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Authors: Christopher Moore

Cordero (53 page)

—¿Y cómo iba a hacer yo eso? —interrogó Joshua, algo enfadado—. ¿Cómo iba a volver a Belcebú en contra de sí mismo? ¿Cómo iba a luchar contra Satán con Satán? Las casas divididas no se tienen en pie.

—Qué hambre tengo, chicos. Traed ya el yantar.

—Con el espíritu de Dios expulso a los demonios, y así es como sabéis que ha llegado el reino.

Los allí reunidos no querían oír hablar de aquello. Y yo tampoco, maldita sea, ahí no. Si Joshua decía «traer el reino», entonces decía ser el Mesías, lo que, según su modo de pensar, podía considerarse una blasfemia, un crimen que se castigaba con la muerte. Una cosa era oírlo de boca de terceros, y otra muy distinta que Joshua mismo se lo dijera a la cara. Pero, como de costumbre, mi amigo no sentía temor.

—Hay quien dice que Juan el Bautista es el Mesías.

—No existe nadie mejor que Juan —dijo Joshua—. Pero él no bautiza con el Espíritu Santo. Yo sí.

Los fariseos se miraron los unos a los otros. Ninguno de ellos tenía la menor idea de a qué se refería. Joshua llevaba dos años predicando sobre la chispa divina —el Espíritu Santo—, pero se trataba de una manera nueva de mirar a Dios y al reino: era un cambio. Aquellos legalistas habían trabajado duro para encontrar su parcela de poder, y el cambio no les interesaba lo más mínimo.

La comida llegó a la mesa, y volvimos a rezar. Durante un rato, comimos en silencio. Magda estaba de nuevo en la puerta, a espaldas de Jakan, gesticulando con una mano sobre la otra, haciendo caminar dos dedos por encima de ella, y moviendo la boca para articular palabras sin sonidos, unas palabras que se suponía que yo debía comprender. Yo había traído algo que quería darle, pero debía ser en privado. Era evidente que Jakan le había prohibido entrar en aquel aposento.

—¡Tus discípulos no se lavan las manos antes de comer! —exclamó uno de los fariseos, un hombre gordo con una cicatriz sobre un ojo.

Supuse que se referían a Bartolo.

—No es lo que entra en un hombre lo que lo ensucia —sentenció Joshua—. Es lo que sale de él.

Y, dicho esto, partió un pan ácimo y lo hundió en un cuenco de aceite.

—Se refiere a la mentira —aclaré yo.

—Ya lo sé —dijo el fariseo viejo.

—Ya, claro. Seguro que estabas pensando en algo sucio, no mientas.

Los fariseos se miraron unos a otros, como cediéndose la palabra.

Joshua masticó el pan despacio antes de añadir:

—¿Para qué lavar el exterior del recipiente, si la podredumbre se halla en el interior?

—Como os pasa a vosotros, podridos hipócritas —añadí yo con más entusiasmo del que probablemente la ocasión requería.

—No me ayudes más, ¿quieres? —me pidió Joshua.

—Lo siento. ¡Está bueno este vino! ¿Es Manischewitz?

Mis gritos, sin duda, los sacaron de su sopor. El fariseo viejo dijo:

—Te relacionas con demonios, Joshua de Nazaret. Vieron a un tal Levi haciendo sangrar la nariz de un fariseo, y un cuchillo que caía al suelo solo, pero nadie lo vio moverse.

Joshua me miró, los miró a ellos y volvió a mirarme.

—¿Hay algo que no me hayas contado?

—Se estaba pasando, así que le di un puñetazo.

Oí que a Magda, desde la habitación contigua, se le escapaba una risita.

Joshua se dirigió de nuevo a aquellos hombres siniestros.

—Levi, al que llaman Colleja, ha estudiado artes marciales en Oriente —dijo—. Sabe moverse velozmente, pero no es ningún demonio.

Me puse en pie.

—Creía que me habían invitado a cenar, no a someterme a un juicio.

—Esto no es ningún juicio —replicó Jakan sin perder la calma—. Hemos oído hablar de los milagros de Joshua, y hemos oído también que quebranta la Ley. Simplemente, queremos preguntarle con qué autoridad obra esas cosas. Esto es una cena. De no ser así, ¿por qué estaríais aquí?

Eso mismo me preguntaba yo, pero Joshua respondió tirando de mí para que me sentara en mi sitio, y se dispuso a responder a sus acusaciones con parábolas en las que se demoró dos horas, y a arrojarles a la cara su supuesta compasión. Mientras Joshua pronunciaba la Palabra de Dios, yo me dedicaba a hacer trucos de manos con el pan y las verduras, por entretenerme un rato. Magda se acercó de nuevo y me hizo una seña, desesperada, señalando la puerta, realizando gestos amenazadores, como de cabeza decapitada, que yo interpreté como lo que me sucedería a mí si no la comprendía en esa ocasión.

—Bien, si me disculpáis, debo reunirme con alguien para hablar de un camello.

Y sin más salí por la puerta principal. Tan pronto como la cerré, noté en el cogote la saliva de una mujer que susurraba con gran vehemencia.

—Maldito hijo de puta ¿qué crees que intentaba decirte antes? —balbució, pellizcándome el brazo. Fuerte.

—¿No hay beso? —le pregunté yo.

—¿Dónde puedo hablar contigo, después?

—No puedes. Toma esto. —Le entregué un pequeño monedero de piel—. Contiene un pergamino en el que está escrito lo que debes hacer.

—Quiero veros a los dos.

—Y lo harás. Haz lo que indica la nota. Tengo que entrar.

—Cabrón.

Pellizco en el brazo. Fuerte.

Yo, sin darme cuenta del todo de lo que hacía, entré en el aposento frotándome el brazo amoratado.

—Levi, ¿te has lastimado?

—No, Jakan, pero a veces me disloco el hombro cuando intento desprenderme del monstruo que llevo dentro.

A los fariseos no les gustó nada aquello. Me di cuenta de que esperaban que yo les pidiera agua para repetir el ritual del lavado de manos, antes de que me sentara de nuevo a la mesa. Yo permanecí ahí un rato, pensándolo, frotándome el hombro. Esperando. ¿Cuánto tiempo podía tardarse en leer una nota? Con todos ellos mirándome, se me hizo bastante largo, pero estoy seguro de que transcurrieron solo unos pocos minutos. Y entonces sonó. El grito. Magda dejó escapar, desde la habitación contigua, un grito agudo, afinado, un grito de terror, de pánico, de locura.

Me eché hacia delante y le susurré al oído a Joshua:

—Tú sígueme la corriente. No, no hagas nada. Nada.

—Pero...

El grito seguía sonando, y era como si a los fariseos les hubieran arrojado carbones encendidos en el regazo. Magda tenía una gran caja torácica. Antes de que Jakan tuviera tiempo de levantarse para ver qué sucedía, mi chica apareció en el aposento —y, debo añadir, todavía gritando—, con la boca llena de una espumilla verdosa, el vestido hecho trizas y manchado de sangre, que también le brotaba de las comisuras de los párpados. Miró a su esposo a la cara y volvió a gritar, poniendo los ojos en blanco, antes de subirse a la mesa de un salto y empezar a gruñir mientras pateaba platos y vasos, que iban cayendo al suelo y se rompían. La sirvienta huyó por la puerta, diciendo: «¡La han poseído los demonios, la han poseído los demonios!». Magda se puso a soltar alaridos de nuevo, corriendo sobre la mesa, de un lado a otro, mientras se orinaba. (Eso fue de su cosecha, a mí no se me habría ocurrido.)

Los fariseos, incluido Jakan, se habían pegado mucho a la pared, y Magda se echaba boca arriba sobre la mesa, se revolcaba, gruñía y balbucía obscenidades, manchando las túnicas blancas de todos los presentes con espuma verde, orina y sangre.

—¡Demonios! ¡Está poseída por los demonios! ¡Y son muchos! —exclamé yo.

—Siete —concretó Magda entre gruñidos.

—Por siete, al parecer —repetí yo—. ¿No es así, Josh?

Cogí a mi amigo por el pelo y tiré de él hacia atrás para hacerle asentir, aunque, de hecho, nadie lo miraba a él, porque Magda había empezado a soltar una fuente impresionante de espuma verdosa tanto por la boca como por la entrepierna. (También de su cosecha, porque, una vez más, a mí tampoco se me habría ocurrido.) Y acto seguido se sumió en una especie de trance rítmico, con ladridos y obscenidades como contrapunto.

—Bien, Jakan —dije yo cortésmente—, gracias por la cena. Ha sido una velada encantadora, pero tenemos que irnos. —Levanté a Joshua sujetándolo por el cuello de la túnica. También él parecía algo perplejo. No aterrorizado, como nuestro anfitrión, pero sí perplejo.

—¡Esperad! —nos pidió Jakan.

—¡Pene de perro purulento! —masculló Magda, sin dirigirse a nadie en concreto, aunque creo que todos supimos a quién se refería.

—Está bien, está bien, intentaremos ayudarla —dije yo—. Joshua, sujétala de un brazo. —Lo empujé hacia delante, y Magda le agarró la muñeca. Yo me trasladé al otro lado de la mesa y la sujeté por el otro brazo—. Debemos alejarla de esta casa de perdición.

Las uñas de Magda se me clavaron en el brazo cuando la levanté, y ella se retorció y se echó sobre la muñeca de Joshua, fingiendo un forcejeo. Yo la arrastré hasta la puerta principal, y de ahí al patio.

—Esfuérzate un poco, Joshua, te lo pido por favor —susurró Magda.

Jakan y los fariseos se agolparon en el quicio de la puerta.

—¡Debemos llevarla al desierto para librarla de los demonios sin lastimar a nadie! —grité. Seguí arrastrándola, y a Joshua también, dicho sea de paso, hasta la calle, y una vez allí cerré la puerta de una patada.

Magda se relajó al instante y se puso en pie. La espuma verde le descendía por el pecho.

—No bajes la guardia todavía, Magda. Espera a que estemos más lejos.

—¡Asqueroso, comecerdo, follacabras!

—Eso, veo que pillas la idea.

—Hola, Magda —dijo Joshua, tomándola del brazo y ayudándome, al fin, a arrastrarla.

—Creo que, para haber sido todo tan improvisado, ha salido bastante bien —comenté yo—. Y, ya sabéis, los fariseos son siempre los mejores testigos.

—Vayamos a casa de mi hermano —sugirió Magda en un susurro—. Una vez allí, informaremos de que soy incurable. ¡Violador de ratas!

—Ya está, ya está, Magda. Ya no nos oyen.

—Ya lo sé. Eso te lo decía a ti. ¿Por qué has tardado diecisiete años en sacarme de ahí?

—El verde te sienta bien. ¿Te lo había dicho antes?

—No tengo más remedio que pensar que nada de todo esto ha sido ético.

—Josh, fingir una posesión diabólica es como un grano de mostaza.

—¿En qué se parece a un grano de mostaza?

—No lo sabes, ¿verdad? No se parece en nada a un grano de mostaza, ¿verdad? Pues ahora entenderás cómo nos sentimos todos cuando tú comparas las cosas con granos de mostaza. ¿Vale?

Una vez en casa de Simón el Leproso, fue Joshua el que entró primero, para que el aspecto de Magda no asustara a sus hermanos. La puerta la había abierto Marta, la hermana.

—Shalom, Martha. Soy Joshua hijo de José, de Nazaret. ¿Te acuerdas de mí, en las bodas de Caná? He traído a tu hermana Magda.

—A ver si me acuerdo —respondió ella, dándose unos golpecitos en la barbilla con el dedo índice, mientras rebuscaba en su memoria posando la mirada en el cielo estrellado—. ¿No eres tú el que convirtió el agua en vino? ¿El Hijo de Dios?

—No te pongas así, mujer —dijo Joshua.

Yo asomé la cabeza tras el hombro de Joshua.

—Le he administrado a tu hermana unos polvos que han hecho que le salga una espuma verde y roja por todas partes. Y, ahora mismo, su aspecto no resulta nada agradable.

—Viniendo de ella, no me extraña nada —dijo Marta, soltando un suspiro de exasperación—. Entrad —dijo, apartándose para cedernos el paso.

Yo permanecí junto a la puerta mientras Joshua se sentaba en el suelo, a la mesa. Marta condujo a su hermana hasta un cuarto que quedaba al fondo, para ayudarla a limpiarse. Comparada con la mayoría, se trataba de una casa grande, aunque no tanto como la de Jakan. Aun así, a Simón le habían ido bien las cosas, teniendo en cuenta que era el hijo de un herrero. Simón, por cierto, no parecía encontrarse allí.

—Ven a sentarte a la mesa —me pidió Joshua.

—No, estoy bien aquí.

—¿Qué te pasa?

—¿Es que no sabes de quién es esta casa?

—Pues claro que lo sé. Es de Simón, el hermano de Magda.

Bajé la voz.

—Un pajarito me ha dicho que tiene la lepra.

—Ven a sentarte. Yo te protegeré.

—No, gracias. Aquí estoy bien.

En aquel preciso instante Simón entró con una jarra de vino y una bandeja llena de tazas, que sostenía en sus manos envueltas en harapos.

—Bienvenidos. Joshua, Levi... ¡Cuánto tiempo sin veros!

Conocíamos a Simón desde que éramos niños, pues por aquel entonces nos pasábamos horas cerca del taller de su padre, pero él era mayor que nosotros y se dedicaba a aprender el oficio de éste, y además era demasiado serio como para mezclarse con los canijos. En mi memoria, siempre lo veía como un joven alto y fuerte, pero la lepra lo había encorvado como a una anciana.

Simón dejó las tazas sobre la mesa y sirvió vino para tres. Yo seguía apoyado en la pared, junto a la puerta.

—A Marta no se le da bien lo de servir —dijo Simón, disculpando a su hermana por tener que ser él quien nos ofreciera el vino—. Me contó que convertiste el agua en vino en una boda, en Caná.

—Simón —le dijo Joshua—. Yo puedo curarte tu aflicción, si me lo permites.

—¿Qué aflicción? —se sentó frente al Mesías—. Colleja, ven a sentarte con nosotros —añadió, dando unas palmaditas a un almohadón que tenía al lado, y yo me agaché por si le salía disparado algún dedo—. Creo que Jakan ha usado a mi hermana como cebo para tenderos una trampa a los dos.

—Trampa no ha sido mucha —respondió Joshua.

—¿O sea, que tú ya lo esperabas?

—Yo esperaba más, incluso. Creía que estaría presente todo el Consejo de los fariseos. Y yo tenía interés en responderles directamente, que mis palabras no les llegaran a través de ese montón de espías y propagadores de rumores. Y también quería ver si allí había algún saduceo.

Solo entonces caí en la cuenta de algo que Joshua ya había deducido: que los saduceos, los sacerdotes, no estaban implicados en la sorpresita inquisidora de Jakan. Ellos habían nacido con el poder que ostentaban, y no se sentían tan fácilmente amenazados como los fariseos, el equivalente a la clase obrera. Y los saduceos representaban la mitad más influyente del sanedrín, los que mandaban a los soldados que montaban guardia en el templo. Sin los sacerdotes, los fariseos eran víboras sin colmillos, al menos de momento.

—Espero que no te hayamos causado problemas con los fariseos —dijo Joshua.

—No te preocupes —lo tranquilizó él, agitando una mano—. Aquí no va a venir ningún fariseo. Jakan me tiene pánico, y si se cree de verdad que Magda está poseída, y si sus amigos lo creen, seguro que ya debe de haberse divorciado de ella.

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