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Authors: Christopher Moore

Cordero (6 page)

—Pero la mayoría de ellos lo quiere. Hablan sin parar del Mesías que ha de venir a salvarnos. ¿No he de mostrarles yo que ya ha venido?

¿Qué respondes a algo así? Tenía razón, pues desde que yo tenía uso de razón, recordaba que siempre se hablaba de la llegada del Mesías, del advenimiento del reino de Dios, de la liberación de nuestro pueblo de los romanos —las colinas estaban llenas de distintas facciones de zelotes que se batían en escaramuzas contra los romanos, con la esperanza de traer un cambio. Éramos los elegidos de Dios, bendecidos y castigados como ningún otro pueblo en la tierra. Cuando los judíos hablaban, Dios escuchaba, y ahora era el momento de que hablara Él. Parecía evidente que mi mejor amigo iba a ser el portavoz. Pero, en aquel momento, yo no quería creérmelo. A pesar de lo que había visto, Joshua seguía siendo mi colega, no el Mesías.

Le dije:

—Estoy bastante seguro de que el Mesías tiene que llevar barba.

—O sea, que lo que estás diciendo es que mi hora no ha llegado todavía.

—Sí, claro, Josh, si te parece voy a saberlo yo, si no lo sabes ni tú. Dios me ha enviado un mensajero que ha dicho: «Por cierto, dile a Joshua que espere a afeitarse antes de liberar a mi pueblo de sus cadenas».

—Podría suceder.

—A mí no me lo preguntes. Pregúntaselo a Dios.

—Eso es lo que hago. Y no responde.

La oscuridad se apoderaba por momentos del olivar, y yo apenas veía el brillo de los ojos de Joshua, pero súbitamente el área que nos rodeaba quedó inundada por un brillo que era como la luz del día. Alzamos la vista y vimos al temible Raziel que descendía sobre nosotros desde las copas de los árboles. Yo, claro está, no sabía aún que se trataba del temible Raziel, pero sí que estaba aterrorizado. El ángel brillaba como una estrella sobre nosotros, sus rasgos tan perfectos que incluso la belleza de mi amada Magda palidecía al comparársele. Joshua ocultó el rostro y se acurrucó contra el tronco de un olivo. Supongo que lo sobrenatural lo sorprendía más que a mí. Yo me quedé en mi sitio, observando con la boca abierta, babeando como el tonto del pueblo.

—No temáis pues, mirad, os traigo nuevas de gran dicha, que lo serán para todos los hombres. Pues en este día, en la ciudad de David ha nacido un Salvador, que es Cristo el Señor. —E hizo una pausa, para que el mensaje calara en nosotros.

Joshua se descubrió el rostro y se arriesgó a mirar al ángel.

—¿Y bien? —le preguntó Raziel.

Yo tardé unos segundos en captar del todo el significado de sus palabras, y esperé a que Joshua dijera algo, pero él había vuelto los ojos al cielo y parecía regocijarse en aquella luz, con una sonrisa idiota en los labios.

Finalmente, yo señalé a Josh con el pulgar y dije:

—Él nació en la ciudad de David.

—¿De veras? —replicó el ángel.

—Pues sí.

—¿Y su madre se llama María?

—Pues sí.

—¿Y es virgen?

—Ahora este ya tiene cuatro hermanos y hermanas, pero en cierto momento lo fue.

El ángel miró a su alrededor, nervioso, como si esperara que una multitud de residentes celestiales se presentara en cualquier momento.

—¿Cuántos años tienes, niño?

Joshua seguía mirando embobado, sonriendo.

—Tiene diez.

El ángel carraspeó y agitó un poco los brazos, descendiendo los pies en dirección al suelo.

—Me he metido en un buen lío. Me he parado un rato a hablar con Miguel cuando venía hacia aquí. Él tenía una baraja de cartas. Sabía que había pasado un buen rato, pero... —Y, volviendo el rostro hacia Joshua, añadió—: Niño, ¿tú naciste en un establo? ¿Envuelto en paños y tendido en un pesebre?

Joshua no respondió.

—Así lo cuenta su madre —intervine yo.

—¿Es retrasado?

—Creo que tú eres su primer ángel. Y está impresionado, creo.

—¿Y tú?

—Yo también estoy metido en un lío, porque voy a llegar una hora tarde a la cena.

—Te entiendo. Será mejor que vuelva y compruebe todo esto. Si veis a algunos pastores que de noche cuidan de sus rebaños, decidles... decidles... esto... que hace un tiempo, seguramente unos diez años más o menos, nació un Salvador. ¿Se lo diréis?

—Sí, claro.

—Pues muy bien. Gloria a Dios en las alturas. Paz en la tierra, buena voluntad a los hombres.

—Igualmente.

—Gracias. Adiós.

Y tan deprisa como había aparecido, el ángel se fue en una estrella fugaz, y el olivar regresó a la penumbra. Apenas distinguía el rostro de Joshua, que se volvía para mirarme.

—Ahí lo tienes. ¿Siguiente pregunta?

Supongo que todos los niños se preguntan qué harán cuando sean mayores. Supongo que muchos ven a sus congéneres lograr grandes hazañas y se preguntan: ¿podría haberlo hecho yo? En mi caso, saber a los diez años que mi mejor amigo era el Mesías, mientras que yo viviría y moriría siendo un albañil, me parecía demasiada maldición para un niño de mi edad. La mañana siguiente a nuestro encuentro con el ángel me fui a la plaza y me senté con Bartolomé, el tonto del pueblo, con la esperanza de que Magda apareciera por el pozo. Si tenía que ser albañil, al menos, tal vez, gozara del amor de una mujer encantadora. En aquellos días, iniciábamos el aprendizaje de la profesión a los diez años, y recibíamos el pañuelo de las oraciones y las filacterias a los trece, lo que significaba que ingresábamos en la vida adulta. Poco después se esperaba que nos comprometiéramos y que, a los catorce años, nos casáramos y fundáramos una familia. Es decir, que no era demasiado joven para empezar a plantearme aquellas cosas. A pensar en Magda como posible esposa. (Siempre me quedaría la posibilidad de casarme con la madre de Joshua cuando muriera José.)

Las mujeres iban y venían, llenaban los cántaros de agua, lavaban la ropa, y a medida que el sol se elevaba en el cielo, la plaza se vaciaba. Bartolo seguía sentado a la sombra de una desvencijada palmera datilera, y se hurgaba la nariz. Magda no apareció. Es curioso que al corazón le cueste tan poco romperse. Al mío, al menos, es algo que siempre se le ha dado muy bien.

—¿Por qué lloras? —me preguntó Bartolomé. Era el hombre más corpulento y alto del pueblo, tenía el pelo y la barba hirsutos y enredados, y una capa de polvo amarillo lo cubría de la cabeza a los pies, confiriéndole el aspecto de un león increíblemente estúpido. Llevaba la túnica hecha harapos, y caminaba descalzo. Su única posesión era un cuenco de madera del que comía, y que lamía hasta dejar limpio del todo. Vivía de la caridad de los nazarenos, y de espigar los campos de trigo (siempre se dejaba algo de grano en los campos para los pobres; así lo dictaba la Ley). Yo nunca supe qué edad tenía. Se pasaba los días en la plaza, jugando con los perros, riéndose solo, rascándose la entrepierna. Cuando pasaban las mujeres, sacaba la lengua y decía: «¡Bah!». Mi madre decía que tenía la mente de un niño. Como de costumbre, se equivocaba.

Me cubrió el hombro con su gran manaza y me acarició, dejando un cerco de afecto polvoriento en mi camisa.

—¿Por qué lloras? —volvió a preguntarme.

—Estoy triste, nada más. No lo entenderías.

Bartolomé miró a su alrededor, y al ver que estábamos solos en la plaza, descontando a sus amigos, los perros, me dijo:

—Piensas demasiado. Pensar no te traerá sino sufrimiento. Sé más simple.

—¿Qué? —Aquello era lo más coherente que le había oído decir nunca.

—¿Tú me ves a mí llorar alguna vez? Yo no tengo nada, y por eso no soy esclavo de nada. No tengo nada que hacer, o sea que nada me convierte en su esclavo.

—¿Y tú qué sabes? —repliqué—. Tú vives rodeado de polvo. ¡Eres impuro! No haces nada. Yo debo empezar a trabajar la próxima semana, y trabajar toda la vida hasta que muera con la espalda destrozada. La muchacha que me gusta está enamorada de mi mejor amigo, que además es el Mesías. Yo no soy nada, y tú... tú eres un tonto.

—No. No lo soy. Soy griego. Un cínico.

Me volví para mirarlo con detalle. Sus ojos, normalmente opacos como el barro, refulgían como piedras preciosas negras en el desierto de su rostro.

—¿Qué es un cínico?

—Un filósofo. Fui discípulo de Diógenes. ¿Conoces a Diógenes?

—No, pero no creo que te enseñara gran cosa. Tus únicos amigos son los perros.

—Diógenes recorría Atenas con una lámpara en la mano a plena luz del día, y la acercaba a los rostros de la gente, diciendo que estaba buscando a un hombre honrado.

—O sea, que era como el profeta de los tontos.

—No, no, no. —Bartolo recogió a un perrito y gesticuló con él para demostrar sus argumentos. El chucho parecía disfrutar—. La cultura había confundido a la gente. Diógenes enseñaba que todas las afectaciones de la vida moderna eran falsas, que el hombre debe vivir una vida sencilla, al aire libre, no llevar nada, no crear obras de arte, no componer poesías ni tener religiones...

—Como un perro —dije yo.

—¡Exacto! —Con el perro diminuto en la mano, Bartolo me dedicó una reverencia. El movimiento no pareció gustar al animal, y el griego lo soltó.

Una vida sin preocupaciones. En aquel momento, aquello me parecía maravilloso. No es que quisiera vivir en la calle ni que los demás me consideraran loco, como a Bartolomé. Pero una vida de perro no sonaba nada mal. El tonto llevaba muchos años ocultando una profunda sabiduría.

—Estoy intentando aprender a lamerme los huevos —dijo entonces Barto.

Bueno, tal vez no fuera tan sabio.

—Tengo que ir a buscar a Joshua.

—Ya sabes que es el Mesías, ¿verdad?

—Un momento. Tú no eres judío. Me parece haber oído que decías que no crees en ninguna religión.

—Los perros me han dicho que él es el Mesías. Y yo los creo. Dile a Joshua que los creo.

—¿Te lo han dicho los perros?

—Son perros judíos.

—Claro, claro. Pues nada, ya me contarás cómo acaba eso de lamerte los huevos.

—Shalom.

¿Quién habría dicho que Joshua reclutaría a su primer apóstol entre el polvo y los perros de Nazaret? Bah.

Encontré a Joshua en la sinagoga, atendiendo a la lectura de la Ley a cargo de los fariseos. Me metí entre el grupo de niños que seguían el sermón sentados en el suelo y le susurré al oído:

—Bartolomé dice que sabe que eres el Mesías.

—¿El tonto? ¿Y le has preguntado desde cuándo lo sabe?

—Dice que se lo dijeron los perros del pueblo.

—Nunca se me hubiera ocurrido preguntárselo a los perros.

—Dice que deberíamos vivir unas vidas sencillas, como los perros, no poseer nada, despojarnos de toda afectación, sea lo que sea lo que eso signifique.

—¿Eso te ha dicho Bartolomé? Suena esenio. Es mucho más listo de lo que parece.

—Quiere aprender a lamerse los propios huevos.

—Estoy seguro de que hay algún pasaje en la Ley donde eso se prohíbe. Se lo preguntaré al rabino.

—No sé si es buena idea plantear esa duda ante los fariseos.

—¿Le has contado a tu padre lo del ángel?

—No.

—Mejor. Yo he hablado con José, y dice que me deja que aprenda a ser cantero. No quiero que tu padre cambie de opinión y se niegue a enseñarme. Creo que lo del ángel lo asustaría. —Joshua me miró por primera vez, apartando la vista de los fariseos, que recitaban en hebreo con voz monótona—. ¿Has estado llorando?

—¿Quién? ¿Yo? No, pero es que Bartolo huele tan mal que se me han aguado los ojos.

Joshua me posó la mano en la frente, y toda la tristeza y el desasosiego parecieron abandonarme al instante. Mi amigo sonrió.

—¿Estás mejor?

—Estoy celoso de ti y de Magda.

—Eso no puede ser bueno para el cuello.

—¿Qué?

—Lo de lamerse los propios huevos. Tiene que fastidiarte el cuello.

—¿No me has oído? Estoy celoso de ti y de Magda.

—Yo todavía estoy aprendiendo, Colleja. Hay cosas que todavía no comprendo. El señor dijo: «Soy un Dios celoso». O sea, que los celos deberían ser algo bueno.

—Pues a mí me hacen sentir fatal.

—Para ti también es desconcertante, entonces. Los celos hacen que nos sintamos mal, pero Dios es celoso, por lo que los celos han de ser buenos; y cuando un perro se lame los huevos parece disfrutar, pero según la Ley es algo malo.

De pronto, alguien tiró de la oreja de Joshua hasta ponerlo en pie. Un fariseo lo miró con ojos incendiarios.

—¿Acaso la ley de Moisés te resulta demasiado aburrida, Joshua hijo de José?

—Tengo una pregunta que hacerte, rabino —replicó mi amigo.

—Oh, no. —Y oculté la cabeza entre los brazos.

4

Un motivo más por el que detesto a esta escoria celestial con la que comparto habitación: hoy he descubierto que había ofendido a Jesús, nuestro camarero del servicio de habitaciones. ¿Y cómo lo he descubierto? Cuando nos ha traído la pizza para la cena, le he dado una de esas monedas de plata americanas que nos dieron en esa confitería del aeropuerto que se llama Cinnabon. Él ha emitido un sonido despectivo. Me la ha despreciado, pero, luego, pensándolo mejor, ha dicho: «Señor, sé que es usted extranjero y que no lo sabe, pero esta propina es insultante. Es mejor que se limite a firmar en el pedido del servicio de habitaciones, así por lo menos me pagarán la tarifa que se añade automáticamente. Se lo digo porque ha sido usted muy amable, y sé que su intención no era ofenderme, pero otro camarero podría escupirle en la comida si le ofreciera lo que acaba de ofrecerme a mí».

Yo he mirado al ángel que, como de costumbre, estaba echado en la cama y miraba la tele, y por primera vez me he dado cuenta de que él no entendía la lengua de Jesús. Él no posee el don de lenguas con el que me ha dotado a mí. Conmigo se comunica en arameo, y parece saber algo de hebreo, y el suficiente inglés como para seguir los programas de la televisión, pero de español no sabe ni una palabra. Le he pedido disculpas a Jesús y le he dado permiso para retirarse, prometiéndole que lo compensaría. Cuando se ha ido me he vuelto hacia el ángel.

—Necio, estas monedas, estos centavos no valen casi nada en este país.

—¿Qué dices? Pero si se parecen a los dinares de plata que desenterramos en Jerusalén, y que valen una fortuna.

Y en cierto sentido tenía razón. Después de que me devolviera a la vida, yo lo conduje a un cementerio en el valle de Ben Hinnom, y allí, oculto tras la piedra en la que Judas lo había guardado, estaba el maldito dinero, el dinero ensangrentado, las treinta monedas de plata. Salvo una ligerísima capa de óxido, se veían idénticas que el día que yo me las había llevado, y eran casi iguales a las que, en el país en que me encontraba, llamaban «diez centavos» (aunque la imagen de Tiberio de los dinares había sido reemplazada por la efigie de algún otro césar).

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