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Authors: Christopher Moore

Cordero (2 page)

Raziel ha revisado mi texto e insiste en que deje de quejarme y me ponga a contar la historia. Para él es fácil decirlo, él no se ha pasado los últimos dos mil años enterrado. Pero bueno, hasta que termine un capítulo no piensa dejarme que encargue pizza, o sea que ahí va...

Nací en Galilea, en la ciudad de Nazaret, en tiempos de Herodes el Grande. Mi padre, Alfeo, era albañil, y mi madre, Naomi, estaba poseída por los demonios, o eso era lo que yo le contaba a todo el mundo. Joshua parecía creer que, sencillamente, se trataba de una mujer difícil. Mi propio nombre, Levi, viene del hermano de Moisés, el progenitor de la tribu de los sacerdotes. Mi apodo, Colleja, viene de la palabra que usábamos para referirnos a ese manotazo que se da en la nuca, y que, según mi madre, a mí, desde mi más tierna edad, me venía bien recibir al menos una vez al día.

Crecí bajo el dominio de los romanos, aunque hasta que tuve diez años no vi a muchos por allí, pues casi siempre se quedaban en la ciudad fortificada de Séforis, que estaba a una hora de camino desde Nazaret. Ahí fue donde Joshua y yo vimos el asesinato de un soldado romano, pero me estoy adelantando a la historia. Por el momento quedaos con que el soldado está sano y salvo, feliz con su escoba en la cabeza.

En Nazaret, casi todos eran campesinos, cultivaban viñas y olivos en las colinas pedregosas que se alzaban a las afueras de la ciudad, y cebada y trigo en los valles que se extendían más allá. Había también pastores de cabras y de ovejas, cuyas familias vivían en la ciudad mientras los hombres y los muchachos mayores cuidaban de los rebaños en las tierras altas. Nuestras casas eran de piedra, y el suelo también, aunque muchas casas lo tenían de tierra prensada.

Yo era el mayor de tres hijos, por lo que a la edad de seis años empezaron a prepararme para que aprendiera el oficio de mi padre. Mi madre me enseñaba mis lecciones cantadas, y también la Ley y las historias de la Tora en hebreo, y mi padre me llevaba a la sinagoga a oír a los mayores leer la Biblia. Mi lengua materna era el arameo, pero a los diez años ya era capaz de hablar y leer en hebreo, como casi todos los hombres.

Mi facilidad para aprender el hebreo y la Tora se vio espoleada por mi amistad con Joshua, pues mientras los demás niños jugaban a molestar a las ovejas o a dar patadas a los cananeos, Joshua y yo jugábamos a ser rabinos, y él insistía en que nos ciñéramos al hebreo auténtico para celebrar nuestras ceremonias. La cosa era más divertida de lo que parece, o al menos lo fue hasta que mi madre nos pilló intentando circuncidar a mi hermano pequeño, Sem, con una piedra afilada. Menudo enfado se pilló. Yo argumenté que Sem debía renovar su alianza con el Señor, pero creo que no la convencí. Me azotó con una vara de olivo, y me prohibió jugar con Joshua durante un mes. ¿He comentado ya que estaba poseída por los demonios?

En general, creo que al pequeño Sem le vino bien aquello. Era el único niño que conocí capaz de orinar en curva. Y, con unas dotes como las suyas, si eres mendigo, te ganas bastante bien la vida. Pues, ya veis, él no me dio nunca las gracias.

Hermanos.

Si los niños ven magia en las cosas es porque la buscan.

Cuando conocí a Joshua, yo no sabía que era el Salvador, y él tampoco lo sabía, por cierto. Sí me di cuenta de que no tenía miedo. Entre una raza de guerreros conquistados, un pueblo que intentaba sentirse orgulloso al tiempo que se acobardaba ante Dios y ante Roma, él destacaba como una flor en el desierto. Aunque tal vez yo fuese el único que se daba cuenta, y eso porque me fijaba. Para todos los demás, él era un niño como los otros: con las mismas necesidades y las mismas probabilidades de morir antes de llegar a adulto.

Cuando le conté a mi madre lo del truco de la lagartija, me tocó la frente para descartar que tuviera fiebre y me envió a dormir a mi jergón, con un cuenco de caldo por toda cena.

—Me han contado cosas sobre la madre de ese niño —le dijo a mi padre—. Según ella, habló con un ángel del Señor. Le explicó a Esther que había dado a luz al Hijo de Dios.

—¿Y qué le dijiste tú a Esther?

—Que debía cuidarse mucho de que los fariseos no oyeran sus chifladuras, porque si no lo hacía no tardaríamos en tener que buscar piedras para lapidarla.

—Entonces no vuelvas a hablar de ello. Conozco a su marido, es un hombre recto.

—Sobre el que ha recaído la maldición de una esposa loca.

—Pobre hombre —dijo mi padre, partiendo un pedazo de pan. Tenía las manos duras como el cuerno, cuadradas como martillos, grises como las de un leproso, de tanto barro que había pasado por ellas. Cuando me abrazaba me arañaba la espalda con tal fuerza que a veces sangraba, pero aun así mis hermanos y yo nos peleábamos por ser los primeros en recibir su abrazo cuando regresaba a casa del trabajo todas las noches. Las mismas heridas, infligidas por la ira, nos habrían hecho acudir a las faldas de nuestra madre ahogados en llanto. Yo me dormía siempre sintiendo su mano en la espalda, como un escudo.

Padres.

—¿Quieres aplastar unas cuantas lagartijas? —le pregunté a Joshua cuando volví a verlo. Él estaba dibujando con un palo en la arena, ignorándome. Yo planté un pie sobre su dibujo—. ¿Sabías que tu madre está loca?

—Es mi padre, que la saca de quicio —dijo él con voz triste, y sin levantar la vista.

Me senté a su lado.

—A veces mi madre aúlla por las noches, como los perros salvajes.

—¿Está loca? —me preguntó Joshua.

—Por la mañana parece encontrarse bien. Canta mientras nos prepara el desayuno.

Joshua asintió, supongo que complacido al descubrir que la locura podía ser un estado pasajero.

—Antes vivíamos en Egipto —dijo.

—No, no es verdad, eso está muy lejos. Más lejos aún que el templo. —El templo de Jerusalén era el lugar más lejano que había visitado de niño. Todas las primaveras mi familia emprendía un camino que duraba cinco días, para la fiesta de la Pascua. Parecía no terminar nunca.

—Vivimos aquí, y después en Egipto, y ahora hemos vuelto aquí —dijo Joshua—. Ha sido un viaje muy largo.

—Eso es mentira. Se tarda cuarenta años en llegar a Egipto.

—Ya no. Ahora está más cerca.

—Pues es lo que está escrito en la Tora. Mi abuelo me lo ha leído. «Los israelitas vagaron cuarenta años por el desierto.»

—Los israelitas se perdieron.

—¿Durante cuarenta años? —Me eché a reír—. Los israelitas debían ser muy tontos.

—Nosotros somos los israelitas.

—¿Sí?

—Sí.

—Tengo que ir a buscar a mi madre —le dije.

—Cuando vuelvas, jugaremos a Moisés y el faraón.

El ángel me ha confiado que va a preguntarle al Señor si puede convertirse en Spiderman. No deja de ver la tele, incluso cuando yo duermo, y se ha obsesionado con la historia del héroe que combate a los demonios desde los tejados. El ángel dice que el mal acecha más ahora que en mi época, y que ello exige que los héroes sean más grandes. Los niños necesitan héroes, dice. A mí me parece que lo que él quiere es tirarse desde los edificios con ese pijama rojo.

Además, ¿qué héroe podría llegar a tocar siquiera a estos niños, con sus máquinas, sus medicinas, sus distancias convertidas en algo invisible? (Raziel. No lleva aquí ni una semana y ya está dispuesto a vender la espada de Dios con tal de poder descolgarse de una telaraña.) En mi época, nuestros héroes eran pocos, pero de verdad —algunos de nosotros incluso hubiéramos podido remontarnos en el árbol genealógico hasta hallar un parentesco con ellos. Joshua siempre jugaba a los héroes (David, Josué, Moisés), mientras yo representaba el papel de algún malo (el faraón, Acab, Nabucodonosor). Si me hubieran pagado un siclo cada vez que me ejecutaban por ser filisteo... solo sé que no pasaría por el ojo de una aguja montado en un camello próximamente, eso os lo aseguro. Ahora que lo pienso, veo que Joshua estaba practicando para aquello en lo que se iba a convertir.

—Deja partir a mi pueblo —dijo Joshua, que hacía de Moisés.

—Vale.

—No puedes decir «vale» y ya está.

—¿No?

—No. El Señor ha endurecido tu corazón y lo ha indispuesto a mis peticiones.

—¿Y por qué iba a hacer una cosa así?

—No lo sé. Pero lo ha hecho. Y ahora, deja partir a mi pueblo.

—Nanay. —Me crucé de brazos y me volví, como alguien con el corazón endurecido.

—Mira cómo convierto esta vara en serpiente. Y ahora, ¡deja partir a mi pueblo!

—Vale.

—No puedes decir «vale» y ya está.

—¿Por qué? El truco de la vara ha sido bastante bueno.

—Pero es que así no es.

—De acuerdo, está bien. De ninguna manera, Moisés, tu pueblo tiene que quedarse.

Joshua agitó la vara delante de mis narices.

—Mira cómo te envío una plaga de ranas. Llenarán tu casa y tu alcoba, y se meterán en tus cosas.

—¿Y qué?

—¿Y qué? Que es malo. Deja partir a mi pueblo, faraón.

—Pero es que a mí las ranas más bien me gustan.

—Ranas muertas —amenazó Moisés—. Montones de ranas muertas, humeantes, apestosas.

—No, no, en ese caso, mejor que cojas a tu pueblo y te vayas. Yo, además, tengo que erigir unas esfinges, y eso.

—Maldita sea, Colleja ¡Así no es! Todavía tengo más plagas para ti.

—Yo quiero ser Moisés.

—No puedes.

—¿Por qué no?

—Porque la vara la tengo yo.

—Ah.

Y así era. No estoy seguro que me gustara tanto hacer de malo como a Joshua le gustaba hacer de héroe. A veces reclutábamos a nuestros hermanos pequeños para que representaran los papeles más despreciables. Los de Joshua, Judas y Jaime, hacían de poblaciones enteras, como los sodomitas a las puertas de Lot.

—Haz salir a esos dos ángeles para que podamos conocerlos.

—Eso no pienso hacerlo —respondí, en mi papel de Lot (me había tocado el bueno solo porque Joshua quería representar el papel de los ángeles)—, pero tengo dos hijas que no conocen a nadie, y a ellas sí podéis conocerlas.

—Está bien —dijo Judas.

Abrí la puerta y dejé salir a mis hijas imaginarias para que conocieran a los sodomitas...

—Un placer conocerlos.

—Encantado, seguro.

—Qué alegría.

—¡Así no es! —gritaba Joshua—. Se supone que debéis intentar echar la puerta abajo, y entonces yo os dejo ciegos.

—¿Y entonces destruyes nuestra ciudad? —preguntó Jaime.

—Sí.

—Preferimos conocer a las hijas de Lot.

—Deja partir a mi pueblo —soltó Judas, que solo tenía cuatro años y a veces confundía las historias. A él le gustaba sobre todo el Éxodo, porque, junto con Jaime, se dedicaban a arrojarme cántaros de agua mientras yo conducía a los soldados a través del Mar Rojo, detrás de Moisés.

—Ya vale —dijo Joshua —. Judas, tú eres la esposa de Lot. Ponte ahí.

A veces Judas tenía que hacer de esposa de Lot, fuera la que fuera la historia que estuviéramos representando.

—No quiero ser la esposa de Lot.

—Cállate, las estatuas de sal no hablan.

—No quiero hacer de niña.

Nuestros hermanos siempre hacían los papeles de mujer. Yo no tenía hermanas a las que atormentar, y la única de Joshua por aquel entonces, Isabel, era aún una recién nacida. Eso fue antes de que conociéramos a la Magdalena. La Magdalena lo cambió todo.

Desde que oí a mis padres hablar de la locura de la madre de Joshua, muchas veces me dedicaba a observarla, en busca de algún indicio, pero a mí me parecía que se ocupaba de sus tareas como las demás madres, cuidando de los pequeños, trabajando en el huerto, yendo a buscar agua y preparando la comida. Jamás, como yo esperaba, la vi caminar a cuatro patas, o echar espuma por la boca. Era más joven que muchas de las madres, y desde luego mucho más que su esposo, José, que para nuestra época era todo un anciano. Joshua decía que José no era su verdadero padre, aunque se negaba a revelar la identidad de su progenitor. Cuando surgía el tema y María estaba cerca, esta llamaba a su hijo, se acercaba un dedo a los labios y le exigía silencio.

—Todavía no es el momento, Josh. Colleja no lo entendería.

Me bastaba con oír mi nombre pronunciado por ella para que me diera un vuelco el corazón. No tardé en desarrollar un amor infantil por la madre de Joshua, que me llevaba a fantasear con que me casaba con ella, formábamos una familia, y compartíamos el futuro.

—Tu padre es viejo, ¿verdad, Josh?

—No tanto.

—Cuando muera, ¿tu madre se casará con su hermano?

—Mi padre no tiene hermanos. ¿Por qué?

—No, por nada. ¿Qué te parecería que tu padre fuera más bajo que tú?

—No lo es.

—Pero, cuando tu padre muera, tu madre podría casarse con alguien más bajo que tú, y sería tu padre. Tendrías que hacer lo que él te mandara.

—Mi padre no morirá nunca. Es eterno.

—Eso dices tú. Pero yo creo que, cuando me haga hombre y tu padre muera, tomaré a tu madre por esposa.

Joshua puso cara de haber mordido un higo verde.

—No digas eso, Colleja.

—A mí no me importa que esté loca. Me gusta su manto azul. Y su sonrisa. Seré un buen padre. Te enseñaré a ser albañil, y solo te pegaré cuando te pongas muy pesado.

—Prefiero jugar con los leprosos a seguir escuchándote —me dijo, haciendo ademán de alejarse.

—Espera. Sé bueno con tu padre, Joshua, hijo de Colleja. —Mi propio padre usaba mi nombre así, completo, cuando quería decirme algo importante—. ¿No dice la ley de Moisés que tienes que honrarme?

El pequeño Joshua se giró para mirarme.

—Yo no me llamo Joshua hijo de Colleja, y tampoco Joshua hijo de José. Yo soy Joshua hijo de Jehová.

Miré a mi alrededor, con la esperanza de que nadie lo hubiera oído. No quería que mi único hijo (pues pensaba vender como esclavos a Judas y a Jaime) fuera lapidado hasta la muerte por pronunciar el nombre de Dios en vano.

—Eso no vuelvas a decirlo, Josh. No me casaré con tu madre, tranquilo.

—No te casarás con ella, no.

—Lo siento.

—Te perdono.

—Será una excelente concubina.

No creáis a quien os diga que el Príncipe de la Paz jamás pegó a nadie. En aquellos primeros días, antes de que se convirtiera en quien acabaría siendo, Joshua me dio más de un puñetazo en la nariz. Y aquella fue la primera vez que lo hizo.

María siguió siendo mi amor verdadero hasta que vi a la Magdalena.

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