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Authors: Christopher Moore

Cordero (58 page)

—Espero que, ahora sí, Joshua consiga meterles el reino en la cabeza —dijo Simón—. Si no, tendré que encontrar a otro profeta a quien brindar mi espada.

Yo estuve a punto de atragantarme con el vino, y le entregué el pellejo mientras intentaba recuperar el aliento.

—Simón —le dije—. ¿Tú crees que él es el Hijo de Dios?

—No.

—No lo crees, ¿ya pesar de ello le sigues?

—Yo no digo que no sea un gran profeta. Pero ¿Cristo? ¿El Hijo de Dios? No lo sé.

—Tú has viajado con él. Le has oído hablar. Has visto el poder que tiene sobre los demonios, sobre la gente. Lo has visto sanar personas. Dar de comer a las multitudes. ¿Y qué pide a cambio?

—Nada. Un lugar donde dormir. Algo de comida. Un poco de vino.

—Si tú pudieras hacer esas cosas, ¿qué tendrías?

En ese momento Simón se echó hacia atrás y miró las estrellas, mientras dejaba vagar su imaginación.

—Tendría pueblos llenos de mujeres que dormirían en mi lecho. Tendría un buen palacio, y esclavos que me bañaran. Tendría la mejor comida y el mejor vino, y los reyes vendrían de muy lejos solo para admirar todo mi oro. Sería glorioso.

—Pero Joshua solo posee una túnica y unas sandalias.

Simón pareció salir de su ensoñación, y no le alegró precisamente.

—Que yo sea débil no lo convierte a él en Cristo.

—Eso es exactamente lo que lo convierte en Cristo.

—Tal vez sea solo ingenuo.

—Sí, seguro —dije, entregándole el pellejo de vino—. Puedes terminártelo. Yo me voy a dormir.

Simón arqueó las cejas.

—La Magdalena es una mujer exquisita. Un hombre podría perderse en ella.

Aspiré hondo, y pensé en si debía defender el honor de Magda, o disuadir a Simón de que intentara nada con ella, pero desestimé la idea. El zelote debía aprender una lección que yo no estaba preparado para enseñarle. Pero Magda sí.

—Buenas noches, Simón —me limité a decirle.

A la mañana siguiente lo encontré sentado junto a las cenizas frías de la hoguera, con la cabeza enterrada en las manos.

—¿Simón? —lo interrogué.

Alzó la vista para mirarme y vi que tenía un chichón enorme en la frente, por debajo de los rizos de su corte de pelo romano. Un hilillo de sangre le resbalaba por ella, y tenía un ojo tan hinchado que apenas podía abrirlo.

—¡Oh! ¿Cómo te has hecho eso?

En ese momento Magda salió de detrás de un arbusto.

—Sin querer se metió en la cama de Susana, ayer noche —me aclaró Magda—. Yo creí que era un asaltante, y le lancé una pedrada, naturalmente.

—Naturalmente —coincidí yo.

—Lo siento mucho, Simón —se disculpó Magda. Oí que Juana y Susana se reían detrás del arbusto.

—Fue un error inocente —dijo Simón. No supe si se refería al suyo o al de Magda, pero en cualquiera de los dos casos, estaba mintiendo.

—Menos mal que eres apóstol —le dije—. Este mediodía ya lo tendrás curado.

Terminamos nuestro recorrido por el norte de Galilea sin incidentes, y lo cierto es que cuando regresamos a la montaña que se alzaba tras Bethsaida, donde Joshua ya nos esperaba con más de cinco mil fieles, Simón ya estaba casi curado por completo.

—No puedo separarme de ellos el tiempo suficiente como para ir a por cestos —se quejó Pedro.

—Allá adónde voy hay cincuenta personas siguiéndome —dijo Judas—. ¿Cómo esperan que les llevemos comida si no nos dejan trabajar?

Mateo, Jaime y Andrés pronunciaron quejas similares, e incluso Tomás protestaba por que la gente no dejaba de pisar a Tomás Dos. Joshua había multiplicado siete panes, y había suficiente comida para alimentar a la multitud, pero nadie conseguía llegar a ella para distribuirla. Finalmente, Magda y yo nos abrimos paso hasta lo alto de la montaña, donde encontramos a Joshua predicando. Al vernos, indicó a la multitud que iba a hacer una pausa, y se acercó a vernos.

—Esto es excelente —dijo—. Hay muchos creyentes.

—Esto, Josh...

—Ya lo sé —se anticipó—. Id a Magdala los dos, a buscar el barco grande, y traedlo a Bethsaida. Una vez hayamos alimentado a los fieles, os enviaré a los discípulos. Soltad amarras y esperadme en el lago.

Logramos que Juan se escabullera de entre la multitud y nos acompañara a Magdala. Ni Magda ni yo sabíamos lo bastante como para gobernar un barco tan grande sin ayuda de alguno de los pescadores. Medio día después atracamos en Bethsaida, donde los demás apóstoles nos esperaban.

—Los ha llevado al otro lado de la montaña —dijo Pedro—. Les dedicará una bendición y se despedirá de ellos. Con suerte, la gente regresará a sus casas, y él se unirá a nosotros.

—¿Has visto a algún soldado entre la multitud? —pregunté.

—Todavía no, pero ya deberíamos haber abandonado el territorio de Herodes. Los fariseos esperan tras los congregados, como si supieran que algo va a ocurrir.

Supusimos que Joshua llegaría al barco nadando, o montado en uno de los botes de remos, pero cuando por fin bajó a la orilla, la multitud todavía lo seguía, y él siguió caminando, así, sin más, sobre la superficie del agua. Y así llegó a nuestro barco. La muchedumbre se detuvo y lo vitoreó. Incluso nosotros quedamos asombrados ante su nuevo milagro, y nos sentamos boquiabiertos, viendo cómo el Mesías se acercaba.

—¿Qué pasa? —preguntó él al vernos—. ¿Qué? ¿Qué?

—Señor, estás caminando sobre las aguas —le respondió Pedro.

—Es que acabo de comer —aclaró él—. Y hasta pasada una hora, no es bueno bañarse. Puede darte un corte de digestión, un calambre. ¿Es que ninguno de vosotros tiene madre?

—¡Es un milagro! —exclamó Pedro.

—No hay para tanto —insistió Joshua, moviendo la mano, como quitándose importancia—. Es fácil. En serio, Pedro, deberías probarlo.

El apóstol se puso en pie en el barco, inseguro.

—De verdad, inténtalo.

Pedro hizo ademán de quitarse la túnica.

—No, déjatela puesta —le ordenó Joshua—. Y las sandalias también.

—Pero, Señor, es una túnica nueva.

—Pues no te la mojes, Pedro. Ven conmigo. Camina sobre las aguas.

Pedro sacó un pie del barco y lo acercó a la superficie del lago.

—Ten fe, Pedro —le grité yo—. Si dudas, no serás capaz de hacerlo.

Entonces el apóstol sacó los dos pies del barco, y durante una fracción de segundo permaneció en pie. Todos quedamos maravillados.

—¡Eh! ¡Estoy de pi..! —Y entonces se hundió como una piedra. Ascendió a la superficie chapoteando. Todos nos reíamos, sin poder evitarlo, e incluso Joshua, sumergido hasta los tobillos, se desternillaba.

—Me asombra que hayas podido creértelo —le dijo Joshua, corriendo sobre el lago para ayudar a su discípulo a subirse al barco—. Pedro, eres más tonto que una piedra. Pero qué fe más extraordinaria has demostrado poseer. Sobre esta piedra edificaré mi iglesia.

—¿Harías que Pedro edificara tu iglesia? —preguntó Felipe—. ¿Solo porque ha intentado caminar sobre las aguas?

—¿Lo habrías intentado tú? —le preguntó el Mesías.

—No, claro que no —respondió él—. Yo no sé nadar.

—Entonces, ¿cuál de los dos tiene más fe? —Joshua se subió al barco, se sacudió el agua de las sandalias y acarició los cabellos mojados de Pedro—. Alguien tendrá que continuar la labor de la iglesia cuando yo me vaya, y me iré pronto. En primavera iremos a Jerusalén para la Pascua, y allí me juzgarán los escribas y los sacerdotes, y allí me torturarán y me darán muerte. Pero al tercer día resucitaré, y volveré a estar con vosotros.

Mientras Joshua hablaba, Magda se había agarrado de mi brazo. Y cuando terminó de decir lo que nos dijo, noté que me había clavado las uñas con tal fuerza que la sangre asomaba a mi bíceps. Una sombra de tristeza pareció recorrer los rostros de los discípulos. Nadie se miraba a la cara, ni clavaba la vista en el suelo, sino que la concentraba en un punto indeterminado que quedaba a unos palmos de los rostros, que es donde supongo que todos miramos cuando queremos que del desconcierto surja una respuesta clara.

—Pues vaya mierda —dijo alguien al fin.

Atracamos en la localidad de Hippos, en la costa este del mar de Galilea, que quedaba frente a Tiberíades. Joshua ya había predicado allí cuando nos refugiamos en aquellos territorios por primera vez, y había gente en la ciudad que acogería a los apóstoles en sus casas hasta que Joshua volviera a enviarlos en misión.

Habíamos traído con nosotros muchas cestas llenas de los panes rotos de Bethsaida, y Judas y Simón me ayudaron a descargarlas del barco, entrando y saliendo de las aguas poco profundas en las que habíamos echado el ancla, puesto que Hippos carecía de puerto.

—El pan se amontonaba hasta formar montículos —dijo Judas—. Había más que cuando dimos de comer a los cinco mil. Con tal cantidad de provisiones, un ejército judío podría luchar durante días enteros. Si algo nos han enseñado los romanos es que los ejércitos luchan con el estómago lleno.

Dejé de cargar el peso que llevaba, y lo miré.

Simón, que se encontraba a mi lado, dejó la cesta sobre la arena de la playa, y se levantó el borde de la túnica para mostrarme la empuñadura de su daga.

—El reino será nuestro solo cuando lo tomemos por la espada. No hemos tenido ningún problema para derramar sangre romana. No hay más señor que Dios.

Me acerqué a él y le cubrí la daga con el fajín.

—¿Habéis oído alguna vez a Joshua predicar que hay que hacerle daño a alguien? ¿Ni siquiera a un enemigo?

—No —admitió Judas—. No puede hablar abiertamente de tomar el reino hasta que esté preparado para atacar. Por eso siempre se expresa mediante parábolas.

—Eso que dices es un montón de mantequilla rancia de yak —dijo una voz desde el barco. El Mesías se incorporó, con una red colgándole de la cabeza como si de un chal de oración deshilachado se tratara. Estaba durmiendo en la proa del barco, y nosotros nos habíamos olvidado por completo de su presencia.

»Colleja, convoca a todos aquí mismo, en la playa. Es evidente que no me he expresado con la suficiente claridad ante todos.

Solté la cesta y corrí hasta la ciudad para reunir a los demás. En menos de una hora todos estábamos sentados en la playa, y Joshua caminaba ante nosotros, de un lado a otro.

—El reino está abierto a todos —dijo Joshua—. A todos, ¿lo pilláis?

Todos asentimos.

—Incluso a los romanos.

Muchos dejaron de asentir.

—El reino de Dios está al llegar, pero los romanos seguirán en Israel. El reino de Dios no tiene nada que ver con el reino de Israel, ¿lo comprendéis todos?

—Pero se supone que el Mesías debe conducir a nuestro pueblo hacia la libertad —dijo Judas en voz muy alta.

—¡No hay más Señor que Dios! —añadió Simón.

—¡Cállate! —le gritó Joshua—. A mí no me han enviado a repartir ira. Entraremos en el reino a través del perdón, y no a través de la conquista. Todo esto ya lo hemos hablado. ¿Qué es lo que no he dejado claro?

—¿Y cómo vamos a echar del reino a los romanos? —preguntó Natanael.

—Eso deberías saberlo ya —le respondió Joshua—, rubio chiflado. Te lo diré una vez más: no podemos echar a los romanos del reino, porque el reino está abierto a todos.

Creo que finalmente empezaban a entenderlo, al menos los dos zelotes, porque se los veía profundamente decepcionados. Llevaban toda la vida esperando a que llegara el Mesías e instaurara el reino aplastando a los romanos, y ahora él les decía, con sus palabras divinas, que aquello no era lo que iba a suceder.

Pero en ese momento Joshua empezó con sus parábolas una vez más.

—El reino es como un campo de trigo con cizaña. No pueden arrancarse las malas hierbas sin arrancar también el grano.

Miradas de desconcierto. Y de doble desconcierto entre los pescadores, que no sabían nada de metáforas agrícolas.

—La cizaña es una mala hierba —aclaró Joshua—. Enreda sus raíces entre las del trigo, o las de la cebada, y no hay manera de arrancarla sin que se eche a perder la cosecha.

Nadie lo entendió.

—Está bien, está bien —prosiguió Joshua—. Los hijos del cielo son la buena gente, y la cizaña es la gente mala. Hay de las dos. Y cuando morís, los ángeles separan a los malos y los queman.

—No lo capto —dijo Pedro, meneando la cabeza, la cabellera gris azotándole el rostro como un león confundido intentando apartar de su mente la imagen de un ñu volador.

—¿Y cómo predicáis estas cosas, si no las entendéis? Está bien, está bien, probemos con esto: El reino de los cielos es... esto... como un mercader que busca perlas.

—Como antes con los cerdos —observó Bartolomeo.

—¡Sí, Bart, sí! Solo que esta vez no hay cerdos. Pero las perlas son las mismas.

Transcurridas tres horas, Joshua seguía intentándolo, pero empezaban a terminársele las cosas que comparar con el reino, pues su favorita, el grano de mostaza, le había fallado ya en tres ocasiones.

—Está bien, de acuerdo, el reino es como un mono —dijo con voz ronca y fatigada.

—¿Qué?

—Como un mono judío, ¿vale?

Yo me levanté, me acerqué a él y le pasé el brazo por el hombro.

—Josh, descansa un poco.

Y lo conduje hacia la ciudad, cruzando la playa.

Él no dejaba de menear la cabeza.

—Éstos son los hijos de puta más tontos que hay en todo el mundo.

—Se han convertido un poco en niños pequeños, como tú les dijiste.

—En unos niños pequeños e idiotas.

Oí unos pasos ligeros sobre la arena, detrás de nosotros, y Magda nos rodeó con sus brazos. Estampó un beso sonoro y baboso en la frente de Joshua, y me miró como si quisiera hacer lo mismo en la mía, por lo que me aparté.

—Aquí los idiotas sois vosotros, que no paráis de echar pestes sobre su inteligencia, cuando la inteligencia no tiene nada que ver con que estén aquí. ¿Alguno de los dos los ha oído predicar? Yo sí. Pedro ya tiene el don de sanar, lo he visto con mis propios ojos. Y he visto a Jaime hacer que caminen los tullidos. La fe no es un acto de inteligencia, sino de imaginación. Cada vez que tú les ofreces una nueva metáfora del reino, ellos solo ven la metáfora, el grano de mostaza, el campo, el jardín, el viñedo. Es como señalarle algo a un gato con el dedo, el gato te mira el dedo, no lo que le señalas. Pero a ellos no les hace falta entender las cosas, solo les hace falta creer en ellas. Y creen en ellas. Se imaginan el reino como necesitan que sea, no les hace falta comprenderlo, porque ya está ahí, y ellos pueden convertirlo en realidad. Es la imaginación, no el intelecto.

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