamado?

—Xiong zai —respondió Josh.

—Eso, en el Xiong zai. ¿Qué crees tú que hay ahí?

—No lo sé, Colleja. Tal vez debas preguntárselo a tu tutora.

—Xiong Zai significa «casa de la perdición», en la lengua del feng shui —dijo Diminutos Pies de la Danza Divina del Orgasmo Dichoso, arrodillándose ante una mesa baja, de piedra, sobre la que había dispuestas una tetera y unas tazas de barro cocido. Vestía una túnica roja, de seda, con dragones bordados, sujeta con una faja negra. Tenía el pelo negro, liso, y tan largo que se lo había atado con un nudo para impedir que le arrastrara por el suelo mientras servía el té. Su rostro adoptaba la forma de un corazón, y tenía la piel más fina que el alabastro pulido. Si alguna vez se había expuesto al sol, hacía mucho tiempo que de él se había borrado todo vestigio. Calzaba unas sandalias de madera sujetas con cintas de seda y sus pies, como puede deducirse de su nombre, eran, en efecto, diminutos. A mí me habían hecho falta tres días de clase para armarme de valor y atreverme a preguntarle por aquella estancia.

Ella sirvió el té con delicadeza, pero sin demasiadas ceremonias, como ya había hecho los tres días anteriores, durante las lecciones. Pero, en esa ocasión, antes de alargármelo, añadió a mi taza una gota de la poción que contenía un frasquito de porcelana que ella llevaba al cuello, sujeto con una cadena.

—¿Qué hay en esa botella, Dicha?

Yo la llamaba Dicha. Su nombre completo resultaba demasiado aparatoso en cualquier conversación, y a los otros diminutivos que había probado (Diminutos Pies, Danza Divina, Orgasmo), no había respondido de modo positivo.

—Veneno —respondió ella, esbozando una sonrisa con labios tímidos e infantiles, sonrisa, que en sus ojos, poseía la astucia de mil años.

—Ah —dije, y le di un sorbo al té, que era denso, fragante, lo mismo que las otras veces, pero con un regusto amargo en aquella ocasión.

—Colleja, ¿eres capaz de adivinar de qué tratará la lección de hoy? —me preguntó Dicha.

—Creía que ibas a decirme qué hay en la casa de la perdición.

—No, no es de eso de lo que trata la lección de hoy. Baltasar no quiere que sepas qué contiene esa estancia. Inténtalo de nuevo.

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