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Authors: Christopher Moore

Cordero (16 page)

—Me encantaría ver a Magda, pero ella quiere verte a ti. ¿Por qué no puedes ir?

—¿Es que no lo sabes?

—No, no lo sé.

—Pues entonces confía en mí y haz lo que te digo. ¿Lo harás por mí, Colleja? ¿Ocuparás mi lugar? ¿Te harás pasar por mí?

—Eso sería mentir. Y tú nunca mientes.

—¿Vas a ponerte quisquilloso conmigo ahora? Yo no mentiré. Mentirás tú.

—Ah, bueno, en ese caso, iré.

Pero no tuve ni tiempo de engañar. La noche era tan oscura que debía avanzar muy despacio por el pueblo, iluminado solo por la luz de las estrellas, y al doblar la esquina de nuestra pequeña sinagoga hasta mí llegó un perfume a sándalo y a limón y a sudor de muchacha, a piel caliente. Sentí una boca húmeda sobre la mía, unos brazos que se aferraban a mi espalda, unas piernas que se enredaban a mi cintura. Me eché boca arriba en el suelo, y una luz brillante se iluminó en mi mente, y el resto del mundo existía en los sentidos del tacto y el olfato, y en Dios. Ahí, en el suelo, detrás de la sinagoga, Magda y yo nos entregamos a unos deseos que llevábamos años alimentando, yo por ella, y ella por Joshua. Que ninguno de los dos supiera lo que hacía no cambiaba las cosas: todo fue puro, y sucedió, y fue maravilloso. Y cuando terminamos permanecimos ahí tendidos, abrazándonos, medio vestidos, sin aliento, sudorosos, y Magda me dijo:

—Te amo, Joshua.

—Te quiero, Magda —le dije yo.

Y ella, muy despacio, se soltó de mi abrazo.

—No podía casarme con Jakan, no podía dejar que te fueras, sin decírtelo.

—Él ya lo sabe, Magda.

Entonces se soltó del todo.

—¿Colleja?

—Oh, oh.

Temí que se pusiera a gritar, que se levantara y se alejara corriendo, que hiciera una de las muchas cosas que podían llevarme del cielo al infierno, pero al cabo de un segundo volvió a apretarse con fuerza contra mí.

—Gracias por estar aquí —dijo.

Partimos al alba, y nuestros padres nos acompañaron hasta las puertas de Séforis. Cuando, una vez allí, nos separamos, mi padre me dio el martillo y el cincel para que los llevara en el zurrón.

—Con ellos siempre podrás pagarte una comida, vayas donde vayas.

José entregó a Joshua un cuenco de madera.

—Y en esto podréis comeros los alimentos que Colleja se gane —dijo, sonriendo.

Junto a las puertas de Séforis besé a mi padre por última vez. Junto a las puertas de Séforis dejamos a nuestros padres y nos adentramos en el mundo, al encuentro de tres sabios.

—Regresa, Joshua, y libéranos —gritó José a nuestras espaldas.

—Ve con Dios —dijo mi padre.

—Con él voy, con él voy —le respondí—. Lo llevo aquí, a mi lado.

Joshua no dijo nada hasta que el sol estaba ya muy alto y nos detuvimos a beber agua.

—¿Y bien? —me preguntó—. ¿Ha sabido que eras tú?

—Sí. Al principio no, pero lo ha sabido antes de que nos despidiéramos. Lo ha sabido.

—¿Y se ha enfadado conmigo?

—No.

—¿Y se ha enfadado contigo?

Sonreí.

—No.

—¡Eres un perro!

—Mira, Joshua, en serio, tienes que preguntarle a ese ángel qué quería decir con eso de que no puedes conocer mujer. Es muy importante.

—Ahora ya sabes por qué no podía ir yo.

—Sí. Gracias.

—La echaré de menos —dijo Joshua.

—No tienes idea de cuánto.

—Detalles. Quiero que me cuentes todos los detalles, con pelos y señales.

—Pero si en teoría no puedes saberlo.

—No, el ángel no dijo nada de eso. Cuéntame.

—Ahora no. No mientras todavía conserve su olor en mis brazos.

Joshua le dio un puntapié al suelo.

—¿Estoy enfadado contigo, o me alegro por ti, o estoy celoso de ti? ¿No lo sé? ¡Dime!

—Josh, en este momento, y por primera vez desde que tengo memoria, soy más feliz siendo tu amigo de lo que sería siendo tú. ¿Vas a permitirme al menos eso?

Ahora, al pensar en aquella noche con Magda, detrás de la sinagoga, donde estuvimos juntos hasta el amanecer, donde hicimos el amor una y otra vez y nos quedamos dormidos, desnudos sobre nuestras ropas; ahora, al pensar en ello, deseo escapar de aquí, de esta habitación, de este ángel y sus misiones, encontrar un lago, sumergirme en él y ocultarme del ojo de Dios en su oscuro fondo.

Qué raro.

Cambios

«Jesús era un buen tipo, no se merecía toda esa mierda.»

—John Prine

9

Debería haber tenido un plan antes de intentar escapar de la habitación del hotel, ahora me doy cuenta. En aquel momento, salir corriendo por la puerta y arrojarme en los brazos de la dulce libertad me pareció plan suficiente. No pasé del vestíbulo. Se trata de un vestíbulo grande, elegante como un palacio, pero, en lo que respecta a la libertad, a mí, personalmente, me hace falta algo más. Antes de que Raziel me arrastrara hasta el ascensor, dislocándome casi el hombro, por cierto, me di cuenta de que en aquel vestíbulo había un número exagerado de personas mayores. De hecho, comparándolo con mi época, había un número exagerado de personas mayores en todas partes, bueno, no, en la tele no, pero sí en todos los demás sitios. ¿Es que os habéis olvidado de morir? ¿O es que os habéis gastado toda la juventud en la tele y ya no os quedan más que canas y caras arrugadas? En mis tiempos, si llegabas a ver cuarenta primaveras ya debías empezar a pensar en dar el paso, en dejar sitio a los jóvenes. Si vivías cincuenta años, las plañideras te miraban mal por la calle, como si pretendieras dejarlas sin trabajo expresamente. La Tora dice que Moisés vivió ciento veinte años. Supongo que los hijos de Israel le seguían los pasos para presenciar el momento de su caída. Supongo que harían apuestas al respecto.

Si consigo escapar del ángel, no podré ganarme la vida como plañidero profesional, al menos no si vosotros, aquí, no tenéis la decencia de moriros. Pero bueno, en parte será mejor, supongo, porque así no tendré que aprender nuevos lamentos fúnebres. He intentado que el ángel vea la MTV, para ver si así yo, de paso, aprendo el vocabulario de vuestra música, pero incluso con mi don de lenguas me cuesta aprender a hablar utilizando esa jerga. ¿Qué es eso de «yakiar»? ¿Una «rampletera» es siempre femenino? ¿Y un «rankiao» es siempre masculino? ¿Pueden «perrear» tanto hombres como mujeres? ¿Cuánto «flow» hay que tener? ¿Hay que ser «cangri» para ser «la bomba»? No, definitivamente no pienso cantar a ninguna madre muerta hasta que lo entienda bien.

El viaje. La búsqueda. El intento de encontrar a los reyes magos.

Nos dirigimos primero a la costa. Ni Joshua ni yo habíamos visto el mar, de modo que, cuando llegamos a lo alto de una colina, cerca de la ciudad de Ptolemaida, y el azul interminable del Mediterráneo se extendió ante nosotros, mi amigo se arrodilló y dio gracias a su padre.

—Casi se ve el borde del mundo —dijo.

Yo entrecerré los ojos contra el sol cegador, esforzándome por ver el borde del mundo.

—Parece que esté curvado —dije.

—¿Qué? —Joshua oteó el horizonte, pero parecía claro que él no veía ninguna curvatura.

—El borde del mundo parece curvo. Diría que es redondo.

—¿Redondo? ¿Qué es lo que es redondo?

—El mundo. Creo que es redondo.

—Sí, claro que es redondo. Como un plato. Si llegas al borde, te caes. Eso lo saben todos los marineros —declaró Joshua con gran autoridad.

—No digo redondo como un plato, sino redondo como una bola.

—No seas tonto —dijo Joshua—. Si el mundo fuera redondo como una bola, nos caeríamos de él.

—No si fuera pegajoso —rebatí.

Joshua levantó un pie, se miró la suela de la sandalia, me miró a mí, y miró el suelo.

—¿Pegajoso?

Yo también me miré las suelas de las mías, con la esperanza de encontrar en ellas restos de cosas pegajosas, un poco de queso fundido, tal vez, que me mantuviera pegado a la tierra. Cuando tu mejor amigo es el Hijo de Dios, acabas cansándote de salir perdiendo en todas las discusiones.

—Que no pueda verse no significa que el mundo no sea pegajoso.

Joshua puso los ojos en blanco.

—Vamos a nadar.

Y se puso en marcha, colina abajo.

—¿Y qué me dices de Dios? —le pregunté—. Dios no se ve.

Joshua se detuvo a medio camino, y extendió los brazos hacia el mar azul.

—¿Ah, no?

—Ése es un argumento pésimo, Josh. —Lo seguí colina abajo, gritando mientras avanzaba—. Si no te esfuerzas un poco más, no pienso discutir más contigo. O sea que, vamos a ver: ¿Y si lo pegajoso de la tierra es como Dios? Ya sabes, Él abandona a nuestro pueblo y permite que sea esclavizado cada vez que dejamos de creer en Él. Lo pegajoso podría ser igual. Podríamos empezar a flotar en el cielo de un momento a otro, y todo porque tú no crees en ello.

—Me alegro de que tengas algo en lo que creer, Colleja. Y ahora, me voy a nadar.

Bajó corriendo hasta la playa, quitándose la ropa mientras lo hacía, y se sumergió en la orilla, desnudo.

Más tarde, cuando los dos ya habíamos tragado tanta agua que sentíamos náuseas, reseguimos la costa hasta llegar a la ciudad de Ptolemaida.

—No creía que fuera tan salada —comentó Joshua.

—Sí, por su aspecto, no se diría que lo es.

—¿Todavía estás enfadado por lo de tu teoría de la tierra redonda y pegajosa?

—No espero que tú lo entiendas —le respondí, intentando sonar maduro—. Siendo virgen, no me sorprende.

Joshua se detuvo y me agarró del hombro, obligándome a darme la vuelta y a mirarlo.

—La noche que tú pasaste con Magda, yo la pasé rezando a mi padre para que apartara de mi mente el pensamiento de lo que vosotros dos estabais haciendo. Él no me respondió. Fue como intentar dormir en un lecho de espinas. Desde que hemos emprendido el viaje, había empezado a olvidar, o al menos a dejarlo atrás, pero tú no dejas de restregármelo por la cara.

—Tienes razón —le dije—. A veces se me olvida de lo sensibles que podéis llegar a ser los vírgenes.

Y entonces, una vez más (y no sería la última), el Príncipe de la Paz me pegó. Un puñetazo propinado con sus nudillos huesudos, afilados, que se clavaron justo encima de mi ojo derecho. La fuerza de su ataque me sorprendió. Recuerdo haber visto gaviotas blancas en el cielo, sobre mí, y jirones de nubes que surcaban el aire. Recuerdo que las olas espumosas me lamían el rostro, me metían arena en los oídos. Recuerdo haber pensado que debía levantarme y darle un buen manotazo a Joshua en la cabeza. Y recuerdo haber pensado, acto seguido, que si me levantaba, era posible que Joshua volviera a pegarme, por lo que permanecí tendido un poco más, pensando.

—Bueno, ¿qué quieres? —le pregunté al fin, mojado y lleno de tierra, desde mi posición supina.

Él se inclinó sobre mí con los puños cerrados.

—Si piensas seguir sacando el tema, tendrás que contármelo todo con pelos y señales.

—Está bien, ningún problema.

—Sin omitir nada.

—¿Nada?

—Si tengo que entender el pecado, debo saberlo todo.

—De acuerdo. ¿Puedo levantarme ya? Se me están llenando los oídos de arena.

Joshua me ayudó a ponerme en pie, y, mientras nos aproximábamos a la ciudad de Ptolemaida, instruí a mi amigo en cuestiones de sexo.

Por callejuelas estrechas, entre altos muros de piedra.

—Bueno, la mayor parte de lo que hemos aprendido de los rabinos no es del todo exacto.

Pasamos junto a hombres que remendaban redes junto a sus casas, junto a niños que vendían vasos de zumo de granada, junto a mujeres que ponían a secar tiras de pescado de ventana a ventana.

—Por ejemplo, ¿te acuerdas de esa parte, justo después de que la mujer de Lot se convierta e estatua de piedra, en que sus hijas se emborrachan y fornican con él?

—Sí, después de la destrucción de Sodoma y Gomorra.

—Bueno, pues no es tan malo como parece.

Dejamos atrás a unas mujeres fenicias que cantaban mientras machacaban unos peces para preparar la comida. Caminamos bordeando unas salinas en las que unos niños rascaban la sal pegada a las rocas y la metían en unos sacos.

—Pero la fornicación es pecado, y la fornicación con tus hijas, bueno... eso es un... no sé... un pecado doble.

—Sí, pero si dejas eso de lado un segundo, y te centras solo en las dos muchachas, la cosa no está tan mal como suena inicialmente.

—Ah.

Pasamos junto a mercaderes que vendían fruta, pan, aceite, especias e incienso, y que a voz en cuello cantaban las excelencias y las propiedades mágicas de sus productos. En aquella época se vendía mucha magia.

—¿Y te acuerdas del Cantar de los Cantares, de Salomón? Pues eso ya se parece mucho más, y se entiende que Salomón tuviera mil esposas. De hecho, siendo tú el Hijo de Dios, y esas cosas, no creo que tengas demasiados problemas para conseguir un número similar de muchachas. Vaya, una vez hayas aclarado qué es lo que estás haciendo, quiero decir.

—¿Y tener a muchas jóvenes es algo bueno?

—Tú eres tonto, ¿verdad?

—Creía que serías más específico. ¿Qué tiene que ver Magda con Lot y con Salomón?

—De Magda y de mí no puedo hablarte, Josh. Lo siento, pero no puedo.

En ese momento pasamos junto a un grupito de prostitutas congregadas junto a la puerta de una posada. Llevaban las caras pintadas, y a través de las rajas de sus faldas mostraban unas piernas embadurnadas de aceites. Al vernos, nos llamaron en varias lenguas, y agitaron las manos con gracia.

—¿Qué diablos dicen? —le pregunté a Joshua, al que se le daban mejor que a mí los idiomas. Creo que hablaban griego.

—Dicen algo así como que los muchachos hebreos les gustan más, porque como no tenemos prepucio, notamos más sus lenguas. —Y me miró, como esperando a que yo lo confirmara o lo desmintiera.

—¿Cuánto dinero tenemos? —le pregunté.

En la posada se alquilaban habitaciones, establos, e incluso el espacio que quedaba bajo los aleros del tejado, para pasar la noche. Nosotros nos quedamos con dos establos adyacentes, lo que nos supuso una pequeña fortuna, que pagamos por considerar que se trataba de un paso importante para la educación de Joshua. En el fondo, ¿no habíamos emprendido aquel viaje para que él aprendiera cuál era el lugar que le correspondía como Mesías?

—No estoy seguro de si debo mirar —comentó mi amigo—. ¿Te acuerdas de que David iba corriendo por los tejados cuando vio a Betsabé dándose un baño? Y aquello puso en marcha una cadena inmensa de pecados.

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