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Authors: Christopher Moore

Cordero (55 page)

—¿La has ganado alguna vez en alguna discusión?

Él negó con la cabeza.

—En ese caso, dile amén y vámonos a ver qué ha cocinado hoy la mujer de Pedro.

Los discípulos se habían congregado en el exterior de la casa de Pedro, y estaban sentados sobre unos troncos que habían dispuesto en círculo, alrededor de una hoguera. Todos mantenían la mirada baja, como si estuvieran entregados a alguna oración lúgubre. Incluso Mateo estaba presente, cuando debería haberse encontrado en Magdala, recaudando impuestos.

—¿Qué sucede? —preguntó Joshua.

—Juan el Bautista ha muerto —respondió Felipe.

—¿Qué? —Joshua se sentó en el tronco, junto a Pedro, y se apoyó en él.

—Acabamos de ver a Bartolomeo —dije yo—. Y no nos ha dicho nada.

—Lo hemos sabido ahora mismo —aclaró Andrés—. Mateo nos ha dado la noticia, la ha sabido en Tiberíades. —Era la primera vez, desde que se había unido a nosotros, que veía su rostro sin la luz del entusiasmo que siempre lo iluminaba. Era como si hubiera envejecido diez años en pocas horas—. Herodes lo ha decapitado —añadió.

—Yo creía que Herodes tenía miedo de Juan —dije. Se rumoreaba que Herodes había mantenido con vida a Juan porque creía que era el Mesías y temía que la ira de Dios recayera sobre él si aquel hombre santo perecía.

—Lo ha hecho a petición de su hijastra —nos explicó Mateo—. A Juan lo han matado por el capricho de una ramera adolescente.

—Pues vaya —intervine yo—. Si no estuviera muerto ya, esa última ironía de la vida habría acabado con él de todos modos.

Joshua clavó la vista en el suelo, rezando, o pensando, no estoy seguro. Hasta que finalmente habló.

—Los seguidores de Juan serán como recién nacidos en el desierto.

—¿Estarán sedientos? —aventuró Natanael.

—¿Estarán hambrientos? —aventuró Pedro.

—¿Estarán cachondos? —aventuró Tomás.

—No, idiotas, estarán perdidos. ¡Estarán perdidos! —les aclaré yo—. Por el amor de Dios...

Joshua se puso en pie.

—Felipe, Tadeo, id a Judea y decid a los seguidores de Juan que aquí serán bienvenidos. Decidles que la labor de Juan no ha caído en saco roto. Traedlos aquí.

—Pero, señor —observó Judas—. Juan tenía miles de seguidores. Si se unen a nosotros, ¿cómo los alimentaremos?

—Es que es nuevo —lo disculpé yo.

El día siguiente era sabbat, y por la mañana, mientras todos nos dirigíamos a la sinagoga, un anciano ataviado con finos ropajes salió de entre unos arbustos y se postró a los pies de Joshua.

—Oh, rabino —lloriqueó—. Soy el alcalde de Magdala. Mi hija mayor ha muerto. La gente dice que tú sanas a los enfermos y resucitas a los muertos. ¿Quieres ayudarme?

Joshua miró a su alrededor. Media docena de fariseos del lugar nos observaban desde distintos puntos. El Mesías se volvió hacia Pedro.

—Hoy lleva tú la Palabra a la sinagoga. Yo voy a ayudar a este hombre.

—Gracias, rabino —balbució el hombre rico, que se puso en marcha a toda prisa y nos hizo una seña para que le siguiéramos.

—¿Dónde nos llevas? —le pregunté.

—Solo hasta Magdala —respondió.

—Eso está más lejos de lo que el sabbat permite caminar —le dije yo a Joshua.

—Ya lo sé —dijo él.

A medida que pasábamos por las aldeas que bordeaban la costa en dirección a Magdala, la gente salía de las casas y nos seguía la distancia máxima que, a causa del sabbat, se atrevía a recorrer, pero yo me fijaba también en que los ancianos, los fariseos, nos observaban.

La casa del alcalde era grande, comparada con otras de Magdala, y su hija tenía un dormitorio para ella sola. Él mismo condujo a Joshua hasta la alcoba en la que yacía la muchacha.

—Rabino, por favor, sálvala.

Joshua se inclinó sobre ella y la examinó.

—Sal —le dijo al alcalde—. Sal de la casa.

Cuando el alcalde salió, Joshua me miró a los ojos.

—Esta muchacha no está muerta.

—¿Qué?

—No, está dormida. Tal vez alguien le ha proporcionado un vino fuerte, o alguna pócima. Pero muerta no está.

—¿Entonces qué es esto? ¿Una trampa?

—Yo tampoco he sospechado nada —dijo Joshua—. Esperan que declare que la he resucitado, que la he sanado, cuando solo está dormida. Blasfemia y sanación en sabbat.

—Pues déjame hacerlo a mí. Si solo está dormida, me veo capaz de resucitarla.

—Me culparán a mí por cualquier cosa que hagas tú también. Es posible que tú también estés en su punto de mira. No han sido los fariseos de Magdala los que han ideado esto.

—¿Jakan?

Josh asintió.

—Ve a buscar al anciano, y reúne a tantos testigos como puedas, fariseos también. Organiza un escándalo.

Cuando ya había reunido a unas cincuenta personas en la casa y en sus inmediaciones, Joshua anunció:

—Esta muchacha no está muerta. Está dormida, viejo necio. —La zarandeó, y ella se sentó en la cama, frotándose los ojos—. Cuidado con ese vino tuyo, que es muy fuerte. Alégrate por no haber perdido a tu hija, pero laméntate por haber quebrantado la ley del sabbat con tu ignorancia.

Dicho esto, Joshua abandonó la casa a toda prisa, y yo lo seguí. Cuando ya nos encontrábamos en el otro extremo de la calle, me preguntó:

—¿Crees que se lo han tragado?

—No —le respondí.

—Yo tampoco.

A la mañana siguiente un soldado romano se presentó en casa de Pedro con varios mensajes. Yo todavía estaba dormido cuando oí los gritos.

—Solo estoy autorizado a hablar con Joshua de Nazaret —dijo alguien en latín.

—Hablarás conmigo, o no volverás a hablar en tu vida —oí que le respondía alguien (obviamente, alguien sin demasiados deseos de alcanzar una edad provecta). Me levanté al instante, y salí corriendo, con la túnica sin abrochar, abierta, ondeando tras de mí. Doblé la esquina de la casa de Pedro y vi a Judas encarándose con un legionario. El soldado estaba a punto de desenvainar su espada.

—¡Judas! —le grité—. ¡Atrás!

Me coloqué entre ellos. Sabía que podía desarmar fácilmente al soldado, pero no a la legión que acudiría tras él si lo hacía.

—¿Quién te envía, soldado?

—Traigo un mensaje de Cayo Justo Gálico, comandante de la Legión Sexta, para Joshua hijo de José de Nazaret. —Dedicó una mirada asesina a Judas—. Pero no he recibido orden alguna que me impida matar a este perro al tiempo que lo entrego.

Me volví para observar a Judas, que tenía el rostro encendido de ira. Yo sabía que llevaba una daga en el fajín, aunque no se lo había dicho a Joshua.

—Judas, Justo es amigo nuestro.

—No hay romanos amigos de judíos —sostuvo Judas, sin esforzarse lo más mínimo por decirlo susurrando.

Llegados a ese punto, dándome cuenta de que Joshua no había llegado con su mensaje de perdón universal a nuestro nuevo fichaje, y de que, por tanto, estaba a punto de lograr que lo mataran, metí la mano velozmente bajo la túnica de Judas, le agarré el escroto y se lo estrujé con fuerza una sola vez, y cuando él hubo soltado un montón de baba sobre mi pecho, hubo puesto los ojos en blanco y hubo caído de rodillas, inconsciente, lo sujeté y lo bajé hasta el suelo para que no se golpeara la cabeza. Y entonces me volví hacia el romano.

—A veces se desmaya —le expliqué—. Vamos a buscar a Joshua.

Justo nos enviaba tres mensajes desde Jerusalén: Jakan, en efecto, había repudiado a Magda; el pleno del consejo de los fariseos se había reunido y urdían la muerte de Joshua; y a oídos de Herodes Antipas habían llegado noticias de los milagros de Joshua, y temía que fuera la reencarnación de Juan el Bautista. La única nota personal de Justo se resumía en una palabra: «Cuidado».

—Joshua, debes esconderte —le dijo Magda—. Auséntate de los territorios de Herodes hasta que las cosas se calmen. Ve a Decápolis, predica a los gentiles. Herodes Filipo no siente aprecio por su hermano, sus soldados te dejarán en paz. —Magda se había convertido, ella también, en una predicadora entregada. Era como si hubiera canalizado su pasión personal por Joshua, convirtiéndola en pasión por la Palabra.

—Aún no —respondió Joshua—. No hasta que Felipe y Tadeo regresen con los seguidores de Juan. No los dejaré solos, perdidos. Me hace falta un sermón, un sermón que me sirva como si fuera el último, un sermón que sea útil a quienes estén perdidos cuando yo me vaya. Una vez lo haya pronunciado en Galilea, me dirigiré a territorio de Filipo.

Miré a Magda, que asintió, como diciéndome: «Haz lo que tengas que hacer, pero protégelo».

—Vamos a escribirlo entonces —dije.

Como todo gran discurso, el sermón de la montaña suena como si se hubiera creado espontáneamente, pero en realidad Joshua y yo trabajamos en él durante más de una semana; él me dictaba, y yo tomaba notas en un pergamino. (Había inventado un sistema que me permitía introducir un carboncillo entre dos pedazos de madera de olivo, lo que me posibilitaba escribir sin llevar pluma y tintero.) Trabajábamos frente a la casa de Pedro, en la barca, e incluso en la montaña en la que pronunciaría su sermón. Joshua quería dedicar una gran parte de este al adulterio, motivado, sobre todo —ahora me doy cuenta—, por mi relación con Magda. Aunque ella había decidido mantenerse célibe y predicar la Palabra, creo que quería ponerme los puntos sobre las íes.

Joshua dijo:

—Escribe: «Si un hombre mira a una mujer con deseo en su corazón, ha cometido adulterio».

—¿De verdad quieres seguir con eso? ¿Y con eso de que «Si una mujer divorciada vuelve a casarse comete adulterio»?

—Sí.

—No sé, suena un poco duro. Un poco... farisaico.

—Pensaba en alguien en concreto. ¿Qué tienes anotado?

—«Y en verdad os digo que...» (sé que, cuando hablas de adulterio, te gusta usar eso del «en verdad»), bueno, da igual. «En verdad os digo que si un hombre unge con aceite el cuerpo desnudo de una mujer, y la obliga a caminar a cuatro patas y a ladrar como una perra mientras la conoce, en el sentido que ya sabéis, entonces comete adulterio, y, sin duda, si una mujer le hace lo mismo a él en represalia, se está montando en el mismo carro del adulterio ella solita. Y si una mujer finge ser una reina poderosa, y un hombre un humilde esclavo, y si ella lo llama con nombres humillantes y le hace lamerle el cuerpo, entonces sin duda los dos habrán pecado como dos perros, y ay del hombre que finja ser una reina poderosa, y...»

—Ya basta, Colleja.

—Pero es que hay que ser específico, ¿no? No querrás que la gente vaya por ahí preguntándose: «Eh, ¿esto es adulterio, o qué es? No sé, será mejor que probemos a ver».

—No sé bien si ser tan específico es buena idea.

—Está bien. ¿Qué te parece esto entonces? «Si un hombre o una mujer hacen algo con sus partes pudendas mutuas, entonces es más que probable que estén cometiendo adulterio, o al menos lo estén considerando.»

—Bueno, tal vez haya que ser algo más específico.

—Vamos, Josh, que esto no es tan fácil como lo de «No matarás». Porque ahí hay un cadáver, hay un pecado claro, ¿no?

—Sí, el adulterio puede ser más resbaladizo.

—Pues sí... ¡Mira! ¡Una gaviota!

—Colleja, entiendo que te sientas obligado a defender tus pecados favoritos, pero no es esto lo que necesito ahora. Lo que necesito es que me ayudes a escribir este sermón. ¿Cómo nos va con las beatitudes?

—¿Cómo dices?

—Con las bienaventuranzas.

—Tenemos: Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia; bienaventurados los pobres de espíritu; los puros de corazón; los quejicas; los mansos, los...

—Un momento. ¿Qué les damos a los mansos?

—Veamos... ah, sí, aquí está: Bienaventurados los mansos, pues a ellos les diremos: «buen chico».

—Algo flojo.

—Sí, estoy de acuerdo.

—Hagamos que los mansos hereden la tierra.

—¿No podemos dar la tierra a los quejicas?

—No, pasamos de los quejicas y damos la tierra a los mansos.

—Está bien. La tierra a los mansos. Sigamos. Bienaventurados los pacíficos, los que lloran. Y ya están.

—¿Cuántos salen?

—Siete.

—No es bastante. Me hace falta uno más. ¿Y si añadimos los idiotas?

—No, Joshua, los idiotas no, que ya has hecho bastante por ellos. Mira si no a Natanael, a Tomás...

—Bienaventurados los idiotas, porque ellos... esto... no sé..., porque nunca sentirán decepción.

—No, por lo de los idiotas no paso. Vamos, Josh, ¿por qué no podemos tener a tíos poderosos en nuestro equipo? ¿Por qué tenemos que ser los mansos, los pobres, los oprimidos, los que reciben toda la mierda? ¿Por qué no podemos, por una vez en la vida, decir que bienaventurados son los tipos ricos, grandullones y poderosos con espadas?

—Porque esos no nos necesitan.

—De acuerdo, está bien. Pero «Bienaventurados los idiotas» no, te lo pido por favor.

—¿Quiénes entonces?

—¿Las rameras?

—No.

—¿Y los pajilleros? Me vienen a la mente cinco o seis discípulos que resultarían muy bienaventurados.

—Nada de pajilleros. Ya lo tengo: «Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia».

—De acuerdo, eso está mejor. ¿Qué vas a ofrecerles a éstos?

—Una cesta con frutas.

—No puedes dar la tierra entera a los mansos, y una cesta de frutas a estos pobres muchachos.

—Les daré el reino de los cielos.

—Eso ya lo tienen los pobres de espíritu.

—Habrá para todos.

—Está bien, entonces pondré «compartirán el reino de los cielos». —Lo anoté.

—Podríamos dar la cesta con frutas a los idiotas.

—¡Nada de idiotas, he dicho!

—Lo siento. Es que me dan pena.

—A ti te da pena todo el mundo, Josh. Ése es tu trabajo.

—Sí, tienes razón, se me había olvidado.

Terminamos de escribir el sermón pocas horas antes de que Felipe y Tadeo regresaran de Judea al frente de tres mil seguidores de Juan. Joshua pidió que los reunieran a todos en la ladera de una colina, sobre Cafarnaún, y envió a los discípulos a que buscaran a quienes, entre la multitud, se encontraran enfermos, y se los trajeran. Se pasó la mañana obrando milagros de sanación, y ya entrada la tarde nos congregó a todos junto al manantial que brotaba a los pies del monte.

Pedro dijo:

—Hay por lo menos otras mil personas de Galilea en la colina, Joshua, y tienen hambre.

—¿Cuánta comida nos queda? —preguntó él.

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