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Authors: Christopher Moore

Cordero (48 page)

Bien mirado, tiene cierto sentido. Durante diecisiete años, Joshua había pasado el tiempo estudiando, o sentado en silencio. ¿Qué sabía él de comunicación? El último mensaje que le había transmitido su padre contenía dos palabras, o sea que de esa parte de su familia no iba a extraer su don de lenguas. Juan, por su parte, llevaba predicando aquellos mismos diecisiete años, y lo cierto era que aquel cabrón infatigable sabía hablar. Hundido en el Jordán hasta la cintura, agitaba los brazos, ponía los ojos en blanco, removía el aire con un sermón con el que te llevaba a creer que las nubes estaban a punto de separarse y que la mano del mismísimo Dios, en persona, iba a descender, a agarrarte por las pelotas y a zarandearte hasta quitarte el mal del cuerpo como si el mal fuera un diente de leche medio suelto. Le bastaba con predicar durante una hora, no ya para tenerte haciendo cola para el bautismo, sino para que te tiraras de cabeza al río, en un intento desesperado por absorber el lodo del fondo por la nariz, a ver si de ese modo te librabas de tu propia maldad.

Joshua observaba, escuchaba y aprendía. Juan creía sin fisuras en lo que Joshua era, y en lo que se disponía a hacer, al menos en la medida en que lo comprendía, pero a mí el Bautista me preocupaba, pues había empezado a llamar la atención de Herodes Antipas. Herodes se había casado con la esposa de su hermano Felipe, Herodia, sin que esta hubiera obtenido el divorcio, lo que estaba prohibido según la ley judía, y lo que constituía una ofensa aún mayor según los códigos de los esenios, más estrictos aún. Aquel era un caso que encajaba a la perfección con uno de los temas más recurrentes de Juan: el de las rameras y meretrices. Yo había empezado a fijarme en que, cuando predicaba, alrededor de las multitudes pululaban miembros de la guardia personal de Herodes.

Y una noche, cuando él regresaba del desierto, donde se había entregado a uno de sus arrebatos evangélicos y se disponía a abordarnos a Joshua, a Bartolomeo, a mí y a un tipo nuevo, mientras permanecíamos sentados comiendo langostas, me encaré con él.

—¡Sucio! —exclamó Juan con su voz atronadora de profeta Elías, moviendo el índice bajo la nariz de Bartolo.

—Sí, Juan, Bartolomeo se ha acostado mucho por ahí últimamente —me anticipé yo, evangelizando mi sarcasmo.

—Bueno, casi —puntualizó el aludido.

—Me refiero a acostarse con otros seres humanos, Bartolo.

—Ah, perdón. Bueno, no importa.

Juan apartó al nuevo, que levantó las dos manos.

—Yo soy nuevo.

Entonces el Bautista se volvió para mirar a Joshua.

—Yo soy célibe —se adelantó él—. Siempre lo he sido, y siempre lo seré. Y no es que me guste serlo.

Finalmente, Juan vino hacia mí.

—¡Sucio!

—Juan, pero si yo estoy limpio, hoy mismo me has bautizado seis veces. —Joshua me dio un codazo en las costillas—. ¿Qué pasa? Hacía calor. Pero lo que yo quería decirte es que esta mañana he contado a cincuenta soldados entre la multitud, o sea que será mejor que te tranquilices un poco con todo eso de las rameras, las meretrices y los sucios. En serio te lo digo, debes replantearte eso de no casarse, de prohibir el sexo y la diversión. Piénsate mejor todo eso del ascetismo.

—Y también lo de comer langostas y vivir en un agujero —dijo el nuevo.

—No es distinto a Melchor ni a Gaspar —intervino Joshua—. Los dos eran también ascetas.

—Ninguno de ellos iba por ahí llamando guarro ni sucio al gobernador general en presencia de cientos de personas. A mí me parece que hay una gran diferencia, diferencia que va a hacer que a este lo maten.

—Yo estoy libre de pecado, y nada temo —dijo Juan sentándose junto al fuego, ya algo más sosegado.

—¿Y de culpa, también estás libre? Porque vas a tener la sangre de miles en tus manos cuando los romanos vengan a por ti. Por si no te habías enterado, esa gente no mata solo a los cabecillas de los movimientos. Hay mil cruces en el camino que va a Jerusalén, donde murieron los zelotes, y no todos eran dirigentes.

—No tengo miedo. —Juan bajó la cabeza, hasta que el pelo se le metió en el cuenco y se le untó de miel—. Herodia y Herodes son unos sucios. Ese hombre es lo más parecido que tenemos a un rey judío, y es un sucio.

Joshua le apartó el pelo de los ojos, y le apretó el hombro.

—Si así ha de ser, que así sea. Como predijo el ángel, tú naciste para predicar la verdad.

Yo me levanté y arrojé al fuego mis langostas, levantando al hacerlo unas chispas que pasaron por encima de ellos dos.

—Solo he conocido a dos personas cuyos nacimientos hayan sido anunciados por ángeles, y tres cuartas partes de ellos están locos de atar.

Y, alejándome, me metí a toda prisa en mi agujero.

—Amén —dijo el nuevo.

Aquella noche, cuando estaba a punto de quedarme dormido, oí que Joshua se revolvía en el agujero contiguo al mío, como si una idea, o un insecto, lo hubiera sacado de la cama.

—¡Eh! —dijo él.

—¿Qué? —dije yo.

—Acabo de calcularlo. Tres cuartos de dos es...

—Uno y medio —se adelantó el nuevo, que se había metido en el agujero que quedaba del otro lado del de Joshua—. O sea que, o Juan está loco del todo, y tú medio loco, o tú estás tres cuartos loco, y Juan tres cuartos loco, o, bueno, se trata de una proporción constante, tendría que ponértelo por escrito.

—¿Qué es lo que estás diciendo, entonces?

—Nada —dijo el nuevo—. Soy nuevo.

A la mañana siguiente, Joshua saltó de su agujero, se sacudió los escorpiones, y después de una larga meada matutina, dio una patada al suelo y echó tierra sobre mi guarida, para sacarme de mi sopor.

—Ya está —dijo Joshua—. Acompáñame al río, hoy le voy a pedir a Juan que me bautice.

—Y eso, ¿en qué va a ser distinto a lo de ayer?

—Ya lo verás. Tengo un presentimiento.

Y, dicho esto, se puso en marcha.

El nuevo asomó la cabeza desde su agujero. Era alto, y el sol de aquella hora temprana le daba en la calva, mientras miraba a un lado y a otro. Se fijó en unas flores que crecían en el lugar exacto en el que Joshua acababa de aliviarse. En medio del paisaje más desolado del planeta crecían unas flores de colores vivísimos.

—Eh, esas flores no estaban ahí ayer.

—Eso pasa siempre —dije yo—. Nosotros no hablamos de ello.

—¡Vaya! —exclamó el nuevo—. ¿Puedo unirme a vosotros, muchachos?

—Claro —le respondí.

Y así fue como pasamos a ser cuatro.

En el río, Juan predicaba ante un corrillo pequeño, al tiempo que metía a Joshua en el agua. Tan pronto como este quedó del todo sumergido, una grieta se abrió en el cielo del desierto, que conservaba aún las tonalidades rosáceas del amanecer, y de la grieta surgió un ave que parecía hecha de pura luz. Y todos los que la contemplaban desde la orilla del río exclamaban «¡oh!» y «¡ah!», y una voz grave atronó desde los cielos, diciendo: «Éste es mi hijo amado, en quien tengo complacencia». Y, tan pronto como había venido, el Espíritu desapareció. Pero quienes se congregaban en la orilla del río permanecieron boquiabiertos de asombro, mirando aún hacia las alturas.

Y entonces Juan volvió en sí, y recordó lo que estaba haciendo, y sacó a Joshua del agua. Y Joshua se secó el agua de los ojos, miró a la multitud, que seguía boquiabierta, y les dijo:

—¿Qué ocurre?

—Te lo digo en serio, Josh, eso fue lo que dijo la voz: «Éste es mi hijo amado, en quien tengo complacencia».

Joshua negó con la cabeza, al tiempo que masticaba la langosta del desayuno.

—No puedo creer que no haya podido esperar a que yo emergiese. ¿Estás seguro de que era mi padre?

—Parecía él, sí. —El nuevo me miró y se encogió de hombros. En realidad, se parecía a James Earl Jones, aunque yo eso no lo sabía por entonces.

—Ya está, decidido. Me voy al desierto, como hizo Moisés, y allí pasaré cuarenta días y cuarenta noches. —Joshua se levantó y se puso a caminar hacia el desierto—. A partir de ahora ayunaré, hasta que tenga noticias de mi padre. Ésta ha sido mi última langosta.

—Ojalá yo pudiera decir lo mismo —dijo el nuevo.

Tan pronto como Joshua desapareció de nuestra vista, yo me fui corriendo a mi agujero, y metí mis cosas en el zurrón. Tardé medio día en llegar a Betania, y una hora más en conseguir, tras mucho preguntar, que alguien me indicara cómo llegar a la casa de Jakan, fariseo destacado y miembro del sanedrín. La construcción era de la piedra porosa, dorada, que caracterizaba todo Jerusalén, y un alto muro circundaba el patio. Al imbécil de Jakan le habían ido bien las cosas. En una casa como aquella podrían haberse alojado doce familias de Nazaret. Pagué un siclo a dos ciegos para que se arrimaran al muro y me dejaran subirme a sus hombros.

—¿Y cuánto ha dicho que era?

—Ha dicho que era un siclo.

—Pues a mí no me pesa como un siclo.

—Chicos, chicos, ¿os importaría dejar de sopesar vuestros siclos y quedaros quietos? Estoy a punto de caerme.

Miré desde lo alto del muro y ahí, sentada a la sombra de un toldillo, trabajando un telar pequeño, hallé a Magda. Si había cambiado en algo, era solo en que se había vuelto más radiante, más sensual, más mujer y menos niña. Quedé anonadado. Supongo que esperaba cierta decepción, que temía que el tiempo transcurrido y el amor que sentía por ella hubiesen dado forma a un recuerdo con el que la mujer no podría competir. Pero entonces se me ocurrió que tal vez la decepción todavía estuviera por llegar. Estaba casada con un hombre rico, con un hombre que, cuando yo lo había conocido, era un malcarado y un necio. Y lo que de Magda había perdurado siempre en mi recuerdo era su carácter, su valor, y su ingenio. Me preguntaba si aquellas cosas habrían sobrevivido tras todos aquellos años en compañía de Jakan. Empecé a temblar, no sé si porque me sostenía en un equilibrio precario, o a causa del temor, y apoyé la mano en lo alto del muro para sostenerme. Al hacerlo, me corté con uno de los pedazos rotos de vasija que habían fijado con mortero a modo de protección.

—¡Ah! ¡Maldita sea!

—¿Colleja? —dijo Magda, mirándome a los ojos un instante antes de que yo me cayera de los hombros de aquellos dos ciegos.

Acababa de ponerme de nuevo en pie cuando Magda dobló la esquina e impactó conmigo, con toda su feminidad frontal, a toda velocidad, y empezando por los labios. Me besó con tal fuerza que saboreé la sangre de mis labios cortados, y fue glorioso. Seguía oliendo igual, a canela, a limón, a sudor de niña, y me hizo sentir mejor que cualquier recuerdo de ella. Cuando, finalmente, me liberó de su abrazo y, sin soltarme del todo, dio un paso atrás, vi que había lágrimas en sus ojos. En los míos también.

—¿Está muerto? —preguntó uno de los ciegos.

—No lo creo —le respondió el otro—. Lo oigo respirar.

—Pues huele mejor que antes.

—Colleja, ya no tienes granos —dijo Magda.

—Me has reconocido, a pesar de la barba.

—Al principio no estaba segura, o sea que he asumido un riesgo al saltar sobre ti como lo he hecho, pero, en medio de mi confusión, esto sí lo he reconocido —añadió, señalando el punto en el que mi túnica, por la parte delantera, se combaba. Y acto seguido agarró a ese bribón delator, con túnica y todo, y tirando de él me condujo a lo largo del muro, en dirección a la puerta.

—Ven, vamos. No disponemos de mucho tiempo, y tenemos que ponernos al día. ¿Estás bien? —me preguntó, mirando hacia atrás y apretándome con fuerza.

—Sí, sí, pero estoy intentando pensar en alguna metáfora.

—Ha sacado una mujer de ahí arriba —oí que decía uno de los ciegos.

—Sí, he oído que caía. Sujétame que voy a subirme y a palpar un poco.

Una vez en el patio, con Magda, mientras me bebía un vaso de vino, le dije:

—O sea que, en realidad, no me has reconocido.

—Pues claro que te he reconocido. Eso no lo había hecho nunca. Espero que no me haya visto nadie, por esas cosas siguen lapidando a las mujeres.

—Lo sé. Oh, Magda, tengo tantas cosas que contarte...

Ella me tomó de la mano.

—Lo sé. —Me miró a los ojos, vio más allá de ellos. Los suyos, azules, traspasaban los míos, buscando algo.

—Está bien —me anticipé yo—. Ha ido al desierto a ayunar y a esperar un mensaje del Señor.

Magda sonrió. Tenía un poco de sangre en la comisura de sus labios, aunque tal vez fuera vino.

—O sea que ha vuelto para ocupar su lugar como Mesías.

—Sí, aunque no como la gente se cree, diría yo.

—Hay gente que piensa que el Mesías es Juan.

—Juan es... es...

—Herodes se está cansando de él —apuntó Magda.

—Lo sé.

—¿Y Josh y tú os vais a quedar con Juan?

—Espero que no. Yo quiero que Joshua se vaya. Debo alejarlo de Juan un tiempo, ver qué es lo que está pasando por aquí. Tal vez eso del ayuno...

La portezuela de hierro que permitía la entrada al patio chirrió, y acto seguido se agitó todo el portón grande. Magda la había cerrado con llave. Un hombre soltó una maldición. Era evidente que Jakan tenía problemas con su llave.

Magda se puso en pie y tiró de mí para que me levantara.

—Mira, yo voy a asistir a una boda en Caná dentro de un mes. Iré con mi hermana Marta una semana después de la celebración de los Tabernáculos. Jakan no puede ir, tiene una reunión con el sanedrín, o algo así. Ven a Caná. Y tráete a Joshua.

—Lo intentaré.

Se acercó corriendo a la sección más cercana del muro y colocó las dos manos en forma de estribo.

—Vamos, salta.

—Pero, Magda...

—No seas gallina. Ponme un pie en la mano, el otro en el hombro, y ya estás del otro lado. Cuidado con los trozos rotos de vasijas.

Obedecí sus órdenes fielmente: puse un pie en el estribo, otro en el hombro, y estaba fuera antes de que Jakan entrara por la puerta.

—¡Ya está! ¡He atrapado a una! —dijo uno de los ciegos cuando fui a caer encima de él.

—Sujétala fuerte mientras yo se la meto.

Cuando Joshua abandonó el desierto yo estaba sentado en una piedra, esperándolo. Me levanté para abrazarlo, y él se echó hacia delante y me dejó sujetarlo antes de que se desplomara. Lo tendí sobre la roca en la que me había sentado. Había sido lo bastante listo como para cubrirse las partes expuestas de su piel con barro, que probablemente habría mezclado con su propia orina para protegerla de quemaduras, pero en algunas partes de la frente y las manos el barro se había cuarteado y desprendido, y por los resquicios se veía que la tenía chamuscada, en carne viva. Sus brazos habían adelgazado tanto que parecían los de una niña, y las mangas de la túnica le venían muy anchas.

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