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Authors: Christopher Moore

Cordero (40 page)

—Tu argumento es bueno, pero de todos modos yo tengo que salvar a esa niña.

—Por supuesto.

—¿Y cómo voy a hacerlo?

—Recurriendo a una astucia extrema.

—En ese caso, vas a tener que encargarte tú.

—En primer lugar debemos ir a ver la ciudad y el templo en el que tendrán lugar los sacrificios.

Joshua se rascó la cabeza. El pelo había empezado a crecerle, pero todavía lo llevaba muy corto.

—¿Los tortitas aplastaron a los marmitas?

—Sí, está escrito en Secreciones, 36.

—No lo recuerdo. Supongo que tengo la Tora algo oxidada.

La estatua de Kali, erigida sobre el altar, estaba tallada en piedra negra, y su altura superaba la de diez hombres. Llevaba un collar confeccionado con calaveras humanas, y un cinturón de manos y pelvis. En su boca abierta se alineaban unos dientes que eran hojas afiladas, sobre las que habían vertido un torrente de sangre fresca. Incluso las uñas de los pies se retorcían formando unos filos aterradores que se clavaban en la pila de cadáveres tallados sobre la que se alzaba. Tenía cuatro brazos, y el mismo número de manos: con una sostenía una espada cruel, serpentina; con otra, una cabeza cortada, que sujetaba por el pelo; la tercera la alargaba, retorcida, como atrayendo a sus víctimas al lugar de siniestra destrucción al que todos estamos destinados, y la cuarta la mantenía baja, señalando, se diría, el cinto hecho con pelvis, y formulando con ese gesto la pregunta eterna: «¿Se me ve más gorda con este conjunto?».

El altar elevado se encontraba en medio de un jardín espacioso, rodeado de árboles. Era lo bastante amplio como para que quinientas personas se congregaran a la sombra de la diosa negra. Se habían tallado unos surcos profundos en la piedra para canalizar la sangre de los sacrificios hasta unos recipientes, desde los que poder verterla sobre la boca de la divinidad. Al altar se llegaba por una avenida ancha, pavimentada con losas de piedra y flanqueada por unos grandes elefantes tallados en madera y dispuestos sobre pedestales giratorios. Las trompas y las patas delanteras de los elefantes aparecían manchadas de un color marrón óxido, y en varios puntos, aquellas se veían surcadas por profundos cortes hechos con los filos de unas armas que, tras atravesar a los niños de lado a lado, se clavaban en la caoba.

—A Vitra no la tienen encerrada aquí —dijo Joshua.

Estábamos ocultos detrás de un árbol, cerca del jardín del templo, disfrazados de nativos, con nuestras marcas falsas de la casta a la que supuestamente pertenecíamos. Nos lo jugamos a los chinos y a mí me tocó ir de mujer.

—Creo que éste es un árbol sagrado, un bodhi —dije—, igual al que escogió Buda para sentarse debajo. ¡Qué emoción! El mero hecho de estar aquí de pie ya me hace sentir más iluminado. En serio, me parece sentir bodhis maduros entre los dedos de los pies.

Joshua me los miró.

—Eso no son bodhis, diría yo. Aquí, antes que nosotros, ha pastado una vaca.

Saqué los pies de la boñiga.

—En este país la vaca está muy sobrevalorada. Debajo mismo del árbol de Buda. ¿Adónde vamos a llegar? ¿Es que ya no queda nada sagrado?

—En este templo no hay nada —dijo Joshua—. Debemos preguntarle a Rumi dónde encierran a los sacrificados hasta el momento de la celebración.

—No lo sabrá. Él es intocable, y esos tipos son brahmanes, sacerdotes. A él no van a decirle nada. Eso sería como si los saduceos dijeran a los samaritanos dónde está el sanctasanctórum.

—En ese caso, tendremos que averiguarlo por nosotros mismos —observó Joshua.

—Sabemos dónde van a estar esta medianoche. Ya lo averiguaremos entonces.

—Lo que yo propongo es que vayamos a buscar a esos brahmanes y les obliguemos a poner fin a la celebración.

—¿Entramos en el templo, así, sin más, y les pedimos que paren la fiesta?

—Sí.

—Y ellos lo harán.

—Sí.

—Claro, claro, Josh. Pero vamos a encontrarnos antes con Rumi. Tengo un plan.

21

—Pues se te ve muy atractiva —dijo Rumi desde la seguridad que le proporcionaba su zanja—. ¿Te había comentado que mi esposa ha pasado a su siguiente reencarnación, y que me siento solo?

—Lo habías comentado, sí. —Parecía haber renunciado a recuperar a su hija—. ¿Y qué le pasó al resto de la familia?

—Se ahogaron.

—Lo siento. ¿En el Ganges?

—No. En casa. Era la estación de los monzones. La pequeña Vitra y yo habíamos ido al mercado a comprar comida para cerdos, y cayó un aguacero repentino. Cuando regresamos... —Se encogió de hombros.

—No es mi intención mostrarme insensible, Rumi, pero cabe la posibilidad de que tu pérdida fuera causada... no sé... tal vez por el hecho de que ¡vives en una maldita zanja!

—No estás siendo de gran ayuda, Colleja —terció Joshua—. ¿No decías que tenías un plan?

—Tienes razón. Rumi, ¿me equivoco al pensar que estos agujeros, cuando la gente no vive en ellos, se usan para curtir pieles?

—Sí, es un trabajo que solo pueden desempeñar los intocables.

—Ahora entiendo que huela tan bien. Supongo que usáis orina en el proceso de curtido, ¿me equivoco?

—Sí, orina, sesos machados y té constituyen los ingredientes principales.

—Muéstrame el agujero en el que se condensa la orinan.

—Ahí es donde vive la familia Rajneesh.

—No importa, les llevaremos un regalito. Josh, ¿te queda algo de linimento en el zurrón?

—¿Qué estás tramando?

—Alquimia —respondí—. La manipulación sutil de los elementos. Observa y aprende.

Cuando no se usaba, el agujero de la orina era el hogar de los Rajneesh, que se mostraron más que encantados de entregarnos grandes cantidades de los cristales blancos que cubrían el suelo de su morada. La familia estaba compuesta por seis miembros, padre, madre, una hija casi adulta y tres hijos más pequeños. A uno de los pequeños lo habían llevado a sacrificar a la festividad de Kali. Como Rumi, y todos los demás intocables, los Rajneesh, más que personas vivas, parecían esqueletos momificados y recubiertos de cuero marrón. Los hombres se movían desnudos por aquellas zanjas, o con apenas un taparrabos, nada que ver con el precioso sari que yo me había comprado en el mercado. El señor Rajneesh comentó que yo era una mujer muy atractiva, y me animó a pasarme por su casa después del siguiente monzón.

Joshua convirtió los pedazos de mineral cristalizado en un polvillo blanco, finísimo, mientras Rumi y yo recogíamos carbón de debajo del agujero que se calentaba y se usaba para teñir las pieles (habían excavado una especie de horno debajo del agujero). Allí era donde los intocables transformaban unas flores de color morado en tinte.

—Necesito azufre, Rumi. ¿Sabes qué es? Se trata de una piedra amarilla que arde con una llama azul y que desprende un humo que huele a huevos podridos.

—Ah, sí, lo venden en el mercado, es una especie de medicina.

Le entregué una moneda de plata al intocable.

—Ve y cómprame tanto azufre como puedas cargar.

—Pero si va a sobrar mucho dinero... ¿Puedo comprar un poco de sal con lo que sobre?

—Cómprate lo que quieras con lo que sobre. Pero ve deprisa.

Rumi se ausentó, y yo fui a ayudar a Joshua a fabricar el salitre.

El concepto de abundancia resultaba del todo ajeno a los intocables, excepto en lo relativo a dos categorías: el sufrimiento y los deshechos de los animales. Si lo que querías era una comida decente, alojamiento o agua limpia, entre los intocables ibas a sentirte decepcionado, pero si lo que buscabas eran picos, huesos, dientes, pieles, tendones, pezuñas, pelos, cálculos renales, aletas, plumas, orejas, cornamentas, ojos, vejigas, labios, narices, rectos, o cualquier otra parte de prácticamente cualquier criatura que caminara, nadara o volara en el subcontinente indio, por increíble que resultara, en ese caso era más que probable que los intocables tuvieran lo que querías, dispuesto bajo un tupido manto de moscas negras. Para hacerme con el equipo que necesitaba para llevar a cabo mi plan, tendría que recurrir a aquellas partes de animales. Lo que estaba muy bien, a menos que lo que necesitaras fuera, pongamos por caso, una docena de espadas cortas, arcos y flechas y cota de malla para treinta soldados, y aquello de lo que dispusieras fuera un montón de narices y tres rectos desparejados. Lo cierto es que fue todo un reto, pero logré apañarme. Mientras Joshua se movía entre los intocables, curándoles disimuladamente sus dolencias, yo mascullaba órdenes.

—Necesito ocho vejigas de cordero, que estén bastante secas, dos puñados de dientes de cocodrilo, dos retales de piel sin curtir, largas como mis brazos extendidos, y dos veces más anchas. No, no me importa de qué animal sean, pero que no estén demasiado secas, si es posible. También necesito pelo de cola de elefante. Y leña, o boñigas secas, si no hay otro remedio, ocho colas de buey, una cesta de lana y un cubo de sebo.

Y cien intocables enclenques permanecían plantados frente a mí, con los ojos como platos, mirándome, mientras Joshua se movía entre ellos, curando sus heridas, sus enfermedades, sus demencias, sin que ninguno de ellos sospechara qué estaba sucediendo (los dos estuvimos de acuerdo en que era lo mejor, pues no queríamos que, de pronto, un montón de intocables sanos como rosas se dirigieran, atléticos, a Kalighat, proclamando a voz en cuello que un misterioso extranjero los había sanado. Aquello habría atraído hacia nosotros una atención que habría dado al traste con mis planes. Por otra parte, no podíamos quedarnos allí de brazos cruzados viendo sufrir a aquella gente, conscientes de que teníamos —bueno, el que lo tenía era Joshua— el poder de ayudarlos). A Joshua también le había dado por tocar con el dedo el brazo de alguien cada vez que se pronunciaba la palabra «intocable». Más tarde me contó que no soportaba la idea de tener que renunciar a una muestra de «ironía palpable». Yo me encogía horrorizado cuando le veía tocar incluso a leprosos, como si tras todos aquellos años lejos de Israel, un diminuto fariseo se hubiera plantado en mi hombro y me hubiera gritado: «¡Impuro!».

—¿Y bien? —pregunté cuando hube pronunciado las órdenes—. ¿Queréis recuperar a vuestros hijos, o no?

—Es que no tenemos cubo —observó una mujer.

—Ni cesta —añadió otra.

—Está bien, llenad algunas de las vejigas de cordero con el sebo, y enrollad la lana en algún pellejo. Pero poneos en marcha ya. No disponemos de mucho tiempo.

Pero ellos seguían ahí plantados, observándome. Con los ojos muy abiertos. Sanados de sus llagas. Desparasitados. Me miraban, sin más.

—A ver, ya sé que mi sánscrito no es perfecto, pero ¿entendéis lo que os pido?

Un joven dio un paso al frente.

—No deseamos enojar a Kali privándola de sus sacrificios.

—Estáis de broma, supongo.

—Kali es la que trae la destrucción, sin la que no puede existir el renacimiento. Ella es la que suprime las ataduras que nos vinculan al mundo material. Si la enojamos, nos privará de su divina destrucción.

Miré a Joshua por encima de todas aquellas cabezas.

—¿Tú lo entiendes?

—¿Miedo? —dijo él.

—¿Y puedes ayudarlos? —le pregunté en arameo.

—El miedo no se me da bien —me respondió en hebreo.

Permanecí un instante pensativo, mientras doscientos ojos me mantenían clavado en el suelo. Recordé las manchas rojizas que cubrían los elefantes de madera en el altar de Kali. La muerte era su liberación, ¿no?

—¿Cómo te llamas? —le pregunté al joven que había dado un paso al frente.

—Nagesh.

—Saca la lengua, Nagesh.

El intocable me obedeció, y yo me retiré el pañuelo que me cubría la cabeza y lo dejé reposar sobre mis hombros. Después le toqué la lengua.

—¿La destrucción es un regalo que tú aprecias?

—Sí.

—En ese caso, yo seré el instrumento del regalo de Kali.

Y, dicho esto, desenvainé la daga que llevaba metida en el fajín y la sostuve en alto, para que todos la vieran. Mientras Nagesh permanecía inmóvil, pasivo, con los ojos muy abiertos, le agarré la barbilla con el pulgar, le eché la cabeza hacia atrás y le acerqué la daga al pescuezo. El líquido rojo empezó a brotar, y yo lo deposité en el suelo.

Me incorporé y miré de nuevo a los congregados, sosteniendo la espada chorreante por encima de la cabeza.

—¡Estáis en deuda conmigo, malditos desagradecidos! He traído a vuestro pueblo el regalo de Kali, de modo que ahora debéis traerme lo que os he pedido.

Ahora sí, ahora sí se movieron deprisa, considerando que se trataba de personas que se hallaban al borde de la inanición.

Cuando los intocables se hubieron ausentado para cumplir con mi encargo, Joshua y yo permanecimos ahí, junto al cuerpo ensangrentado de Nagesh.

—Has estado fantástico, sí señor —dijo Joshua—. Absolutamente perfecto.

—Gracias.

—¿Estuviste practicando sin descanso mientras vivíamos en el monasterio?

—¿No me has visto apretarle el punto de presión del cuello?

—No, yo no he visto nada.

—Un ejercicio de kung-fu de Gaspar. El resto, claro, lo he sacado de Dicha y Baltasar.

Me agaché y le abrí la boca a Nagesh, antes de sacarme el frasquito de yin yang del cuello y de verter una gota del antídoto sobre la lengua del intocable.

—¿O sea que ahora puede oírnos, como cuando Dicha te envenenó? —preguntó Joshua.

Le levanté un párpado a Nagesh, y vi que la luz le hacía contraer la pupila.

—No, creo que todavía está inconsciente, he pulsado con demasiada fuerza su punto de presión. Me ha parecido que el veneno no actuaría con la suficiente rapidez. Solo he conseguido verterme una gota en la mano mientras me quitaba el sari. Sabía que lo aturdiría, pero no estaba seguro de si bastaría para abatirlo.

—Eres un mago extraordinario, Colleja. Estoy impresionado, de veras.

—Joshua, pero si tú acabas de sanar a cien personas. La mitad de ellas estaban, seguramente, al borde de la muerte. Yo me he limitado a hacer un juego de manos.

El entusiasmo de mi amigo no cesaba.

—¿Y qué es esa cosa roja, jugo de granada? No entiendo dónde podías llevarlo escondido.

—No. Eso, precisamente, era lo que quería pedirte yo a ti.

—¿Qué?

Levanté el brazo y le mostré a Joshua el corte que me había hecho a mí mismo en la muñeca (y que había sido la fuente de sangre que había usado en mi espectáculo). La había mantenido todo el rato apretada contra la pierna, y tan pronto como suprimí la presión, la sangre volvió a salir a borbotones. Me senté en el suelo, y sentí que se me nublaba la vista.

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