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Authors: Christopher Moore

Cordero (3 page)

Si la gente de Nazaret creía que la madre de Joshua estaba loca, se lo callaba casi siempre, por respeto a su esposo, José. Él era sabio en la Ley, los Profetas y los Salmos, y eran pocas las esposas en toda la ciudad que no servían la sopa en los finos cuencos de madera de olivo que él fabricaba. Era justo, fuerte, sensato. Se decía que había sido esenio, miembro de la severa y ascética congregación judía que hacía vida aparte, y cuyos miembros jamás se cortaban el pelo, pero lo cierto era que no asistía en su compañía a la congregación y, a diferencia de ellos, todavía conservaba el don de la sonrisa.

En aquellos primeros días yo lo veía muy poco, pues siempre se encontraba en Séforis, construyendo estructuras para griegos y romanos, así como para los judíos asentados en la ciudad, pero todos los años, cuando se acercaba la festividad de los Primeros Frutos, José interrumpía su trabajo y regresaba a casa para fabricar cuencos y cucharas. Durante esa fiesta, era tradición ofrecer los primeros corderos, el primer cereal y los primeros frutos a los sacerdotes del templo. Incluso los primeros hijos nacidos ese año se ofrendaban al templo, bien prometiendo que ofrecerían su mano de obra cuando fueran adultos, bien mediante un donativo. Los artesanos, como mi padre y el padre de Joshua, regalaban las cosas que fabricaban, y algunos años mi padre confeccionaba morteros, manos y muelas para las ofrendas, mientras que en otros peregrinaba a Jerusalén para las celebraciones. Con todo, como la fiesta caía solo siete semanas después de la Pascua, muchas familias no podían permitirse la peregrinación, y las ofrendas acababan en nuestra sencilla sinagoga.

Durante las semanas previas a la festividad, José se sentaba frente a su casa, a la sombra de un toldo que él mismo se había fabricado, modelando la madera retorcida de olivo con formón y cincel, mientras Joshua y yo jugábamos a sus pies. Llevaba la túnica de una sola pieza que llevábamos todos, un rectángulo de tela con un corte en el centro para pasar la cabeza, sujeta con un cordón para que las mangas cayeran hasta los codos, y el dobladillo hasta las rodillas.

—Tal vez este año deba entregar al templo a mi primer hijo, ¿verdad, Joshua? ¿No te gustaría limpiar el altar después de los sacrificios? —dijo, sonriendo para sus adentros, sin levantar la vista del trabajo—. Les debo un primer hijo, ya lo sabes. Estábamos en Egipto cuando se celebró la fiesta de los Primeros Frutos del año en que naciste.

La idea de entrar en contacto con la sangre horrorizaba a Joshua, no había duda, lo mismo que habría horrorizado a cualquier muchacho judío.

— Ofrece a Jaime, 
abba
, él es tu primer hijo.

José alzó la mirada y la posó en mí, fija, para ver si yo reaccionaba de algún modo. Y sí, había reaccionado, aunque en realidad lo que me pasaba era que me había puesto a pensar en mi condición de primer hijo. Esperaba que a mi padre no le diera por pensar en los mismos términos.

—Jaime es el segundo hijo. Los sacerdotes no quieren a los segundos hijos. Tendrás que ser tú.

Joshua me miró antes de responder, y clavó los ojos en su padre.

— Pero, 
abba
, si tú mueres, ¿quién cuidará de madre si yo estoy en el templo?

—Alguien la cuidará —tercié yo—. Estoy seguro.

—Tardaré mucho en morirme —dijo José acariciándose la barba gris—. Me salen canas en la barba, pero todavía me queda mucha vida por delante.

— No estés tan seguro,
abba
 —dijo Joshua.

José soltó el cuenco en el que trabajaba y se miró las manos.

—Salid de aquí e id a jugar a otra parte —ordenó, con apenas un hilo de voz.

Joshua se puso en pie y se alejó. Yo habría querido abrazarme al anciano, pues era la primera vez que veía a un adulto asustado, y a mí también me daba miedo.

—¿Puedo ayudarte? —le dije, señalando el cuenco medio terminado que reposaba en su regazo.

—Ve con Joshua. Le hace falta un amigo que le enseñe a ser humano. Luego ya le enseñaré yo a ser un hombre.

2

El ángel quiere que escriba con más detalle sobre la gracia de Joshua. ¿Gracia? Intento escribir sobre un niño de seis años, por el amor de Cristo, ¿qué gracia iba a tener a esa edad? Joshua no iba por ahí proclamando todos los días que era el Hijo de Dios. Era un niño bastante normal, casi siempre. Estaba el truco que hacía con las lagartijas, y una vez encontramos un estornino muerto, y él lo devolvió a la vida, y en otra ocasión, a los ocho años, curó a su hermano, que se había roto el cráneo cuando jugábamos a «lapidar adúlteras» y se nos fue un poco la mano. (A Judas nunca se le dio bien representar a una adúltera. Se quedaba ahí plantado, inmóvil, como si fuera la esposa de Lot convertida en estatua de sal. Y eso no se hace así. La adúltera tiene que ser astuta y de pie flexible.) Los milagros que Joshua obraba eran pequeños, discretos, como suelen ser los milagros una vez te acostumbras a ellos. Pero el problema estaba en los milagros que surgían a su alrededor, sin que él quisiera, por decirlo de algún modo. Así, de pronto, me vienen a la cabeza panes y serpientes.

Faltaban cinco días para la celebración de la Pascua, y muchas familias de Nazaret no iban a peregrinar a Jerusalén ese año. Las lluvias habían sido escasas en invierno, y la estación se presentaba difícil. Eran pocos los campesinos que podían permitirse ausentarse de sus campos y viajar a la Ciudad Santa. Mi padre y el de Joshua estaban trabajando en Séforis, y los romanos no iban a darles más días libres que los estrictamente festivos. Cuando llegué de jugar en la plaza, mi madre acababa de preparar el pan ácimo.

Sostenía doce panes en la mano, y parecía a punto de dejarlos caer al suelo.

—Colleja, ¿dónde está tu amigo Joshua? —Mis hermanos pequeños sonreían de oreja a oreja detrás de sus faldones.

—En casa, supongo. Acabo de despedirme de él.

—¿Y qué habéis estado haciendo?

—Nada. —Traté de recordar si habíamos hecho algo que pudiera enojarla, pero no se me ocurrió nada. Aquel había sido un día excepcional en el que no nos habíamos metido en líos. Mis dos hermanos, que yo supiera, seguían intactos.

—¿Qué habéis hecho para que pase esto? —me preguntó, alargándome una oblea de pan ácimo. Y ahí, sobre el relieve marrón, tostado, de la costra dorada, vi la imagen del rostro de mi amigo. Mi madre levantó otra oblea, y en ella también aparecía la cara de Joshua. Se trataba de la reproducción de una imagen: pecado grave. En ellas Josh aparecía sonriendo. A mi madre las sonrisas no le gustaban nada—. ¿Y bien? ¿Hace falta que me acerque a casa de Joshua y se lo pregunte a su pobre madre, que está loca?

—No. Lo he hecho yo. Yo he grabado la cara de Joshua en el pan. —Esperaba que no me preguntara cómo lo había hecho.

—Tu padre te castigará cuando regrese a casa esta tarde. Y ahora vete, sal de aquí.

Al salir discretamente por la puerta, oí las risitas de mi hermano pequeño, pero, una vez en la calle las cosas no hicieron sino empeorar. Había mujeres que se alejaban de sus hornos con sus obleas de pan ácimo en la mano. Todas balbucían variaciones sobre el tema: «Eh, hay un niño en mi pan».

Me acerqué corriendo a casa de Joshua y entré sin llamar. Joshua y sus hermanos comían, sentados en torno a la mesa. María amamantaba a su hija más pequeña, Miriam.

—Te has metido en un buen lío —le susurré al oído con tal fuerza que habría podido arrancarle un tímpano.

Joshua levantó el pan que se estaba comiendo y esbozó una sonrisa idéntica a la que aparecía en el rostro del pan.

—Es un milagro.

—Y además sabe muy bien —dijo Jaime, mordisqueando una esquina del pan que coincidía con la cabeza de su hermano.

—Está por toda la ciudad, Joshua. No solo en tu casa. Tu cara aparece en los panes de todo el mundo.

—De veras es el Hijo de Dios —intervino María, esbozando una sonrisa beatífica.

—Oh, no, madre —dijo Jaime.

—Oh, sí, madre —dijo Judas.

—Su careto está en toda la celebración de la Pascua. Tenemos que hacer algo. —No parecían conscientes de la gravedad de la situación. Yo ya estaba metido en un buen lío, y eso que mi madre no sospechaba de nada sobrenatural—. Tenemos que cortarte el pelo.

—¿Qué?

—No podemos cortarle el pelo —objetó María. Siempre se lo había dejado largo, como los esenios, y decía que era nazareno, como Sansón. Aquella era otra de las razones por las que la gente la consideraba loca. Los demás llevábamos el pelo corto, como los griegos que habían gobernado nuestro país desde tiempos de Alejandro, y como los romanos, que los habían sucedido.

—Si le cortamos el pelo, se parecerá a todos nosotros. Podemos decir que el rostro del pan es de otro.

—De Moisés —dijo María—. Del joven Moisés.

—¡Sí!

—Iré a por un cuchillo.

—Jaime, Judas, venid conmigo —les dije—. Tenemos que contar a todos que el rostro de Moisés ha venido a visitarnos por la Pascua.

María apartó a Miriam de su pecho, se inclinó sobre mí y me besó en la frente.

—Eres un buen amigo, Colleja.

Yo estuve a punto de derretirme allí mismo, pero vi que Joshua me miraba con el ceño fruncido.

—Pero no es la verdad.

—No, pero así los fariseos te dejarán en paz y no te juzgarán.

—A mí no me dan miedo —dijo aquel niño de nueve años—. Y, además, yo no he hecho nada con el pan.

—Más a mi favor. ¿Por qué aceptar entonces la culpa y el castigo?

—No lo sé, parece lo correcto, ¿no?

—Quédate quieto para que tu madre pueda cortarte el pelo. —Salí a toda prisa por la puerta, seguido de Judas y de Jaime, los tres balando como corderos pascuales.

—¡Mirad! ¡Moisés ha dibujado su rostro en los panes por la Pascua! ¡Mirad todos!

Milagros. Ella me había besado. El santo Moisés en un pan ácimo. Ella me había besado.

¿Y el milagro de la serpiente? En cierto modo fue un presagio, aunque eso solo puedo decirlo por lo que sucedió después entre Joshua y los fariseos. En aquel momento a él le pareció que era el cumplimiento de una profecía, o al menos así fue como intentó vendérselo a sus padres.

El verano estaba ya avanzado, y nosotros estábamos jugando en un trigal cuando Joshua encontró un nido de víboras.

—¡Nido de víboras! —exclamó. El trigo estaba tan alto que no veía desde donde me gritaba.

—¡Pues que tu familia pille la viruela! —repliqué.

—Que no. Que te digo que aquí hay un nido de víboras. De verdad.

—Ah, creía que me estabas insultando. Lo siento. Que tu familia no pille la viruela.

—Ven a ver.

Avancé entre el trigo y encontré a Joshua de pie sobre un montón de piedras que algún campesino había usado para marcar la linde de su campo. Me eché a gritar y retrocedí tan deprisa que perdí el equilibrio y caí al suelo. Un amasijo de serpientes se retorcía a los pies de Joshua, pasaba sobre sus sandalias, se enroscaba en sus tobillos.

—Joshua, aléjate de ahí.

—A mí no me harán ningún mal. Lo pone en Isaías.

—Tú ten cuidado, por si éstasno han leído a los Profetas...

Joshua dio un paso a un lado y, al hacerlo, las serpientes se dispersaron, y entonces, allí mismo, tras él, vi la cobra más grande que había visto jamás. Lentamente, fue incorporándose hasta ser más alta que mi amigo, y extendió su capucha como si de un manto se tratara.

—Corre, Joshua.

Él sonrió.

—La llamaré Sara, en honor a la esposa de Abraham. Y estas son sus hijas.

—No te burles. Sal de ahí, Josh.

—Quiero enseñársela a madre. A ella le encantan las profecías.

Y, dicho esto, se dirigió al pueblo, con la inmensa serpiente siguiéndolo como una sombra. Las pequeñas permanecieron en el nido, y yo retrocedí despacio unos pasos antes de volverme y correr en dirección a mi amigo.

En una ocasión yo había llevado una rana a casa, con la esperanza de que me dejaran conservarla como mascota. No era una rana demasiado grande, solo tenía una pata, y demostraba muy buenos modales. Pero mi madre me obligó a liberarla, y luego me bañó en la pila de inmersión (lamikveh), de la sinagoga. Aun así, no me dejó entrar en casa hasta que se puso el sol, porque decía que estaba impuro. Joshua, en cambio, dejó entrar en su casa una cobra de seis metros de largo y su madre dio un grito de alegría. Mi madre nunca daba gritos de alegría.

María se apoyó el bebé en la cadera, se arrodilló frente a su hijo y citó a Isaías:

—«Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías se echarán juntas; y el león como el buey comerá paja. Y el niño de pecho jugará sobre la cueva del áspid, y el recién destetado extenderá su mano sobre la caverna de la víbora.»

Jaime, Judas y Isabel se habían refugiado en un rincón, aterrados, demasiado para gritar siquiera. Yo esperaba en el quicio de la puerta, observando.

La serpiente se balanceó detrás de Joshua, como disponiéndose a atacar.

—Se llama Sara.

—Eran cobras, no áspides —intervine yo—. Un montón de cobras.

—¿Podemos quedárnosla? —preguntó Joshua—. Cazaré ratas para ella, y le haré un lecho junto al de Isabel.

—Estoy seguro de que áspides no eran. Un áspid lo reconocería si lo viera. Y creo que víboras tampoco. Yo diría que eran cobras. (En realidad, no tenía la menor idea de cómo eran los áspides.)

—Silencio, por favor, Colleja —dijo María, y la dureza de su voz me partió el corazón.

En aquel preciso instante José dobló la esquina y entró por la puerta, sin darme tiempo a impedírselo. Con todo, no había transcurrido ni un momento cuando ya estaba de nuevo en la calle.

—¡Por las barbas de Josafat!

Me fijé bien, por si a José le fallaba el corazón; en un momento había llegado a la conclusión de que una vez María y yo nos casáramos, la serpiente tendría que salir de aquella casa, o al menos dormir fuera, pero el fornido carpintero parecía solo ligeramente impresionado, y algo polvoriento, tras su carrera de regreso a la puerta.

—¿Verdad que no es un áspid? —le pregunté—. Los áspides son pequeños, para poder caber en los pechos de las reinas egipcias, ¿verdad?

José me ignoró.

—Retrocede despacio, hijo. Yo voy a buscar un cuchillo al taller.

—No nos hará ningún daño —le explicó Joshua—. Se llama Sara, la he sacado de Isaías.

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