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Authors: Christopher Moore

Cordero (38 page)

—¿Quién?

—Aquel al que llamaba yeti, el anciano de la montaña. Ha pasado a su siguiente vida, y es hora de que vosotros partáis.

Joshua no dijo nada, permaneció sentado con las manos apoyadas en el regazo, la vista clavada en la mesa.

—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? —pregunté yo—. ¿Por qué debemos irnos porque el yeti haya muerto? No sabíamos siquiera que existía hasta que llevábamos dos años aquí.

—Pero yo sí.

Noté que se me calentaba la cara, y estoy seguro de que la cabeza rasurada, y las orejas, debieron de ponérseme coloradas, pues Gaspar me dedicó una mirada severa.

—Aquí ya no hay nada para vosotros. Para ti nunca ha habido nada. No habría dejado que te quedaras si no hubieras sido amigo de Joshua. —Era la primera vez que usaba alguno de nuestros nombres desde que llegamos al monasterio—. Número Cuatro se reunirá con vosotros en la puerta. Él conserva las pertenencias que traíais cuando llegasteis, y os entregará algo de alimento para el viaje.

—No podemos irnos a casa —dijo Joshua—. Todavía no sé lo bastante.

—No —convino Gaspar—. Me temo que tienes razón. Pero aquí ya has aprendido todo lo que podías aprender. Si llegas a un río y encuentras una barca en la orilla, la usas para cruzar. Te habrá sido útil, pero una vez en la otra orilla, ¿acaso cargas con la barca y la llevas contigo el resto del viaje?

—¿Es muy grande esa barca? —pregunté yo.

—¿De qué color es la barca? —quiso saber Joshua.

—¿Es muy largo el viaje? —añadí yo.

—¿Colleja puede llevar los remos, o tengo que cargar yo con todo?

—¡No! —exclamó Gaspar—. No, no cargáis con la barca. Os ha sido útil, pero ahora es una carga. ¡Esto es una parábola, cretinos!

Joshua y yo agachamos la cabeza ante la ira de Gaspar. Mientras el maestro seguía regañándonos, Joshua me sonrió y me guiñó el ojo. Y, al ver su sonrisa, supe que se recuperaría.

Gaspar concluyó su diatriba, aspiró hondo y prosiguió en el tono del monje tolerante al que nos tenía acostumbrados.

—Como iba diciendo, aquí ya no tienes nada más que aprender. Joshua, vete y sé un bodhisattva para tu pueblo, y Colleja, tú intenta no matar a nadie con todo lo que te hemos enseñado aquí.

—¿Entonces? ¿Cogemos esa barca ahora? —preguntó Joshua.

Por un momento pareció que Gaspar iba a explotar de nuevo, pero mi amigo levantó la mano y el anciano permaneció en silencio.

—Te estamos agradecidos por el tiempo que hemos pasado aquí, Gaspar. Estos monjes son hombres nobles y honorables, y hemos aprendido mucho de ellos. Pero tú, abad honorable, eres un impostor. Has llegado a dominar unos pocos trucos del cuerpo y eres capaz de alcanzar el estado de trance, pero no eres un ser iluminado, aunque crees haber tenido una visión fugaz de la iluminación. Buscas respuestas en todas partes menos donde se encuentran. Sin embargo, tus engaños no te han impedido transmitirnos tus enseñanzas. Te damos las gracias, Gaspar. Hipócrita. Sabio. Bodhisattva.

Gaspar siguió sentado, contemplando a Joshua, que le había hablado como se hablaba a los niños. El anciano empezó a preparar el té, más débil, me pareció, aunque tal vez se tratara solo de mi imaginación.

—¿Y tú también lo sabías? —me preguntó.

Me encogí de hombros.

—¿Qué ser iluminado viaja alrededor de medio mundo siguiendo una estrella solo porque ha oído rumores de que ha nacido un Mesías?

—Quiere decir cruzando medio mundo —dijo Joshua.

—No, quiero decir «alrededor» del mundo. —Le di un codazo en las costillas a Joshua, porque me resultaba más fácil que explicarle a Gaspar mi teoría de la tierra redonda y pegajosa. El anciano ya lo estaba pasando mal, no hacía falta que viniera yo a ponerle las cosas más difíciles.

Gaspar sirvió el té para todos, se sentó y suspiró.

—Tú no has sido ninguna decepción para mí, Joshua. Los tres supimos, apenas te vimos, que eras un ser distinto a todos. «Brahma encarnado», dijo mi hermano.

—¿Qué fue lo que os dio la pista? —le pregunté yo—. ¿El ángel en el tejado del establo?

Gaspar me ignoró por completo.

—Pero tú todavía eras un recién nacido, y fuera lo que fuese que andábamos buscando, no eras tú, o al menos no en aquel momento. Supongo que podríamos habernos quedado, haber ayudado a criarte, a protegerte, pero éramos todos muy densos por entonces. Baltasar quería encontrar la llave de la inmortalidad, y tú no podías ofrecérsela de ningún modo, y mi hermano y yo deseábamos hallar las claves del universo, que tampoco se encontraban en Belén. De modo que advertimos a tu padre de que Herodes pretendía asesinarte, le entregamos oro para que te sacara del país, y regresamos a Oriente.

—¿Melchor es tu hermano?

Gaspar asintió.

—Éramos príncipes de Tamil. Melchor es el mayor, por lo que habría heredado nuestras tierras, aunque yo también habría recibido un pequeño feudo. Como Siddhartha, nosotros también renunciamos a los placeres terrenales para perseguir la iluminación.

—¿Y cómo terminaste aquí, en estas montañas? —le pregunté.

—Vine persiguiendo budas. —Gaspar sonrió—. Yo había oído que en estas montañas habitaba un sabio. La gente del lugar lo llamaba el anciano de las montañas. Vine buscando a ese sabio, y a quien encontré fue al yeti. Quién sabe cuántos años tenía, cuánto tiempo llevaba en este lugar. Lo que sí sabía es que era el último de su especie, y que sin ayuda no tardaría en morir. De modo que me quedé aquí y construí este monasterio. Además de a los monjes que venían a estudiar, me he ocupado del yeti desde que vosotros erais niños. Y ahora ha muerto. Ya no tengo objetivo en la vida, y no he aprendido nada. Fuera lo que fuese lo que yo podía aprender en este lugar, ha muerto y está sepultado bajo ese bloque de hielo.

Joshua alargó la mano sobre la mesa y acarició la del anciano.

—Tú nos haces practicar los mismos movimientos todos los días, practicamos los mismos gestos una y otra vez, cantamos los mismos mantras. ¿Para qué? Para que esas acciones acaben siendo naturales, espontáneas, para que el pensamiento no las diluya. ¿No es cierto?

—Sí —dijo Gaspar.

—Pues con la compasión sucede lo mismo —prosiguió Joshua—. Eso era lo que sabía el yeti. Él amaba constante, instantánea, espontáneamente, sin que mediara el pensamiento, ni las palabras. Eso fue lo que me enseñó a mí. El amor no es algo en lo que se piensa, es un estado en el que se habita. Ése fue su regalo.

—Vaya —dije yo.

—Yo vine hasta aquí para aprender eso —dijo Joshua—. Y tú me lo has enseñado tanto como me lo enseñó el yeti.

—¿Yo? —Gaspar estaba sirviendo más té mientras mi amigo hablaba, y se dio cuenta de que había llenado su taza más de la cuenta, y de que el líquido mojaba la mesa.

—¿Quién lo ha cuidado? ¿Quién lo ha alimentado? ¿Quién ha velado por él? ¿Tenías que pararte a pensar en ello antes de hacerlo?

—No —admitió Gaspar.

Joshua se puso en pie.

—Gracias por la barca.

Gaspar no nos acompañó hasta la puerta de entrada. Como nos había prometido, el monje Número Cuatro nos esperaba con nuestra ropa y el dinero que teníamos el día que llegamos, hacía ya seis años. Recogí el frasquito de veneno con forma de yin yang que me había entregado Dicha, y me pasé la cuerda por el cuello. A continuación fijé al cinto de la túnica la daga con filo de cristal, y sujeté la ropa bajo el brazo.

—¿Pensáis ir a visitar al hermano de Gaspar? —nos preguntó el monje. Número Cuatro era uno de los residentes más ancianos, uno de los que había servido al emperador como soldado, y una cicatriz larga, blanca, le surcaba la cabeza, desde la mitad del cráneo rasurado hasta la oreja derecha. La herida, al curarse, se había bifurcado.

—Está en Tamil, ¿verdad? —preguntó Joshua.

—Id hacia el sur. Está muy lejos. Encontraréis muchos peligros en el camino. Recordad vuestro entrenamiento.

—Lo haremos.

—Muy bien.

Número Cuatro dio media vuelta, entró en el monasterio y cerró el pesado portón de madera.

—No, Número Cuatro, nada de despedidas almibaradas de las que luego puedas avergonzarte —dije, hablándole a la puerta—. No, en serio, nada de escenitas.

Joshua estaba contando el dinero que quedaba en el monedero de cuero.

—Está todo lo que trajimos.

—Bien.

—No, no está bien. Llevamos aquí seis años, Colleja. Este dinero debería haberse duplicado o triplicado en todo este tiempo.

—¿Cómo? ¿Por arte de magia?

—No, deberían haberlo invertido. —Se giró y clavó la vista en el portón—. Qué tontos sois, cabrones. Tal vez debierais dedicar menos tiempo a estudiar el modo de sacudiros los unos a los otros y más a administrar vuestro dinero.

—¿Amor espontáneo? —apunté yo.

—Sí. Gaspar tampoco lo alcanzará nunca. Por eso han matado al yeti, eso lo sabes, ¿no?

—¿Quién?

—La gente de la montaña. Han matado al yeti porque no podían soportar que existiera una criatura que no fuera tan mala como ellos.

—¿La gente de la montaña era mala?

—Todos los hombres son malos, de eso era de lo que le hablaba a mi padre.

—¿Y qué te dijo él?

—«Que se jodan.»

—¿De veras?

—Sí.

—Al menos te respondió.

—Tengo la sensación de que ahora cree que ése es mi problema.

—Me pregunto por qué no lo grabaría a fuego en una de las tablas: «Mira, Moisés, aquí están los diez mandamientos, y ahí te mando uno más que dice así: "Que se jodan"».

—Él no pone esa voz.

—Para casos de emergencia —añadí, prosiguiendo con mi perfecta imitación de la voz divina.

—Espero que haga calor en la India —comentó Joshua.

Y así fue como, cuando este tenía veinticuatro años, se produjo el advenimiento de Joshua de Nazaret a la India.

Espiritu

«Quien ve en mí todas las cosas, y todas las cosas en mí, nunca está lejos de mí y yo nunca estoy lejos de él.»

—El Bhagavad Gita

20

El sendero era apenas lo bastante ancho como para que dos personas caminaran juntas por él. La hierba, a ambos lados, crecía tan alta que habría alcanzado el ojo de un elefante. Veíamos cielo azul sobre nuestras cabezas, y nuestra visión se extendía solo hasta el siguiente recodo del camino, que no sabíamos con precisión a qué distancia se encontraba, pues no existe la perspectiva cuando nada interrumpe el verdor. Llevábamos casi todo el día recorriendo esa vía, y solo nos habíamos cruzado con un hombre que tiraba de dos vacas, pero en ese momento oímos un estrépito como de fiesta, que se aproximaba a nosotros y que debía de encontrarse a unos doscientos pies. Se oían voces masculinas, muchas, y pasos, y algunos tambores de sonido estridente, metálico, y lo más preocupante de todo, los gritos constantes de una mujer que, bien sentía un gran dolor, bien era presa del terror. O ambas cosas a la vez.

—¡Jóvenes maestros! —exclamó una voz que procedía de las inmediaciones.

Di un salto en el aire y aterricé componiendo una postura defensiva, al tiempo que desenvainaba mi daga de filo de cristal. Josh miró a nuestro alrededor para ver de dónde provenía aquella voz. Los gritos se acercaban cada vez más. Se oyó un crujido en la hierba, a pocos pies del camino, y después la misma voz:

—Jóvenes maestros, debéis ocultaros.

Un rostro masculino, tan flaco que parecía imposible, con unos ojos que eran dos tallas más grandes que el resto, se asomó por entre el muro de matas que flanqueaba el sendero.

—Debéis venir. ¡Kali viene a escoger a sus víctimas! Venid ahora, o moriréis.

El rostro desapareció, y su lugar lo ocupó una mano arrugada, parda, que nos hacía señas para que nos internáramos entre las altas hierbas. El grito de la mujer alcanzó un crescendo y cesó, rota, al parecer, como la cuerda de un laúd tensada en exceso.

—Vamos —me ordenó Joshua, empujándome hacia la hierba.

Tan pronto como abandoné el camino, alguien me agarró de la muñeca y empezó a arrastrarme a través del mar de hierba. Joshua se aferraba a mi camisa, y se dejaba llevar. Mientras corríamos, las ramas nos azotaban y se nos clavaban.

Sentía el rostro y los brazos cubiertos de sangre, mientras aquella aparición morena me internaba cada vez más en el mar de verdor. Por encima de mis jadeos me llegaron los gritos de unos hombres que se encontraban más atrás, seguidos del rumor de la hierba al ser pisada.

—Nos siguen —dijo la aparición volviendo la cabeza—. Corred, si no queréis que vuestras cabezas decoren el altar de Kali. Corred.

Yo también volví el rostro para hablarle a Joshua.

—Dice que corramos, o que la cosa se va a poner muy fea.

Detrás de Josh, recortadas contra el cielo, vi las puntas de unas espadas enormes, de esas que se usan para decapitar a la gente.

—Está bien, está bien.

Habíamos tardado un mes en llegar a la India, y la mayor parte del trayecto había transcurrido por el paisaje más montañoso y desolado que yo había visto en mi vida. Por sorprendente que pareciera, había aldeas esparcidas por los montes, y cuando sus habitantes veían nuestras túnicas anaranjadas, nos abrían las puertas de sus casas y de sus despensas. Siempre nos ofrecían alimentos, y un lugar resguardado donde dormir, y nos invitaban a permanecer el tiempo que quisiéramos. Nosotros, a cambio, y siguiendo la tradición, les ofrecíamos parábolas abstrusas y cánticos enervantes.

Hasta que abandonamos las montañas y nos internamos en una llanura calurosa y húmeda en extremo no descubrimos que nuestro atuendo empezaba a ser recibido con más desdén que reverencia. Un hombre, sin duda rico (montaba a caballo e iba vestido con túnica de seda), nos maldijo cuando pasamos junto a él, y escupió en el suelo. Otras personas, que iban a pie, también nos miraron mal, de modo que nos ocultamos tras unos matorrales y nos vestimos con nuestras ropas. Yo volví a colocarme en el fajín la daga que me había regalado Dicha.

—¿Qué ha dicho ese hombre? —le pregunté a Joshua.

—Algo sobre los portadores de falsas profecías. Impostores. Enemigos de Brahma, que no sé qué es. Y no estoy seguro de qué más ha dicho.

—Bien, parece que aquí somos más bienvenidos como judíos que como budistas.

—Por el momento —dijo mi amigo—. Veo que todos llevan esas marcas en la frente, como la que tenía Gaspar. Creo que sin ellas debemos andarnos con cuidado.

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