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Authors: Christopher Moore

Cordero (23 page)

Había empezado a notar un cosquilleo en los dedos de las manos y los pies, y me di cuenta de que tenía adormecido el cuero cabelludo.

—¿Vas a enseñarme a fabricar los polvos de fuego que Baltasar usó el día de nuestra llegada?

—No, tonto. —La risa de Dicha poseía el tono musical de un arroyo claro que corriera entre piedras. Me empujó suavemente, apoyando las manos en mi pecho, y yo caí boca arriba, incapaz de moverme.

—La lección de hoy es... ¿estás listo?

Gruñí, pues eso era todo lo que podía hacer. Tenía la boca paralizada.

—La lección de hoy es: si alguien te echa veneno en el té, no te lo bebas.

—Uh, uh —traté de balbucir.

—Y bien —dijo Baltasar—, veo que Diminutos Pies de la Danza Divina del Orgasmo Dichoso ha revelado lo que guarda en esa botellita que lleva atada al cuello.

El mago se rió con ganas y se apoyó en unos almohadones.

—¿Está muerto? —preguntó Josh.

Las muchachas tendieron mi cuerpo paralizado sobre otros cojines, junto a Joshua, y me incorporaron para que pudiera mirar a Baltasar. Hermosa Puerta de la Humedad Divina Número Seis, a la que acababa de conocer, y para la que aún no tenía apodo, me echaba unas gotas en los ojos de vez en cuando, pues al parecer no parpadeaba.

—No —respondió Baltasar—. No está muerto. Solo relajado.

Joshua me dio un codazo en las costillas y, por supuesto, yo no reaccioné.

—Pues sí que está relajado —apostilló.

Hermosa Puerta de la Humedad Divina Número Seis alargó a Joshua el frasquito del colirio y, tras disculparse, se ausentó, en compañía de las demás muchachas.

—¿Puede vernos y oírnos? —siguió interesándose Joshua.

—Sí, sus sentidos están alerta.

—Hola, Colleja. He empezado a aprender cosas sobre el chi —me gritó entonces al oído—. Fluye a nuestro alrededor, por todas partes. No podemos verlo, oírlo, ni olerlo, pero está ahí.

—No hace falta que le grites —le aclaró el mago. Que es lo que le habría dicho yo, de haber podido decir algo.

Joshua vertió unas gotas de colirio en mis ojos.

—Lo siento. —Y, dirigiéndose a Baltasar, añadió—: ¿De dónde procede ese veneno?

—Estudié con un sabio en China, un sabio que había sido el envenenador real del emperador. Él me enseñó a usarlo, así como a conocer muchos otros aspectos mágicos de los cinco elementos.

—¿Y por qué necesitaba el emperador a un envenenador?

—Ésa es una pregunta que solo formularía un campesino.

—Y ésa es una respuesta que solo daría un necio —replicó Joshua.

Baltasar se echó a reír.

—Tienes razón, hijo de la estrella. Una pregunta sincera merece una respuesta sincera. Los emperadores tienen muchos enemigos de los que librarse, sí, pero, más importante aún es que tienen muchos enemigos dispuestos a acabar con ellos. El sabio se pasaba la mayor parte del tiempo preparando antídotos.

—De modo que existe un antídoto para este veneno —dedujo Joshua, dándome otro codazo en las costillas.

—Todo a su tiempo. Todo a su tiempo. Bebe un poco más de vino, Joshua. Deseo conversar contigo de las tres joyas del taoísmo. Las tres joyas del taoísmo son la compasión, la moderación y la humildad...

Una hora después, entraron en la estancia cuatro muchachas chinas que me levantaron, limpiaron el suelo de las babas que yo había soltado, y me llevaron a mis aposentos. Al pasar junto a los grandes portones de hierro, oí que alguien las arañaba desde el otro lado, y una voz en mi mente que me decía: «Eh, chico, ábrelas». Las muchachas no le hicieron el menor caso y, ya en mi cuarto, me bañaron y me dieron a tomar un caldo espeso, antes de meterme en la cama y cerrarme los ojos.

Oí que Joshua entraba en la habitación, y que se preparaba para acostarse.

—Baltasar dice que pronto ordenará a Dicha que te administre el antídoto para el veneno, pero que antes debes aprender una lección. Dice que todo esto forma parte del método de aprendizaje chino. ¿A ti no te parece raro?

De haber sido capaz de articular algún sonido, me habría mostrado de acuerdo. En efecto, a mí también me parecía rarísimo.

Para que lo sepáis:

Las concubinas de Baltasar eran ocho en número, y respondían a los siguientes nombres:

Diminutos Pies de la Danza Divina del Orgasmo Dichoso.

Hermosa Puerta de la Humedad Divina Número Seis.

Tentación de la Luz Dorada de la Luna de Cosecha.

Delicado Personaje de los Dos Perros Fu que Luchan Bajo una Manta.

Custodia Femenina de los Tres Túneles del Compañerismo Excesivo.

Cojines Sedosos de la Suavidad Divina de las Nubes.

Vainas de Guisante en Salsa de Pato con Fideos Crujientes.

Sue.

Y me descubrí a mí mismo preguntándome, como suele suceder, sobre orígenes, motivaciones y esas cosas —pues cada concubina era más hermosa que la anterior, las ordenaras del modo que las ordenases, lo que era raro—, de modo que, cuando ya habían transcurrido varias semanas y yo ya no resistía la curiosidad que se agitaba en mi mente como un gato en una cesta, esperé a una de las raras ocasiones en que Baltasar se encontraba solo y le pregunté:

—¿Por qué Sue?

—Es el diminutivo de Susana —me respondió Baltasar.

Pues vale.

Sus nombres completos resultaban algo incómodos, e intentar pronunciarlos en chino generaba un sonido similar al que resulta de lanzar escaleras abajo una cubertería completa (ting, tong, yang, wing, etcétera), de modo que Joshua y yo empezamos a llamar a las muchachas como sigue:

Dicha.

Número Seis.

Dos Perros Fu.

Luna.

Túneles.

Almohadas.

Vainas de Guisante.

Y, por supuesto, Sue, que no hallamos el modo de acortar.

Exceptuando a un grupo de hombres que traían suministros desde Kabul cada dos semanas, y que mientras se encontraban entre nosotros realizaban todas las labores pesadas, aquellas ocho jóvenes lo hacían todo en la fortaleza. A pesar de lo remoto del lugar, y de las riquezas evidentes que aquella fortificación encerraba, allí no había ni un solo guardia, algo que me resultaba cuando menos curioso.

Durante la semana siguiente Dicha me instruyó en la lectura de los caracteres que iban a hacerme falta para comprender el Libro de los Elixires Divinos o los Nueve Trípodes del Emperador Amarillo, y el Libro de la Perla Líquida en Nueve Ciclos y de los Nueve Elixires de los Divinos Inmortales. La idea era que, una vez me familiarizara con aquellos dos textos antiguos, podría ayudar a Baltasar en su búsqueda de la inmortalidad. Esa, por cierto, era la razón por la que nos encontrábamos allí, la razón por la que Baltasar había seguido el rastro de la estrella hasta Belén cuando nació Joshua, y la razón por la que había pedido a Ahmad que estuviera atento por si aparecía un judío que iba en busca de un mago africano. Baltasar perseguía la inmortalidad, y creía que Joshua poseía la llave para encontrarla. Por supuesto, nosotros, por entonces, no lo sabíamos.

Mi concentración, mientras estudiaba los símbolos, era particularmente aguda, a lo que contribuía el hecho de que no podía mover ni un músculo. Todas las mañanas, Dos Perros Fu y Almohadas (ambas así nombradas por su voluptuosidad, una voluptuosidad que, sin duda, se traducía en una fuerza considerable) me levantaban de la cama, me llevaban a las letrinas, me bañaban, me daban a tomar un caldo y me llevaban a la biblioteca. Allí me mantenían sentado a una silla mientras Dicha me enseñaba los caracteres chinos, que pintaba con un pincel húmedo sobre grandes láminas de pizarra sujetas sobre unos caballetes. En ocasiones las concubinas se quedaban con nosotros y colocaban mi cuerpo en varias posturas que las divertían. Y aunque aquella humillación debería haberme enfurecido lo cierto era que ver a Almohadas y a Dos Perros Fu entregarse a aquel paroxismo de risitas infantiles no tardó en convertirse en el punto álgido de mis paralíticas jornadas.

Hacia el mediodía, Dicha hacía una pausa, mientras dos o más de las muchachas me metían en la letrina de nuevo, me daban a beber más caldo y me usaban a su antojo hasta que mi instructora regresaba, daba una palmada y las echaba, regañándolas. (Dicha era la más arisca de todas, a pesar de sus pies diminutos.)

En ocasiones, durante aquellas pausas, Joshua interrumpía sus propias lecciones y venía a visitarme a la biblioteca.

—¿Por qué lo habéis pintado de azul? —preguntó una vez.

—El azul le sienta bien —respondió Vainas de Guisante. Dos Perros Fu y Túneles seguían a mi lado, con las brochas húmedas, admirando su trabajo.

—Pues cuando le administren el antídoto no se va a mostrar contento, os lo digo. —Y, dirigiéndose a mí, añadió—: Aunque la verdad es que el azul no te sienta nada mal. Colleja, he intercedido por ti ante Dicha, pero según ella todavía no has aprendido tu lección. Pero sí la has aprendido, ¿verdad? Deja de respirar un segundo si la respuesta es sí.

Así lo hice.

—Ya me parecía a mí. —Joshua se inclinó y me susurró al oído—: Es por lo de la estancia que queda tras las puertas de hierro. Ésa es la lección que quieren que aprendas. Me ha dado la sensación de que si yo preguntaba por ella, no tardaría en sentarme aquí, a tu lado, en la misma situación en la que te encuentras tú. —Se puso en pie—. Tengo que irme. Estoy estudiando esas tres joyas, ¿sabes? Ahora mismo voy por la compasión. No es tan difícil como parece.

Transcurridos otros dos días, Dicha entró en mi cuarto, de mañana. Me traía el té. Extrajo el frasquito de su túnica de dragones y la acercó mucho a mis ojos.

—¿Ves los dos pequeños tapones de corcho, el blanco a un lado del recipiente y el negro al otro? El negro es el veneno que te administré. El blanco es el antídoto. Creo que ya has aprendido la lección.

Babeé, a modo de respuesta, con la esperanza sincera de que no confundiera los tapones.

Vertió el contenido del frasquito en la taza y me dio a beber el té, aunque la mitad fue a parar a la pechera de mi camisa.

—Tardará un poco en hacer efecto. Tal vez experimentes ciertas molestias, hasta que el veneno pierda fuerza. —Dicha ocultó de nuevo el frasquito en el nido chino de sus senos, me besó en la frente y se ausentó. De haber podido, me habría burlado de la pintura azul que llevaba en los labios mientras se alejaba. ¡Ja!

«Ciertas molestias», había dicho ella. Durante gran parte de aquel día, no tuve la menor sensación física, pero entonces, súbitamente, las cosas empezaron a funcionar de nuevo. Imaginad que os dais la vuelta en la cama, por la mañana, y os caéis, no sé, en un lago de aceite hirviendo.

—¡Por las barbas de Josafat, Joshua! Estoy a punto de cambiar de piel.

Nos encontrábamos en nuestros aposentos, y había transcurrido aproximadamente una hora desde que había ingerido el antídoto. Baltasar había enviado a Joshua a buscarme para llevarme a la biblioteca, en teoría para ver cómo me encontraba.

Josh me acercó la mano a la frente, pero en lugar de la calma habitual que acompañaba aquel gesto, sentí como si me hubiera apoyado un hierro candente en la piel. Le aparté la mano al instante.

—Gracias, pero no me sirve.

—Tal vez si te das un baño...

—Ya lo he probado. Jod... Voy a volverme loco. —Me puse a dar saltos en círculo, porque no sabía qué hacer.

—Tal vez Baltasar tenga algo que pueda ayudarte —sugirió Joshua.

—Vamos a verlo —le dije—. No puedo quedarme aquí sentado sin hacer nada.

Salimos al pasillo y descendimos varios niveles, camino de la biblioteca. Cuando íbamos por una de las rampas en espiral, agarré a Josh del brazo.

—Josh, fíjate bien en esta rampa. ¿No notas nada?

El observó el suelo, y se echó hacia delante para ver la superficie.

—No. ¿Por qué? ¿Debería notarlo?

—¿Y las paredes y el techo, y los suelos? ¿No notas nada?

Joshua miró a su alrededor.

—¿No son de piedra maciza?

—Sí, pero ¿qué más? Fíjate mejor. Piensa en las casas que construíamos en Séforis. ¿No notas nada ahora?

—¿Que no hay marcas de herramientas?

—Exacto —le dije—. Me he pasado las últimas dos semanas observando las paredes y los techos con detenimiento, porque no tenía mucho más que mirar. Y no hay la menor marca de cincel, de pico, de martillo, de nada. Es como si estos aposentos los hubiera excavado el viento a lo largo de mil años, pero tú sabes que no es el caso.

—¿Y? ¿Qué quieres decir?

—Lo que quiero decir es que Baltasar y las muchachas saben más de lo que dicen.

—Debemos preguntárselo.

—No, mejor que no, Josh. ¿Es que no lo pillas? Debemos descubrir qué es lo que pasa aquí sin que sepan que lo sabemos.

—¿Por qué?

—¿Por qué? ¿Por qué? Pues porque la última vez que pregunté algo me envenenaron, por eso. Y creo que si Baltasar no creyera que tú tienes algo que a él le interesa, a mí no me habrían administrado el antídoto.

—Pero si yo no tengo nada —dijo Joshua, sinceramente.

—Tal vez tengas algo que no sepas que tienes, pero no puedes ir por ahí preguntando de qué se trata. Debemos proceder con cautela. Ser taimados, discretos.

—A mí esas cosas no se me dan nada bien.

Le pasé un brazo por los hombros.

—Eso de ser el Mesías también tiene sus contras, ¿no?

13

—Podría darle una buena patada en el culo apestoso a ese imbécil —dijo el ángel, saltando sobre la cama y blandiendo un puño en dirección a la pantalla del televisor.

—Raziel —le dije—. Eres un ángel de Dios, que es un luchador profesional como hay pocos. Ya se da por sentado que podrías darle una patada. —El ángel lleva dos días así; ha descubierto una nueva pasión. Desde recepción le han llamado la atención dos veces, y le han pedido que se tranquilice—. Además, todo es una pantomima.

Raziel me miró como si le hubiera propinado un bofetón.

—No vuelvas a empezar con eso. No son actores. —El ángel dio una voltereta hacia atrás, sin bajar de la cama—. Mira, mira, mira, ¿ves eso? La muy puta le ha dado con una silla en la cabeza. Bien hecho, nena. Qué mala es.

Pues ahora todo el día estamos con lo mismo. Programas en los que salen ignorantes que gritan, telenovelas, y lucha libre. Y el ángel custodia el mando a distancia como si fuera el Arca de la Alianza.

—Por eso —le dije— es por lo que a los ángeles no se os ha concedido nunca el libre albedrío. Por eso mismo. Porque os pasaríais la vida mirando estas cosas.

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