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Authors: Christopher Moore

Cordero (13 page)

—Yo, si quiero, puedo soltarme —dijo Jaime.

—Y yo también —coincidió mi hermano Sem.

—Pero no lo haréis. Estamos reproduciendo esa parte de la Pascua en la que Moisés sacaba a su pueblo de la tierra prometida, o sea que tenéis que quedaros junto a los pequeños.

—Tú no eres Moisés —dijo Sem.

—No... No, no soy Moisés. Veo que te has dado cuenta. Qué listo eres. —Até el otro extremo de la cuerda a un carro cercano, cargado hasta los topes de ánforas de vino—. Moisés es este carromato —dije—. Seguidlo.

—Este carro no es...

—Es una cosa simbólica, o sea que a callar y a seguir a Moisés.

Liberados de ese modo de nuestras responsabilidades, Joshua y yo fuimos al encuentro de Magda y su familia. Sabíamos que ella y los suyos habían salido después de que lo hiciéramos nosotros, por lo que retrocedimos, abriéndonos paso entre los peregrinos, soportando mordiscos de burro y gargajos de camello, hasta que distinguimos el chal azul sobre la colina que quedaba delante, tal vez a ochocientos metros de distancia. Habíamos decidido sentarnos junto al camino y esperar a que nos alcanzara, para no seguir forcejeando contra la multitud, cuando de pronto, la columna de peregrinos empezó a abandonar la calzada al unísono, desplazándose hacia los lados en una gran marea. Cuando vimos la cresta roja del casco de un centurión, que se acercaba a lo alto de la colina, comprendimos qué sucedía. Nuestro pueblo dejaba la vía libre al ejército romano. (En Jerusalén, durante la Pascua, se congregaban casi un millón de judíos, un millón de judíos celebrando su liberación de la opresión, una mezcla peligrosa desde el punto de vista romano.) El gobernador romano llegaba desde Cesárea con toda su legión de seis mil hombres, y todos los demás cuarteles de Judea, Samaria y Galilea enviaban una centuria o dos a la Ciudad Santa.

Aprovechamos la ocasión para retroceder más y llegar hasta donde se encontraba Magda. Nuestra llegada a lo alto de la colina coincidió con la del ejército romano. El centurión que encabezaba la caballería me propinó un puntapié cuando pasé junto a él, y su bota no me dio en la cabeza de milagro. Supongo que debo alegrarme de que no fuera el adalid, porque en ese caso habría podido darme con un águila romana.

—¿Cuánto tiempo tengo que esperar a que los expulses de esta tierra y le devuelvas el reino a nuestro pueblo, Joshua?

Magda estaba ahí, de pie, con los brazos en jarras, intentando parecer seria, aunque la expresión de sus ojos azules delataba que estaba a punto de echarse a reír.

—Vaya, buenos días tengas tú también, Magda —le respondió él.

—¿Y tú, Colleja? ¿Ya has aprendido a ser idiota del todo, o sigues retrasado en tus estudios?

Oh, aquellos ojos risueños, a pesar de que los romanos pasaban a apenas dos palmos de donde nos encontrábamos... Dios, cómo la echo de menos.

—Voy aprendiendo —le respondí.

Magda dejó el cántaro que cargaba e hizo ademán de abrazarnos. Desde hacía meses, solo la habíamos visto cuando pasaba por la plaza. Aquel día olía a limón y a canela.

Caminamos junto a Magda y a su familia durante unas dos horas, conversando, bromeando, evitando a toda costa el tema en el que todos pensábamos, hasta que ella dijo al fin:

—¿Vais a venir a mi boda?

Joshua y yo nos miramos como si nos hubieran arrancado la lengua de pronto. Me di cuenta de que Josh no encontraba las palabras oportunas, y Magda parecía enfadarse por momentos.

—¿Y bien?

—Esto... Magda, no es que no nos alegremos en extremo por tu inmensa suerte, pero...

Ella aprovechó la ocasión para propinarme un revés en la boca. El cántaro que llevaba en la cabeza no se movió siquiera. Aquella muchacha tenía una gracia extraordinaria.

—¡Ay!

—¿Suerte? ¿Estás loco? Mi esposo es un sapo. Pensar en él me pone enferma. Se me había ocurrido que vosotros dos podríais venir a ayudarme durante la ceremonia.

—Creo que me sangra el labio.

Joshua me miró y abrió mucho los ojos.

—Oh, oh.

Ladeó la cabeza, como si escuchara el viento.

—¿Oh, oh, qué?

Y entonces llegó hasta mí un rumor que provenía de más adelante. Se había formado un tumulto junto a un puentecillo, la gente gritaba y gesticulaba mucho. Como los romanos habían pasado hacía un buen rato, supuse que alguien se habría caído al río.

—Oh, oh —repitió Joshua, y empezó a correr en dirección al agua.

—Lo siento —le dije a Magda encogiéndome de hombros, y corrí detrás de mi amigo.

Al llegar a la orilla del río (que en realidad era poco más que un arroyo), vimos a un niño de más o menos nuestra edad, despeinado y con la mirada perdida, que se hallaba de pie, metido en el agua hasta la cintura. Sostenía algo bajo el agua, y gritaba a voz en cuello.

—Debes arrepentirte y expiar tu culpa, expiar tu culpa y arrepentirte. Tus pecados te han hecho impuro. Yo te limpio el pecado que llevas como un monedero.

—Es mi primo, Juan —dijo Joshua.

Fuera del agua, en fila, a ambos lados de Juan, estaban nuestros hermanos y hermanas, todavía atados, aunque con un espacio vacío en la cuerda, que correspondía a mi hermano Sem, que en ese momento se encontraba bajo el agua, delante de Juan, forcejeando y creando burbujas de agua embarrada a su alrededor. Los presentes animaban al Bautista, al que le costaba un poco mantener a Sem bajo el agua.

—Creo que está ahogando a Sem.

—Está bautizándolo —replicó Joshua.

—Seguro que mi madre se alegrará de que le limpie los pecados, pero me da que vamos a meternos en un buen lío si se ahoga en el empeño.

—Bien dicho —dijo Joshua, metiéndose en el agua—. Déjalo ya.

Juan lo miró con gesto algo perplejo.

—¿Primo Joshua?

—Sí, soy yo. Sácalo del agua.

—Ha pecado —replicó Juan, como si aquello bastara para explicarlo todo.

—Yo me ocuparé de sus pecados.

—Te crees el elegido, ¿verdad? Pues no lo eres. Mi nacimiento también vino anunciado por un ángel. Se me profetizó que gobernaría. Tú no eres el elegido.

—Creo que sería mejor que eso lo habláramos en otro lugar. Levántalo, Juan, ya está limpio.

Juan permitió que mi hermano saliera del agua, y yo corrí y los saqué del río, junto con los demás niños.

—Espera, hay que limpiar también a los otros. Están sucios de pecado.

Joshua se interpuso entre su hermano Jaime, que iba a ser el siguiente, y el Bautista.

—No le dirás a madre nada de todo esto, ¿verdad?

A medio camino entre el terror y el enfado, Jaime intentaba desanudarse la cuerda que le rodeaba el cuello. Parecía evidente que deseaba vengarse de su hermano mayor, pero a la vez no quería quedarse sin la protección de este ante la amenaza de Juan.

—Si dejamos que Juan te bautice todo el rato que él quiere, ya no podrás contarle nada a tu madre, ¿verdad, Josh? —Éseera yo, intentando ayudar a mi amigo.

—No diré nada —claudicó Jaime. Miró a Juan, que parecía a punto de salir corriendo para atrapar a alguien y limpiarlo de sus pecados—. ¿Es primo nuestro?

—Sí —corroboró Joshua—. Es el hijo de Isabel, la prima de nuestra madre.

—¿Y cómo es que lo conoces?

—Es la primera vez que lo veo.

—¿Y entonces cómo lo has reconocido?

—Lo he reconocido así, sin más.

—Está chalado —dijo Jaime—. Los dos estáis chalados.

—Sí, es un rasgo de familia. A lo mejor tú, cuando crezcas un poco más, también podrás estar chalado. No le dirás nada a madre.

—No.

—Muy bien. Colleja y tú seguid vuestro camino con los niños, ¿de acuerdo?

Asentí, tras dedicar una última mirada a Juan.

—Jaime tiene razón, Josh. Tu primo está chalado.

—¡Te he oído, pecador! —exclamó Juan—. Tal vez a ti también te venga bien una buena limpieza.

Juan y sus padres compartieron cena con nosotros esa noche. Me sorprendió que éstosfueran mayores aún que José, mayores incluso que mis abuelos. Joshua me contó que el nacimiento de Juan había sido un milagro anunciado por un ángel. Isabel, la madre de Juan, no dejó de hablar de ello mientras duró la cena, como si se tratara de algo que hubiera sucedido hacía unos días, y no trece años. Cuando la anciana se detenía para tomar aire, la madre de Joshua contaba lo del anuncio divino del nacimiento de su propio hijo. De tarde en tarde mi madre, sintiéndose en la obligación de mostrar algo de un orgullo maternal que no sentía, se sumaba a la conversación.

—Pues bueno, a Colleja no lo anunció ningún ángel, pero las langostas destrozaron nuestro huerto, y Alfeo tuvo gases durante un mes, coincidiendo más o menos con el momento de su concepción. Creo que a lo mejor eran señales, porque con mis otros hijos eso, desde luego, no sucedió.

Ay, mi madre. ¿He comentado que estaba poseída por un demonio?

Después de cenar, Joshua y yo encendimos nuestra propia hoguera, lejos de los demás, con la esperanza de que Magda viniera a nuestro encuentro, pero al final Juan fue el único que se nos unió.

—Tú no eres el ungido —le dijo a Joshua—. Gabriel se le presentó a mi padre. Tu ángel no tenía nombre siquiera.

—No deberíamos hablar de estas cosas —replicó Joshua.

—El ángel le dijo a mi padre que su hijo prepararía el camino para el Señor. Y ese soy yo.

—Bien, nada deseo más que tú seas el Mesías, Juan.

—¿De veras? Pero es que tu madre parece tan, tan...

—Josh es capaz de resucitar a los muertos —intervine yo.

Juan me miró con sus ojos de loco, y yo me aparté un poco, no fuera a pegarme.

—No es capaz —dijo.

—Sí lo es, yo lo he visto dos veces.

—Colleja, no sigas.

—Estás mintiendo. Levantar falsos testimonios es pecado —insistió Juan, que, más que enfadado, parecía cada vez más asustado.

—No se me da demasiado bien —admitió Joshua.

Juan abrió mucho los ojos, ya no por locura, sino por asombro.

—¿Lo has hecho? ¿Has resucitado a muertos?

—Y ha sanado a enfermos —amplié yo.

Juan me agarró por la túnica y tiró de mí, mirándome a los ojos como si quisiera penetrar en el interior de mi mente.

—No estás mintiendo, ¿verdad? —Miró entonces a Joshua—. No está mintiendo, ¿verdad?

Joshua negó con la cabeza.

—Creo que no.

Juan me soltó, dejó escapar un largo suspiro y volvió a sentarse en el suelo. La luz de la hoguera se reflejó en las lágrimas que centelleaban en sus ojos, perdidos en la nada.

—No sabes el alivio que siento. No sabía qué iba a hacer. Yo no sé ser el Mesías.

—Yo tampoco —dijo Joshua.

—Bien, espero que en verdad sepas resucitar a los muertos —prosiguió Juan—, porque esta noticia va a matar a mi madre.

Pasamos tres días caminando junto a Juan. Atravesamos Samaria, llegamos a Judea y, finalmente, a la Ciudad Santa. Afortunadamente no había demasiados ríos ni arroyos en el camino, por lo que pudimos mantener sus bautismos al mínimo. Tenía buen corazón, deseaba limpiar a la gente de sus pecados, pero la gente no creía que Dios fuera a depositar esa responsabilidad en un muchacho de trece años. Para tener contento a Juan, Joshua y yo dejamos que bautizara a nuestros hermanos pequeños en todo curso de agua por el que pasábamos, al menos hasta que Miriam, la hermana pequeña de mi amigo, pilló un resfriado, y Josh tuvo que realizar una sanación de emergencia.

—¡Es verdad, sabes sanar! —exclamó Juan.

—Bueno, el resfriado es fácil —replicó Joshua—. Unos cuantos mocos no son nada contra el poder del Señor.

—¿Te... te importaría?

Juan se levantó la túnica y le mostró sus partes, cubiertas de pústulas y escamas verdosas.

—¡Cúbrete, por favor, cúbrete! —le grité yo—. ¡Bájate la túnica y échate atrás!

—Qué asco —dijo Joshua.

—¿Soy impuro? A mí padre me da miedo preguntárselo, y a los fariseos no puedo acudir, siendo mi padre, como es, sacerdote. Creo que es de pasarme tanto rato metido en el agua. ¿Puedes sanarme?

(En este punto debo decir que creo que ésafue la primera vez que Miriam, la hermana pequeña de Joshua, vio unas partes masculinas. Por aquel entonces la niña tenía solo seis años, pero la experiencia la asustó tanto que jamás se casó. Lo último que se supo de ella fue que se había cortado mucho el pelo, que se había vestido con ropas de hombre y que se había trasladado a la isla griega de Lesbos. Pero aquello fue después.)

—Inténtalo, Josh —le animé yo—. Aplica tus manos sobre la dolencia y sánala.

Joshua me dedicó una mirada nada amistosa, antes de concentrarse en su primo con gesto compasivo.

—Mi madre tiene un ungüento que puedes aplicarte —le dijo—. Probemos antes si funciona.

—Ya he probado con ungüentos.

—Me lo temía.

—¿Y has probado a frotártelo con aceite de oliva? —tercié yo—. No creo que te lo cure, pero al menos te distraerá un rato la mente.

—Colleja, por favor, Juan está afligido.

—Lo siento.

—Ven aquí, Juan —dijo Joshua al fin.

—¡Aah, Josh! —exclamé yo—. ¿No irás a tocarlo? Es impuro. Que se vaya a vivir con los leprosos.

Joshua aplicó las manos sobre la cabeza de Juan y el Bautista puso los ojos en blanco. Por un momento me pareció que estaba a punto de desplomarse (de hecho se tambaleó un poco), pero finalmente se mantuvo de pie.

—Padre, tú has enviado a este para que prepare el camino. Déjale seguir adelante con el cuerpo tan limpio como el espíritu.

Joshua soltó a su primo y dio un paso atrás. Juan abrió los ojos y sonrió.

—¡Estoy curado! —exclamó—. ¡Estoy curado!

Hizo ademán de levantarse la túnica, pero yo le intercepté el brazo.

—Te creemos, te creemos.

El bautista se hincó de rodillas, y a continuación se postró ante Joshua, hundiendo el rostro en los pies de su primo.

—Es verdad, eres el Mesías. Discúlpame por haber dudado de ti. Proclamaré tu santidad por toda nuestra tierra.

—Bueno, algún día tal vez, pero no ahora —le disuadió Joshua.

Juan alzó la vista de los pies de Joshua.

—¿Ahora no?

—Estamos intentando mantenerlo en secreto —me adelanté yo.

Joshua le dio una palmadita en la cabeza a su primo.

—Sí, por el momento será mejor que no le cuentes a nadie lo de la sanación.

—¿Pero por qué?

—Debemos averiguar un par de cosas antes de que Joshua empiece a ser el Mesías.

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