Authors: Christopher Moore
Raziel, ¿tú recuerdas la era anterior a la humanidad, el tiempo en que solo existían las huestes celestiales y el Señor?
Sí, aquellos fueron los mejores tiempos. Salvo por la guerra, claro. Pero, aparte de eso, sí, fue una época maravillosa.
Y vosotros, los ángeles, erais tan fuertes y tan hermosos como la imaginación divina, vuestras voces cantaban loas al Señor y a su gloria hasta los confines del universo, y aun así al Señor consideró oportuno crearnos a nosotros, a la humanidad, débil, retorcida y profana, ¿verdad?
Ahí fue cuando todo empezó a ir cuesta abajo, si quieres que te sea sincero —dijo Raziel.
Bien, ¿tú sabes por qué el Señor decidió crearnos?
No, a nosotros no nos corresponde cuestionar Su Voluntad.
—Pues porque todos vosotros sois unos gilipollas de mucho cuidado. Por eso. Tenéis menos cabeza que la maquinaria de las estrellas. Los ángeles no sois más que unos insectos bonitos.
Días de nuestras vidas
es ficción, Raziel. Una obra. No es real. ¿Lo captas?
No.
Y era verdad, no lo captaba. Me he enterado de que, en esta era, se cuentan muchos chistes sobre la estupidez de los que tienen el pelo amarillo, de los rubios. Supongo que todo empezó con los ángeles.
Creo que todos esperábamos que las cosas regresaran a la normalidad una vez encontraron al asesino, pero parecía que los romanos, por aquel entonces, estaban mucho más preocupados por el exterminio de los sicarios que por una resurrección aislada. A decir verdad, las resurrecciones no eran tan excepcionales en aquellos tiempos. Como ya he comentado, nosotros, los judíos, nos apresurábamos a enterrar a nuestros muertos, y con las prisas llegan los errores. En ocasiones alguna pobre alma caía inconsciente en el transcurso de algunas fiebres, y al despertar se encontraba envuelto en un sudario y preparado para la tumba. Pero los funerales eran un modo agradable de reunir a las familias, y siempre se preparaba una buena comida después, o sea, que nadie se quejaba, salvo, tal vez, aquellos que no despertaban antes del entierro, pero esos, si se quejaban... bueno, no, estoy seguro de que Dios sí los oía. (En mi época, compensaba tener el sueño ligero.) De modo que, por más impresionados que pudieran haberse sentido por ver caminar a un muerto, los romanos, al día siguiente, ya empezaron la búsqueda de posibles conspiradores. Al alba se llevaron hasta Séforis a todos los hombres de la familia de Magdalena.
No se obraría ningún milagro que provocara la liberación de los presos, pero tampoco se anunció ninguna crucifixión en los días siguientes. Después de que transcurrieran dos semanas sin noticias sobre el destino ni el estado de los hombres, Magda, su madre, sus tías y sus hermanas se acercaron a la sinagoga durante el sabbat y pidieron ayuda a los fariseos.
Al día siguiente, fariseos de Nazaret, Jafia y Séforis se presentaron en la guarnición romana para pedir a Justo la liberación de los prisioneros. Yo no sé qué le dijeron, qué resorte debieron de usar para ablandar a los romanos, pero el caso es que un día después, cuando apenas había amanecido, los hombres de la familia de Magda aparecieron tambaleantes en nuestro pueblo, magullados, hambrientos y cubiertos de mugre, pero vivitos y coleando.
No hubo fiestas para celebrar el retorno de los presos; los judíos preferimos actuar con discreción durante los meses siguientes para dar tiempo a los romanos a calmarse. En aquellos días Magda parecía distante, y Josh y yo ya no contemplábamos aquella sonrisa que nos cortaba la respiración. Se diría que nos evitaba, que abandonaba la plaza apresuradamente cuando nos veía aparecer, o, durante el sabbat, no se separaba de las mujeres de su familia, con las que no nos estaba permitido hablar. Finalmente, cuando ya había pasado un mes, sin el menor respeto a la costumbre ni a las normas más comunes de cortesía, Joshua insistió en que faltáramos al trabajo y, arrastrándome de la manga, me llevó hasta la casa de Magda. Cuando llegamos, ella estaba arrodillada en el suelo, junto a la puerta, moliendo cebada. Vimos que su madre estaba en casa e iba de aquí para allá, y que su hermano, Simón (al que llamaban Lázaro), se encontraba trabajando en la forja, en la puerta de al lado. Magda parecía perdida en el ritmo de la molienda, y no se dio cuenta de que nos acercábamos. Joshua le posó una mano en el hombro, y ella, sin alzar la vista, esbozó una sonrisa.
—Se supone que estáis construyendo una casa en Séforis —dijo.
—Nos ha parecido más importante ir a visitar a una amiga enferma.
—¿Y quién es esa amiga?
—¿A ti qué te parece?
—Yo no estoy enferma. De hecho, me ha curado la mano del Mesías.
—A mí no me lo parece —insistió Josh.
Finalmente, alzó la mirada y, al verlo, su sonrisa se esfumó.
—Ya no puedo seguir siendo vuestra amiga —dijo al fin—. Las cosas han cambiado.
—¿Por qué? ¿Porque tu tío era sicario? —le pregunté yo—. No seas tonta.
—No, porque mi madre llegó a un trato para que Iban convenciera a los demás y que fueran todos a Séforis a implorar por las vidas de los hombres de la familia.
—¿Y en qué consistía ese trato?
—Estoy prometida en matrimonio. —Volvió a posar la vista en la muela, y una lágrima resbaló por su mejilla hasta caer sobre la harina.
Los dos nos habíamos quedado mudos. Josh le apartó la mano del hombro y dio un paso atrás. Me miró, como si yo pudiera hacer algo. Yo sentía que estaba a punto de echarme a llorar de un momento a otro, pero, con la voz quebrada, logré preguntar:
—¿Con quién?
—Con Jakan —respondió Magda ahogando un sollozo.
—¿Con el hijo de Iban? ¿El loco? ¿El matón?
Magda asintió. Joshua se cubrió la boca con la mano y se alejó unos pasos a toda prisa. Apenas se detuvo, vomitó. Yo estuve tentado de hacer lo mismo, pero me contuve y me arrodillé junto a Magda.
—¿Cuánto falta para la boda?
Nos casaremos un mes después de la Pascua. Madre le ha pedido que espere seis meses.
—¡Seis meses! ¡Seis meses! Eso es una eternidad, Magda. A Jakan podrían matarlo de seis mil maneras horribles en estos seis meses, y esas son solo las que se me ocurren ahora mismo. Sí, alguien podría delatarlo a los romanos por rebelde. No digo quién, pero alguien podría hacerlo. Podría suceder.
—Lo siento, Colleja.
—No lo sientas por mí. ¿Por qué habrías de sentirlo por mí?
—Sé cómo te sientes, y por eso lo lamento.
Durante unos instantes me sentí confuso, y miré a Joshua para que me proporcionara alguna pista, pero él seguía concentrado en esparcir su desayuno por el suelo.
—Pero tú quieres a Joshua, ¿no? —dije al fin.
—¿Y acaso eso te hace sentir mejor?
—Pues no.
—Por eso lo siento. —Hizo ademán de alargar la mano para acariciarme la mejilla pero su madre la llamó antes de que se consumara el contacto.
—María, entra en casa ahora mismo.
Magda señaló al Mesías vomitón con un gesto de cabeza.
—Cuida de él.
—No te preocupes, estará bien.
—Y cuídate tú.
—Yo también estaré bien, Magda. No olvides que tengo una esposa suplente. Además, faltan seis meses. En seis meses pueden pasar muchas cosas. No es que ya no vayamos a vernos más.
Intentaba sonar más esperanzado de lo que me sentía.
—Llévate a Joshua a casa —dijo. Y entonces me besó fugazmente en la mejilla y entró en casa corriendo.
Joshua se mostró absolutamente en contra de la idea de asesinar a Jakan, e incluso de la de rezar por que le sobreviniera algún mal. Más bien parecía mostrarse más amable con él que antes, y llegó incluso a ir a su encuentro y a felicitarlo por su compromiso matrimonial con Magdalena, acción que a mí me indignó e hizo que me sintiera traicionado. Fue en el olivar donde se lo dije, el mismo en el que se había internado para rezar entre los troncos retorcidos de los árboles.
—¡Cobarde! —le dije—. Podrías acabar con él si quisieras.
—Lo mismo que tú —respondió él.
—Sí, pero tú puedes invocar toda la ira de Dios para que recaiga sobre él. Yo, en cambio, tendría que esconderme detrás de él y aplastarle los sesos con una piedra. Hay una diferencia.
—¿Y querrías que yo matara a Jakan? ¿Solo por tu mala suerte?
—A mí ya me vale.
—¿Tanto te cuesta renunciar a algo que nunca has tenido?
—Tenía esperanza, Josh. Esperanza. Sabes lo que es eso, ¿no? —En ocasiones podía ser un poco lento, o eso me parecía a mí. Yo no me daba cuenta de lo mucho que sufría interiormente, ni de lo mucho que deseaba hacer algo al respecto.
—Creo que sí, que entiendo qué significa «esperanza». De lo que no estoy tan seguro es de si a mí se me permite sentirla.
V—amos, vamos, no empieces con el discursito ese de que «Todos lo tienen menos yo». Porque tú tienes muchas cosas.
Josh se acercó más a mí, los ojos encendidos como dos carbones.
—¿Cómo qué, por ejemplo? ¿Qué es lo que tengo yo?
—Eh... —Me habría gustado responderle algo sobre una madre muy atractiva, pero me pareció que eso no era lo que querría oír en ese momento—. Eh... tienes a Dios.
—Tú también. A Dios lo tiene todo el mundo.
—¿De veras?
—Sí.
—Los romanos no.
—Hay romanos que son judíos.
—Bueno, pues tienes... esa cosa que te sirve para sanar y para resucitar a los muertos.
—Sí, claro, y ya has visto lo bien que funciona.
—Y además eres el Mesías, ¿te parece poco? A mí no. Si le dijeras a la gente que eres el Mesías, tendrían que hacer lo que tú dijeras.
—No puedo decírselo.
—¿Por qué?
—Porque no sé cómo ser el Mesías.
—Bueno, al menos haz algo para ayudar a Magda.
—No puede —dijo una voz desde detrás de un olivo. Un brillo dorado emanaba de ambos lados del tronco.
—¿Quién anda ahí? —preguntó Joshua.
El ángel Raziel se asomó desde su escondite.
—Un ángel del Señor —le susurré yo a Joshua.
—Ya lo sé —me respondió en un tono que parecía decir: «Visto uno, vistos todos».
—No puede hacer nada —insistió el ángel.
—¿Por qué no? —pregunté.
—Porque no conocerá mujer.
—¿Ah, no? —dijo Joshua, al que la noticia no pareció alegrarle precisamente.
—¿No la conocerá en el sentido de que no debe conocerla, o de que no puede conocerla? —quise precisar yo.
El ángel se rascó la cabeza dorada.
—Eso no lo he preguntado.
—Pues a mí me parece importante —insistí.
—Por María Magdalena no puede hacer nada, eso sí lo sé. Me han pedido que venga a decírselo. A decirle eso, y que ya es hora de que se vaya.
—¿Ir adónde?
—Eso tampoco lo he preguntado.
Supongo que debería haber estado asustado, pero parecía haber pasado de largo el enfado, y haber llegado directamente a la exasperación. Me acerqué al ángel y le di un golpecito en el pecho.
—¿Eres el mismo ángel que vino a vernos la otra vez, para anunciarnos el advenimiento del Salvador?
—Fue la voluntad del Señor que yo os trajera la buena nueva.
—No, te lo pregunto por si acaso resulta que todos los ángeles tenéis el mismo aspecto, no sé. O sea, que después de que te apareces con diez años de retraso, van y te envían otra vez para que transmitas otro mensaje.
—Estoy aquí para decirle al Salvador que es hora de que parta.
—¿Y no sabes adónde tiene que partir?
—No.
—Y esta cosa dorada que te rodea, esta luz, ¿qué es?
—La gloria del Señor.
—¿Estás seguro de que no es la estupidez, que se te sale y gotea?
—Colleja, sé más amable, es el mensajero del Señor.
—Es que, diablos, Josh, no nos está ayudando mucho. Si uno tiene que tratar con ángeles del cielo, lo mínimo que puede pedirse es que al menos sepan lo que hacen. Que abatan murallas, o algo así, que destruyan ciudades, o, no sé, que transmitan los mensajes completos.
—Lo siento —dijo el ángel—. ¿Queréis que destruya alguna ciudad?
—Vete y averigua adónde se supone que debe partir Joshua. ¿Qué te parece eso?
—Eso puedo hacerlo.
—Pues hazlo.
—Ahora mismo vuelvo.
—Esperamos.
—Ve con Dios —comentó Joshua.
En un instante el ángel situó detrás de otro tronco, y el brillo dorado desapareció del olivar, dejando tras de sí una brisa tibia.
—Has sido un poco duro con él —me regañó mi amigo.
—Josh, a veces siendo amable no consigues lo que quieres.
—Siempre se puede intentar.
—¿Moisés fue amable con el Faraón?
Sin darle tiempo a responder, la brisa cálida recorrió una vez más el olivar, y el ángel apareció detrás de un árbol.
—A encontrar tu destino —dijo.
—¿Qué? —pregunté yo.
—Debes partir para encontrar tu destino.
—¿Eso es todo? —dijo Joshua.
—Sí.
—¿Y lo de «conocer mujer»? —quise saber yo.
—Tengo que irme —anunció el ángel.
—Agárralo, Josh. Tú lo sostienes y yo le pego.
Pero el ángel se fue con la brisa.
—¿Mi destino? —Joshua posó la mirada en las palmas abiertas, vacías, de sus manos.
—Deberíamos haberle sacado la respuesta a golpes —insistí.
—No creo que hubiera funcionado.
—Sí, claro, tú y tu estrategia de ser amable con todo el mundo. ¿Te crees que Moisés...?
—Moisés debería haber dicho: «Deja ir a mi pueblo, por favor».
—¿Las cosas habrían cambiado?
—Tal vez hubiera funcionado.
—¿Y qué vas a hacer con eso de tu destino?
—Voy a preguntarlo en el sanctasanctórum cuando acuda al templo por Pascua.
Y así fue que, en primavera, todos los judíos de Galilea realizaron la peregrinación a Jerusalén para la festividad de la Pascua, y Joshua empezó a buscar su destino. El camino estaba lleno de familias que se dirigían a la Ciudad Santa. Camellos, carros y burros iban cargados hasta arriba con provisiones para el viaje, y entre el séquito de peregrinos se oían los balidos de las ovejas que serían sacrificadas durante la ceremonia. Aquel año la calzada estaba muy seca, y una nube de polvo se alzaba en ambas direcciones hasta donde alcanzaba la vista.
Como Joshua y yo éramos los hermanos mayores de nuestras respectivas familias, recaía sobre nosotros la responsabilidad de cuidar de los pequeños. Nos pareció que el modo más eficaz de impedir que se perdieran era atarlos a todos juntos, y eso fue lo que hicimos, colocándolos por orden de altura. Y así, sujetos por el cuello a una soga, que dejé bastante suelta, iban mis dos hermanos y los tres de Joshua, así como dos de sus hermanas. Si se salían de la fila, tiraba de la cuerda y los ahogaba solo un poco.