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Authors: Christopher Moore

Cordero (59 page)

Magda nos soltó el cuello y se quedó ahí plantada, sonriendo de oreja a oreja como una loca. Joshua la miró primero a ella, y después a mí.

Me encogí de hombros.

—Yo siempre te he dicho que era más lista que nosotros dos.

—Ya lo sé —dijo Joshua—. No sé si voy a poder soportar que los dos tengáis razón el mismo día. Necesito algo de tiempo para pensar y rezar.

—Vete, entonces —replicó Magda, despidiéndolo con un movimiento de mano.

Yo me detuve y vi que mi amigo se dirigía al pueblo, y que me dejaba ahí solo, sin la menor idea de lo que debía hacer. Me volví hacia Magda.

—¿Has oído la profecía de la Pascua?

Ella asintió.

—Supongo que no le has dicho nada.

—No sabía qué decirle.

—Tenemos que quitárselo de la cabeza. Si sabe lo que le aguarda en Jerusalén, ¿para qué ir? ¿Por qué no nos dirigimos a Fenicia, a Siria? Podría incluso llevar la buena nueva a Grecia, donde estaría del todo a salvo. Allí hay personas por todo el país que predican distintas ideas. Mira si no a Bartolo y los cínicos.

—Cuando estábamos en la India, presenciamos una festividad en la ciudad de su diosa Kali. Es la diosa de la destrucción. Magda. Fue lo más sangriento que había visto en mi vida, miles de animales sacrificados, centenares de hombres decapitados. Parecía que todo el mundo quedaba pringado de sangre. Joshua y yo salvamos a unos niños de que los despellejaran vivos, pero cuando todo terminó, Joshua no paraba de decir: «Basta de sacrificios. Basta».

Magda me miró, como si esperara que añadiera algo.

—¿Y? Aquello era horrible. ¿Qué esperabas que dijera?

—Es que no hablaba conmigo, Magda, hablaba con Dios. Y no creo que se tratara de una petición.

—¿Estás diciendo que cree que su padre quiere matarlo por intentar cambiar las cosas, para que no pueda evitar que sucedan, pues suceden por voluntad divina?

—No, lo que digo es que va a consentir que le maten para demostrarle a su padre que las cosas deben cambiar. Por eso no va a hacer lo más mínimo por evitarlo.

Durante los tres meses siguientes le imploramos, le suplicamos, razonamos con él y lloramos, pero no logramos convencer a Joshua para que no fuera a Jerusalén para la celebración de la Pascua. José de Arimatea había mandado noticia de que los fariseos y los saduceos seguían conspirando contra Joshua, de que Jakan había hablado contra los seguidores del Mesías en la Corte de los Gentiles, fuera del templo. Pero las amenazas no hacían sino fortalecer la decisión de Joshua. En un par de ocasiones Magda y yo logramos atarlo en el fondo de una barca, recurriendo a unos nudos que nos habían enseñado los hermanos marineros Pedro y Andrés, pero las dos veces el Mesías apareció a los pocos minutos, sosteniendo las cuerdas con que lo habíamos atado, pronunciando frases como: «Estos nudos que habéis hecho son buenos, pero no lo bastante, ¿verdad?».

Magda y yo pasamos muchos días compartiendo la preocupación, antes de partir rumbo a Jerusalén.

—Tal vez se equivoque con eso de la ejecución —dije yo.

—Sí, es posible —admitió Magda.

—¿Crees que es así? Que se equivoca, quiero decir.

—Lo que creo es que estoy a punto de vomitar.

—Pues no veo yo que vomitando vayas a conseguir que cambie de opinión.

Como, en efecto, así fue. Al día siguiente partimos hacia Jerusalén. De camino, nos detuvimos a descansar en una localidad que se alzaba a orillas del río Jordán, Beth Shemesh. Estábamos ahí sentados, tristes, taciturnos, observando las hileras de peregrinos que avanzaban a lo largo de la orilla, cuando una anciana se apartó de la multitud y, blandiendo el bastón, se abrió paso por entre los apóstoles reclinados.

—Apartaos, tengo que hablar con ese muchacho. Muévete, necio, y a ver si te das un baño, que buena falta te hace. —Le asestó un bastonazo a Bartolo al pasar por su lado, y sus perros le mordisquearon los talones—. Mucho cuidado conmigo, que soy vieja y tengo que ver a ese tal Jesús de Nazaret.

—Oh, no, madre —protestó Juan.

Jaime se puso en pie para impedirle seguir, pero ella lo amenazó con el bastón.

—¿En qué puedo ayudarte, anciana madre? —le preguntó Joshua.

—Soy la esposa de Zebedeo, y la madre de estos dos. —Señaló a Jaime y a Juan con su bastón—. He oído que pronto te irás al reino.

—Si así ha de ser, que así sea —dijo Joshua.

—Bien, el caso es que mi difunto esposo, Zebedeo, que Dios lo tenga en su gloria, dejó a mis chicos un buen negocio que sacar adelante, y desde que van por ahí siguiéndote no es más que una completa ruina. —Se volvió hacia sus hijos—. ¡Al campo!

Joshua le posó una mano en el brazo, pero en lugar de la calma y el sosiego que por lo general le había visto provocar en la gente, la señora Zebedeo se apartó y blandió el bastón, y si no le dio en la cabeza fue de milagro.

—A mí no intentes embaucarme con tus palabritas dulces. Mis hijos han echado a perder el negocio de su padre por tu culpa, o sea que quiero que me asegures que, a cambio, llegarán a sentarse a ambos lados del trono, en el reino. A mí me parece que es una compensación justa. Son buenos muchachos. —Se giró para mirar a Jaime y a Juan—. Si vuestro padre estuviera vivo, os mataría al ver lo que habéis hecho.

—Pero, anciana madre, yo no decido quién se sienta junto al trono.

—¿Ah, no? ¿Y quién lo decide entonces?

—Lo decide el Señor, mi padre.

—Bueno, pues pregúntaselo a él. —Se apoyó en el bastón, y pateó el suelo con un pie—. Aquí te espero.

—Pero es que...

—¿Serías capaz de negar el último deseo a una anciana moribunda?

—Tú no estás moribunda.

—Eres tú el que me está matando. Ve a preguntarlo. Ve.

Joshua nos miró, sumiso. Todos apartamos la mirada, cobardes como éramos. Además, ninguno de nosotros había aprendido aún a lidiar con una madre judía.

—Bueno, me subiré a esa montaña y lo preguntaré —dijo Joshua al fin, señalando el pico más alto de la zona.

—Pues ve, ve. ¿O es que quieres que llegue tarde a la celebración de la Pascua?

—Está bien, ahora mismo me voy a preguntarlo.

Josh se alejó despacio, más o menos en dirección a aquella montaña. El monte Tabor, creo que era.

La señora Zebedeo se puso a perseguir a sus hijos como quien persigue pollos en un corral.

—¿Pero qué sois vosotros? ¿Columnas de sal? Id con él.

Pedro se echó a reír, y ella se giró con el bastón en alto, dispuesta a asestarle un buen golpe. Pedro fingió toser.

—Esto... será mejor que vaya yo también, no sea que necesiten un testigo.

Y se escabulló tras Joshua y los dos apóstoles.

La anciana me dedicó una mirada furibunda.

—¿Y tú qué miras? ¿Es que te crees que los dolores de parto terminan cuando salen los niños? ¡Qué sabrás tú!

Se ausentaron toda la noche, una noche muy larga en la que nos vimos obligados a conocer la historia de Zebedeo, el padre de Jaime y Juan, que sin duda había poseído el valor de Daniel, la sabiduría de Salomón, la fuerza de Sansón, la devoción de Abraham, la belleza de David y el instrumento de Goliat, que Dios lo tenga en su gloria. (Es curioso, porque Jaime siempre había descrito a su padre como a un hombrecillo flaco y enclenque que seseaba al hablar.) Cuando los cuatro regresaron del monte, todos los demás nos pusimos en pie y corrimos a su encuentro. Yo mismo los habría llevado a hombros, si me hubieran asegurado que, de ese modo, la anciana cerraría el pico.

—¿Y bien? —inquirió ella.

—Ha sido asombroso —nos dijo Pedro a todos, ignorando a la anciana—. Hemos visto tres tronos. Moisés estaba sentado en uno, Elías en otro, y el tercero estaba vacío, dispuesto para Joshua. Y del cielo ha surgido una voz que decía: «Éste es mi hijo amado, en quien tengo complacencia».

—Ah, sí, eso ya lo había dicho antes —intervine yo.

—Esta vez yo también lo he oído —comentó Joshua, esbozando una sonrisa.

—¿Entonces? ¿Solo hay tres asientos? —preguntó la señora Zebedeo. Miró a sus hijos, que se escudaban detrás del Mesías—. Y para vosotros nada, claro. —Tambaleante, hizo ademán de alejarse de ellos, y se llevó una mano al corazón—. Supongo que hay que alegrarse por las madres de Moisés y de Elías, y por la de este muchacho de Nazaret, pues. Ellas no saben qué es llevar una espina clavada en el corazón.

Y así, cojeando, se alejó en dirección a Jerusalén, siguiendo el curso del río.

Joshua se apoyó en los hombros de Jaime y de Juan.

—Yo lo arreglaré. —Y se fue tras la señora Zebedeo.

Magda me dio un codazo, y cuando la miré vi que tenía lágrimas en los ojos.

—No se equivoca —dijo.

—No. No sé, habla con su madre para que lo disuada. A ella nadie puede resistírsele... Lo que quiero decir es que yo, al menos, no puedo. Vaya, que lo que quiero decir es que no es tú, pero... ¡Mira! ¿Es eso una gaviota?

Pasión

«Nadie es perfecto... Bueno, hubo uno tipo que sí lo era, pero lo matamos.»

—Anónimo

Domingo

La madre de Joshua y su hermano Jaime nos encontraron junto a la Puerta Dorada de Jerusalén, donde nosotros esperábamos a Bartolomeo y a Juan, que a su vez esperaban a que Natanael y Felipe regresaran con Jaime y Andrés, que habían ido a ver si encontraban a Judas y a Tomás, a quienes habíamos enviado a la ciudad a buscar a Pedro y a Magda, que habían ido al encuentro de Tadeo y Simón, a los que se había encomendado la misión de conseguir un burro.

—Ya deberían haber encontrado uno —comentó María.

Según la profecía, se suponía que Joshua debía entrar en la ciudad a lomos de un burro. Y, claro, ninguno de nosotros tenía la más mínima intención de dar con uno. Incluso Jaime, el hermano de Joshua, había aceptado formar parte de nuestra conspiración particular. Había franqueado la puerta para esperar dentro, por si alguno de los discípulos lo había entendido mal y, por error, regresaba con un burro.

Un millar de seguidores de Joshua, procedentes de Galilea, se habían congregado en el camino que llevaba a la Puerta Dorada. Habían decorado la vía con hojas de palma, que se alineaban a ambos lados para dar la bienvenida al Mesías a su llegada a la ciudad, y llevaban toda la tarde vitoreando y entonando hosannas, aguardando la inminente entrada triunfal de Joshua. Pero, a medida que se acercaba el atardecer y no aparecía ningún burro, la multitud fue dispersándose, pues la gente tenía hambre y entraba en la ciudad a comer algo. Solo Joshua, su madre y yo seguíamos aguardando.

—Yo esperaba que hablases con él para que entrara en razón —le dije a María.

—Hacía mucho tiempo que lo veía venir —replicó ella, que llevaba su vestido azul y su echarpe habituales, y que irradiaba aquella luz tan especial que le iluminaba el rostro, un rostro que, no obstante, parecía apagado, no por la edad, sino por la tristeza—. ¿Por qué crees que hice que fueran a buscarlo hace dos años?

Era cierto. Hacía dos años, María había encomendado a Judas y a José la misión de ir a buscarlo a la sinagoga de Cafarnaún y llevarlo de vuelta a casa, con el pretexto de que estaba loco, pero Joshua no había salido siquiera a recibirlos.

—Preferiría que no hablarais de mí como si no estuviera presente —dijo Joshua.

—Es que estamos intentando acostumbrarnos —contraataqué yo—. Si no te gusta, entonces olvida ese plan absurdo de sacrificarte.

—Colleja, ¿qué crees tú que llevo preparando todos estos años?

—De haber sabido que era esto, no te habría ayudado. Seguirías metido en un ánfora de vino en la India.

Joshua entrecerró los ojos para ver más allá de la puerta.

—¿Dónde están todos? ¿Puede ser tan difícil encontrar un simple burro?

Miré a la madre de Joshua, y aunque había dolor en sus ojos, vi que esbozaba una sonrisa.

—A mí no me mires —dijo—. En mi familia nadie desaprovecharía un chiste tan fácil.

Era, en efecto, demasiado fácil, o sea que lo dejé pasar.

—Están todos en casa de Simón, en Betania, Josh. No van a venir esta noche.

Joshua no dijo ni una palabra. Se puso en pie y emprendió camino hacia Betania.

—¡No está en vuestra mano impedir que esto suceda! —gritó Joshua a los apóstoles, que se habían congregado en el aposento principal, en casa de Joshua. Marta abandonó la estancia llorando cuando Joshua la miró. Simón clavó la vista en el suelo, como todos los demás—. El sacerdote y los escribas me llevarán, y me juzgarán. Me escupirán y me azotarán, y después me matarán. Yo resucitaré al tercer día y volveré a caminar entre vosotros, pero no está en vuestra mano impedir lo que ha de suceder. Si me queréis, aceptaréis lo que os digo.

Magda se puso en pie y salió de la casa, no sin antes llevarse el monedero común que guardaba Judas. El zelote hizo ademán de levantarse para ir tras ella, pero yo se lo impedí, y agarrándolo de la túnica lo obligué a sentarse de nuevo sobre el almohadón.

—Déjala.

Todos permanecimos ahí sentados, en silencio, haciendo esfuerzos por que se nos ocurriera algo que decir, que hacer. No sé qué pensaban los demás, pero yo seguía intentando buscar la manera de que Joshua demostrara lo que quería demostrar sin tener que entregar su vida. Marta regresó al aposento con vino y tazas, y fue sirviéndonos a todos, sin mirar a Joshua cuando le tocó el turno de llenar la suya. María la siguió cuando volvió a ausentarse, y yo deduje que se disponían a preparar la cena.

Al rato, Magda regresó. Se coló discretamente por la puerta, se acercó a Joshua y se sentó a sus pies. Se sacó el monedero de la túnica y de él extrajo una cajita de alabastro, de las que se usaban para guardar los ungüentos valiosos que las mujeres usaban para ungir los cuerpos de los muertos antes de los entierros. Una vez lo hubo hecho, arrojó el monedero vacío a Judas. Sin decir nada, rasgó el lacre de la caja y vertió el ungüento sobre los pies de Joshua. A continuación se soltó el pelo, que llevaba muy largo, y empezó a frotarle el aceite de los pies con él. El aroma intenso a especies y perfume inundó la estancia.

Casi al instante Judas se puso en pie, cruzó el aposento y recogió la caja de alabastro del suelo.

—Con lo que cuesta esto podrían haberse alimentado centenares de pobres.

Joshua miró al zelote, y vio que tenía los ojos arrasados en lágrimas.

—A los pobres los tendrás siempre, Judas, pero yo voy a estar aquí solo un poco más. Déjala.

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