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Authors: Christopher Moore

Cordero (52 page)

—Este buen joven es el publicano Mateo. Ha venido a unirse a nosotros.

Mateo llegó a mi lado y, jadeante, esbozó una sonrisa idiota.

—¡Hola! —dijo, saludando a los discípulos.

—Bienvenido, Mateo —dijo Joshua—. Todos somos bienvenidos en el reino del Señor.

—Él te ama, muchacho —le anuncié yo—. Te ama.

Y así fue como pasamos a ser diez.

Joshua se quedó dormido sobre un montón de redes, el rostro oculto bajo el sombrero de paja de Pedro. Antes de quedarme dormido yo también, a causa del cabeceo del barco, envié a Felipe a popa para que le explicara a Mateo lo del advenimiento del reino y lo del Espíritu Santo. (Supuse que la facilidad para los números de Felipe le supondría una ventaja para hablar con un recaudador de impuestos.) Los dos pares de hermanos gobernaban el barco, que era ancho de quilla y de vela pequeña, y que navegaba muy, muy despacio. Hacia la mitad del trayecto, cuando nos encontrábamos en el centro del lago, oí que Pedro decía:

—Esto no me gusta. Parece que va a haber tormenta.

Di un respingo, me senté, miré al cielo y, en efecto, vi unos nubarrones negros que se acercaban desde las colinas de levante, bajos, rápidos, acechando los árboles con sus relámpagos a medida que pasaban sobre ellos. Todavía no había tenido tiempo de ponerme en pie cuando una ola superó el casco del barco y me caló hasta los huesos.

—Esto no me gusta nada, deberíamos regresar —dijo Pedro, cuando sentíamos ya el azote de la lluvia—. La barca va demasiado llena, y el casco es tan poco profundo que no soportará la tormenta.

—Qué mal, qué mal, qué mal —canturreaba Natanael.

Los perros de Bartolomeo ladraban y aullaban al viento. Jaime y Andrés arriaron la vela y echaron los remos al agua. Pedro se trasladó a la popa para ayudar a Juan con el timón. Otra ola pasó sobre el casco y se llevó a uno de los discípulos de Bartolo, un chucho enclenque.

El agua, dentro de la embarcación, nos llegaba ya a las pantorrillas. Yo agarré un cubo y empecé a achicarla. Le hice una seña a Felipe para que me ayudara, pero al parecer él había sucumbido al caso más súbito de mareo que yo había presenciado en toda mi vida, y vomitaba por la borda.

Un rayo alcanzó el mástil, envolviéndolo todo en un blanco fosforescente. La explosión fue instantánea, y me ensordeció durante unos momentos. Una de las sandalias de Joshua flotaba a mi lado, al fondo de la barca.

—¡Estamos condenados! —bramó Bartolo—. ¡Condenados!

Joshua se apartó de la cara el sombrero de Pedro y contempló el caos que lo rodeaba.

—Hombres de poca fe —le oí murmurar.

Agitó una mano contra el cielo, y la tormenta cesó. Así de simple. Las nubes negras retrocedieron hasta ocultarse tras las colinas, el agua regresó a su vaivén tranquilo, y el sol resplandeció, cálido. De nuestras ropas empapadas se elevaba un vapor, y yo bajé la mano hasta la superficie del lago para rescatar al perrillo, que nadaba entre las olas.

Joshua había vuelto a tenderse, y se había cubierto una vez más el rostro con el sombrero.

—¿Estaba mirando el nuevo? —me preguntó en voz baja.

—Sí —le respondí.

—¿Y está impresionado?

—Tiene la boca muy abierta. Parece algo anonadado, sí.

—Muy bien. Despiértame cuando lleguemos.

Y así lo hice, más o menos. De hecho lo llamé poco antes de que atracáramos en Gadara, porque había un loco gigantesco esperándonos en la orilla, echando espuma por la boca, gritando, arrojando piedras y comiendo algún que otro puñado de tierra.

—Detente un momento, Pedro —le dije. Las velas estaban de nuevo arriadas, y nosotros avanzábamos a remo.

—Debería despertar al patrón —dijo Pedro.

—No hace falta, la autoridad para detener a locos que echan espuma por la boca la ostento yo. —Aun así, le di una patadita a Joshua—. Josh, no sé si te interesa echarle un vistazo a este tipo.

—Mira, Pedro —comentó Andrés, señalando al loco—. Tiene el pelo igual que el tuyo.

Joshua se sentó, se apartó el sombrero de la cara y miró hacia la orilla.

—Adelante —ordenó.

—¿Estás seguro? —Algunas piedras habían comenzado ya a impactar en el casco.

—Sí, estoy seguro.

—Es muy corpulento —observó Mateo, constatando lo evidente.

—Y está loco —intervino Natanael, para no quedarse atrás en aquel concurso de obviedades.

—Ese hombre está sufriendo —zanjó Joshua—. Adelante.

Una piedra del tamaño de mi cabeza chocó contra el mástil, rebotó y fue a caer al agua.

—Os cortaré las piernas y os patearé la cara mientras os arrastréis desangrándoos hasta la muerte —atronó el loco.

—¿Estás seguro de que no prefieres seguir a nado desde aquí? —sugirió Pedro, esquivando una piedra.

—Eso, un bañito refrescante después de la siesta —secundó Jaime.

Mateo estaba de pie en la popa de la barca, y carraspeó.

—¿Qué es un hombre atormentado si lo comparamos con calmar una tormenta? ¿Es que no ibais todos vosotros en el mismo bote que yo?

—Adelante —ordenó Pedro, y adelante fuimos, la gran barca llena, ocupada por Joshua, por Mateo, y por ocho cagarros incrédulos que éramos los demás.

Joshua descendió del barco apenas alcanzamos la orilla. Se fue derecho al loco, que parecía querer aplastar la cabeza del Mesías con las manos. Iba cubierto de harapos sucios, y tenía los dientes mellados y cubiertos de sangre, por haberse comido aquella tierra. Su rostro se retorcía y se hinchaba, como si unos gusanos inmensos avanzaran bajo su piel, en busca de una salida. Llevaba el pelo, entrecano, convertido en una maraña indómita, curiosamente parecido al de Pedro.

—Ten piedad de mí —dijo el loco con voz ronca, que reverberaba en su garganta como un coro de cigarras.

En ese momento yo, disimuladamente, me bajé del barco, y los demás me siguieron sin decir nada y se colocaron detrás del Mesías.

—¿Cómo te llamas, demonio? —le preguntó Joshua.

—¿Cómo querrías que me llamara? —le respondió este.

—Pues la verdad es que a mí ha habido un nombre que, no sé por qué, me ha encantado siempre: Harvey.

—¡Qué casualidad tan grande! Resulta que yo me llamo así, Harvey —dijo el demonio.

—Me estás tomando el pelo, ¿verdad?

—Pues sí. En realidad me llamo Legión, pues aquí somos un montón.

—Fuera, Legión —ordenó Josh—. Sal de este grandullón.

Había una manada de cerdos en las inmediaciones, haciendo lo que hacen los cerdos. (Yo no sé lo que hacen los cerdos, soy judío. ¿Qué voy a saber yo de cerdos? Yo solo sé que me encanta la panceta.) Un gran resplandor verde brotó de la boca de Legión, se elevó por el aire como si fuera humo y descendió sobre la manada de cerdos formando una nube. Éstos, en cuestión de un segundo, lo absorbieron por las narices, y al instante empezaron a soltar espuma por la boca, y a emitir gemidos como de cigarra.

—Marchaos —dijo Joshua y, al instante, los cerdos corrieron hasta el mar, empezaron a tragar agua y no tardaron en ahogarse. Sobre el lago, hinchados, quedaron flotando unos cincuenta cerdos.

—¿Cómo puedo darte las gracias? —preguntó el tipo grandullón de los espumarajos, que ya había dejado de soltarlos, pero que seguía siendo grandullón.

—Di a las gentes de tu tierra lo que ha sucedido —le dijo Joshua—. Diles que el Hijo de Dios ha venido a traerles la buena nueva del Espíritu Santo.

—Pero lávate un poco antes de decírselo —intervine yo.

Y el monstruo gigante se alejó, más grande aún que nuestro Bartolomeo, y con un olor corporal más desagradable, lo que, hasta ese momento, yo no creía que fuera posible.

Nosotros nos sentamos en la playa, y estábamos compartiendo el pan y el vino cuando oímos que una multitud se aproximaba por las colinas.

—Las buenas nuevas viajan deprisa —dijo Mateo, cuyo entusiasmo de novato empezaba a irritarme un poco.

—¿Quién ha matado a nuestros cerdos?

La muchedumbre iba armada con forcas, rastrillos y guadañas, y no parecía haber venido a recibir el Evangelio.

—¡Cabrones!

—¡Matadlos!

—A la barca —dijo Joshua.

—Gentes de poca... —El comentario de Mateo se vio interrumpido por Bartolo, que lo agarró del cuello de la túnica y lo arrastró por la playa hasta la barca.

Los hermanos ya habían emprendido la huida y el agua les llegaba al pecho. Se subieron al bote, y Jaime y Juan los ayudaron a encajar los remos mientras Pedro y Andrés tiraban de nosotros. Una vez arriba, pescamos a los discípulos de Bartolomeo de las olas, sujetándolos por la nuca, y desplegamos las velas cuando las primeras piedras empezaban a caer sobre nosotros.

Todos miramos a Joshua.

—¿Qué pasa? —dijo—. Si hubieran sido judíos, lo de los cerdos les habría encantado. Lo de los gentiles es nuevo para mí.

Cuando llegamos a Magdala había un mensajero esperando. Felipe abrió el rollo y lo leyó.

—Es una invitación para que vayas a cenar a Betania durante la semana de la Pascua, Joshua. Un miembro importante del sanedrín solicita tu presencia en su casa para hablar de tu maravilloso ministerio. Lo firma Jakan hijo de Iban de Nazaret.

El esposo de Magda. El asqueroso.

—No ha estado mal el día para ser el primero, ¿verdad, Mateo? —dije.

27

El ángel y yo vimos La guerra de las galaxias por segunda vez ayer noche, en la tele, y yo no pude más y tuve que preguntarlo.

—Tú has estado en presencia de Dios, ¿verdad, Raziel?

—Claro.

—¿Y a ti no te parece que su voz es idéntica a la de James Earl Jones?

—¿Y ese quién es?

—Darth Vader.

Raziel escuchó con atención mientras Darth Vader amenazaba a alguien.

—Pues sí, es cierto, un poco sí se parece. Aunque Él no tiene una respiración tan fatigada.

—Y tú has visto el rostro de Dios.

—Sí.

—¿Es negro?

—No estoy autorizado a decirlo.

—Lo es.

—No lleva un sombrero como ese —dijo Raziel.

—¡Ajá!

—Yo solo he dicho que no lleva un sombrero como ese. Eso es todo lo que he dicho.

—Lo sabía.

—No quiero seguir viendo esto. —Raziel cambió de canal. Y Dios (o alguien que con su misma voz) dijo: «Esto es la CNN».

Entramos a Jerusalén por la puerta de Bethsaida, conocida como el Ojo de la Aguja, pues para franquearla tenías que agacharte. Salimos por la Puerta Dorada, atravesamos el valle del Cedrón y, cruzando el monte de los Olivos, llegamos a Betania.

Habíamos dejado atrás a los hermanos y a Mateo, porque todos debían ocuparse de sus trabajos, y a Bartolomeo porque apestaba. Su falta de higiene había empezado a llamar la atención de los fariseos de Cafarnaún, y como estábamos entrando en la boca del lobo, no queríamos poner las cosas aún más difíciles. Felipe y Natanael sí nos acompañaban en nuestro viaje, pero no pasaron del monte de los Olivos, y decidieron esperar en un claro llamado Getsemaní, donde había una pequeña cueva y una almazara. Joshua intentó convencerme para que me quedara con ellos, pero yo insistí.

—No me va a pasar nada —razonaba Joshua—. Mi tiempo todavía no ha llegado. Jakan no intentará hacerme nada. Es solo una cena.

—No estoy preocupado por tu seguridad, Josh, es que quiero ver a Magda.

Pero, aunque era cierto que deseaba ver a Magda, también estaba preocupado por su seguridad. De modo que, por ambos motivos, no tenía intención de quedarme allí.

Jakan nos recibió en la puerta de su casa, con una túnica blanca, nueva, sujeta con un fajín azul. Se veía fornido, pero no tan gordo como lo recordaba, y su altura era casi idéntica a la mía. Tenía la barba blanca, larga, pero se la había cortado muy recta a la altura de la clavícula. Se tocaba con la gorra puntiaguda, de lino, que identificaba a muchos fariseos, por lo que no veía si había perdido pelo. El que sobresalía de ella era castaño oscuro, lo mismo que sus ojos. Lo que más asustaba en él, y tal vez lo que más sorprendía, era que había una chispa de inteligencia en sus ojos. Cuando éramos niños no la tenía. Tal vez tras diecisiete años en compañía de Magda se le hubiera pegado algo.

—Entrad, coterráneos nazarenos. Bienvenidos a mi hogar. Tengo unos amigos en casa que deseaban conoceros.

Nos condujo por la puerta hasta un aposento espacioso, lo bastante, de hecho, para que en él cupiera cualquiera de las dos casas que compartíamos en Cafarnaún. El suelo estaba cubierto de mosaicos turquesas y rojos que, en las cuatro esquinas, creaban espirales. Allí no había ningún cuadro, ninguna imagen, por supuesto. A la mesa, larga, de estilo romano, se sentaban otros cinco hombres vestidos como Jakan. (En las casas judías, las mesas eran bajas, y los comensales se reclinaban sobre almohadones, en el suelo, a su alrededor.) Yo no veía a Magda por ningún lado, pero una sirvienta joven trajo unas jarras grandes de agua, y unos cuencos para que nos laváramos las manos.

—No conviertas esta agua en otra cosa, Joshua, por favor —dijo Jakan sonriendo—. No podemos lavarnos en vino.

El anfitrión nos presentó a los demás hombres, añadiendo, tras sus nombres, algún título elaborado que yo no entendía pero que indicaba, seguro, que eran miembros del sanedrín, así como del Consejo de Fariseos. Emboscada. Todos nos recibieron con gesto serio, y acto seguido se lavaron las manos en los cuencos, antes de la cena, sin quitarnos la vista de encima ni a Joshua ni a mí mientras nos proponían que rezáramos. Después de todo, aquello formaba parte del examen al que querían someternos.

Nos sentamos. La muchacha retiró las jarras y los cuencos, y al poco trajo otras, pero con vino.

—Y bien —dijo el mayor de los fariseos—. Hemos oído que has estado expulsando demonios de los afligidos en Galilea.

—Sí, estamos pasando una semana de Pascua estupenda —dije yo—. ¿Y vosotros?

Joshua me dio una patada por debajo de la mesa.

—Sí —dijo—. Por el poder de mi padre, he aliviado el sufrimiento de algunos que estaban poseídos por los demonios.

Cuando Joshua dijo «mi padre», todos se agitaron. Me fijé en que, junto a una puerta que quedaba a espaldas de Jakan algo se movía. Era Magda, que hacía señas y gestos como una loca. Pero entonces habló Jakan, y toda la atención se desplazó hacia él, y Magda desapareció de mi vista.

Nuestro anfitrión se echó hacia delante.

—Hay quien dice que expulsas esos demonios por el poder de Belcebú.

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