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Authors: Christopher Moore

Cordero (42 page)

—¡Josh, agáchate! ¡Cabezas de cabra!

Joshua empujó a los niños para que se echaran al suelo, y los cubrió con su cuerpo hasta que los cascotes dejaron de caer. Me miró durante un segundo, pero enseguida se levantó, dispuesto a liberar a más niños. Yo lancé otras tres cabezas encendidas en distintas direcciones. La plaza del templo, en su totalidad, estaba casi desierta, salvo por Joshua, los pequeños, unos pocos fieles heridos, y los muertos. Yo había fabricado aquellas bombas sin metralla, por lo que los heridos habían huido, presas del pánico, y los muertos eran los que ya habían sido sacrificados a Kali. Creo que salimos de aquello sin matar a nadie.

Mientras Joshua conducía a los pequeños por la avenida, alejándolos de la plaza del templo, yo cubría nuestra huida con la última cabeza que me quedaba en una mano, y la antorcha encendida en la otra. Cuando me aseguré de que Joshua y los pequeños se encontraban a salvo, encendí la mecha, hice girar la cabeza y la lancé en dirección a la diosa negra.

—¡Zorra! —dije.

Cuando la bomba explotó, yo ya estaba lejos, y no lo vi.

Joshua y yo llegamos hasta un acantilado de piedra porosa colgado sobre el Ganges, y solo allí nos detuvimos para que los niños descansaran. Estaban agotados y hambrientos, pero sobre todo hambrientos, y nosotros no habíamos traído nada para que comieran. Al menos, tras el contacto con mi amigo ya no sentían temor, y aquello les proporcionaba algo de paz. Joshua y yo nos sabíamos demasiado alterados como para dormir, de modo que permanecimos sentados mientras los pequeños se tendían a nuestro alrededor y roncaban como gatitos. Joshua sostenía en sus brazos a Vitra, la hija de Rumi, y como ella no dejaba de frotarse la cara contra su hombro, no tardó en quedar manchada de negro. Durante toda la noche, y sin parar de acunarla en ningún momento, él no cesaba de repetir: «Más sangre no, más sangre no».

Al amanecer vimos a miles, no, a decenas de miles de personas congregándose en las orillas del río. Todas llevaban ropas blancas, salvo unos hombres, que iban desnudos. Se adentraban en al agua y miraban en dirección a oriente, con las cabezas levantadas, expectantes, salpicando el río con su presencia hasta donde alcanzaba la vista. Cuando el sol apareció en el horizonte como una ranura de luz, la superficie pardusca del río adquirió una tonalidad dorada. Y aquella luz se reflejaba en edificios, chozas, árboles y palacios, haciendo que todo lo que el ojo captaba, incluidos los fieles, apareciera como bañado en oro. Y fieles había muchos, pues oíamos sus cánticos desde donde nos encontrábamos, y aunque no distinguíamos las palabras, comprendíamos que se trataba de plegarias dedicadas a Dios.

—¿Son los mismos de ayer noche? —pregunté.

—Tienen que serlo, supongo.

—No entiendo a esta gente. No entiendo su religión. No entiendo su manera de pensar.

Joshua se puso en pie y observó a los indios, que bajaban la cabeza y cantaban al amanecer. De vez en cuando posaba la vista en la niña que dormía sobre su hombro.

—Esto es un homenaje a la gloria de la creación de Dios, lo sepa esta gente o no.

—¿Cómo puedes decir algo así? Esos sacrificios a Kali, el trato que dan a los intocables. No sé en qué creen, pero en la práctica, su religión es repugnante.

—Tienes razón. No está bien condenar a esta niña solo por no haber nacido brahmán.

—Por supuesto que no.

—¿Y entonces? ¿Está bien condenarla por no haber nacido judía?

—¿A qué te refieres?

—Los nacidos gentiles no verán el reino de Dios. ¿Acaso somos nosotros, como hebreos, distintos a ellos? ¿Y el sacrificio de los corderos por Pascua? ¿Y las riquezas y el poder de los saduceos mientras otros pasan hambre? Al menos los intocables pueden obtener su recompensa algún día, a través del karma y las reencarnaciones. Nosotros no les permitimos ni eso a los gentiles.

—No puedes comparar lo que hacen ellos con la ley de Dios. Nosotros no sacrificamos a seres humanos. Damos de comer a nuestros pobres, nos ocupamos de los enfermos.

—A menos que los enfermos sean impuros —objetó Joshua.

—Pero, Josh, nosotros somos el pueblo elegido. Ésa es la voluntad de Dios.

—¿Y eso está bien? A mí Dios no me dice lo que debo hacer, o sea, que hablaré yo. Y yo digo: ya basta.

—Supongo que no hablas solo de lo de comer panceta, ¿verdad?

—Gautama Buda mostró el camino a personas de toda cuna para que encontraran la mano de Dios. Sin sangre ni sacrificios. Nuestras puertas han mostrado las marcas de la sangre durante demasiado tiempo, Colleja.

—¿Y eso es lo que crees que vas a hacer? ¿Llevar a Dios a todo el mundo?

—Sí, después de echarme una cabezadita.

—Sí, sí, claro, después de una cabezadita, a eso me refería.

Joshua levantó a la niña, de modo que yo pudiera verle el rostro mientras ella dormía apoyada en su hombro.

Cuando los pequeños despertaron, los llevamos junto a sus familias, en los agujeros, y los pusimos en los brazos de sus madres, que nos los arrebataron como si fuéramos demonios encarnados: mientras se los llevaban, volvían la cabeza y nos dedicaban miradas de odio.

—Qué grupito tan agradecido —comenté.

—Temen que hayamos enojado a Kali. Y, además, les hemos traído otra boca que alimentar.

—Aun así. ¿Por qué nos ayudaron, si no querían que les devolviéramos a sus hijos?

—Porque nosotros les dijimos qué tenían que hacer. Eso es lo que hace esta gente. Obedecer órdenes. Así es como los brahmanes los mantienen a raya. Si hacen lo que se les dice, entonces, tal vez, dejarán de ser intocables en su siguiente reencarnación.

—Qué deprimente.

Joshua asintió. Vitra era la única niña que nos quedaba por devolver a su padre, y yo estaba seguro de que él se alegraría de verla. Si nos había salvado la vida a nosotros había sido, sobre todo, por la tristeza que le había causado la pérdida de su hija. Al acercarnos más a la cuba en la que vivía, constatamos que no estaba solo.

Rumi se encontraba de pie sobre la piedra que usaba para sentarse, totalmente desnudo, espolvoreándose sal en el miembro erecto, mientras una vaca jorobada, que prácticamente llenaba el resto del agujero, se la lamía. Joshua llevaba en brazos a Vitra, que daba la espalda a la poza, y al ver aquello se detuvo y retrocedió unos pasos, como si no quisiera interrumpir aquel instante de intimidad.

—¿Una vaca, Rumi? —le dije—. Yo creía que tu gente tenía creencias.

—Esto no es una vaca, es un toro.

—Vaya, pues esto tiene que tener un plus de abominación increíble. En nuestra tierra, se destruyen ciudades enteras por cosas como ésta, Rumi. —Me acerqué y cubrí con la mano los ojos de Vitra—. Aléjate de papá, cielo, o te convertirás en estatua de sal.

—Pero es que es mi esposa, que se ha reencarnado.

—Vamos, a mí no me la das con queso, Rumi. Viví seis años en un monasterio budista, donde la única compañía femenina que teníamos era la de una yak. Sé bien adonde lleva la desesperación.

Joshua me agarró de un brazo.

—No fuiste capaz, supongo.

—Tranquilo, es solo por seguir con la discusión. Aquí el Mesías eres tú. ¿Qué opinas?

—Opino que debemos dirigirnos a Tamil, para encontrarnos con el tercero de los magos. —Dejó a Vitra en el suelo y Rumi se subió el taparrabos al momento, mientras la pequeña corría hacia él—. Ve con Dios, Rumi —le dijo.

—Que Shiva os proteja, herejes. Y gracias por devolverme a mi hija.

Joshua y yo recogimos nuestras ropas, nuestros zurrones, compramos un poco de arroz en el mercado y emprendimos viaje rumbo a Tamil. Seguimos el curso del Ganges, hacia el sur, hasta que llegamos a su desembocadura en el mar, donde Joshua y yo nos sumergimos para limpiarnos la mugre de Kali.

Nos sentamos en la playa, dejamos que el sol nos secara la piel, y empezamos a arrancarnos los restos negros de sebo que se nos habían quedado pegados a los pelos del pecho.

—¿Sabes, Josh? —le dije, mientras hacía esfuerzos por librarme de una mancha de alquitrán rebelde que se negaba a abandonar mi axila—. Cuando sacaste a todos aquellos niños de la plaza del templo, y parecían todos tan frágiles, tan débiles, pero se veía que no tenían miedo... No sé, la escena me enterneció mucho.

—Sí, es que yo amo a todos los niños del mundo, ¿sabes?

—¿De veras?

El Mesías asintió.

—Verdes y amarillos, negros y blancos.

—Es bueno saberlo. Un momento. ¿Verdes?

—No, verdes no. Te estaba tomando el pelo.

22

No tardamos en descubrir que Tamil no era una ciudad pequeña del sur de la India, sino toda la península meridional, un área cinco veces mayor que Israel, por lo que buscar a Melchor era algo así como entrar en Jerusalén un día cualquiera y decir: «Hola, estoy buscando a un tipo judío, ¿alguien lo ha visto?». Lo único a nuestro favor era que conocíamos la profesión del mago: era un asceta, un santón que vivía una vida prácticamente solitaria en algún lugar de la costa y que, al igual que su hermano Gaspar, había sido hijo de un príncipe. Pero en nuestro viaje nos encontramos con centenares de santones, también llamados yoguis, que en su inmensa mayoría vivían en completa austeridad, en los bosques, o en cuevas, y que por lo general habían retorcido sus cuerpos hasta adoptar posturas inverosímiles. El primero con el que nos topamos era un yogui que vivía bajo una techumbre pegada a la ladera de una colina que se alzaba tras una aldea de pescadores. Tenía los pies encajados detrás de los hombros, y su cabeza parecía vuelta del revés.

—¡Josh! ¡Mira! Parece como si quisiera lamerse sus propias pelotas, lo mismo que Bartolomé, el tonto de nuestro pueblo. Ésta es mi gente, Josh, ésta es mi gente. He encontrado mi hogar.

Pero no, en realidad no lo había encontrado. Aquel tipo estaba entregado a una forma de disciplina espiritual (eso es lo que «yoga» significa en sánscrito: «disciplina»), y no quiso enseñarme nada, porque mis intenciones no eran puras, o alguna chorrada por el estilo. Y no, no era Melchor. Hubieron de pasar seis meses más —durante los que gastamos todo el dinero que nos quedaba, y durante los que ambos cumplimos veinticinco años— para que encontráramos a Melchor recostado en el pequeño repecho de un acantilado que miraba al mar. A sus pies anidaban las gaviotas.

Era una versión más peluda de su hermano, es decir, que era delgado, de unos sesenta años, y lucía en la frente la marca de su casta. Tenía el pelo de barba y cabeza largo y blanco, surcado apenas por unos mechones negros, y sus ojos, oscurísimos, miraban con tal fijeza que en ellos parecía haber solo espacio para iris y pupilas. Por toda ropa lucía un taparrabos, y su delgadez igualaba a la de los intocables que habíamos conocido en Kalighat.

Joshua y yo nos aferramos al borde del acantilado mientras el gurú se retorcía para deshacer el nudo que había creado con su cuerpo. El proceso requería de su tiempo, y nosotros, entretanto, fingimos observar las gaviotas y disfrutar de la vista, para no avergonzar al santón con nuestra impaciencia. Cuando, finalmente, adoptó una postura que ya no parecía producto de haber sido arrollado por una carreta de bueyes, Joshua le dijo:

—Venimos desde Israel. Pasamos seis años con tu hermano Gaspar en el monasterio. Yo soy...

—Ya sé quién eres —replicó él. Hablaba con voz melodiosa, y cada una de las frases que pronunciaba sonaba a primer verso de poema—. Te reconozco de cuando te vi por primera vez en Belén.

—¿De veras?

—La esencia de un hombre no cambia, solo cambia su cuerpo. Veo que ya no llevas pañales.

—No, me desprendí de ellos hace un tiempo.

—Y ya no duermes en ese pesebre, supongo.

—No.

—Hay días en que me gustaría disponer a mí de uno, un poco de paja, tal vez una manta. No es que necesite todos esos lujos, como no los necesita nadie que haya emprendido la senda espiritual. Pero, aun así...

—He venido a aprender de ti —le interrumpió Joshua—. Debo convertirme en un bodhisattva para mi pueblo, y no estoy seguro de cómo debo actuar.

—Es el Mesías —aclaré yo, cooperador—. Ya sabes, el Mesías, el Hijo de Dios.

—Eso, el Hijo de Dios —corroboró Joshua.

—Eso —dije yo.

—Eso —dijo Joshua.

—¿Y bien? ¿Qué nos ofreces? —le pregunté a Melchor.

—¿Y quién eres tú?

—Colleja.

—Es amigo mío —intervino Joshua.

—Eso, soy amigo suyo —dije.

—¿Y qué buscáis?

—De hecho, a mí me gustaría no tener que pasarme mucho rato más colgado de este acantilado, empiezan a dormírseme los dedos.

—Eso —dijo Josh.

—Eso —dije yo.

—Buscad un par de cavidades en el acantilado. Hay varias libres. Los yoguis Ramata y Mahara han pasado no hace mucho a su siguiente reencarnación.

—Si sabes dónde podríamos conseguir algo de comida, te lo agradeceríamos —le dijo Joshua—. Llevamos mucho tiempo sin comer. Y no tenemos dinero.

—Entonces éste es un buen momento para que aprendas tu primera lección, joven Mesías. Yo también tengo hambre. Tráeme un grano de arroz.

Joshua y yo trepamos por el acantilado hasta encontrar dos cavidades, dos agujeros diminutos, más bien, que se encontraban cerca el uno del otro, y no demasiado elevados por encima de la playa, lo que era una ventaja si uno se caía. En ambos casos se trataba de cuevas excavadas en la roca, lo bastante anchas como para tenderse en ellas, y lo bastante profundas como para guarecerse de la lluvia, siempre que la lluvia cayera verticalmente. Una vez nos hubimos instalado, metí la mano en el zurrón y rebusqué hasta encontrar tres granos de arroz viejos que se habían quedado metidos entre dos costuras. Los metí en el cuenco, que sujeté con los dientes mientras regresaba junto a Melchor.

—No he pedido ningún cuenco —dijo Melchor. Joshua ya había trepado por la pared y estaba sentado junto al yogui, con los pies colgando en el vacío y una gaviota en el regazo.

—La presentación es la mitad de un plato —repliqué yo, repitiendo algo que Dicha me había comentado en una ocasión.

Melchor olfateó los tres granos de arroz, levantó uno y lo sostuvo con dos dedos.

—Está crudo.

—Así es.

—No podemos comerlo crudo.

—Bueno, yo lo habría servido humeante, con un granito de sal encima y una molécula de cebolla tierna, de haber sabido que así era como lo querías. (Pues sí, en aquella época ya teníamos moléculas, o sea que dejadme en paz.)

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