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Authors: Christopher Moore

Cordero (36 page)

—Aquí —dijo Gaspar, poniendo punto final a la discusión. Se desprendió de los bultos que llevaba y se sentó.

—¿Aquí? ¿Dónde? —le pregunté yo. Habíamos llegado a un repecho bajo, protegido del viento y casi sin nieve, aunque no se trataba precisamente de un lugar que pudiera considerarse un refugio. Aun así, los demás monjes, incluido Joshua, soltaron los zurrones y se sentaron, forzando la postura de meditación y colocando las manos en la «mudra de la compasión generosa» (que, curiosamente, es el mismo gesto que la gente moderna usa para expresar «OK». Da que pensar, ¿verdad?).

—«Aquí» no podemos quedarnos. Esto no es ningún «aquí».

—Exacto —dijo Gaspar—. Meditad sobre ello.

Me senté.

Joshua y los demás parecían inmunes al frío, y cuando la escarcha me cubría ya las pestañas y la ropa, el ligero polvillo formado por cristales de hielo que cubría el suelo y las piedras a su alrededor empezó a fundirse, como si en el interior de todos ellos alumbrara una llama. Cuando el viento amainaba, notaba que de Gaspar se elevaba un vapor, y su túnica mojada transfería su humedad al aire gélido. Cuando Joshua y yo aprendimos a meditar, nos enseñaron que nos mantuviéramos del todo alerta a todo lo que nos rodeaba, conectados con todo, pero el estado en que se hallaban los demás monjes era de trance, de separación, de exclusión. Todos ellos se habían construido una especie de refugio mental en el que se sentaban, dichosos, mientras yo, literalmente, me moría de frío.

—Joshua, necesito un poco de ayuda —le dije, pero mi amigo no movió ni un músculo. De no haber sido por la nubecilla constante de vapor que brotaba de su aliento, habría dicho que él también se había congelado. Le di una palmadita en el hombro, pero no obtuve la menor respuesta. Traté de llamar la atención de los otros cuatro monjes, pero ellos tampoco reaccionaron al contacto con mi mano. Llegué incluso a empujar a Gaspar con la fuerza suficiente como para tumbarlo, pero él permaneció sentado, como una estatua de Buda que hubiera descendido de su pedestal. Sin embargo, al tocar a mis compañeros, sentía el calor que desprendían. Como parecía evidente que yo no iba a aprender a alcanzar ese estado de trance a tiempo para salvar mi propia vida, mi única opción pasaba por aprovecharme de los suyos.

Primero dispuse a los monjes formando una voluminosa pila, intentando que los codos y las rodillas no se apoyaran en los ojos ni en las pelotas de nadie, por respeto, y en consonancia con el espíritu de Buda, el infinitamente compasivo, y demás. Aunque el calor que desprendían era impresionante, descubrí que solo podía mantener caliente un lado de mi cuerpo a la vez, por lo que no tardé en reorganizar a mis amigos, colocándolos en círculo, mirando hacia fuera. Sentándome yo en el centro, pude crear un envoltorio de bienestar que mantenía a raya el frío. En condiciones ideales, me habría venido muy bien contar con un par de monjes más para colocar en lo alto de mi cabaña e impedir así que el viento se colara por arriba pero, como dijo Buda, la vida es sufrimiento y esas cosas, y yo sufría. Después de calentarme un poco de té en la cabeza del monje Número Siete y de meter un cilindro de arroz bajo el brazo de Gaspar hasta que estuvo tibio, pude disfrutar de una comida agradable y me dispuse a echarme una cabezadita con la barriga llena.

Desperté al oír algo que sonaba como si todo el ejército romano estuviera intentando sacar, a sorbos, las anchoas del mar Mediterráneo. Al abrir los ojos vi de dónde provenía aquel estruendo, y estuve a punto de dar una voltereta entera hacia atrás, en mi intento de retroceder. Una criatura enorme, peluda, más alta que el hombre más alto que yo hubiera visto jamás, pretendía beberse el té de una caña de bambú, pero el líquido había empezado a congelarse, y de tanto sorber parecía que la cabeza estuviera a punto de doblársele hacia dentro. Era una especie de hombre, sí, pero con todo el cuerpo cubierto de un pelo largo, blanco. Los ojos eran grandes como los de las vacas, de un azul muy claro, y con las pupilas como alfileres. Las pestañas, muy tupidas, se entrelazaban cada vez que parpadeaba. Tenía las uñas negras, muy largas, similares a las de los hombres, pero dobles en tamaño, y la única prenda de vestir que parecía llevar puesta era una especie de botas hechas, al parecer, con piel de yak. La impresionante mata de pelo que le colgaba entre las piernas me dio a entender que se trataba de un macho.

Miré a mi alrededor, hacia el círculo de monjes, para ver si alguien más se había percatado de que una bestia lanuda nos estaba saqueando la comida, pero todos seguían en profundo estado de trance. La criatura volvió a chupar el cilindro, le dio unos golpes con la mano, como para que su contenido se desprendiera, y me miró como pidiéndome ayuda. Todo el terror que se había apoderado de mí desapareció apenas miré a los ojos de aquella criatura. En ellos no había el menor atisbo de agresividad, ni traza alguna de violencia o amenaza. Levanté el cilindro de té que había calentado sobre la cabeza de Número Tres. Me salpicó la mano, indicándome que no se había congelado mientras dormía, y se lo alargué a la criatura. Él pasó la suya por encima de la cabeza de Joshua y lo agarró, le quitó el tapón de corcho y bebió con gran avidez.

Yo aproveché el momento para darle una patada a mi amigo en los riñones.

—Josh, sal ya del trance. Tienes que ver esto.

No obtuve respuesta, de modo que me acerqué a él y le tapé la nariz. Para llegar a dominar el arte de la meditación, el alumno debe antes dominar la respiración. El Salvador emitió una especie de ronquido y salió de su trance jadeando y retorciéndose, pues yo seguía sin soltarlo. Finalmente, cuando ya me miraba a los ojos, abrí las manos.

—¿Qué? —dijo Josh.

Señalé tras él y Joshua se volvió y vio al tipo grande, blanco y peludo en todo su esplendor.

—¡Santo Cielo!

Gran Peludo dio un salto hacia atrás sin soltar el té, como un niño asustado, y emitió unos sonidos que no llegaban a ser lenguaje (pero que, de haberlo sido, habrían podido traducirse también, seguramente, por «Santo Cielo».)

Me gustó ver que el control impecable de Joshua dejaba paso a la confusión.

—¿Qué... o quién... o qué es eso?

—Judío no es —le dije yo apuntando al palmo de prepucio que colgaba de su entrepierna. Curiosamente, yo estaba disfrutando de todo aquello mucho más que mis dos aterrados acompañantes—. ¿Recuerdas cuando Gaspar nos informó de las reglas del monasterio, y nos extrañó aquella que decía que no debíamos matar a ningún ser humano ni a ningún otro ser parecido al ser humano?

—Sí.

—Bien, pues este debe de ser un ser parecido al ser humano, supongo.

—Es posible.

Joshua se puso en pie y miró a Gran Peludo. Gran Peludo se enderezó, miró a Joshua y ladeó la cabeza.

Joshua sonrió.

Gran Peludo le devolvió la sonrisa. Labios negros, caninos largos, afilados, fuertes.

—Dientes grandes —dije yo—. Dientes muy grandes.

Joshua alargó la mano en dirección a la criatura, que tendió la suya y, con gran delicadeza cogió la del Mesías, pequeña, en su gran zarpa.... Y levantó por los aires a Joshua, estrechándolo en un abrazo, estrujándolo con tal fuerza que sus ojos beatíficos empezaron a salírsele de las órbitas.

—Ayuda —balbució Joshua.

La criatura le lamió lo alto de la cabeza con una lengua larga, azulada.

—Le gustas —le dije yo.

—Me está probando.

Recordé la valentía con la que mi amigo había tirado del rabo del demonio Trampa, la calma absoluta con la que se había enfrentado a tantos peligros. Recordé las veces que me había salvado, tanto de los peligros externos como de mí mismo, y pensé en la bondad de sus ojos, que era más profunda que el mar. Y le dije:

—No, es que le gustas.

Pensé en intentarlo con alguna otra lengua, por si la criatura me comprendía mejor.

—Joshua te gusta, ¿verdad? Sí que te gusta, sí que te gusta. Ti que te guta, ti que te guta. Te guta el titito Joshua. Ti que te guta.

El lenguaje que se usa para comunicarse con los bebés es universal. Las palabras cambian, pero el significado es el mismo, y suena igual.

La criatura hundió el hocico bajo la barbilla del Mesías, volvió a lamerle la cabeza, dejando en esa ocasión un reguero de saliva verde de té en el cuero cabelludo de mi amigo.

—Ah —protestó él—. ¿Qué es esta cosa?

—Es un yeti —respondió Gaspar detrás de mí. Sin duda había salido del trance él también—. Un abominable hombre de las nieves.

—¡Esto es lo que pasa por fornicar con las ovejas! —exclamé yo.

—No «abominación» —me aclaró Joshua—. «Abominable». —El yeti le lamió la mejilla. Joshua intentó apartarse, y dirigiéndose a Gaspar, dijo—: ¿Estoy en peligro?

Gaspar se encogió de hombros.

—¿El perro tiene la naturaleza de un buda?

—Por favor, Gaspar —tercié yo—. Estamos ante un caso de aplicación práctica, no de crecimiento espiritual.

El yeti suspiró y volvió a lamerle la mejilla a Joshua. Supuse que la criatura debía de tener una lengua más rasposa que la de un gato, a juzgar por la irritación que empezaba a asomar al rostro de mi amigo.

—Pon la otra mejilla, Josh —le dije—. Deja que te desgaste la otra mejilla.

—Esta frase me la apunto —dijo Joshua—. Gaspar, ¿va a hacerme daño?

—No lo sé. Nadie se ha acercado tanto a él. Por lo general viene cuando estamos en trance, y desaparece con la comida. Hoy hemos tenido la suerte de verlo.

—Bájame, por favor —le dijo Joshua a la criatura—. Por favor, bájame.

El yeti dejó a Joshua en el suelo. Para entonces, los otros monjes empezaban a salir de sus trances. Número Diecisiete gritó como una ardilla achicharrada al ver tan cerca a la criatura, que al oír el grito se agazapó y le mostró dientes y encías.

—¡Deja de gritar! —le ordenó Joshua—. Estás asustándolo.

—Dadle arroz —sugirió Gaspar.

Yo cogí el cilindro que había calentado y se lo entregué al yeti. Él le quitó el tapón y empezó a extraer el arroz con un dedo largo, lamiéndose de él los granos como si fueran termitas a punto de escapar. Entretanto, Joshua fue retrocediendo hasta situarse junto a Gaspar.

—¿Por eso venís aquí? ¿Por eso, después de recoger las limosnas, subís tanta comida a la montaña?

Gaspar asintió.

—Es el último que queda de su especie. No tiene a nadie más que le ayude a obtener alimentos. Ni nadie con quien hablar.

—Pero ¿qué es? ¿Qué es un yeti?

—A nosotros nos gusta pensar que es un regalo. La visión de una de las muchas vidas que un hombre puede vivir antes de alcanzar el nirvana. Creemos que este ser se acerca lo más posible a un ser perfecto en este plano de la existencia.

—¿Y por qué sabes que es el único que queda?

—Él mismo me lo dijo.

—¿Habla?

—No, se expresa por señas. Espera y verás.

Mientras veíamos comer al yeti, los demás monjes se adelantaron y dejaron delante de él sus cañas de bambú con el té y el arroz. La criatura alzaba la vista de la comida muy de vez en cuando, como si su mundo entero residiera en aquella pipa de bambú llena de arroz. Y, sin embargo, yo notaba que detrás de aquellos ojos azules, gélidos, aquel ser estaba contando, imaginando, racionando los suministros que le habíamos llevado.

—¿Dónde vive? —le pregunté a Gaspar.

—No lo sabemos. En alguna cueva, supongo. Nunca nos ha llevado a ella, y nosotros no la hemos buscado.

Una vez toda la comida estuvo delante del yeti, Gaspar hizo un gesto a los otros monjes, que abandonaron la protección del saliente y se internaron en la nieve, dedicando reverencias al yeti mientras avanzaban.

—Es hora de irse —anunció el maestro—. No quiere nuestra compañía.

Joshua y yo seguimos a nuestros compañeros hasta la nieve, enfilando el sendero que ellos abrían, como durante el ascenso. El yeti nos vio partir, y cada vez que yo volvía la vista atrás, comprobaba que seguía mirándonos, hasta que estuvimos tan lejos que la criatura era poco más que un perfil recortado contra el blanco de las montañas. Cuando, finalmente, abandonábamos el valle, e incluso el gran repecho protector desaparecía ya de nuestra vista, oímos el canto del yeti. Nada, ni siquiera el tañido del cuerno de carnero, en nuestro país, ni los gritos de guerra de los bandidos, ni los lamentos de las plañideras, nada de lo que yo hubiera oído en mi vida me había llegado tan hondo como el canto del yeti. Era un aullido agudo, pero con pausas y cadencias, como los latidos amortiguados de un corazón, y resonaba en todo el valle. El yeti sostenía sus notas desgarradoras durante mucho más tiempo de lo que cualquier ser humano habría podido sostenerlas. El sentimiento que me causaba era el mismo que me habría causado un gran frasco de tristeza que descendiera por mi garganta, y me pareció que iba a desplomarme, o a explotar de pena. Era el sonido de mil niños hambrientos, de diez mil viudas mesándose los cabellos ante las tumbas de sus esposos, de un coro de ángeles entonando su último lamento fúnebre el día de la muerte de Dios. Me cubrí los oídos y me arrodillé sobre la nieve. Miré a Joshua, y vi que las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Los otros monjes se habían acuclillado, y se cubrían como si se protegieran de una tormenta de granizo. Gaspar torcía el gesto y nos miraba, y en ese momento me di cuenta de que, en efecto, se trataba de un hombre muy anciano. Tal vez no tanto como Baltasar, pero con el rostro surcado por el sufrimiento.

—Ya veis —dijo el abad—. Es el único de su especie. Está solo.

No hacía falta comprender el lenguaje del yeti, si es que lo tenía, para saber que Gaspar tenía razón.

—No, no lo está. Yo me voy con él —dijo Joshua.

Gaspar retiró la mano, como si se la hubiera quemado con fuego, una reacción curiosa, pues yo, de hecho, había visto al monje meter la mano en el fuego y reaccionar menos, gracias a la práctica del kung-fu.

—Déjalo —le dije a Gaspar, sin saber, en ese momento, por qué se lo decía. Joshua regresó solo al valle, sin haber pronunciado ni una sola palabra más—. Ya regresará cuando sea el momento.

—¿Qué sabrás tú? —masculló Gaspar en un tono que de iluminado no tenía nada—. Tú vas a cargar con tu karma durante mil años, en forma de escarabajo, y eso solo para evolucionar hasta el punto de densidad.

No le respondí nada. Me limité a dedicarle una reverencia, di media vuelta y seguí a mis hermanos monjes, camino del monasterio.

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