Read Cordero Online

Authors: Christopher Moore

Cordero (64 page)

—No tienes por qué hacer todo esto —me dijo en sánscrito.

—¿Qué balbucea ese judío? —preguntó el soldado viejo.

—No sabría decírselo, soldado. Debe de estar delirando.

Vi que dos mujeres se aproximaban a los pies de la cruz, por la derecha de Joshua, y que llevaban un cuenco grande, una jarra de agua y un palo largo.

—Eh, vosotras, fuera de aquí.

—Solo hemos venido a traer un poco de agua a los condenados, señor. No es nuestra intención hacer nada malo.

La mujer cogió la esponja del cuenco y la estrujó. Era Susana, la amiga de Magda, de Galilea. La acompañaba Juana. Habían venido para la Pascua, para recibir a Joshua a su llegada a la ciudad, y las habíamos reclutado para que nos ayudaran a envenenarlo. Los soldados observaron a las mujeres empapar la esponja, fijarla al extremo del palo y levantarla para que bebiera uno de los ladrones. Yo tuve que apartar la vista.

—Ten fe, Colleja —me dijo Joshua, de nuevo en sánscrito.

—Eh, tú, cierra el pico y muérete de una vez —masculló uno de los romanos jóvenes.

Yo tuve que hacer acopio de todo mi control para lanzar los dados en vez de estrangular a aquel soldado.

—A ver si me sale un siete. Mi bebé necesita unas sandalias nuevas —dijo otro de los jóvenes.

Yo no era capaz de ver a Joshua, ni me atrevía a mirar lo que hacían las mujeres. El plan era que dieran de beber primero a los dos ladrones, para no levantar sospechas. Pero ahora empezaba a lamentar aquella decisión, por el retraso.

Finalmente Susana trajo el cuenco hasta donde nosotros jugábamos, y lo dejó ahí, mientras Juana vertía un poco de agua en la esponja.

—¿Tenéis por ahí un poco de vino para unos soldados sedientos? —preguntó un romano, dándole una palmada en el culo a Juana—. ¿O algún otro pasatiempo?

El soldado más viejo agarró el brazo del joven y se lo apartó.

—Acabarás crucificado con esta mujerzuela, Marcos. Estos judíos se toman muy en serio eso de que toquen a sus mujeres. Justo no lo consentirá.

Susana se cubrió el rostro con el chal. Era bonita, delgada, de rasgos delicados, y tenía los ojos marrones, grandes. Era demasiado mayor para no estar casada, pero yo sospechaba que había abandonado a su esposo para seguir a Joshua. El caso de Juana era el mismo, con la diferencia de que su marido la había seguido un tiempo, antes de divorciarse cuando ella se negó a regresar con él a casa. Ella era de complexión más voluminosa, y se movía como una carreta cuando andaba. Levantó la esponja y me la alargó.

—¿Quiere beber, señor?

Llegados a ese punto, los tiempos eran de vital importancia.

—¿Alguien quiere un poco de agua? —pregunté, antes de aceptar la esponja, con el amuleto del yin y el yang ya en la mano.

—Beber después de que lo haya hecho un perro judío. Me parece que no —dijo el soldado viejo.

—Tengo la impresión de que tal vez mi dinero judío manche tu monedero romano —repliqué—. Quizá deba irme.

—No, no, con tu dinero no hay ningún problema —dijo un soldado joven, dándome una palmada en el hombro con gran camaradería, y yo sentí la tentación de partirle los dientes de un puñetazo.

Levanté la esponja y fingí beber un poco. Cuando la alcé más para escurrir el agua y llevármela a la boca, aproveché para rociarla con el veneno. Al instante se la devolví a Juana para no envenenarme yo. Sin volver a hundirla en el agua, la fijó en el palo y la levantó para ofrecérsela a Joshua. Él bajó la cabeza, sacó la lengua y la acercó a ella.

—Bebe —le pidió Juana, pero él parecía no oír. La mujer empujó la esponja con más fuerza contra la boca, y una gota del líquido se vertió sobre un soldado—. Bebe.

—Apártate de ahí, Marco —le dijo el soldado viejo—. Cuando muera, te soltará encima todos sus fluidos. Es mejor que no te pongas tan cerca. —Y soltó una carcajada ronca.

—Bebe, Joshua —dijo Susana.

Finalmente, el Mesías abrió los ojos y enterró el rostro en la esponja. Yo contuve el aliento mientras lo oía sorber el líquido de que estaba empapada.

—¡Ya basta! —exclamó uno de los jóvenes, golpeando el palo, que Susana no tuvo más remedio que soltar. La esponja cayó al suelo—. No tardará en estar muerto.

—No será una muerte tan rápida —comentó el viejo—. Le han puesto un pedestal en que apoyarse.

Y a partir de entonces el tiempo empezó a transcurrir más despacio que nunca. Cuando Dicha me envenenó, yo tardé apenas unos segundos en quedar paralizado, y cuando yo usé el veneno en la India para inmovilizar a aquel hombre, éste se desplomó casi al instante. Yo hacía esfuerzos por prestar atención al juego, pero discretamente buscaba algún signo que me indicara que el veneno había empezado a surtir efecto.

Las mujeres se alejaron, y nos observaban desde la distancia, y al rato oí que una de ella ahogaba un grito. Alcé la vista, y vi que Joshua tenía la cabeza echada hacia delante, y que de la boca abierta se descolgaban unas babas.

—¿Cómo se sabe que un crucificado ha muerto? —pregunté.

—Así.

El soldado joven que respondía al nombre de Marcos clavó la punta de su lanza en el muslo de Joshua. Éste gimió y abrió los ojos, y a mí se me revolvieron las tripas. Se oyeron los sollozos de Juana y Susana.

Volví a lanzar los dados, y esperé. Pasó una hora, y Juana seguía llorando. De vez en cuando, por encima de las risotadas de los romanos, me llegaban las oraciones susurradas de Joshua. Pasó otra hora. Yo ya no podía controlar mis temblores. Cada sonido que me llegaba desde la cruz era como un hierro candente que me clavaran en la espalda. No me atrevía a alzar la vista. Los discípulos se acercaban más, cada vez menos preocupados por mantenerse ocultos, pero los romanos estaban tan enfrascados en el juego que no se percataban. Yo, por desgracia, no estaba lo bastante enfrascado en él.

—Pues ya has perdido —me dijo el soldado viejo—. A menos que ahora quieras apostar tu túnica. Tu monedero se ha vaciado del todo.

—¿Es que este cabrón no se va a morir nunca? —exclamó uno de los jóvenes.

—Creo que va a necesitar un poco de ayuda —dijo el que respondía al nombre de Marcos, que se había puesto en pie y se apoyaba en su lanza. Sin darme tiempo a levantarme siquiera, se la clavó en el costado, la punta se le metió entre las costillas, y la sangre del corazón resbaló por el metal en tres chorros abundantes, antes de seguir goteando lentamente. Marcos retiró la lanza. Toda la colina estalló en un griterío del que yo mismo me contagié. Estaba ahí, tembloroso, paralizado, observando cómo la sangre escapaba por el costado de mi amigo. Unas manos me sujetaron los brazos y, arrastrándome, me apartaron de la cruz. Los romanos empezaron a recoger sus cosas para regresar al pretorio.

—Chiflado —dijo el soldado viejo, mirándome.

Joshua volvió la vista hacia mí por última vez, y entonces cerró los ojos y murió.

—Ven, vámonos, Colleja —me susurró al oído una voz de mujer—. Vámonos.

Me dieron la vuelta y empezaron a conducirme hacia la ciudad. Un frío intenso se apoderó de mí. El viento arreciaba, y el cielo se oscureció, amenazado por una tormenta repentina. Los gritos no cesaban, y solo cuando Juana me tapó la boca con la mano me di cuenta de que era yo quien gritaba. Parpadeaba una y otra vez para ver a través de las lágrimas, intentando al menos averiguar dónde me llevaban, pero tan pronto como se me aclaraba la visión, otro ataque de llanto me estremecía el cuerpo, y volvía a nublármela.

Me llevaban hacia la puerta de Gennath, parecía claro. Había alguien sobre la muralla, observándonos. Parpadeé de nuevo y por un instante vi de quién se trataba.

—¡Judas! —grité hasta quedarme sin voz. Forcejeé para soltarme de las manos de las mujeres y corrí hacia las puertas. Una vez allí me colgué de una de ellas y de un salto alcancé lo alto de la muralla. Judas echó a correr hacia el sur, siguiendo la línea de la fortificación, mirando a ambos lados en busca de algún lugar al que saltar.

Yo actuaba sin pensar, me movía el dolor convertido en ira, el amor convertido en odio. Seguí a Judas por los tejados de Jerusalén, embistiendo a todo aquel que se me ponía por delante, rompiendo vasijas de cerámica, aplastando jaulas de gallinas, echando al suelo la ropa tendida en cuerdas. Cuando finalmente llegó a un terrado desde el que no podía saltarse más allá, Judas se tiró a la calle, dos plantas más abajo, y siguió cojeando por ella, en dirección a la puerta de los Esenios, en Ben Hinnom. Yo hice lo mismo que él y aterricé intacto, sin caer al suelo siquiera. Aunque oí un crujido en el tobillo, no sentí dolor.

Había una cola de personas que intentaban entrar por aquella misma puerta, probablemente para protegerse de la tormenta que se avecinaba. Los relámpagos rasgaban el cielo, y unos goterones grandes como ranas empezaron a desplomarse sobre las calles, dejando cráteres en el polvo, y tiñendo la ciudad con un fino manto de lodo. Judas se abría paso entre la multitud, como si nadara en una zanja, apartaba a la gente a ambos lados, pero cada vez que lograba dar un paso hacia adelante, terminaba dando dos hacia atrás.

Vi una escalera apoyada en la muralla y subí por ella. Había soldados romanos apostados en lo alto, y yo pasé junto a ellos, esquivando lanzas y espadas en mi avance hacia la puerta, que franqueé y que me llevó al interior de la ciudad. Veía a Judas debajo: había logrado avanzar, y caminaba por un repecho que corría paralelo a las murallas. La altura de éstas no me permitía saltar y abalanzarme sobre él, de modo que lo seguí desde lo alto hasta llegar al ángulo de la fortaleza, el punto en que la pared descendía para adaptarse al grosor que exigía la construcción de la esquina. Una vez allí me descolgué por la pared húmeda, y fui a caer de pie a diez pasos del zelote.

Él no sabía que yo me encontraba ahí. La lluvia ya caía a cántaros, y los truenos se repetían con tal frecuencia y estruendo que ni siquiera yo me oía a mí mismo, saturado como estaba el aire de aquel rugido iracundo. Judas llegó junto a un ciprés que se elevaba sobre un repecho alto, salpicado de centenares de tumbas. El sendero pasaba entre una pared de tumbas y el ciprés; más allá del árbol, la caída libre era de cincuenta yardas. Judas se sacó del cinto un monedero, separó las losas de una tumba y lo metió dentro. Yo lo agarré de la nuca, y él se puso a gritar.

—Sigue, sigue, coloca la lápida en su sitio.

Judas intentó darse la vuelta y darme con la piedra. Yo se la quité y la coloqué de nuevo en su sitio. Acto seguido lo levanté a peso del suelo y lo arrastré hasta el borde del precipicio. Le agarré con fuerza el pescuezo y, agarrándome al tronco del ciprés con la mano que me quedaba libre, lo dejé colgando sobre el vacío.

—¡No te resistas! —le grité—. Si lo haces, conseguirás que te suelte, pero entonces te caerás.

—No podía permitir que siguiera viviendo —dijo Judas—. No se puede permitir que alguien como él viva. —Lo aparté del precipicio, lo dejé en el suelo y le arranqué el fajín de la túnica—. Él sabía que debía morir —prosiguió. ¿Por qué te crees que yo sabía que estaría en Getsemaní, y no con Simón? ¡Él mismo me lo dijo!

—¡No tenías por qué ser tú quien lo delatara! —le grité. Le até un extremo del fajín al cuello, y el otro lo fijé con varios nudos al tronco del ciprés.

—No, no lo hagas. He tenido que hacerlo. Alguien tenía que hacerlo. Si no, habría seguido recordándonos lo que nosotros nunca seremos.

—Sí —le dije. Lo empujé, de espaldas, al precipicio, y agarré la punta del fajín antes de que se tensara alrededor del tronco. Ésta se estiró del todo al soportar el peso de su cuerpo, y oí el chasquido del cuello al partirse. Entonces desanudé el extremo atado al ciprés, y su cuerpo cayó a la oscuridad. El retumbar de un trueno camufló el golpe de la caída.

La ira que me poseía me abandonó al momento, y sentí que se me descoyuntaban todos los huesos. Miré hacia delante, hacia el valle de Ben Hinnom, donde la lluvia caía en densas capas, iluminada por los relámpagos.

—Lo siento —dije, y me arrojé al vacío. Noté un pinchazo de dolor. Y después nada más.

Eso es todo lo que recuerdo.

Epílogo

El ángel le quitó el libro, salió, atravesó el pasillo y llamó a la puerta.

—Ya ha terminado —le comunicó a alguien que se hallaba en la habitación.

—¿Qué? ¿Ya te vas? ¿Y yo, puedo irme así, sin más? —preguntó Levi, a quien llamaban Colleja.

La puerta que quedaba al otro lado del pasillo se abrió, y del otro lado apareció otro ángel, que parecía tener un aspecto más femenino que Raziel. Ella también sostenía un libro. Al salir dejó ver que, tras ella, había una mujer, vestida con vaqueros y una blusa verde, de algodón. Tenía el pelo largo, liso, castaño oscuro, con reflejos rojizos, y sus ojos, azules, cristalinos, destacaban aún más por contraste con el moreno de su piel.

—Magda —dijo Levi.

—Hola, Colleja.

—Magda terminó su evangelio hace semanas.

—¿Ah, sí?

La Magdalena sonrió.

—Bueno, es que yo no tenía tanto que escribir como tú. No os vi el pelo en dieciséis años.

—Ah, claro, tienes razón.

—Es voluntad del Hijo que salgáis juntos a este nuevo mundo —anunció el ángel de aspecto femenino.

Levi cruzó el pasillo y la estrechó en sus brazos. Se besaron largo rato, hasta que los ángeles empezaron a carraspear y a mascullar: «Esas cosas se hacen en la intimidad de un cuarto».

Se separaron, pero permanecieron muy juntos.

—Magda, ¿esto va a ser como era siempre? —preguntó Levi—. Ya sabes, tú queriéndome, sí, más o menos, pero solo porque no puedes estar con Josh.

—Claro.

—Qué patético.

—¿No quieres que estemos juntos?

—Sí, sí quiero, pero me parece patético.

—Tengo dinero —dijo ella—. Me han dado dinero.

—Qué bien.

—Marchaos —intervino Raziel, que había perdido ya la paciencia—. Id, id, marchaos.

Y les señaló el extremo del pasillo.

Los dos caminaron hacia allí cogidos del brazo, despacio, volviendo la vista cada poco para mirar a los ángeles, hasta que una vez miraron atrás y los ángeles ya no estaban.

—Deberías haberte quedado —le dijo la Magdalena.

—No podía. Me dolía demasiado.

—Regresó.

—Sí, ya lo sé, ya lo he leído.

—Y se puso triste al saber lo que habías hecho.

—Sí, yo también.

—Los demás se enfadaron contigo. Decían que tú eras el que tenía más razones para creer.

Other books

Miracles by C. S. Lewis
Another, Vol. 1 by Yukito Ayatsuji
Enemy Mine by Katie Reus
The Sirius Chronicles by Costanza, Christopher
The Teratologist by Edward Lee
The Lord of Opium by Nancy Farmer
Dear Austin by Elvira Woodruff
The Tears of the Sun by S. M. Stirling


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024