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Authors: Christopher Moore

Cordero (63 page)

—Tengo que ver a tu superior —dije.

—Lárgate, judío.

—Soy amigo suyo. Dile que soy Levi, de Nazaret.

—No pienso decirle nada.

De modo que me acerqué más, desenvainé la espada que él llevaba al cinto y durante una fracción de segundo le pinché la barbilla con la punta, antes de volver a envainarla. Él se llevó la mano al cinto para cogerla, pero vio que, súbitamente, volvía a encontrarse en mi mano, y que volvía a tener la punta clavada bajo la barbilla. Y, una vez más, sin darse cuenta, el arma ya estaba de nuevo en la vaina.

—Pues ya lo ves —le dije—. Te he salvado la vida dos veces. Para cuando puedas gritar pidiendo que me detengan, yo ya habré desenvainado tu espada, y no solo te sentirás avergonzado, sino que te notarás algo mareado, y será que te habré cortado la cabeza. A menos que me lleves ante mi amigo, Gayo Justo Gálico, comandante de la Legión Sexta.

Y entonces aspiré hondo y esperé. El centurión miró a los soldados que tenía más cerca, y volvió a posar sus ojos en mí.

—Piensa, centurión —le dije—. Si me detienes, ¿dónde terminaré yo de todos modos?

La lógica del caso pareció abrirse paso a través de su frustración.

—Ven conmigo —dijo al fin.

Por señas, le pedí a Magda que esperara, y yo seguí al soldado al interior de la fortaleza de Pilatos.

Justo parecía sentirse incómodo en los lujosos aposentos que tenía asignados en palacio. En distintos lugares de su estancia se veían escudos y lanzas, como si necesitara recordar a todo el que entrara que aquella era la residencia de un soldado. Yo permanecía en la puerta mientras él caminaba de un lado a otro, alzando la vista para mirarme de vez en cuando, como si quisiera matarme. Se secaba el sudor de la cabeza, del pelo cortado a cepillo, y se lo secaba tanto que iba dejando un reguero en el suelo de piedra.

—Yo no puedo impedir que se ejecute la sentencia. Por más que lo quiera.

—Pero es que yo no quiero que le hagan daño.

—Si Pilatos lo crucifica, le harán daño, Colleja. De eso se trata, ¿sabes?

—No, quiero decir que no quiero que quede dañado. Que no se le rompan los huesos, que no le corten los tendones. Pide que le aten los brazos a la cruz.

—Tienen que usar clavos —respondió Justo, frunciendo el ceño—. Los clavos tienen que ser de hierro. Todo está estipulado. Los clavos están contados. Y tienen que usarse todos.

—Los romanos sois los maestros de la organización.

—¿Qué quieres?

—Está bien, atadlo, pues, y clavadle los clavos solo en la piel de entre los dedos de las manos y los pies, y poned un tablón en la cruz que aguante su peso, para que pueda apoyar los pies en él.

—Así no le harás ningún favor. Puede durar una semana entera.

—No, no durará tanto. Le voy a administrar un veneno. Y quiero que me entreguéis el cadáver tan pronto como esté muerto.

Al oír la palabra «veneno», Justo dejó de caminar y me miró con franco resentimiento.

—La entrega del cadáver no depende de mí, pero si deseas asegurarte de que el cuerpo no sufra daños, tendré que mantener a los soldados ahí hasta el final. A veces a vuestras gentes les gusta ayudar a los crucificados a morir más deprisa, y les tiran piedras. No sé por qué se molestan.

—Sí, sí lo sabes, Justo. Tú más que nadie. Puedes escupir tu amargura romana contra la piedad, y hacerlo tanto como quieras. Pero lo sabes. Tú fuiste el que pidió que fueran a buscar a Joshua cuando tu amigo sufría. Ese día te humillaste e imploraste piedad. Y eso es lo que estoy haciendo yo hoy.

El resentimiento abandonó su rostro al instante, y se vio sustituido por el asombro.

—Vas a resucitarlo, ¿verdad?

—Yo solo quiero enterrar intacto el cuerpo de mi amigo.

—Vas a resucitarlo de entre los muertos. Como al soldado de Séforis, el que mataron los sicarios. Por eso necesitas que su cuerpo esté intacto.

—Algo así —concedí, asintiendo y clavando la vista en el suelo para evitar la mirada del viejo soldado.

Justo asintió, sin duda conmovido.

—Es Pilatos quien debe autorizar que descuelguen el cuerpo. Se supone que las crucifixiones sirven de ejemplo para los demás.

—Tengo un amigo que puede conseguir que nos devuelvan el cadáver.

—Todavía es posible que dejen a Joshua en libertad, no sé si lo sabes.

—No lo soltarán —dije yo—. Él no quiere que lo suelten.

Justo se giró y me dio la espalda.

—Daré las órdenes, pues. Que lo maten deprisa, y luego llevaos el cadáver y sacadlo de mi jurisdicción más deprisa todavía.

—Gracias, Justo.

—Y no pongas en evidencia a más soldados míos, o tu amigo acabará partido en dos.

Cuando salí de la fortaleza, Magda se echó en mis brazos.

—Es horrible. Le han puesto una corona de espinas en la cabeza, y la gente le escupe. Los soldados le golpean.

La turba se arremolinaba a nuestro alrededor.

—¿Dónde está ahora?

La multitud gritaba, y la gente empezaba a señalar el balcón. Pilatos se encontraba ahí, junto a Joshua, al que sujetaban dos soldados. El Mesías miraba hacia delante, como si siguiera en estado de trance. Hilillos de sangre se le metían en los ojos.

Pilatos alzó los brazos, y la muchedumbre calló.

—Yo no tengo queja de este hombre, y sin embargo vuestros sacerdotes dicen que ha cometido blasfemia. Según la ley romana, no se trata de un delito —dijo Pilatos—. ¿Qué queréis que haga con él?

—¡Crucifícalo! —gritó alguien a mi lado. Yo lo miré, y vi que era Jakan, que agitaba el puño.

Los demás fariseos empezaron a corear:

—¡Crucifícalo, crucifícalo!

La multitud no tardó en sumarse al coro. Entre la gente vi a algunos de los seguidores de Joshua, que empezaban a dispersarse, antes de que la ira de los acusadores recayera sobre ellos.

Pilatos hizo el gesto de lavarse las manos, y entró en el palacio.

Viernes

Once apóstoles, más Magda, la madre de Joshua y su hermano Jaime se congregaron en el aposento superior de la casa de José de Arimatea. El mercader había ido a ver a Pilatos, y el gobernador había aceptado devolver lo antes posible el cuerpo sin vida de Joshua, por ser la fiesta de la Pascua.

José nos lo explicó así:

—Los romanos no son tontos, saben que son nuestras mujeres las que preparan a los muertos, de modo que no podemos enviar a los apóstoles a recogerlo. Pero los soldados sí entregarán el cuerpo a Magda y a María. Jaime, a ti, por ser su hermano, te permitirán que las acompañes y que ayudes a cargar con él. El resto debéis cubriros el rostro. Los fariseos andarán buscando a los seguidores de Joshua. Los sacerdotes ya han perdido demasiado tiempo con este asunto en una semana de celebraciones, por lo que estarán en el templo. Yo he comprado una tumba cerca de la colina en la que van a crucificarlo. Pedro, tú esperarás ahí.

—¿Y si no logro sanarlo? —preguntó el apóstol—. Nunca he intentado resucitar a un muerto.

—Es que no estará muerto —le aclaré yo—. No podrá moverse, eso es todo. No he podido encontrar los ingredientes que me hacían falta para preparar un veneno que aplacara el dolor, de modo que parecerá muerto, pero lo sentirá todo. Yo sé bien lo que es eso, porque en una ocasión me pasé así varias semanas. Pedro, tú tendrás que curarle las heridas del látigo y los clavos, pero no creo que sean mortales. Yo le administraré el antídoto tan pronto como perdamos de vista a los romanos. Magda, apenas te entreguen el cadáver, ciérrale los ojos si los tiene abiertos, porque si no se le secarán.

—No podré soportarlo —dijo ella—. No aguantaré ver que lo clavan a ese árbol.

—No hace falta que estés presente. Espera en la tumba. Enviaré a alguien a buscarte cuando llegue el momento.

—¿Crees que todo esto funcionará? —preguntó Andrés—. ¿Crees que puedes devolverle la vida, Colleja?

—Yo no voy a devolverle nada. No estará muerto, solo herido.

—Deberíamos irnos —sugirió José de Arimatea, mirando el cielo a través de la ventana—. Se lo llevarán a mediodía.

La multitud se había congregado en el exterior del pretorio, aunque, en su mayoría, estaba compuesta por curiosos; solo unos pocos fariseos, entre los que se encontraba Jakan, habían salido a presenciar la ejecución de Joshua. Yo me mantenía a distancia, casi media calle atrás, observando. Los demás discípulos se habían desperdigado, y todos llevaban chales o turbantes que les cubrían el rostro. Pedro había enviado a Bartolomeo a sentarse junto a Magda y María, en la tumba. No había chal ni turbante capaz de disimular ni su volumen ni el mal olor que desprendía.

Apoyados contra los muros del palacio se distinguían tres travesaños de cruz, que ya aguardaban a sus víctimas. A mediodía sacaron a Joshua, que iba acompañado de dos ladrones, condenados también a muerte, y a los tres los obligaron a cargar a hombros los travesaños. Al Mesías le sangraba la cabeza y la cara, y aunque todavía llevaba la túnica color púrpura que le había puesto Herodes, vi que la sangre de los azotes le había resbalado hasta las piernas. Parecía hallarse aún en estado de trance, aunque no había duda de que sentía el dolor de sus heridas. La multitud se acercó más a él y lo rodeó, al tiempo que lo insultaba y le escupía, pero me fijé en que, cuando tropezaba, siempre había alguien que le ayudaba a ponerse en pie. Sus seguidores seguían repartidos entre la turba, pero temían exponerse abiertamente.

De vez en cuando desplazaba la mirada hasta los márgenes del corro de gente, y siempre veía a algún apóstol. Todos tenían los ojos llorosos, y su gesto era siempre una mezcla de ira y angustia. Hacía falta una gran fuerza de voluntad para no abalanzarse sobre los soldados, arrebatarles las espadas e iniciar un ataque. Como no confiaba en mi propia templanza, me alejé de la muchedumbre hasta que, ya bastante rezagado, Simón me dio alcance.

—Yo tampoco soy capaz —le dije—. No puedo quedarme ahí mirando mientras lo clavan en la cruz.

—Pues tienes que hacerlo —replicó el zelote.

—No, quédate tú, Simón. Que sea tu rostro el que vea. Que sepa que estás ahí. Yo apareceré cuando ya hayan levantado la cruz.

Nunca había sido capaz de presenciar la crucifixión de nadie, un siquiera cuando no conocía al condenado. Sabía que no soportaría que se lo hicieran a mi mejor amigo. Perdería el control, atacaría a alguien, y sería peor para los dos. Simón era soldado. Un soldado en secreto, pero un soldado al fin y al cabo. Él lo resistiría. La horrible escena del templo de Kali regresó a mi memoria.

—Simón, dile de mi parte que «respire conscientemente». Dile que el frío no existe.

—¿Qué frío?

—Él lo entenderá. Si lo recuerda, será capaz de bloquear el dolor. Aprendió a hacerlo en Oriente.

—Se lo diré.

Yo no podía decírselo personalmente, no sin delatarme.

Desde las murallas de la ciudad vi que llevaban a Joshua hasta la calzada que ascendía por el monte conocido como el Gólgota, que se elevaba a las afueras de la puerta de Gennath. Me volví, pero a pesar de encontrarme tan lejos, oí claramente sus gritos cuando lo clavaron a la cruz.

Justo había ordenado a cuatro soldados que presenciaran la muerte de Joshua. Media hora después de la crucifixión ya se habían quedado solos, salvo, tal vez, por unos diez o doce curiosos y familiares de los dos ladrones, que rezaban y entonaban cánticos fúnebres a los pies de los condenados. Jakan y el resto de fariseos solo se habían quedado hasta que vieron con sus propios ojos a Joshua clavado en la cruz, y entonces se fueron a retomar las celebraciones pascuales con sus familias.

—Un juego —dije yo, lanzando dos dados al aire mientras me acercaba a los soldados—. Un jueguecito muy fácil. —José de Arimatea me había prestado una túnica y un fajín muy caros, y también me había entregado su monedero, que levanté y agité frente a los soldados—. ¿Jugamos, legionario?

Uno de los romanos se echó a reír.

—¿Y de dónde sacamos el dinero con el que apostar?

—Jugaremos por esas ropas de ahí. Esa túnica púrpura que hay a los pies de la cruz.

El romano la levantó con la punta de la lanza, alzó la vista para observar a Joshua, que había abierto mucho los ojos al verme.

—Está bien. Parece que vamos a tener que estar aquí un buen rato. Juguemos.

Primero tuve que perder algo de dinero, para que los romanos tuvieran con qué apostar, y después tuve que ir recuperándolo, pero despacio, para disponer del tiempo suficiente que me permitiera cumplir con mi misión. (Mentalmente di las gracias a Dicha por haberme enseñado a hacer trampas con los dados.) Le entregué los dados al soldado que me quedaba más cerca, y que tendría, tal vez, unos cincuenta años; era bajo, corpulento, y estaba lleno de cicatrices. Sus miembros, sarmentosos, evidenciaban que había padecido fracturas óseas mal curadas. Parecía demasiado viejo para ser soldado tan lejos de Roma, y demasiado ajado para realizar el viaje de regreso a casa. Los demás eran más jóvenes, no llegaban a los treinta. Todos tenían la piel aceitunada, todos tenían los ojos oscuros, todos eran esbeltos y fuertes, y todos parecían pasar hambre. Dos de los más jóvenes llevaban la lanza clásica de la infantería romana, compuesta de un mango largo, de madera, y de una punta de hierro del tamaño de un antebrazo humano, rematada en un filo de tres hojas diseñado para penetrar en las armaduras. Los otros dos iban armados con la espada ibérica corta, en forma de huso, que le había visto a Justo en numerosas ocasiones. Debía de haber hecho que las importaran para los miembros de su legión, para satisfacer sus preferencias. (La mayoría de romanos usaban las espadas también cortas, pero rectas.)

Le entregué los dados al soldado más viejo y arrojé unas monedas al suelo. Cuando el romano lanzó los dados contra el pie de la cruz de Joshua, yo observé los montes circundantes y vi que los apóstoles observaban desde detrás de los árboles y las rocas. Hice una seña, que uno por uno fueron reproduciendo, hasta alcanzar finalmente a una mujer que aguardaba junto a una de las murallas de la ciudad.

—Oh, qué desgracia, hoy los dioses me han dado la espalda —dije, tras lanzar una combinación perdedora.

—Yo creía que los judíos solo teníais un Dios.

—Me refería a los vuestros, legionario. Voy perdiendo.

Los soldados se rieron, y desde las alturas me llegó un gemido. Torcí el gesto, y sentí un dolor tan fuerte en el corazón que fue como si mis costillas se hubieran abierto y se hubieran clavado en él. Me armé de valor y, al alzar la vista, vi que Joshua me miraba directamente a los ojos.

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